Castilla, Alonso de. ?, ú. t. s. xv – Madrid, 1541. Oidor del Consejo Real, obispo de Calahorra.
Pese a su elevado parentesco, que entroncaba con la propia Familia Real, no pudo evitar el alejamiento de la Corte como resultado de la recomposición administrativa conducida por el grupo “fernandino” tras la rebelión comunera, en lo que pudo influir su origen político en el entorno de Felipe I. Para conocer su procedencia familiar es necesario aludir a la primera guerra civil castellana (1366-1369): con el propósito de atajar nuevas alteraciones, Enrique II decidió encarcelar a los bastardos de Pedro I, caso de Juan de Castilla, encerrado en la fortaleza de Soria, donde tuvo numerosa prole con Elvira de Falces. Entre ella destacó el obispo de Palencia Pedro de Castilla (de cuyo episcopado entre 1440 y 1461 se ocupó Fernández de Madrid en su Silva Palentina), quien procreó abundante descendencia ilegítima de la que formó parte Alonso de Castilla, heredero del rico patrimonio del prelado como primogénito y marido de Juana de Zúñiga, emparentada con los Reyes de Navarra.
Por su parte, Jerónimo de la Quintana afirma: “Estos caballeros Castillas traen su descendencia del Rey Don Pedro de Castilla, cuyo bisnieto fue Don Alonso de Castilla, nieto del Infante Don Juan e hijo de Don Pedro de Castilla, obispo de Palencia, que le hubo en su mocedad en una doncella, inglesa de nación, dama de la reina doña Catalina, mujer del Rey Don Enrique III [...]”. De los siete hijos de esta pareja, Alonso de Castilla, el oidor del Consejo Real, nació a mediados del último tercio del siglo xv. Entre sus hermanos destacaron el deán de Toledo, Felipe de Castilla, que fue capellán de Carlos V y padre de Diego de Castilla, deán también de Toledo, que con su hijo Luis trajo al Greco a Castilla. Asimismo, un Pedro de Castilla estaba ejerciendo el corregimiento de esa ciudad en 1490.
Tras tomar estado eclesiástico (lo que se afirma dado que un documento eclesiástico de la Curia le llamaba “presbyter palentinus” y se piensa que tomó este estado antes de dejar Palencia por primera vez, tomando en consideración sus antecedentes familiares), Alonso abandonó Palencia con cuatro de sus hermanos para estudiar en Salamanca, donde fueron discípulos de Lucio Marineo Sículo y el primero ejerció el rectorado en 1502. Como se aprecia, ya durante su etapa formativa en Salamanca, culminada con grado de licenciado —posiblemente en ambos derechos—, Alonso de Castilla manifestó la orientación humanística propia de su espiritualidad íntima y tolerante que, sucesivamente inculcada en sus allegados les condujo en algún caso a la heterodoxia. Asimismo, esta inclinación le llevó a tender relaciones con la Corte flamenca de los príncipes Felipe y Juana, quienes, llegados al trono, le convirtieron en protagonista de sus decisiones contrarias al grupo “fernandino”.
Concluidas las Cortes de 1506, se apreció la desaparición del Consejo Real del presidente Daza y los oidores Angulo, Vargas, Guerrero y Zapata, respectivamente sustituidos por Alonso de Fuentelsaz, Sosa, Ávila y, finalmente, Alonso de Castilla, quien recibió título del organismo firmado por don Felipe en Tudela de Duero el 21 de agosto de 1506.
Pero con la muerte de Felipe I la situación cambió de forma inmediata. Ante la inminente vuelta de Fernando, doña Juana se adelantó a la reversión administrativa que con seguridad iba a acometer el Católico y destituyó a los consejeros nombrados en tiempo de su marido. El licenciado Alonso de Castilla resultaba así afectado por las modificaciones en el trono y se veía obligado a renunciar a su título del Consejo Real el 19 de diciembre de 1506, si bien residió hasta el 5 de mayo siguiente.
En lo que respecta al licenciado, los años siguientes son oscuros. Distintas fuentes refieren un ingenioso coloquio con el Rey católico, tras el que no existe más noticia que su relación con Maximiliano I. Como se podía esperar de su filiación ideológica, la llegada de Carlos I al trono castellano supuso para Alonso de Castilla la rehabilitación política, reintegrándose al Consejo Real por título de 26 de septiembre de 1516, si bien cobró con efecto primero de abril, y permaneció en el organismo hasta su promoción al obispado de Calahorra. Con todo, parece que esta decisión regia se dirigió a autorizar una importante labor que desempeñaría desde el año siguiente, el gobierno de Lodi, ciudad ocupada por las tropas del Emperador desde 1509, en el que se mantuvo hasta 1519. Por lo menos esto afirma Gregorio de Andrés, así como que de su paso por la ciudad italiana el consejero trajo a Carlos de Sesso, fruto de su relación con Catalina de Sesso, mujer del conde de Castildaldo, a quien terminará casando con su sobrina Isabel de Castilla.
De vuelta al Consejo Real, su ubicación política fue decisiva para no superar la adaptación del organismo al triunfo cortesano del grupo de procedencia “fernandina”, mediante modificaciones inspiradas —presumiblemente— por el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal y tuteladas por Cobos y el canciller.
El informe del consejero dijo sobre él: “Don Alonso de Castilla es hombre muy noble en condición y linaje, como es notorio. Tiene buen juicio y alguna experiencia. Letras no las tiene. Dicen que tiene un poco de converso de parte de los de Castilla”. La convicción cortesana de la inmediata salida de Castilla del Consejo se percibía ya en carta de Martín de Salinas para el tesorero Salamanca de 8 de febrero de 1523, y se tradujo en su paso al obispado de Calahorra el 2 de marzo, en lo que significaba un claro alejamiento de la toma de decisiones, y no el consabido “premio de la mitra”. No fue el único damnificado del Consejo Real, pues el doctor López de Palacios Rubios fue retirado y el doctor Beltrán pasó al Consejo de Indias, mientras el doctor Tello era trasladado al Consejo de Órdenes sin retener su plaza en el Real.
Las alteraciones se extendieron a otros sínodos como el de Órdenes, en el que el doctor Calvete fue relevado del cargo y se le entregó media pensión.
La actividad de Alonso de Castilla no pierde interés con su paso a Calahorra, pues como prelado continuó advirtiéndose su tendencia espiritual y tuvo que afrontar los problemas jurisdiccionales característicos de la sede. El licenciado concibió su ejercicio episcopal como una relación paternal y pastoral con sus feligreses, en la línea de Erasmo y Vitoria, basada en la propia práctica de la virtud y en la pedagogía antes que en la coacción y la represión, caracteres respectivos de los procedimientos de místicos e intelectuales para adoctrinar al pueblo. En este sentido, el obispo Castilla se significó por realizar sendas visitas a los pueblos de su diócesis y celebrar tres sínodos entre 1528 y 1539, imprimiendo breviario y misal y mostrando preocupación por cumplir las normas litúrgicas, tareas en las que estaba avezado por haber sido chantre de la catedral de Palencia. Tan señalado celo explica la preocupación que originó en él la continuidad de las trabas puestas por la provincia de Vizcaya a la entrada de su obispo diocesano de Calahorra. Era tradición ancestral en el territorio no franquear el paso a individuos de condición episcopal, según demostraron sus autoridades en el recibimiento del propio Fernando el Católico el 30 de julio de 1476, al expulsar a Antonio Carrillo, obispo de Pamplona. Galíndez de Carvajal refiere que, cuando Fernando el Católico holló el Señorío de Vizcaya, llevaba en su acompañamiento a Carrillo, “a quien los vizcaínos (que no permitían entrada de obispo alguno en Vizcaya, no sé por qué aprehensión antigua retenida en los fueros, que once años después les prescribió Garci-López de Chinchilla enviado para ese y otros efectos por este rey a Vizcaya) hicieron salir de los términos del señorío; y porque había pisado tierra de él en contravención a sus fueros y costumbres, dieron al rey en aquella primera vista el raro y enfático espectáculo de recogerla, quemarla y arrojar al mar las cenizas, como todo lo cuenta Juan Margarit, después obispo de Gerona y Cardenal, que iba en el viaje y lo presenció, admirándolo no menos que todos”. Parece, pues, que la mediación de Garci- López de Chinchilla en 1487 limitó esta disposición foral al propio obispo diocesano, que continuaba sinpoder ejercer su labor pastoral en territorio vizcaíno en tiempo de Alonso de Castilla.
Poco después de su llegada a la Península, el Rey ya remitió una carta al predecesor de Castilla en la mitra para que entrase en Vizcaya y remediase el daño espiritual que se apreciaba, y al señorío le conminó a permitirlo, y dejarle residir el tiempo que estimase oportuno. Pero algunos procuradores de las villas se negaron a alterar la disposición considerándola privilegio inmemorial. Con todo, existían otras voces en el territorio que denunciaban los daños provocados por la falta de visita del obispo, y el Rey repitió sus disposiciones.
El 4 de octubre de 1519 los comisionados vizcaínos negociaron con el prelado en Vitoria, pero no se asentó un acuerdo para su entrada, que para los primeros pasaba por la observancia de ciertos privilegios.
Nombrado Alonso de Castilla, una de las consecuciones de su episcopado a ojos del Rey debía ser el arreglo de este asunto.
La solución todavía tardó años en llegar. El señorío apoderó en 1536 a Juan de Olarte, para negociar con el obispo en Valladolid —donde asistía a la procesión para celebrar la paz con Francisco I— las capitulaciones para su entrada en Vizcaya. Consciente del interés regio en hallar una solución, aceptó las peticiones del obispo. Con todo, al poco se celebró Junta de Villas y Ciudad para tratar del asunto y, pese a lo estipulado, los apoderados de Durango y Bermeo mostraron su deseo de que el obispo dividiera su tiempo de residencia entre las tres cabezas de tercios. Pero sus pretensiones fueron desestimadas y el convenio quedó sancionado de un modo definitivo. Finalmente, el 18 de marzo de 1539 el Emperador aprobó lo actuado en Valladolid y desde entonces el obispo pudo allanar el territorio, aunque posteriormente se reprodujeran las tensiones. Con todo, no serían las únicas diferencias tenidas con Vizcaya por el prelado: entre 1534 y 1535, el cabildo de Bilbao pretendió tener jurisdicción criminal en primera instancia sobre los eclesiásticos, obligando al obispo a refugiarlos en Arnedillo.
Por otro lado, durante su permanencia en Calahorra, Alonso de Castilla mostró gran inclinación por las obras arquitectónicas, que denotaron, a decir de Gregorio de Andrés, el criterio adquirido en Italia. A su preocupación se debieron las dos torres de la colegiata de Logroño y la restauración de la catedral y hospital de la Calzada, mientras en Calahorra hacía construir el palacio episcopal, la torre de la catedral y la torre de la capilla de Santa Lucía y ornamentaba la de Santa Ana. Pero la inquietud constructiva del prelado no se limitó a su sede episcopal, alcanzando la villa de Madrid, en la que se ocupó de la iglesia de Santo Domingo el Real —en la que yacía su rebisabuelo Pedro I—, reconstruyendo su portada y acometiendo capilla para su enterramiento. La breve referencia de este último proceso constructivo permitirá concluir la paulatina improcedencia de su espiritualidad para el derrotero ideológico que paulatinamente fue tomando la monarquía de Carlos V.
La presencia del obispo en las polémicas Cortes de Toledo de 1539 le permitió atender con mayor cercanía el comienzo de estas obras, que significaban renunciar al entierro con sus padres en las Clarisas de Valladolid; si bien cedió su sepultura en ellas a su hermano el deán de Toledo, y dispuso el envío de su corazón y entrañas a este establecimiento, en el que además era priora su sobrina Constanza de Castilla.
Con todo, no llegó a verlas concluidas a causa de su muerte en Madrid el 8 de febrero de 1541, si bien dejó ordenadas significativas disposiciones en su testamento custodiado en la colección Salazar y Castro de la Real Academia de la Historia. Nombró patronos de la capilla de Santo Domingo al hijo mayor de su hermano Juan de Castilla, a la priora del monasterio, Ana Osorio de Castilla y a Carlos de Sesso, que estaba casado con su sobrina Isabel de Castilla. En la capilla podrían enterrarse estos dos y sus descendientes.
Carlos de Sesso había nacido probablemente en Verona, viniendo a Castilla con su protector —o padre natural— el obispo de Calahorra, de quien recibió los fundamentos de una orientación religiosa íntima y transigente, que Carlos no tardó en llevar hacia la heterodoxia. Muerto el prelado, el presidente de Castilla, Antonio de Fonseca, le promovió al corregimiento de Toro en 1554, con el informe favorable del confesor real Bernardo de Fresneda, tras cuyo ejercicio se estableció en Villamediana (Logroño), desconociéndose las relaciones que tuvo con la capilla funeraria de Santo Domingo desde entonces. Lo que interesa ahora es su abrazo a las doctrinas luteranas, junto a su esposa Isabel de Castilla y su sobrina Catalina.
Relajado al brazo secular, fue quemado en el auto de fe de 21 de mayo de 1559 en Valladolid, indiciando la sensibilidad oficial existente por entonces —instrumentada por el Inquisidor General Valdés— hacia la espiritualidad inculcada por su protector.
Bibl.: J. de Quintana, A la muy antigua, noble y coronada villa de Madrid: historia de su antigüedad, nobleza y grandeza, Madrid, Imprenta del Reino, 1629, págs. 451-456 (Madrid, Ayuntamiento, 1954); G. González Dávila, Teatro eclesiástico de las Iglesias metropolitanas y catedrales de los Reinos de las dos Castillas..., vol. II, Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1647, pág. 367; M. Fernández de Navarrete, M. Salvá y P. Sainz de Baranda et al., Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (CODOIN), vol. I, Madrid, Imprenta de la Viuda de Calero, 1842, págs. 122-127; A. Rodríguez Villa, “El Emperador Carlos V y su corte (1522-1539)”, en Boletín de la Real Academia de la Historia (BRAH), 43 (1903), págs. 84; M. S. Escobés, Episcopologio calagurritano del siglo xvi, Calahorra, 1909; E. Esperabé Arteaga, Historia pragmática e interna de la universidad de Salamanca. II. Maestros y alumnos más distinguidos, Salamanca, 1917, pág. 8; G. Van Gulik y C. Eubel, Hierarchia Catholica Medii et recentoris aevi, III, Monasterii, 1923, pág. 160; A. Fernández de Madrid, Silva palentina, vol. I, Palencia, Imprenta de El Diario Palentino de la Viuda de J. Alonso, 1932, págs. 31 y 406-409; F. García Guerrero, El decreto de residencia de los obispos en la tercera asamblea del Concilio de Trento, Cádiz, Pontificia Universitas Gregoriana, 1943, pág. 175; M. Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, vol. III, Santander, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1947, págs. 397 y 405; L. Galíndez de Carvajal, “Anales breves del reinado de los Reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, de gloriosa memoria...”, en C. Rosell, Crónicas de los Reyes de Castilla desde don Alfonso el Sabio, hasta los católicos don Fernando y doña Isabel, vol. III, Madrid, Atlas, 1953, pág. 541; J. I. Tellechea, “Juan Bernal Díaz de Luco y su ‘Instructión de Perlados’”, en Scriptorium Victoriense (3), 1956, págs. 190-209; J. Sánchez Montes, “Sobre las Cortes de Toledo de 1538-1539. Un procurador del Imperio en un momento difícl”, en Carlos V (1500-1558). Homenaje de la Universidad de Granada, Granada, Universidad, 1958, págs. 595-663; J. I. Tellechea Idígoras, El Obispo ideal en el siglo de la reforma, Roma, Iglesia Nacional Española, 1963, págs. 40 y 69-156; A. Paz y Meliá (comp.), Sales españolas o agudezas del ingenio nacional, Madrid, Atlas, 1964, pág. 115; P. Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. de J. Sánchez Montes, Madrid, Escuela de Historia Moderna, 1964, pág. 70; P. Gan Giménez, “Los presidentes del Consejo de Castilla (1500-1560)”, en Chronica Nova (CN), 1 (1968), págs. 9-37, espec., 15-17; “El Consejo Real de Castilla. Tablas cronológicas (1499-1568)”, en CN, 4-5 (1969), págs. 42-45; V. Beltrán de Heredia, Cartulario de la universidad de Salamanca. La universidad en el siglo de oro, vol. III, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1971, pág. 501; “Las corrientes de espiritualidad entre los dominicos de Castilla durante la primera mitad del siglo xvi”, en Miscelánea Beltrán de Heredia: colección de artículos sobre historia de la teología española, vol. II, Salamanca, 1972, pág. 53; E. de Labayru y F. Herrán, Compendio de la Historia de Bizcaya, Bilbao, Editorial La Gran Enciclopedia Vasca, 1975, págs. 179, 190 y 192-193; M. Estella, “El Convento de Santo Domingo el Real de Madrid”, en Villa de Madrid, 16 (1976), págs. 59-67; E. Pedraza Ruiz, “Corregidores Toledanos”, en Toletum, 8 (1977), pág. 161; H. Keniston, Francisco de los Cobos. Secretario de Carlos V, Madrid, Castalia, 1980, pág. 79; M. Estella, “Los artistas de las obras realizadas en Santo Domingo el Real y otros monumentos madrileños de la primera mitad del siglo xvi”, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños (AIEM), 17 (1980), págs. 41-64; S. de Dios, El Consejo Real de Castilla (1385-1522), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1982, pág. 155; P. Gan Giménez, El Consejo Real de Carlos V, Granada, Universidad, 1988, págs. 229-230; V. Guitarte Izquierdo, Episcopologio español, Roma, Instituto Español de Historia Eclesiástica, 1994, pág. 36; H. Pizarro Llorente, “El control de la conciencia regia. El confesor real fray Bernardo de Fresneda”, en J. Martínez Millán (dir.), La Corte de Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1994, págs. 162-163; G. de Andrés, “La capilla funeraria de don Alonso de Castilla, obispo de Calahorra, en Santo Domingo el Real de Madrid”, en AIEM, 35 (1995), págs. 293-303, espec. pág. 294; J. Martínez Millán (dir.), La corte de Carlos V (2.ª parte). Los Consejos y Consejeros de Carlos V, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000.
Ignacio J. Ezquerra Revilla