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Joaquín Jovellar y Soler

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Biografía

Jovellar y Soler, Joaquín. Palma de Mallorca (Islas Baleares), 28.XII.1818 – Madrid, 17.IV.1892. Militar y gobernante.

Nacido en el seno de una familia aragonesa de militares de estirpe hidalga, su padre —cuya inicial vocación jurídica se trocase, como la de tantos otros jóvenes de su generación, en 1808— alcanzó en la carrera de las armas el grado de teniente coronel interviniendo en los principales hechos de armas de la Guerra de la Independencia: Albuera, Vitoria, San Marcial, etc., en algunos de los cuales fue gravemente herido. Inclinado tibiamente a las tendencias liberales durante el Trienio Constitucional, sería objeto de depuración, con separación del servicio activo hasta la amnistía decretada por la reina María Cristina, en octubre de 1832, en la convalecencia de su esposo tras la enfermedad que sufriera Fernando VII en septiembre de dicho año. Retirado a su pueblo natal —Monesma de Ribagorza— en compañía de su mujer y sus dos hijos en el período de la Década Ominosa, enviaría a Joaquín a estudiar Latinidad en el afamado colegio que los Jesuitas poseían en Manresa.

Tres años después, empeñado su progenitor en que siguiera cualquier carrera menos la de las armas, le enviaría a la Universidad de Huesca, para cursar en ella la materia a que las cualidades más sobresalientes de su hijo —ponderación, ecuanimidad, rectitud, sentido de la justicia— parecían destinarlo. Pero el estallido del primer conflicto carlista deparó al joven estudiante de Leyes la oportunidad de abandonar una profesión por la que no sentía ningún atractivo, para seguir la que desde niño imantaba su existencia. Vencida ahora la resistencia de su padre, éste logró que el capitán general de Aragón otorgara a su hijo la gracia del empleo de subteniente del Cuerpo de Francos —7 de febrero de 1836—. Ascendido a subteniente de Infantería en octubre del mismo año, participó con gran arrojo en las principales batallas y escaramuzas en el teatro oriental de la contienda, enfrentándose así con los caudillos más sobresalientes del bando carlista, Cabrera, Forcadell. El 9 de diciembre de 1838 fue ascendido por antigüedad al empleo de teniente de Infantería, residiendo en varios lugares del norte del país.

En enero de 1842, ascendido a capitán, Jovellar fue a la cita con Cuba, destino banal por lo común y casi obligado para cualquier militar de su generación, pero que en él habría de tener trascendencia singular, pues no en vano sería uno de los generales españoles con mayor conocimiento y experiencia de la realidad colonial ultramarina, particularmente de la antillana.

Seis años duró su primera estadía en la Gran Antilla, en la que se casó, en agosto de 1848, con una mujer con la que tuvo cinco hijos. Al comenzar 1849 se encontraba ya destinado, a petición propia, en la guarnición de Bilbao, donde permanecería por espacio de dos años, siempre con el propósito de rectificar la decisión que le hiciera retornar a la Península y volver a Cuba. Así se lo expresaría a sus superiores cuando, por Real Orden de 18 de junio de 1851, ocupara un puesto en el Negociado de Biografías de la Dirección General de Infantería. Sus conocimientos universitarios, su correcta prosa y sentido de la organización le granjearon en ella la estima de sus jefes, muy en particular, la del general moderantista F. Fernández de Córdoba, que no escatimaría alabanzas hacia su subordinado.

Muy precavido en punto a la expresión de sus simpatías políticas, la prolongada estancia de Jovellar en el Ministerio de la Guerra reforzó la admiración sentida por Leopoldo O’Donnell desde los días en que estuviera a sus órdenes en el asedio y expugnación de Lucena. De ahí que no fuera sorprendente que, desencadenado el conflicto marroquí, el ya coronel J. Jovellar fuese adscrito al servicio —secretaría de campaña— más próximo al conde de Lucena, del que se mostró también aquí eficaz colaborador. Sus tareas burocráticas y organizadoras no fueron, sin embargo, obstáculo para su entrada en combate, con destacado protagonismo en diversos choques con las tropas magrebíes, en uno de los cuales, el de Wad Ras, sería herido de gravedad. Obligado a retornar a la Península, de nuevo, una vez restablecido, en la maquinaria burocrática del Ministerio de la Guerra se le tendría como principal cerebro por unos jefes que le encomendarían confiadamente los arduos trabajos que la trepidante y belicista política exterior del unionismo hacía recaer sobre las Fuerzas Armadas. En 1863 alcanzó los entorchados de general —en puridad, de brigadier— y al siguiente año, en su particular y sorprendente mezcla de milicia-guerra y administración política, fue designado subsecretario del Ministerio de la Guerra, desempeñado entonces por su superior, el general Fernández de Córdoba. El agotamiento junto a la dolencia crónica que padeciera desde la mocedad así como quizá también una cierta reserva hacia el penúltimo mandato gubernamental de Ramón María le impulsaron a dimitir de la subsecretaría, que le sería aceptada con toda clase de parabienes por su desempeño en los inicios de 1865. No obstante, al producirse en la primavera de éste, el retorno del duque de Tetuán al poder, no pudo eludir la insistente petición de O’Donnell para ocuparse de la secretaría de la Inspección de Carabineros. Su adhesión al unionismo le llevaría a participar activamente en la represión de los sargentos sublevados en el cuartel madrileño de San Gil —22 de junio de 1866—, siendo otra vez herido, en esta ocasión con mayor gravedad que en la campaña africana.

No es posible, con la documentación hasta el momento conocida, refrendar la opinión, manifestada por algún autor, de que la situación de cuartel en que, tras su restablecimiento, le dejara el último gabinete del duque de Valencia, incitó a Jovellar a intervenir con extremo sigilo, según correspondía a su temperamento, en los preparativos de la revolución de septiembre de 1868 que derrocara a Isabel II. Semeja confirmarlo el que fuese nombrado de inmediato por los hombres de la nueva situación gobernador militar de Madrid y 2.º cabo interino de la Capitanía General de Castilla la Nueva; aunque ello no es prueba concluyente, pues tal designación quizás estuviera motivada por la inexistencia en la Corte de soldados del prestigio de Jovellar e incluso por unas simpatías políticas ciertas —las unionistas—, pero no pandereteadas ni exhibidas con alharacas. En todo caso, su prudente actuación en momentos tan decisivos y en un lugar crucial para el triunfo y, sobre todo, consolidamiento del golpe de Estado, justificaría su pronta designación como director general de la Administración Militar, que regiría durante un trienio, con iniciativas y medidas muy felices, como, entre otras, el diligente fomento de la lectura entre la oficialidad y la simplificación de todo lo concerniente al ramo de la contabilidad castrense. El 28 de febrero de 1871 fue elevado a la categoría de teniente general, y ese mismo año sería elegido como senador de Huesca.

La agitada vida de los partidos gubernamentales y su ostensible incidencia en la trayectoria del Ejército durante el corto reinado de Amadeo de Saboya fueron observadas con indisimulable renitencia por un militar tan profesionalizado como Jovellar, que, sin confesarlo abiertamente, llegó a presentar por ello, en tres ocasiones, su dimisión al frente de la Administración castrense. Admitida finalmente, la situación de cuartel en que quedase se prolongó durante toda la primera fase del régimen republicano.

Empero, el 22 de septiembre de 1873, el cuarto y último presidente de la Primera República, Emilio Castelar, dentro de su activa política de atracción de los altos cuadros castrenses menos politizados y alejados de la pura reacción borbónica, le confió el mando supremo de Cuba, que conocía en dicho otoño uno de los vértices de la guerra de los diez años. Su opción fue la de extrema fuerza para terminarla. Y así, apenas desembarcado en La Habana —4 de noviembre—, el famoso incidente provocado por el apresamiento por una goleta española en aguas jamaicanas o internacionales —la cuestión aún no se ha resuelto de manera convincente— del navío Virginius, bajo ilegal pabellón norteamericano —31 de octubre de 1873—, daría lugar a que el nuevo comandante general de la isla pusiera en práctica su pensamiento. Bajo sus exclusivas órdenes, y a título de filibusteros y piratas, fueron fusilados medio centenar de sus tripulantes.

Convertido en un casus belli por Estados Unidos, Castelar, pese a la muy fuerte resistencia de Jovellar, cedería ante las condiciones exigidas por Washington, a fin de abortar la grave crisis: “Haga V. E. —telegrafiaba el presidente al general el 20 de noviembre— la guerra como la guerra debe hacerse: dura, contestando a la violencia con mayor violencia; pero nada de ejecuciones sin previa consulta y, sobre todo, ni toque V. E. ni consienta que toque nadie ni a un cabello de los tripulantes del Virginius que aún quedan con vida. Mi único objeto es salvar Cuba para España”.

Superado con grandes dificultades el incidente —sus secuelas internas, esto es, antillanas, se mostrarían decisivas a medio plazo para el curso del proceso emancipador cubano—, pudo el general mallorquín diseñar su estrategia bélica, que no era otra que la de una ofensiva completa en la zona de Camagüey, el escenario más importante del conflicto. Carente, sin embargo, de los efectivos necesarios, sus insistentes peticiones a la Península para que se le enviase un cuerpo expedicionario de doce mil o catorce mil soldados, le serían denegadas reiteradamente por su amigo y antiguo compañero de armas, el general Zabala, ministro de la guerra: “Mientras ésta [la Tercera Guerra Carlista] continúe, ya sabe V. E. que Cuba no puede tampoco pacificarse. Es preciso, pues, atender primero a la madre patria”. Jovellar no desmayó ante las decepcionantes respuestas que recibieran sus diferentes solicitudes de refuerzo y, una vez declarado el estado de sitio en toda la isla el 7 de febrero, logró obtener por diversos procedimientos unos ocho mil hombres que se añadieron al contingente de unidades profesionales. Después de varias alternancias en el enfrentamiento con las tropas acaudilladas por Máximo Gómez, se llegó a la célebre batalla de las Guásimas, la de mayor relieve de todas las registradas en la isla a lo largo del siglo XIX, por la duración —cinco días— y, en especial, por la cifra de los contendientes.

De éxito indeciso y reclamado por ambas partes —la caballería sería una vez más el talón de Aquiles para los combatientes españoles—, sirvió, no obstante, para ratificar el extremo crucial del plan de operaciones de Jovellar, que estribaba en evitar, a toda costa, la penetración de los mambises en la zona occidental de la isla. A comienzos de abril el general de Caballería Concha reemplazaba a un Jovellar mirado con enojo desde Madrid debido a su incansable petición de tropas de refresco. “El Gobierno está satisfecho —le comunicaba el ministro de Ultramar el 11 de marzo— del mando de V. E. en esa isla. V. E., sin embargo, no responde del éxito de las operaciones sin el envío inmediato de 12.000 hombres; pero las dificultades que nos rodean hacen imposible hoy ese envío. El Gobierno, en este caso, ha llamado a un Consejo al general Concha, el cual propone un plan basado en medidas que han parecido bien al Gobierno, y que no le obliga al sacrificio imposible de refuerzos considerables para ese ejército, y en su virtud ha resuelto nombrarle para ese mando” (A. Castro Girona, 1947: 95).

Prueba de que era tal actitud y no su conducción del conflicto la causa de su separación del mando ultramarino fue, después de una obligada licencia para reponer su salud en los balnearios franceses, periódicamente visitados por persona tan metódica como Jovellar, enfermo, su inmediata designación —28 de septiembre— para la jefatura del Ejército del Centro, encargado primordialmente de la lucha contra los carlistas de Aragón, Levante y Castilla la Nueva. Paisajes ya conocidos en buena parte por él en los días de su iniciación en la milicia, su estrategia para controlarlos y asegurarlos para el gobierno de Serrano no tardó en dar resultados positivos. Con todo, antes de abocar a un horizonte despejado para el triunfo definitivo de sus fuerzas, el golpe de Estado de 29 de diciembre modificaría el panorama entero de la nación. Dado el pronunciamiento de Arsenio Martínez Campos en una localidad bajo su jurisdicción —Sagunto— y a cargo de una unidad —la brigada del general Dabán— muy privilegiada por su atención, es lógico que se haya especulado acerca del previo conocimiento y participación en él de Jovellar. Habida cuenta de la indeficiente presencia, en todas las tramas conspiratorias, del secreto, el doble juego y la ambigüedad, nada se sabe, empero, con propiedad de la actitud íntima ni de la presunta intervención en él de la suprema autoridad del lugar en que se desplegara la primera y acaso más trascendente fase de los sucesos que condujeron a la Restauración alfonsina. La tesis sobre la gestación “cubana”, es decir, el análisis del golpe de Estado en clave antillana —altos cuadros castrenses aglutinados un tiempo en la isla por el general conde de Balmaseda y los intereses azucareros por él defendidos—, de tan amplia difusión un tiempo en la historiografía del contemporaneísmo español, no es por entero válida en el caso de un actor tan esencial como Jovellar.

El soldado balear nunca estuvo muy involucrado en el establishment hispanocubano y desconoció, según confesión personal y solemne, los lances preparatorios del acontecimiento, por más que, como es obvio, supiera sobradamente el espíritu proalfonsino que comenzara a ganar al generalato y oficialidad desde la primavera de 1874, y al que miraba con evidente simpatía.

De forma, pues, que, a tenor de los datos plenamente comprobados, sólo es lícito afirmar la postura de tacto y moderación extremos mantenida por Jovellar en las horas inmediatamente siguientes al acontecimiento, cuando su éxito dependía realmente de la posición que adoptara un jefe muy respetado incluso por Dabán y el mismo Martínez Campos. Comprendiendo quizá que más que un hombre o una decisión personal, lo importante en aquella coyuntura era una situación, la general de un país que aspiraba a toda costa a lograr una paz que semejaba encarnar esperanzadamente el joven príncipe Alfonso, Jovellar dio su completo pero muy escalonado placet al pronunciamiento.

“No es dudoso —respondía a Martínez Campos, cuatro horas después de haber recibido el telegrama de éste instándole a sumarse al movimiento sedicioso— que todo el Ejército del Centro, sin excepción de un sólo Cuerpo, secundará rápidamente este movimiento, y por mi parte confío en que la proclamación del Príncipe Alfonso ha de proporcionar al país una solución definitiva con el deseo más general”.

Y una hora más tarde —15.30— telegrafiaba al ministro de la Guerra: “Ya sabe V.E., por telegramas directos de Sagunto, que el general Martínez Campos, puesto a la cabeza de la brigada Dabán, ha proclamado esta mañana, en las inmediaciones de aquel punto, Rey constitucional de España al Príncipe de Asturias, don Alfonso XII. [...] Me consta positivamente que el espíritu de los Cuerpos es alfonsino y, por lo tanto, el movimiento ha de encontrar pronta grata acogida entre todos ellos, así como en la gran mayoría del país. No puede quedarme sobre esto la menor duda. En tal concepto, un sentimiento de levantado patriotismo, que se inspira en el bien público y en la necesidad de conservar unido al Ejército para hacer frente a la guerra civil e impedir la reproducción de la anarquía, me impulsa a aceptar el movimiento iniciado en Sagunto y ponerme a su cabeza en el territorio de mi mando. Me he decidido a ello en el momento más solemne de mi vida y creo interpretar así, de la mejor manera posible, el cumplimiento de mis deberes en tan grave y complicada situación. Deseo que el Gobierno, hecho cargo de esto, me juzgue con equidad, y cualesquiera que sean las consecuencias espero tranquilo el fallo de la Historia”.

A manera de caución del Ejército y acaso también a modo de recompensa, el Ministerio-Regencia tuvo como responsable del despacho de la Guerra a un Jovellar sobremanera impaciente porque la Monarquía de Sagunto se legitimara en el campo de batalla con la pronta victoria sobre las tropas del duque de Madrid.

“¡Españoles! La revolución, que vive de la mentira, al proclamar Rey de España a un príncipe de mi familia, pretende absurdas reconciliaciones con la Monarquía y la legitimidad. La legitimidad soy yo. Yo soy el representante de la Monarquía en España”, manifestaría el pretendiente a los pocos días del pronunciamiento, aumentando el ansia de Jovellar y de todo el gobierno porque el Rey se pusiera directamente al frente de sus soldados. Promediado enero ya se encontraban en el Norte Alfonso y Jovellar, librándose algunas batallas en las que el Monarca dio innegables pruebas de valor, hasta el punto de correr el peligro de su apresamiento por el enemigo. Regresados ambos a Madrid un mes después, Jovellar retornó al escenario bélico, aunque, en esta ocasión, al que le era más familiar. Conseguidos los objetivos principales de la campaña con la dura expugnación de La Seo de Urgel por Martínez Campos, en los inicios de septiembre regresaba el ministro de la Guerra a la capital de la nación. No pudo, empero, hacerse demasiado cargo de los problemas de su departamento, ya que, pocas horas después —día 12—, asumiría la responsabilidad de la dirección del gabinete formado dicho día tras la consiguiente dimisión de Cánovas, y en el que también ocuparía la cartera de la Guerra. La mayor significación histórica de este gobierno Jovellar estriba en haber inaugurado la ruta seguida ulteriormente con asiduidad en los usos y prácticas de la primera fase de la Monarquía de Sagunto. En toda coyuntura puente, transicional o bloqueada, un militar prestigioso y de escaso perfil político, aunque de inclinación conservadora —el propio Jovellar, su antiguo jefe de Estado Mayor, Marcelo Azcárraga, Martínez Campos y, el más “liberal”, López Domínguez— se encargara, por propuesta regia, del poder ejecutivo hasta el término de la crisis o delicada situación que provocara su designación.

Y así, una vez logrado un acuerdo de mínimos acerca de los procedimientos electorales entre las fuerzas sobre las que pivotará el establishment canovista, su artífice retomaba las riendas del país —14 de diciembre de 1875—. Encauzada ya de modo definitivo la conclusión de la contienda civil debido en buena parte a las acertadas disposiciones generales diseñadas por Jovellar, éste sería nombrado sin demora —25 de diciembre del mismo año— capitán general de Cuba. El aval de su éxito ante los carlistas y su extensa experiencia antillana decidió a Cánovas a tal nombramiento, a la espera de que la buena estrella de Jovellar en la Península le acompañara en la isla, acabando también en ella con la guerra civil desencadenada en 1868.

Sino que, de nuevo, se repitió la tesitura del primer mando antillano del militar mallorquín. A lo largo de casi todo 1876 no logró resultados sustanciales, pese a los éxitos parciales que cosechara y a las varias medidas bien orientadas que adoptara para el buen fin de la guerra. Otra vez atribuiría por ello a la falta de efectivos la indecisión del conflicto. Cuando, en las postrimerías de 1876, el gobierno enviara a la isla un cuerpo expedicionario, su jefatura y la dirección de las operaciones correspondería exclusivamente a Martínez Campos, el verdadero triunfador de la segunda contienda dinástica. Una emotiva apelación a su patriotismo del lado del ministro del ramo acabó por vencer la comprensible renitencia de Jovellar a permanecer en Cuba con sólo el mando político. Por fortuna para la causa española, la excelente relación establecida entre los dos generales y el escrupuloso respeto de Jovellar a las atribuciones y decisiones de Martínez Campos colaboraron de manera indubitable a la Paz de Zanjón que, en febrero de 1878, ponía fin a la prolongada guerra civil iniciada diez años atrás.

Retornado a la Península en junio del mismo año una vez aceptada su reiterada dimisión, un mes más tarde sería nombrado capitán general. Pasado algún tiempo, durante el que procuró restablecer su maltrecha salud con diferentes viajes al extranjero, en febrero de 1881 fue designado para la presidencia de la Junta Consultiva de Guerra, que desempeñaría hasta que —enero de 1883— se le encomendara la Capitanía General de Filipinas. Durante el bienio en que el archipiélago fue regido por Jovellar su situación material y social experimentó avances de consideración, mostrándose notablemente adelantado en algún extremo, como su constante interés porque las comunidades religiosas fomentaran el uso de la lengua vernácula. El haber contraído la malaria fue la causa principal, transcurrido un año de permanencia en Filipinas, de su insistente petición de cese, aceptada en marzo de 1885.

Avezado en la gobernación colonial, Jovellar atalayó el inminente proceso emancipador filipino y procuró acentuar la sensibilidad de la elite española para impedirlo con un vasta y decidida tarea reformadora, sin que, por lo demás, su invocación alcanzara demasiado eco.

Al constituirse, a raíz de la muerte de Alfonso XII, el 27 de noviembre de 1885, el primer gabinete del “quinquenio glorioso” sagastino, Jovellar recibió la cartera de la Guerra regentándola hasta el 11 de octubre del siguiente año. En la historia de su último paso por el poder ejecutivo ha de hacerse inexcusable mención de su resuelta postura ante los brotes y pronunciamientos republicanos registrados en dicho período. El más importantes de éstos fue, sin duda, el abanderado en Madrid —septiembre de 1886— por el general Villacampa, en cuyo sofocamiento tocó a Jovellar parte muy principal, como asimismo en el Consejo de Ministros al mostrarse inflexible partidario de ejecutar la pena impuesta por el correspondiente tribunal castrense, que no era otra que el fusilamiento del reo, conmutada por el gobierno a instancia de la regente María Cristina. Justamente, la presidencia del Consejo Supremo de Guerra y Marina fue el último cargo de entidad ocupado por el militar mallorquín. Desde marzo de 1887 hasta su muerte un lustro después simultaneó los trabajos inherentes a dicho organismo con el muy estimable en cantidad y calidad desplegado en el Senado como miembro vitalicio conforme al deseo y designación de Cánovas, quien valoraba en notable grado las cualidades de probidad, laboriosidad y discreción de Jovellar.

Fue condecorado, entre otras, con la Gran Cruz de Quinta Clase Laureada de San Fernando Pensionada, la Cruz de San Fernando de Primera Clase (dos veces) y el Collar de la Insigne Orden de la Torre y Espada de Portugal.

 

Bibl.: A. Pirala, Anales de la Guerra de Cuba, Madrid, Felipe González Rojas, 1895-1898, 3 vols.; J. O rtega Rubio, Historia de la regencia de María Cristina Habsburgo-Lorena, Madrid, Felipe González Rojas, 1905-1906, 5 vols.; Conde de Rodezno, Carlos VII duque de Madrid, Madrid, Espasa Calpe, 1929; A. Castro Girona, Jovellar, Madrid, Purcalla, 1947; M. Almagro San Martín, La pequeña historia. Cincuenta años de vida española, Madrid, Afrodisio Aguado, 1954; F. J. Ponte Domínguez, Historia de la Guerra de los Diez Años (Desde la Asamblea de Guáimaro hasta la destitución de Céspedes), La Habana, 1958; R. Ollarzun, Vida de Cabrera y las guerras carlistas, Barcelona, 1963; F. Fernández de Córdoba, Mis memorias íntimas, ed. de M. Artola Gallego, Madrid, Atlas, 1966, 2 vols.; M. Fernández Almagro, Cánovas. Su vida. Su política, Madrid, Tebas, 1972; J. R. Alonso, Historia política del Ejército español, Madrid, Editora Nacional, 1974; P. S. Foner, La guerra hispano-cubano-americana y el nacimiento del imperialismo norteamericano, Madrid, Akal, 1975, 2 vols; F. Pérez Guzmán, La batalla de las Guásimas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975; F. Fernández Bastarreche, El Ejército español en el siglo XIX, Madrid, Fundación Juan March, 1978; J. Pabón y Suárez de Urbina, Narváez y su época, intr. de C. Seco Serrano, Madrid, Espasa Calpe, 1983; C. Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984; G. S. Payne, Ejército y sociedad en la España liberal (1808-1936), pról. de R. Salas Larrazábal, Madrid, Akal, 1987; J. Rubio, España y la guerra de 1870, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1989, 3 vols.; M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990; J. Rubio, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1995; M. Allendesalazar, Apuntes sobre la relación diplomática hispano-norteamericana, 1763-1895, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1996; M. Moreno Fraginals, Cuba/España. España/Cuba. Historia común, Barcelona, Crítica, 1996; J. L. Comellas, Cánovas del Castillo, Barcelona, Ariel, 1997; L. Navarro, Las guerras de España en Cuba, Madrid, Encuentro Ediciones, 1998; M. A. Larios González, El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la Restauración, 1875-1902, Madrid, Biblioteca Nueva, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1999; G. Rueda Hernanz, Isabel II, Madrid, Arlanza, 2001; C. Darde, Alfonso XII, Madrid, Arlanza, 2002; J. M. Cuenca Toribio, Ocho claves de la historia de España contemporánea, Madrid, Encuentro Ediciones, 2003.

 

José Manuel Cuenca Toribio

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