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Federico Roncali y Ceruti

Biografía

Roncali y Ceruti, Federico. Conde de Alcoy (I). Cádiz, 30.III.1800 – Madrid, 4.IV.1857. Militar, político, ministro.

Hijo de un capitán de navío perteneciente a la Grandeza de España, cursados los primeros estudios eligió pronto la carrera militar, conforme lo atestigua su ingreso en 1817 como cadete del cuerpo de las Guardias Reales. De inclinaciones absolutistas, llegada la Guerra Carlista se inclinó, no sin vacilaciones, por el bando cristino. Su fidelidad, empero, no sería, en su fuero interno, incondicional. Tras el restablecimiento de la Constitución doceañista a raíz de la “sargentada”, viajó subrepticiamente a Durango donde entregó una carta del marqués de Zambrano al pretendiente, “en la que en nombre —según Pirala— de varios individuos de la Grandeza, ofrecía reclutar, armar y mantener algunos batallones carlistas si revocaba el decreto del 24 de enero de 1834, y el del l7 de julio”. Saldada la entrevista con un fracaso ante la negativa de don Carlos, Roncali reforzó su por aquel entonces todavía frágil lealtad a la causa isabelina, incardinándose incluso en la órbita del progresismo más declarado. Muy próximo al general Espartero durante gran parte del conflicto, no dudó en ponerse al frente de uno de los regimientos de las Guardias Reales para encabezar en Pozuelo de Aravaca (agosto de 1837) el pronunciamiento a favor del jefe del Ejército del Norte, malquistado con el ministerio Calatrava por desavenencias de estrategia militar y por su negligencia en respaldar económicamente la lucha contra el carlismo. El feliz resultado del amotinamiento —dimisión del gabinete Calatrava-Mendizábal y su reemplazo por el presidido por el propio Espartero entre el 18 de agosto de 1837 y el 18 de octubre de 1837— acrecentó la importancia de la estrecha colaboración del coronel Roncali con su jefe. Esta daría paso, sin embargo, a una franca enemistad como resultas primordialmente de su rechazo como preceptor de la Reina niña, según propuso su madre María Cristina y, sobre todo, por la condena a muerte de Diego de León en octubre de 1841, en el juicio en el que el romántico héroe fuera defendido por su antiguo compañero de armas, el propio Roncali. “Si le condenáis a muerte, tendréis que haceros justicia ahorcándoos con vuestras propias fajas”, apostrofó a los generales integrantes del Consejo de Guerra que juzgó al “héroe de Beloscaín”, cuyo famoso testamento difundiera entre los jefes y oficiales de las diversas guarniciones, muy descontentos, en conjunto, con el fallo del Tribunal.

Contrario a las actitudes y formas de gobernar de Espartero durante su etapa de Regente del Reino, fue entonces cuando acabó de consumarse su deriva hacia el moderantismo fundamentalista, entrando clandestinamente a formar parte de la Unión Militar creada en París por el general Narváez en el cuadro de una vasta conspiración castrense contra la Regencia esparterista y reforzando sus vínculos con el entourage de la antigua Reina Gobernadora. De guarnición en Levante, fue nombrado teniente general y conde de Alcoy a consecuencia de su participación en el levantamiento de la primavera de 1843 contra el duque de la Victoria. Capitán general de Valencia en 1844, senador vitalicio en 1845, no tardó en ser ministro de la Guerra en el gabinete liderado por el marqués de Miraflores (del 12 de febrero de 1846 al 16 de marzo de 1846). La brevedad de su experiencia gobernante le impediría materializar los planes de reformas que proyectara, con el aplauso de gran parte del generalato, en algunas ramas de la organización militar.

Algo alejado entonces de Narváez, permaneció muy adicto a la reina Isabel II y su camarilla en la larga etapa de la década moderada pilotada por el general granadino, y aún más si cabe a la todopoderosa económica y políticamente conformada alrededor de la reina madre María Cristina. Capitán general de Cuba en el trienio 1847-1850, la etapa antillana implicó en su vida privada un considerable acrecentamiento de su fortuna al sintonizar muy estrechamente con los elementos más influyentes de la sarocracia que controlaba el poder en la isla. De sus posiciones reaccionarias y renitencia hacia el narvaízmo nacerían su condicionado entendimiento con Bravo Murillo cuando el antiguo colaborador del Espadón de Loja pretendiese, a la cabeza del poder ejecutivo, llevar a cabo un vasto e innovador plan de reformas de todo el edificio constitucional, a fin de potenciar la fuerza y papel de la Corona así como del consejo de ministros, en la línea trazada por el príncipe Napoleón tras el golpe de Estado de 2 de diciembre 1851, a cuya financiación contribuyera el gabinete del “abogado”, según la denominación peyorativa del extremeño en las esferas castrenses, contrarias a una reforma considerada como una dictadura civil encubierta, que daba al traste, en opinión de un amplio círculo del generalato, al edificio mismo constitucional del que, en último término, se consideraba el Ejército fundador y garante. Fracasado el intento del gobernante pacense debido, en ancha medida, a su maximalismo táctico y estratégico que acabaría por distanciarle de María Cristina y su hija, y la oposición castrense en el Senado, Roncali, de bien probadas credenciales reaccionarias dentro de un generalato como el isabelino en el que el liberalismo conservador era la nota dominante, le sustituiría sin tardanza (del 14 de diciembre de 1852 al 14 de abril de 1853), bien que, en realidad, fuese el titular de Gobernación, Antonio Benavides, el verdadero timonel del gabinete. Durante su fugaz mandato, Roncali simultaneó la Presidencia del Gobierno con la de la cartera de Estado, en un ministerio de bajo perfil, integrado en conjunto por figuras secundarias de las diversas fracciones del moderantismo.

Designado por Isabel II a sugerencias de su madre María Cristina, aspiró a mantener veladamente parte del programa de su antecesor, lo que le llevaría, finalmente, al militar gaditano a un choque frontal con sus camaradas de armas, abroquelados en sus senadurías vitalicias y reluctantes a cualquier deriva reaccionaria del régimen triunfante por su victoria militar contra el carlismo. Como una tentativa de romper su resistencia enfrentando a la Alta Cámara con el Congreso, se convocaría de inmediato elecciones parlamentarias, en las que, no obstante las presiones gubernamentales, saldría elegida una mayoría muy tibia en su respaldo al gabinete.

Pese a ello, y al acusado desgaste que sufría su capacidad de iniciativa por el enconado debate suscitado por el “affaire Narváez” —objeto de una enconada hostilidad del lado de la Reina y los círculos palaciegos, que llegó incluso a su destierro simulado por un viaje profesional a Viena, nunca cumplido por el Espadón de Loja—, el gabinete presentó a las Cortes un programa de actuación que atendía primordialmente a tres extremos. El establecimiento de tres tipos de senadores —natos, hereditarios y vitalicios—, la fijación de un fondo permanente de reserva en los presupuestos estatales y la redacción por vía de ley del reglamento de la Cámara Baja, nuclearon el programa que el gabinete ambicionaba materializar. Los dos primeros, y muy particularmente la clasificación de los futuros senadores, consumieron la mayor parte de los empeñados debates parlamentarios a que los planes del gobierno dieran lugar en los cuerpos legisladores, donde los adversarios del gabinete llevaron siempre la iniciativa y mostraron su superioridad dialéctica.

Un resonante discurso en el Senado del marqués del Duero en contra los obscuros negocios —comercio de esclavos, especulaciones crediticias, tráfico de influencias— del duque de Riansares, marido de la antigua Reina Gobernadora, y del marqués de Salamanca y las ásperas críticas suscitadas por un muy controvertido proyecto de empréstito así como ciertos desacuerdos en algunos de sus miembros, condujeron a la dimisión del gabinete, bien vista e incluso propiciada por la misma Isabel II. La herida que permaneció más indeleble de su experiencia gobernante sería en Roncali la provocada por la frustración de sus reformas militares, en las que sólo pudo contabilizarse el espectacular aumento en tres mil hombres de la Guardia Civil, ya plenamente consolidada. Nunca repuesto de la pérdida de la confianza regia en sus condiciones políticas, murió pocos años más tarde de forma súbita y espectacular en pleno centro de Madrid.

Conde de Alcoy, poseyó en casi su totalidad las condecoraciones militares y civiles de la época.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, Exps. personales, HIS-0014-04.

D. Sevilla Andrés, La revolución de 1854, Valencia, Publicaciones de la Facultad de Derecho, 1960; R. de Santillán, Memorias (1815-1856), vol. II, Pamplona, Eunsa, 1960; F. Fernández De Córdoba, marqués de Mendigorría, Mis Memorias íntimas, Madrid, Atltas, 1966, 2 vols. (Biblioteca de Autores Españoles); J. L. Comellas, Los Moderados en el poder. 1844-1854, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1970; E. Christiansen, Los orígenes del poder militar en España 1800-1854, Madrid, Ediciones Aguilar, 1974; D. Sevilla Andrés, Historia política de España (1800-1973), vol. I, Madrid, Editora Nacional, 1974; J. R. Alonso, Historia política del Ejército español, Madrid, Editora Nacional, 1974; J. M.ª Jover Zamora, Política, diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo XIX, Madrid, Ediciones Turner, 1976; S. G. Payne, Ejército y sociedad en la España contemporánea (1808-1936), Madrid, Akal Editor, 1977; F. Fernández Bastarreche, El ejército español en el siglo XIX, Madrid, Ediciones Siglo XXI, 1978; N. Durán de la Rúa, La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina. Una convivencia frustrada. 1854-1868, Madrid, Akal Editor, 1979; F. Cánovas Sánchez, El Partido Moderado, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1982; J. Pabón, Narváez, Madrid, Espasa Calpe, 1983; C. Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984; A. Bullón de Mendoza, La primera guerra carlista, Madrid, Editorial Actas, 1992; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda García, “Sociología ministerial del reinado de Isabel II”, en Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XVI (1993), págs. 640-683; El poder y sus hombres. ¿Por quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Editorial Actas, 1999, págs. 778-781; C. Seco Serrano, Historia del conservadurismo español, Madrid, Temas de Hoy, Historia, 2000; G. Rueda Hernanz, Isabel II, Madrid, Arlanza Ediciones, 2002; I. Burdiel, Isabel II. No se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.

 

José Manuel Cuenca Toribio

 

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