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Andrés de Cabrera

Biografía

Cabrera, Andrés de. Marqués de Moya (I), Señor de Chinchón. Cuenca, 1430 – Chinchón (Madrid), 4.X.1511. Camarero real, escribano mayor, consejero real, tesorero, regidor y mayordomo mayor de Enrique IV.

Nació en el seno de una familia hidalga, aunque de ascendencia judía, si bien este extremo trató de ocultarse gracias al recurso a una falsa genealogía que pretendía convertir a la familia en cristiana vieja, extremo que fue aceptado por su biógrafo del siglo xvii, Francisco Pinel y Monroy, que escribió por encargo de sus descendientes. Parece que sus antepasados por línea paterna se convirtieron al cristianismo en relación con las predicaciones de San Vicente Ferrer, hecho que era bien conocido por los coetáneos de Andrés de Cabrera, entre ellos Juan Pacheco, marqués de Villena, quien llegó a atizar el estallido de un tumulto anticonverso en Segovia, con el propósito de arrebatar a Cabrera el poder que tenía en la ciudad. Avanzado el siglo xvi, los orígenes del linaje eran objeto de discusión, con el disgusto de sus miembros, que lograron que Felipe II terciara en el debate para declarar la limpieza de sangre de la familia, dando la cuestión por definitivamente zanjada.

Su padre fue Pedro López de Madrid, que tuvo en Cuenca cargos y oficios de honor, reservados en exclusiva a hidalgos como él. Su madre fue María Alfonso de Cabrera, que debía de ser de alcurnia superior a la de su marido, lo que explicaría que los vástagos del matrimonio mostraran una clara preferencia por adoptar el apellido de su progenitora, tal como hizo Andrés. La pareja, avecindada en la parroquia de San Miguel, engendró ocho hijos, siendo Andrés el tercero.

De sus dos hermanas, María Pérez Cabrera y Leonor de Cabrera, tan sólo se conocen los nombres de sus maridos: el comendador Pedro Suárez del Castillo y Francisco de Arriaga, respectivamente.

En cuanto a los hermanos, Pedro de Cabrera dedicó la mayor parte de su vida al servicio de las armas, y llegó a ser comendador de Mures y Benazuza, así como veinticuatro de la ciudad de Sevilla, donde se avecindó. Alfonso de Cabrera fue vecino y regidor de Cuenca, aunque desempeñó también varios oficios en las Cortes de Enrique IV y de los Reyes Católicos, gracias al favor que le dispensó su poderoso hermano.

Fernando de Cabrera se avecindó en Segovia, donde estuvo al servicio de su hermano Andrés. Lope Velázquez de Cabrera, vecino de Cuenca, sirvió primero a Enrique IV y después fue maestresala de los Reyes Católicos. Finalmente, Juan Pérez de Cabrera consagró su vida a Dios y fue protonotario apostólico, bien relacionado con el papa Alejandro VI, y arcediano de la catedral de Toledo.

Tanto Alfonso como Fernando se vieron sometidos al escrutinio de la Inquisición, si bien ninguno de ellos llegó a ser procesado. El primero fue acusado de recibir en su casa a un rabí judío, que, según el único testimonio de un criado, se encargaría de guiar al caballero y a su familia en los ritos y ceremonias del judaísmo; el segundo fue acusado de acudir a la morada de Abraham Seneor para participar en los ritos mosaicos que en aquélla se realizaban, aunque fue el propio judío quien justificó la presencia habitual en su casa de Fernando de Cabrera y de otros conversos, librándolos de cualquier sospecha. Hay que añadir que ambos hermanos estaban casados con damas de ascendencia conversa: la mujer de Alfonso de Cabrera era hija del doctor de Ciudad Rodrigo, mientras que la de Fernando de Cabrera era hija del doctor Fernando Díaz de Toledo.

Andrés de Cabrera nació en Cuenca, corriendo el año de 1430, sin que sea posible realizar más precisiones cronológicas. Su infancia se desarrolló en su ciudad natal. Allí fue también donde se inició su actividad pública, participando en la defensa de Cuenca frente a Diego Hurtado de Mendoza, que, enfrentado con Álvaro de Luna, pretendía hacerse con el control de la ciudad para entregarla al rey de Navarra.

Ya en 1451, se unió a Pedro, su hermano mayor, para marchar a Navarra, formando parte de las tropas de Juan Pacheco, que, junto a otras castellanas, trataban de socorrer al príncipe de Viana. Finalizada esta expedición, Pacheco le introdujo en la corte que el príncipe de Asturias, futuro Enrique IV, mantenía en Segovia. Andrés de Cabrera asentó como doncel (1451), olvidando la carrera de las armas, a la que se había consagrado durante sus primeros años de vida adulta. Desde su entrada en la Corte del príncipe de Asturias, Cabrera contó con el favor de su señor, quizá por el ascendiente que sobre éste ejercía Pacheco, con el que Cabrera mantuvo excelentes relaciones durante muchos años; esos vínculos aprovecharon a ambos, pues Pacheco recibió de su otrora protegido destacados beneficios, hasta que los lazos entre los dos se rompieron.

Tras la entronización de Enrique IV (1454), Andrés de Cabrera se convirtió en su camarero. A partir de ese momento, sus servicios se hicieron imprescindibles para el Soberano, al que acompañaba habitualmente en sus desplazamientos. Entre ellos, los relacionados con las campañas contra Granada, en los que Cabrera pudo seguir alimentando su atracción hacia la carrera de las armas; fue precisamente en el contexto de una de esas campañas cuando ingresó en la Orden militar de Santiago, recibiendo la Encomienda de Mures y Benazuza. También en esos años iniciales del reinado Cabrera se atrajo la buena voluntad de Beltrán de la Cueva. Favorecido por los dos cortesanos más destacados de Enrique IV, Cabrera protagonizó a partir de ese momento una fulgurante carrera como oficial regio, en la que el año 1462 fue una fecha clave, pues durante el mismo fue nombrado, consecutivamente, maestresala y mayordomo, oficio este último que había quedado vacante después de que su anterior ostentador, Beltrán de la Cueva, se hubiera convertido en conde de Ledesma. Ese mismo año logró también un oficio de tesorero de la Casa de la Moneda de Cuenca, ciudad de la que fue regidor desde 1465.

Iniciada la sublevación nobiliaria que amargó los años finales del reinado, Cabrera permaneció fiel a Enrique IV, lo que supuso la ruptura con Pacheco, pero también el establecimiento de vínculos más estrechos con Beltrán de la Cueva; junto a éste luchó en la batalla de Olmedo, a la que acudió con las lanzas de su acostamiento y con otras que llevó a sus expensas.

Fue en el contexto de la sublevación nobiliaria cuando la estrella de Andrés de Cabrera empezó a brillar con luz propia. Mucho tuvo que ver con ello la traición de los Arias de Ávila, pues el Monarca le entregó los cargos de gobierno y justicia de la ciudad de Segovia que hasta ese momento había ostentado Pedro Arias de Ávila (1468); tal vez a partir de ese momento fue el escribano mayor de los privilegios y las confirmaciones, oficio que estuvo en su poder al menos desde el comienzo del reinado de los Reyes Católicos, y que en su momento había servido Pedro Arias de Ávila. Ese mismo año, Cabrera se convirtió en alcaide de los alcázares de Madrid, obteniendo la custodia del tesoro real, que se hallaba depositado en esa fortaleza. Al menos desde 1469 era también miembro del Consejo Real. Durante esos turbulentos años casó con Beatriz de Bobadilla; la boda tuvo lugar en fecha indeterminada, pero en cualquier caso hacia el final de la década de los sesenta, antes del 12 de abril de 1467, cuando parece que la pareja ya había contraído matrimonio.

En 1470 fue nombrado alcaide del alcázar de Segovia, lo que, unido a los oficios de que ya disfrutaba antes en esa ciudad, y a la ausencia de su obispo, Juan Arias de Ávila, que se había refugiado en su villa de Turégano, le convirtió en el auténtico amo de Segovia.

En ese mismo año, Enrique IV le hizo donación de Moya, en agradecimiento por los muchos servicios prestados, si bien Cabrera no pudo hacerse con la posesión de la villa hasta años después, debido a las difíciles circunstancias por las que atravesaba el reino.

En efecto, y pese a su evidente engrandecimiento, los años finales del reinado de Enrique IV no fueron fáciles para Andrés de Cabrera, que hubo de enfrentarse a las insidias y celadas de sus enemigos, entre ellos su antiguo protector, Juan Pacheco. Éste, tras arrebatarle la alcaidía del alcázar de Madrid, trató también de desposeerle de la del alcázar de Segovia, valiéndose de un tumulto anticonverso que Cabrera fue capaz de sofocar.

Quizá fueron esas circunstancias difíciles las que le impulsaron a acercarse a la futura Isabel I. El apoyo que Cabrera prestó a los futuros Reyes Católicos quedó bien regulado en el pacto suscrito por ambas partes en 15 de junio de 1473, realizado por mediación de Alonso de Quintanilla. El pacto exigía el respeto absoluto hacia Enrique IV, imponiendo la necesidad de intentar una reconciliación con él, aunque también reconocía explícitamente los derechos de Isabel al trono castellano, estableciendo el firme compromiso de Cabrera en la lucha por imponer esos derechos.

También se ofrecía a poner en poder de Isabel el tesoro regio, que se había trasladado de Madrid a Segovia, aunque reservándose el control de los gastos que pudieran efectuarse. Como contrapartida, Cabrera exigía a los futuros soberanos el compromiso de luchar por la restitución de los bienes enajenados del patrimonio real, y también hacer todo lo posible por mejorar la caótica situación en que estaba sumido el reino. Finalmente, exigía que Isabel y Fernando le dieran garantías de que su apoyo le iba a suponer el acrecentamiento de su honra y estado.

Andrés de Cabrera, secundado por Beatriz de Bobadilla, cuya inclinación personal hacia Isabel había sido siempre evidente, cumplió todo lo prometido, pues fue el auténtico artífice de la reconciliación de Isabel y Enrique IV, en vísperas de la muerte de éste, algo que permitió que la primera se instalara en la ciudad de Segovia, donde residía cuando se produjo el fallecimiento de su hermanastro. Aunque Cabrera se mantuvo fiel a Enrique IV hasta el momento de su muerte, una vez que la misma tuvo lugar se puso al servicio de Isabel, en cuya proclamación real (1474) participó de forma sobresaliente. Su contribución a la entronización de los nuevos soberanos le granjeó el agradecimiento de éstos, que se apresuraron a confirmarle todos los oficios y cargos que había obtenido durante el reinado de Enrique IV. A esos oficios y cargos muy pronto se unieron otros, con los que Isabel y Fernando quisieron recompensar a Cabrera: tesorero de la Casa de la Moneda de Segovia (1475), veinticuatro de Sevilla, así como alcalde mayor de las alcabalas de esa ciudad, efectuándose estos dos últimos nombramientos en fecha desconocida.

Pocos años después (1480), los Reyes Católicos saldaron la deuda de gratitud que habían contraído con Andrés de Cabrera y Beatriz de Bobadilla concediéndoles el marquesado de Moya, al tiempo que también recibían la merced de mil doscientos vasallos en los sexmos de Valdemoros y Casarrubios, que tanta polvareda levantaría en Segovia, perjudicada por esa concesión real. Culminaba, así, el proceso de engrandecimiento de Andrés de Cabrera, iniciado cuando recibió de Enrique IV el título de mayordomo. Una vez elevados a la alta nobleza, los marqueses de Moya llevaron una vida acorde con su nueva situación, en la que fueron frecuentes las estancias en la Corte.

Desde comienzos del siglo xvi, el marqués tuvo que enfrentarse a los achaques y quebrantos propios de la senectud, que hicieron que, el día 21 de octubre de 1502, solicitara a los reyes licencia para andar en mula, pues sus padecimientos ya no le permitían montar a caballo. Pero si aspiraba a disfrutar de una vejez tranquila, Andrés de Cabrera se equivocaba, pues las circunstancias no se lo iban a permitir. Esas circunstancias están relacionadas con los avatares de la sucesión de los Reyes Católicos, con la entronización en Castilla de Juana la Loca y Felipe el Hermoso tras la muerte de la reina Isabel. Una de las primeras acciones de Felipe como rey de Castilla fue la de desposeer a Andrés de la alcaidía de los alcázares de Segovia (1506), desoyendo el testamento de la difunta soberana, en el que recordaba a sus sucesores el deber que tenían de respetar y honrar a los marqueses de Moya. Éstos contestaron a la ingratitud con la rebeldía, negándose a entregar el alcázar a su nuevo alcaide, don Juan Manuel, señor de Belmonte. Las cosas sólo volvieron a su cauce tras la muerte de Felipe y el regreso a Castilla del rey Fernando, que revocó el nombramiento efectuado por su yerno, reponiendo a Andrés de Cabrera como alcaide de los alcázares de Segovia.

La agitada vida del marqués de Moya tocaba a su fin; consciente de ello, otorgó su última voluntad en Chinchón, el 15 de marzo de 1509. El testamento, aparte de las habituales mandas piadosas y de los también habituales contenidos económicos, es una auténtica declaración de amor a Beatriz de Bobadilla, pues Andrés de Cabrera se refiere a sus muchos años de convivencia matrimonial con ternura y hasta apasionamiento.

Precisamente fue la muerte de su amada esposa (17 de enero de 1511) la que obligó al marqués a redactar un segundo testamento, que fue otorgado en Chinchón el 29 de julio de 1511.

Andrés de Cabrera sobrevivió tan sólo unos pocos meses a Beatriz de Bobadilla. El rápido deterioro de su salud preocupó al Soberano, que envió a Chinchón a un afamado médico, el doctor de la Reina, que no pudo hacer nada por mejorar al enfermo. Su vida se apagó en Chinchón el 4 de octubre de 1511. Fue enterrado junto a su esposa, en el convento dominico de Santa Cruz, que la pareja había fundado, en unión con Juan Pérez de Cabrera, en Carboneras, lugar del marquesado de Moya. El citado convento fue edificado en acción de gracias por la concesión del marquesado de Moya, que se efectuó, precisamente, la víspera de la festividad de la Invención de la Santa Cruz; la nueva fundación dejaba en manos de las ramas secundarias de la familia la capilla que Andrés y su hermano Juan Pérez de Cabrera habían fundado tiempo atrás en el trascoro de la catedral de Cuenca, con la intención de que albergara los restos mortales de los padres de los fundadores, así como los suyos propios, los de sus restantes hermanos y otros parientes. La devoción de los marqueses de Moya, su deseo de servir a la Iglesia, se hizo también evidente a través de la fundación del convento de trinitarios calzados (aunque acabó pasando a los dominicos) de Santa María de Tejeda, también en el marquesado de Moya. A estas fundaciones quizá habría que unir la del convento de San Agustín de Chinchón, aunque no exista apoyatura documental suficiente para afirmarlo con rotundidad.

Andrés de Cabrera engendró una numerosa prole: Pedro, que murió siendo muy niño; Juan, que se benefició del mayorazgo que sus padres instituyeron a su favor en 1505, convirtiéndose, tras la muerte de su progenitor, en el segundo marqués de Moya; Fernando, que se benefició del segundo mayorazgo establecido por sus padres, y fue el primer conde de Chinchón; Francisco, que se consagró a la carrera eclesiástica, llegando a ser obispo de Ciudad Rodrigo y terminando sus días como obispo de Salamanca; Diego, caballero de la orden militar de Calatrava (fue comendador de Villarrubia y Zurita), aunque al final se su vida profesó en el convento dominico de San Ginés en Talavera de la Reina; Pedro, que fue protagonista de una azarosa vida, pues si primero fue caballero de la orden militar de Santiago, luego profesó como dominico, para escapar del convento poco después, iniciando una exitosa carrera de corsario, que hizo que el papa Julio II le tomara a su servicio para luchar contra el turco, aunque terminó su vida al servicio del emperador; María, que fue condesa de Haro por su matrimonio con Rodrigo Manrique; Juana, que murió muy joven; finalmente, Isabel, que fue marquesa de Cañete por su enlace con Diego Hurtado de Mendoza.

 

Bibl.: F. Pinel y Monroy, Retrato del buen vasallo, Madrid, Imprenta Real, 1677; P. Molina Gutiérrez, “Formación del patrimonio de los primeros marqueses de Moya”, en la España Medieval, 12 (1989), págs. 285-304; M. P. Rábade Obradó, Los judeoconversos en la corte y en la época de los Reyes Católicos, Madrid, Universidad Complutense, 1990, págs. 521-527, 565-579, 661-670, 803-821 y 893-901; Una elite de poder en la corte de los Reyes Católicos: los judeoconversos, Madrid, Sigilo, 1993, págs. 173-230 y 267-278; A. Franco Silva, “El Condado de Chinchón. Los problemas internos de un señorío en tierra de Segovia (1480-1555)”, en Estudios de Historia y de Arqueología Medievales, 11 (1996), págs. 131-174; L. Mombiedro Manso (dir.), Moya: estudios y documentos I, Cuenca, Diputación Provincial de Cuenca, 1996, passim.

 

María Pilar Rába de Obradó

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