Rosales, Diego de. Madrid, 1603 – Santiago de Chile (Chile), 3.VI.1677. Religioso jesuita (SI), historiador, misionero entre los pueblos de la zona de Arauco y Concepción, viceprovincial, provincial y rector del Colegio de San Miguel de Santiago.
Natural de la villa de Madrid, Diego Rosales nació del matrimonio legítimo de Jerónimo de Rosales y Juana Baptista Montoya; su padre, de una familia de antiguos ancestros, era platero de oro —artesanía de prestigio—, y poseía fortuna. En lugar de seguir la tradición artesanal de la familia Diego prefirió el camino de las letras e ingresó a la Universidad de Complutense de Alcalá de Henares, donde siguió cursos de Filosofía. Luego se matriculó en Lógica, Física, y dio el examen de bachillerato en junio de 1621. Su pertenencia a un hogar culto le permitió tener un buen nivel intelectual. Su educación, sus principios y su porte social muestran una cultura refinada y de elite para la época.
Diego de Rosales ingresó a la Compañía de Jesús el 18 de marzo de 1622 en el Colegio de Alcalá de Henares y fue enviado a Madrid a hacer su noviciado.
El 19 de marzo de 1624 hizo sus primeros votos.
Apenas cumplida su mayoría de edad, fue destinado a América, y emprendió el viaje con el padre Alonso de Buiza, junto a doce compañeros. Más que un traslado, un viaje a América del Sur a comienzos del siglo XVII constituía una verdadera empresa de larga duración y no exenta de peligros. Zarparon el 9 de mayo de 1628 del puerto de Cádiz en la armada de galeones al mando del almirante Fadrique de Toledo; eran compañeros de viaje de Rosales el conde de Chinchón, virrey del Perú, y su segunda esposa, el gobernador de Chile Francisco Lazo de la Vega y otros ministros del Rey. Se dirigieron a la fortaleza de la Mámora en África, sitiada por dieciocho mil “moros”, a los que presumiblemente pusieron en fuga con la sola artillería dirigida desde el mar, sin que fuera necesario el desembarque. Continuaron a Cartagena de Indias, donde llegaron el 19 de junio de 1628, tras atravesar el Atlántico en cuarenta y tres días de navegación.
Luego de permanecer algunos días en el Colegio de la Orden, se embarcaron a fines de junio hacia Puerto Bello. El paso por tierra desde Puerto Bello a Panamá, a pesar de haberse realizado en sólo cuatro días, fue duro por las condiciones climáticas, el sofocante calor tropical y la humedad que los viajeros experimentaban más agobiadoramente con sus espesas y pesadas ropas europeas. En el Colegio de la Compañía de Panamá dedicaron un mes a reponerse de tales estragos; habían enfermado cuatro y Rosales estuvo en peligro de muerte por una ictericia. A fines de septiembre partieron de Panamá y llegaron a Payta y de allí se dirigieron a Lima, donde Rosales fue incorporado en la Compañía de Jesús, sin ordenarse todavía sacerdote. En aquella ciudad estuvo desde 12 de diciembre de 1628 hasta el mes de septiembre de 1630 y prosiguió sus estudios de Teología. La visita del padre Vicente Modolell a aquella ciudad, con motivo de la congregación provincial, lo llevó a solicitar que lo enviasen a misionar a Chile. Continuó en Santiago sus estudios. Fue nombrado entonces profesor de Letras en Bucalemu, centro de evangelización fundado por los jesuitas al suroeste de la capital del Reino.
Pero el joven sacerdote tenía el anhelo de conquistar almas para Cristo, venciendo peligros y privaciones.
Ello se hizo realidad al serle asignada por sus nuevos superiores la misión de Arauco, cabeza y plaza fuerte “de aquella frontera mística ideada por el iluso Luis de Valdivia”, señala Benjamín Vicuña Mackenna en su “Prólogo” a la primera edición de obra histórica del padre Rosales. El gobierno de Francisco de Lazo de la Vega (1629-1639), compañero de ruta del padre Rosales el largo viaje a Chile desde España, favorece la vida activa, político-eclesiástica y militar del jesuita.
Viajó incesantemente por las zonas vecinas a Arauco, como Paicaví o Lavapié, escapando en muchas ocasiones de celadas que le tendían indígenas que se fingían cristianos. Llegó hasta la Imperial, Villarrica, y el río Toltén; a la isla Santa María, y desde Valdivia hasta la cordillera. Predicaba incansablemente y sacó fruto de las confesiones, incluso de las de caciques. Colaboró en el funcionamiento de las nuevas iglesias levantadas por la Orden en la región, como la edificada en el valle de la Mariquina por el padre Francisco Vargas. No sólo se preocupó de los naturales, procurándoles la fe, sino del bien espiritual y temporal de los españoles; alivió a los afligidos, socorrió a los enfermos y sacó de prisión a muchos soldados. De su labor como encargado de la misión en la zona de Arauco, ha dejado testimonio su primer biógrafo, el padre jesuita Francisco Ferreira, quien conoció a Diego de Rosales.
Según referencias del padre Francisco Heinrich, otro de sus biógrafos, Rosales hizo su profesión definitiva en el Colegio México de San Miguel en Santiago, sólo en 1640, siendo entonces provincial el padre Juan Bautista Ferrufino.
Incorporado como ministro de la Compañía volvió otra vez a su vida de misionero y de soldado de la cruz en la frontera araucana.
En la política de paz propiciada por el nuevo gobernador, el marqués de Baides, con respecto a los indígenas, Rosales desempeñó el papel de consejero, amigo y sacerdote, y le acompañó al parlamento realizado en los llanos de Quilín, en enero de 1641, que describe en su Historia. Su natural modestia, lo llevó, empero, a rehusar la arenga general que inauguraba el parlamento para cederla a su colega y amigo el padre Juan de Moscoso, “hijo de esta tierra” y natural de Concepción. Baides le encomendó enseguida la pacificación de los pehuenches. La fortuna acompañó al jesuita en esta primera y rápida visita al corazón de la cordillera, pues trajo paz a aquellas tribus y recogió observaciones de geografía, botánica y geología que se adelantaban a la ciencia preliminar de la época. El primer libro de su Historia, dedicado a las tradiciones rituales de los indígenas de Chile, hace patente la riqueza de sus observaciones.
Dos años más tarde, en abril de 1643, le escribía al padre Luis de Valdivia acerca de la penetración de la palabra cristiana en la “campeada” de la costa de Arauco que había realizado ese año.
En 1647 Diego de Rosales acompañó al nuevo mandatario Martín de Mujica, gran amigo suyo, en la segunda etapa del parlamento de Quilín realizada el febrero de 1647. Luego retornó por largos años a su ministerio, ya bajo otros gobernadores poco proclives al entendimiento con sus pueblos nativos, como Acuña y Cabrera, lo que dificultaba aún más la labor de los misioneros. Eran tiempos muy duros para los jesuitas pues la trata de indígenas se había reanudado.
Volvieron las autoridades civiles a solicitar la intervención de Rosales que esta vez, en el verano de 1652-1653, orientó su rumbo hacia la parte austral de la cordillera —hoy territorio argentino— y penetró en el lago Nahuelhuapi, frente a Osorno. En un pasaje de su Historia tiene a honor referirse al primer indio puelche que inclinó su cabeza para recibir las aguas del bautismo.
Cuando el infatigable misionero regresaba a los llanos, en el verano de 1653-1654, observó con preocupación cómo el Ejército español a las órdenes de Juan Salazar se dirigió a castigar a los indios de Carelmapu y de Valdivia por el asesinato de unos náufragos.
Pero los indígenas, acaudillados por los mestizos nacidos de las cautivas de las siete ciudades del sur arrasadas en el alzamiento de finales del siglo XVI, se defendieron fieramente tras las trincheras y con armas de fuego. Así alentados, sus jefes hicieron viajar secretamente la simbólica flecha de guerra desde el Río Bueno al Maule y desde Carelmapu a la costa del Pacífico. Quedó acordada una rebelión general que sobrepasaría en estragos, venganza y en horrores a las dos precedentes que habían provocado la muerte a los gobernadores del Reino, Pedro de Valdivia en 1553, y Martín García Oñez de Loyola en 1599.
Las estrechas relaciones que mantenía el padre Rosales con las tribus araucanas lo hicieron informarse o sospechar el peligro inminente de la gran insurrección.
Sus reiterados avisos a las autoridades militares de la zona fueron desoídos y más aún las tropas se retiraron de los lugares estratégicos. Por no hacer sufrir a los indígenas convertidos que vivían en la misión de Boroa la conducta sanguinaria de sus coterráneos, el padre Rosales y sus compañeros abrieron las puertas de la casa misional para que se marchasen. El 14 de febrero de 1655, el campo amaneció cubierto de araucanos armados y de despojos.
Cerca de veinticinco años había estado Rosales en estas misiones de Arauco y en Boroa. Su larga permanencia en un territorio difícil y peligroso para cualquier chileno, más aún para un religioso de origen español, muestra su valor, su resistencia y sobre todo, la fuerza de su fe que lo llevó a desempeñarse incansablemente como ministro de conversiones. Había aprendido la lengua indígena, que llegó a dominar acabadamente; ello le permitió no sólo evangelizar sino comunicarse con estos pueblos; comprender sus creencias, pensamientos y costumbres, lo que constituye a su vez un estímulo a la elaboración de su futura obra histórica. Él mismo señala en un pasaje que desde aquella época ya “no narra como cronista sino como testigo ocular de los sucesos”. Los hechos y asuntos en los que toma entonces parte, otorgan a su relato un rango de testimonio directo, vivido, infrecuente en otros cronistas de esa época que escriben a partir de referencias indirectas.
Rosales encarna un tipo de misionero extraordinariamente complejo. Su labor pastoral entre los indígenas no implica sólo la predicación y los sacramentos; la frontera de guerra en que actúa lo lleva necesariamente a conocer las instituciones específicas, las políticas de la Corona y de las autoridades chilenas frente a los naturales, a participar en misiones civiles destinadas a pacificar y someter, así como a tomar parte en arduas acciones defensivas que le otorgan a los ojos de su contemporáneos la calidad de héroe, antesala en estas tierras del martirio, que había tronchado la vida de otros misioneros jesuitas durante la primera mitad del siglo XVII. Su acción junto a las autoridades civiles y al Ejército de Chile, no silencia empero sus disidencias respecto al trato que los españoles dan a los indígenas; por el contrario, denuncia los abusos y las consiguientes violaciones a la ley moral; más no sólo en el marco ejemplarizante del catolicismo de la época, sino en el contexto histórico, jurídico y cultural del Reino de Chile.
Incorporado a la vida administrativa en Concepción, tras el socorro de Boroa por el Ejército del Reino, Diego de Rosales es nombrado rector del colegio de la orden en la ciudad, donde se desempeña por cuatro o cinco años. Allí encuentra los papeles de la historia de Chile reunidos por el gobernador Luis Fernández de Córdoba y con esa capacidad suya para decidir y actuar, se inicia como historiador. Dedicará al estudio y redacción de su historia unos diez años (1656-1666).
Simultáneamente, en 1659, es llamado a desempeñar las funciones de prelado superior de su Orden en el Reino; nombrado viceprovincial de la viceprovincia chilena, por tres períodos de tres años, debe trasladarse a Santiago. Visita en esta calidad toda la provincia de Chile, incluidos Chiloé y Mendoza. Para explotar las islas Juan Fernández, hace comprar un barco en el Perú por la suma de 10.000 pesos. Escribió una carta anua que abarca desde 1659 hasta 1663. Ese año es nombrado calificador de la Inquisición, habiéndose aprobado en Madrid el año anterior su limpieza de sangre, respaldada por el título de su padre que había sido familiar del Santo Oficio.
Avanzó por estos años en su Historia hasta casi concluirla. Terminado su provincialato fue designado rector del Colegio Máximo y entre sus actividades estuvo el reordenamiento y recuperación de los registros y papeles de la orden destruidos en el terremoto de 1647.
Desde Concepción, donde había sido enviado nuevamente por algunas dificultades internas de Compañía en Chile, se propuso abogar para concluir con la esclavitud de los indígenas. Escribió con este fin a la Corte de Madrid en marzo de 1672, a la Santa Sede, y nuevamente a la capital española en julio del mismo año. A partir de la información recopilada para defender esa causa, redactó una pequeña obra titulada Manifiesto Apologético de los daños de la Esclavitud del Reino de Chile, que da a conocer el pensamiento de su autor sobre tan sensible tema, y es contemporáneo a la Real Cédula donde se estipula dicha libertad, tan arduamente disputada por teólogos y juristas, que se despacha en Madrid el 20 de diciembre de 1674.
El año anterior, Diego de Rosales había sido nombrado procurador en Roma y Madrid. No le fue posible asumir su cargo, pues aún no se despejaban las dificultades internas de la orden. Sus últimas preocupaciones fueron las de rehacer su historia y procurar su publicación, así como la del relato de otro gran misionero jesuita, el padre Nicolás Mascardi.
La obra más importante de Diego de Rosales, que ha hecho perdurar su nombre y ha impreso a la historia de Chile un nuevo giro; giro monumental y epopéyico, erudito y testimonial, es la Historia General del Reino de Chile Flandes Indiano.
Desde su juventud había experimentado Rosales la vocación de historiador, preparándose para ella no sólo con lecturas copiosas y oportunas, sino con la recopilación de datos, tradiciones y lo que es más excepcional para la época, con la observación in situ. Sus continuos viajes, así como la participación en misiones civiles y eclesiásticas, le otorgan la calidad de testigo presencial.
Contribuyó a otorgar solidez y prestancia a su obra su dominio del idioma araucano y su elegante y culto manejo de la lengua materna y del latín.
La admirable historia civil del Reino de Chile que abarca desde los tiempos aborígenes hasta sus propios días, estaba terminado en todos sus pormenores en diciembre de1674. Constaba de cerca de dos mil páginas en folio a dos columnas, enteramente de su puño y letra. El plan original de la obra consideraba dos tomos, el primero dedicado a la relación de los hechos civiles del país y el segundo a lo que él designaba como la “Conquista espiritual de Chile”. A través de las páginas de esta obra monumental, Diego de Rosales se muestra como un hombre de acción animado por un sentido épico de la historia; y a la vez, como un científico, con los ojos abiertos a las novedades del Nuevo Mundo. En esta doble vertiente, se despliega como observador de su entorno sagaz y expresivo, como erudito, capaz de citar con la abundancia propia del siglo XVII, que en materia de historia natural, recurre a Plinio, a Galeno, a los renacentistas Gesner y Aldrovandi y en historia civil y política, a todos los cronistas españoles y holandeses. La reunión de ambos aspectos es lo que constituye su fuerza y su mérito.
Ya muy enfermo con una aguda fiebre que no lo dejaba respirar, y sabiendo que le quedaba poco de vida “volvíase a los que le asistían lleno de alegría, anuncios de gloria que le esperaba, y les decía: ¿Esto es morir? Bendito sea Dios que jamás pensé fuese cosa tan gustosa y suave. No siento en mí cosa que me de cuidado ni pena”. El 3 de junio de 1677 murió el padre Diego de Rosales, a edad de setenta y cuatro años y cincuenta y ocho dentro de la Compañía.
Obras de ~: Historia General del reino de Chile, Flandes Indiano, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello 1989, 2 ts. [2.ª ed. íntegramente revisada por M. Góngora].
Bibl.: F. Ferreira y Zapata, Vida del P. Diego de Rosales: historiador de Chile, escrita en 1877 y publicada con notas y varios docs. inéds. por E. Torres Saldamando y J. M. Frontaura Arana, Chile, Imprenta Santiago, 1890; J. T. Medina, Historia de la Literatura Colonial en Chile, t. II, Santiago de Chile, Imprenta de la Librería del Mercurio, 1878; W. Hanisch, El Manuscrito de la Historia General de Chile del P. Diego Rosales y su Larga Peregrinación, Böhlau Verlag Köln Weien, 1985.
Isabel Cruz Ovalle