Pacheco Téllez Girón de Mendoza, Juan Francisco. Duque de Uceda (V) y conde de La Puebla de Montalbán (III). Madrid, 6.VI.1649 – Viena (Austria), 25.VIII.1718. Político, consejero de Estado, presidente del Consejo de Órdenes y del Consejo Real y Supremo de las Indias, diplomático y bibliófilo.
Caballero de la Orden del Toisón de Oro, privilegio otorgado por Carlos II, y de la Orden de Sancti Spiritus, otorgado por Luis XIV en 1703, perteneció a una familia nobiliaria cuyos estados abarcaban buena parte de la provincia de Toledo, pero trasladada a la Corte, donde sus miembros desempeñaron diversos cargos políticos durante los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II. El antecesor en el título a Juan Francisco Pacheco, el II conde de La Puebla de Montalbán, tuvo el hábito de la Orden de Alcántara y fue mayordomo mayor de Felipe IV.
Juan Francisco Pacheco Téllez Girón de Mendoza era hijo de Alonso Melchor Téllez Girón y Pacheco y de Juana Fernández de Velasco. Contrajo matrimonio el 16 de julio de 1667 con Isabel María Gómez de Sandoval, la cual heredó el título de duquesa de Uceda por ausencia de hermanos varones, lo que convirtió a Juan Francisco en duque de Uceda consorte, cuatro años después de su matrimonio. A partir de esa fecha, utilizó como propio el título de duque de Uceda por ser de mayor dignidad y porque conllevaba el tratamiento de Grande de España. Utilizó también el apellido Gómez de Sandoval de su esposa.
Antes de su primer destino político, sirvió de gentilhombre de cámara de Carlos II, hasta septiembre de 1682, en que fue nombrado gobernador de Galicia. Este cargo iba unido al de capitán general y presidente de la Audiencia, lo que le confería competencias políticas, militares y de justicia sobre todo el Reino de Galicia. De su paso por esta ocupación queda el testimonio público de la restauración de la Torre de Hércules en La Coruña, que recuperó su función defensiva de torre de vigilancia y de faro, gracias a la construcción de una nueva escalera y la instalación de una poderosa lumbrera que se mantenía encendida por la concesión de un arbitrio otorgado en 1684.
En 1687 fue nombrado virrey de Sicilia. Cuando el duque tomó posesión del cargo, el Reino acababa de salir de una larga guerra con dos vertientes, una de carácter antiespañol y otra de rivalidad de intereses entre distintos grupos urbanos. La guerra terminó en una gran derrota sobre la ciudad de Mesina que significó el fin de su autonomía política. El virrey, conde de Santiesteban, antecesor del duque de Uceda, incautó los privilegios de la ciudad, llevándose los documentos originales de tales privilegios al palacio virreinal. También se apropió de los libros del Cabildo de la Catedral de Mesina, entre los que estaban los valiosos manuscritos de Constantino Lascaris, que Uceda encontró a su llegada e incorporó a su propia biblioteca.
Uceda desempeñó el cargo de virrey por espacio de nueve años, durante los cuales manifestó su interés por las obras públicas y por la mejora de los aspectos defensivos del puerto de Palermo y de algunas otras plazas cercanas de la isla. Además, esta larga estancia le brindó la oportunidad de conocer la situación de los territorios españoles en la península itálica y también la de observar desde fuera las dificultades de gobierno de unos territorios tan alejados de la Corte de Madrid, y la debilidad de la Monarquía española del final del siglo XVII. Se puede decir, sin embargo, que allí recibió la marca de una vocación italianista de la que no se separó hasta el final de sus días, ya que, después de un bienio en Madrid, volvió a Italia, esta vez a Roma, adonde llegó el 17 de diciembre de 1699, nombrado embajador ante la Santa Sede por Carlos II. Con este nombramiento comenzó una carrera diplomática que le otorgó un papel importante durante la Guerra de Sucesión española.
Antes de esta vuelta a Italia, en 1697, fue designado consejero de Estado y presidente de los consejos de Indias y de Órdenes, cargos que no abandonó a pesar de su nuevo destino en Roma.
El panorama político que se avecinaba con la proximidad del cambio de dinastía ofrecía una perspectiva especialmente difícil en Roma. En efecto, cuando se presentó el momento de decidir sucesor, Carlos II, consciente de la inminencia de su muerte sin descendientes naturales, consultó al Consejo de Estado: de todos los consejeros sólo uno, el conde de Frigiliana, se mostró contrario al nombramiento del duque de Anjou.
Sin embargo, el Rey no manifestó aún su decisión, sino que encargó a Uceda que presentara al papa Inocencio XII una consulta para resolver los graves escrúpulos de conciencia que consumían sus últimos días. La consulta iba acompañada de los testamentos de sus predecesores para que el Pontífice se formase un juicio recto. Inocencio XII, después de cuarenta días de estudio, dictaminó a favor del futuro Felipe V.
Esta confirmación fue decisiva para el esclarecimiento de la legitimidad del sucesor al principio de la Guerra de Sucesión. Nadie sabía que el mismo Inocencio XII iba a fallecer antes incluso que Carlos II. La nueva misión del embajador Uceda era la de recabar del nuevo pontífice, Clemente XI, la misma confirmación sobre la persona de Felipe de Anjou.
Lo que parecía un trámite burocrático se convirtió en una encrucijada de intereses que duró nueve años y que no se resolvió en el sentido esperado, sino en el contrario.
Los primeros momentos del reinado de Felipe V fueron pacíficos, pero a principios de 1702 se produjo en Nápoles el primer levantamiento contra el nuevo Rey y a favor del archiduque Carlos. Felipe V viajó a ese virreinato desde Barcelona con una escuadra francesa y pacificó por un tiempo los territorios italianos, aunque las tropas austríacas no abandonaron la península. A partir de ese momento, los austríacos empezaron a contar con el apoyo naval angloholandés que, operando en el Mediterráneo, facilitó la conquista por parte del archiduque de Barcelona (1705), el Reino de Nápoles (1707), y las islas de Cerdeña (1707) y Menorca (1708). Viendo Clemente XI el avance de las tropas imperiales desde el sur, pidió ayuda a Luis XIV y a Felipe V para defenderse de un nuevo sacco di Roma. Francia envió como embajador extraordinario al mariscal Tessé y empezaron a celebrarse unas juntas para la formación de una liga ofensiva y defensiva a las que asistían Uceda, Tessé, el cardenal de la Tremoille, Molines y el marqués de Monteleón. De esas reuniones no obtuvo el Papa más que acuerdos diplomáticos, “buenas palabras”, y no el ejército de quince mil hombres que le habían prometido. El miedo llevó al Pontífice a reconocer como legítimo rey de España al archiduque Carlos con el nombre de Carlos III el 14 de enero de 1709; este hecho provocó la ruptura de las relaciones con el Papa e hizo que toda la representación española se trasladara a Génova, excepto el auditor de la Rota José de Molines que defendió la causa del rey Felipe en Roma hasta el final de la guerra.
Durante estos nueve años de presencia en Roma, Uceda mantuvo una abundante correspondencia oficial con la Corte, así como un regular contacto epistolar con sus parientes y amigos de Madrid, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional y en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. En este último archivo, se guardan también los diarios del duque y la duquesa. Gracias a esta documentación se pueden reconstruir con detalle los acontecimientos de la Guerra de Sucesión fuera de la Península ibérica, con las rivalidades diplomáticas que suscitaban las indecisiones de Clemente XI. Se intuye también el entramado de espionaje en embajadas y entre los nobles españoles desafectos a Felipe V, que no concuerda plenamente con los Comentarios a la Guerra de España de Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, el cual muestra a Uceda como un personaje enfermo y ambicioso, cuya fidelidad al rey Borbón siempre estuvo bajo sospecha. Bacallar cuenta de él cómo, al cesar el duque de Medinaceli como virrey de Nápoles en 1701, Uceda pensó que sería nombrado él, pero que, al no cumplirse sus expectativas, empezó a pasar información secreta al enemigo. Sin embargo, el mismo Bacallar dice que, durante el viaje de Felipe V a Italia en 1702, tanto él, que era embajador en Roma, como el duque de Escalona, que sustituyó a Medinaceli en el virreinato de Nápoles, asistían a las reuniones del Consejo Secreto del Rey, lo que hace pensar que la idea de “traición” no tuvo unas raíces tan antiguas.
Una vez en Génova recibió el nombramiento de ministro plenipotenciario de Italia. Las repúblicas italianas daban o retiraban su apoyo a los dos bandos contendientes según sus intereses, así que la presencia diplomática de España en Génova tenía la misión de “cultivar las inteligencias” con los partidarios de Felipe V en los reinos perdidos (Nápoles y Cerdeña), y conquistar el apoyo del resto de Italia. El cargo de ministro plenipotenciario que Uceda ostentaba lo ponía al frente de cualquier decisión que España tuviera que tomar en Italia. Junto a él, en Génova, estaban el marqués de Monteleón y el cardenal Giudice como consejeros y él conservaba el título de embajador en Roma, desde donde llegaba la información procedente de Molines, sobre las actuaciones papales y el avance de los austracistas desde Nápoles. Pero también le incumbía una multitud de pequeños asuntos que sucedían en el puerto de Génova, desde donde se podían observar de forma privilegiada las idas y venidas del tráfico naval tanto militar como comercial. A través de este puerto Uceda estaba informado de la llegada de navíos ingleses dispuestos para trasladar a los regimientos de infantería que preparaban la conquista de Sicilia, que era el último bastión español en el Mediterráneo italiano.
Dos retos se le presentaron a Uceda en este nuevo destino, de cuyo éxito o fracaso iba a depender su futuro político: el mantenimiento de los presidios de Toscana y la empresa de la reconquista de Cerdeña. El primero de ellos, el mantenimiento del contingente militar en los enclaves toscanos de Longón y Puerto Hércules, acabó en una ruina administrativa y económica.
El segundo, por la confluencia de intereses y la dificultad militar que entrañaba, determinó su desengaño político. La empresa de Cerdeña, que fue dilatada desde enero a mayo de 1710 de forma intencionada o fortuita por Uceda, fue un fracaso tan rotundo que debió de ser el motivo principal de la decisión de traicionar a la causa felipista y marchar a Viena al servicio del recién nombrado emperador Carlos VI.
El proyecto de reconquista de Cerdeña se venía fraguando en Madrid y en la propia isla desde 1708. Un grupo de nobles sardos encabezados por Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, llevaba planeando la empresa desde el mismo momento en que tuvieron que salir de Cerdeña, y habían informado al rey Felipe V de la situación y posibilidades de una actuación militar. El 7 de diciembre de 1709 mostraron al Rey un proyecto pormenorizado con la descripción de los puertos donde podía hacerse el desembarco de tropas, y la enumeración de los grupos de partidarios de Felipe V que, por su información y trabajo, habían logrado mantener en las distintas comarcas de Cerdeña. Este proyecto fue aprobado el 27 de dicho mes, y así llegó la orden a manos de Uceda, a Génova, el 12 de enero, con el nombramiento expreso de ponerse al frente de ella. A este fin se habían trasladado a Génova a principios de 1710 el citado Bacallar, el conde del Castillo, José de Masones, marqués de Isla Roja, y Miguel Ruiz como promotores de la empresa, y para las maniobras militares el teniente general José de Armendáriz y el duque de Tursis.
Los medios con que Uceda contaba para planear la acción se reducían a los que pudieran proveer los presidios de Toscana en cuanto a infantería, armas y municiones, y al mando de este ejército puso al general Armendáriz. Pero, teniendo en cuenta que el reino que se pretendía reconquistar era una isla, resultaba imprescindible la marina de guerra. El marqués de los Balbases, virrey de Sicilia, había recibido también instrucciones de Felipe V para facilitar a Uceda lo necesario para esta empresa, por lo cual se comisionó al duque de Tursis con el fin de que asumiera el mando de las galeras. Las operaciones se retrasaron desde enero a mayo, y lo que debía haberse realizado por sorpresa y en ello se cifraba el éxito, se difundió por toda Italia y Francia. De este desdichado episodio procede la “leyenda negra” de Uceda, ya que el mismo Bacallar, cronista del reinado de Felipe V, fue quien encabezó el grupo de nobles sardos que planearon la reconquista. Bacallar recibió de Francia la promesa de una ayuda económica y militar que no llegó, y, para suplir esta carencia, levantó a su costa un regimiento al frente del cual puso a su propio hijo, que falleció en el intento.
Junto con este fracaso, el duque de Uceda recibió la noticia del fallecimiento en prisión del duque de Medinaceli y del marqués de Leganés acusados de traición a la causa felipista, y sin que se hubiera celebrado juicio. Felipe V lo llamó a su presencia en noviembre de 1710. Uceda retrasó su vuelta a España alegando diversos motivos, aunque parece que el verdadero era el temor a seguir la misma suerte que Medinaceli y Leganés. En lugar de atender a esa llamada, aprovechó la llegada del Emperador al puerto de San Pedro de Arenas, junto a Génova, donde los Uceda tenían una casa, para rendirle homenaje en octubre de 1711, consumando al final de su vida una decisión difícil de comprender. Desde ese momento hasta marzo de 1713 permaneció en Génova representando al emperador Carlos VI.
Los últimos años de Juan Francisco Pacheco en Viena estuvieron marcados por su nueva actividad política al servicio del emperador Carlos VI, como miembro del Consejo de Estado y como tesorero del Consejo Supremo de España hasta su muerte el 25 de agosto de 1718.
Si su actividad política y diplomática fue relevante en la encrucijada italiana durante la Guerra de Sucesión española, no es menos interesante su actividad como bibliófilo, destacando en ella como una personalidad al menos original en la España barroca. En efecto, consta que ya en su primer viaje a Sicilia, los duques de Uceda portaban una buena biblioteca que Pacheco mejoró durante el tiempo de su virreinato en Sicilia por el dudoso procedimiento que se ha mencionado. Se conserva el inventario de dicha biblioteca: una relación perfectamente ordenada desde el punto de vista biblioteconómico, siguiendo las pautas de la época. Este inventario habla de una colección enciclopédica de libros en todas las lenguas, predominantemente español, francés, italiano y latín, aunque no faltan otras lenguas como la utilizada en la Toscana, catalán, alemán o griego, y donde destaca una materia, la matemática, que revela la pasión del duque por este saber teórico y por la aplicación del mismo en otras áreas del conocimiento, como la astronomía y la ingeniería civil o defensiva. Constaba de 533 manuscritos y 2.076 obras impresas, algunas de las cuales contenían muchos volúmenes.
Entre los libros cabe destacar los mencionados códices griegos de la colección de Lascaris y otros manuscritos e impresos incautados a la Catedral de Mesina, que constituyeron los primeros fondos de la Biblioteca Nacional en 1836.
Su decisión de cambiarse al bando del archiduque supuso que todos sus bienes, incluida su valiosa biblioteca, fueran incautados en 1712. Los libros fueron trasladados desde su palacio de la calle Mayor de Madrid al Palacio Real, donde Felipe V acababa de crear la Real Librería.
Aunque en 1725 fueron devueltos todos los bienes incautados a los nobles traidores, la biblioteca de Uceda permaneció en el Palacio Real, y más tarde pasó a formar parte de la Nacional cuando ésta se fundó. Allí pueden consultarse los libros en la actualidad, y todavía pueden reconocerse externamente por su peculiar encuadernación en pergamino teñido de verde con hierros dorados y el escudo ducal en el centro de las cubiertas.
Su bibliofilia también se manifestó en el patrocinio de ediciones, como la del libro Ocios Morales, de Félix de Lucio Espinosa y Malo, publicado en Mazzarino en 1691. Se encuentran numerosas huellas de sus lecturas en su correspondencia, que está llena de citas y referencias culturales. Se le atribuye además la autoría de un opúsculo de 86 páginas titulado La Verdad por sí, i en sí misma, que lleva como subtítulo un versículo de la Sagrada Escritura Quia corruit in platea veritas (Isaiae, cap. 59, vers. 14). Esta obra está sin firmar, y el autor pone en boca de una verdad prosopopéyica el final de una larga discusión sobre la legitimidad de Felipe V como rey de España. La discusión está estructurada como un glosario a tres niveles. El primero de ellos es un voto del marqués de Mancera que desde la posición de lealtad aconseja a Felipe V que retire a los franceses de la política española, porque de su intervención sólo vienen males para España. Dicho escrito está comentado párrafo a párrafo por un autor anónimo que aprovecha las opiniones negativas del marqués de Mancera hacia los franceses y las hace extensivas a la casa de Borbón y a la persona de Felipe V. El contenido de este segundo escrito circuló impreso por la Corte y también por Roma durante unos días como panfleto sedicioso. Felipe V entonces pidió al duque de Uceda que hiciera una defensa escrita anulando cada una de las afirmaciones del panfleto anónimo. El resultado de este triple comentario es un pequeño prodigio de retórica que a sus contemporáneos hizo pensar que el autor de la defensa a Felipe V bien pudo haber sido también el autor de la feroz crítica hacia la Casa de Borbón, como consta en una carta que el duque recibió de su amigo Félix de la Cruz. Como prueba de la autoría de la defensa a Felipe V cabe decir que de los doce libros que cita el autor, once se encontraban en el inventario de la biblioteca de Uceda, y el que no se encuentra es un tratado de derecho diplomático de Wicquefort que, sin duda, el duque había manejado.
Del matrimonio entre Juan Francisco Pacheco e Isabel Gómez de Sandoval nacieron seis hijos, uno de los cuales falleció durante la estancia de los duques en Roma. Los otros cinco fueron Manuel G. Téllez Girón, V duque de Uceda, Juan Pacheco, conde de Humanes, Pedro Vicente Pacheco, Melchor Pacheco y Josefa Pacheco, condesa de Melgar. Isabel Gómez de Sandoval falleció en Génova en 1711.
Aunque el palacio de Uceda, situado en la calle Mayor de Madrid, era su vivienda oficial, la casi total ausencia de la Corte hizo que ya desde tiempo de Carlos II se utilizara como lugar para la celebración de Consejos, por lo que este edificio es conocido desde entonces como Palacio o Casa de los Consejos. También es conocido como Palacio de la Reina Madre, porque en él vivió Mariana de Austria, viuda de Felipe IV y madre de Carlos II, desde el regreso de su destierro en Toledo hasta su muerte en 1696. Debido a la proximidad del Palacio Real, tras el matrimonio de Felipe V con María Luisa de Saboya, el Palacio de Uceda fue alquilado como residencia de la princesa de los Ursinos, camarera mayor de la Reina, y, además, seguía usándose para las reuniones de Consejo.
Obras de ~: La verdad por sí, i en sí misma: Quia corruit in platea veritas (Isaiae, cap. 5, vers. 14), s. f. (atrib.).
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Margarita Martín Velasco