Zapata de Cisneros y Mendoza, Antonio. Madrid, 8.X.1550 – Barajas (Madrid), 27.IV.1635. Cardenal y virrey de Nápoles.
Hijo del primer conde de Barajas, don Francisco Zapata de Cisneros, fue sin duda una de las personalidades más relevantes del linaje de los Zapata. Su posición social, su conducta, formación intelectual y prestigio, le dieron un gran relieve tanto en los ámbitos políticos como en el propio seno de la institución eclesiástica, y bajo su impulso y protección, alcanzaron un especial papel determinados hechos artísticos. Contó además con la protección de los reyes Felipe II, Felipe III y Felipe IV.
Nació en Madrid, el día 8 de octubre de 1550, siendo el segundo hijo varón de don Francisco Zapata de Cisneros y doña María de Mendoza. Recibió una formación esmerada y, en cierto modo, privilegiada en el Colegio de San Bartolomé de Salamanca, a cuya Universidad accedió el 16 de octubre de 1579, graduándose en Cánones.
Ejerció los puestos de inquisidor y racionero en la ciudad de Cuenca, desempeñando a continuación los cargos de inquisidor y canónigo en la ciudad de Toledo. Previamente había renunciado a la sucesión en la Casa Condal, privilegio que le correspondía tras el fallecimiento del primogénito, don Juan Zapata, y que fue por ello trasladado a su hermano, don Diego, que sería por ello el II conde de Barajas.
Fue promovido al obispado de Cádiz, siendo consagrado como tal por el arzobispo de Toledo, el cardenal Gaspar de Quiroga en la iglesia de San Francisco de Madrid el 17 de agosto de 1587, todo ello a propuesta del rey Felipe II. Gobernó la sede gaditana hasta el año 1596, y durante su mandato impulsó, entre otras tareas, una serie de obras importantes, como la fundación de un colegio para la formación de hasta treinta seminaristas, para el servicio de la catedral, bajo la advocación de San Bartolomé; también a su empeño parece deberse la construcción del convento de religiosas de la Candelaria y como prueba de su extraordinaria generosidad, mandó edificar a su costa una muralla defensiva frente a la bahía que al parecer alcanzaba los 3.500 metros de longitud.
En el año 1596 fue nombrado obispo de Pamplona, sede en la que permaneció hasta el año 1600. Aunque se ha señalado vivamente su valerosa actuación durante la peste que asoló la zona en septiembre de 1599, fue muy importante su labor en la propia catedral como patrocinador y mentor de las artes, sirviendo como ejemplos de ello la creación de la Sacristía Mayor o el encargo del retablo mayor, obra de Domingo de Bidarte y Pedro González de San Pedro, así como un delicado templete de plata, obra del platero José Velázquez de Medrano, que al parecer fue utilizado por primera vez en la procesión del Corpus del año 1598.
En el año 1601 fue promovido al arzobispado de Burgos, efectuando su entrada en la catedral el día 24 de enero de ese citado año. Durante su prelatura contribuyó al fortalecimiento o fundación de algunas instituciones de la ciudad, como el colegio de San Nicolás, organismo en el que se efectuarían estudios de latinidad, y para la catedral financió la realización de numerosas obras de arte, especialmente en la reja, coro y trascoro.
El Papa Clemente VIII nombró a Antonio cardenal el 17 de septiembre de 1603. Accedió a este cargo con el título de San Mateo in Merulana, pasando después a los títulos de Santa Cruz in Hierusalem y Santa Balbina, entregándosele la birreta en la villa de Lerma en el año 1604. El Papa le impuso el capelo cardenalicio el 2 de junio de 1605.
Al inicio de su etapa romana realizó una labor apostólica de cierta importancia, redactando en 1605 una memoria de Dataría en la que denunciaba la situación del clero español en Roma, la elección de prelados, percepción de rentas, etc., escrito presentado por el Cardenal al rey Felipe III por mano del obispo de Valladolid. Se trata de un duro y extenso documento que nos llega a través de una copia hallada en el convento de los Mínimos extramuros de Córdoba, y fechada el 3 de junio de 1752 y que hoy se encuentra en el Archivo Secreto Vaticano. En el mencionado archivo se custodian además numerosos informes emitidos entre los años 1604 y 1621 en los que se destacan las numerosas virtudes cristianas e intelectuales del cardenal Zapata.
En Roma, hacia 1611, también desempeñó funciones de embajador. Estableció en esos años una relación firme con grandes personalidades de la Iglesia y de la sociedad secular; tuvo contactos directos con el cardenal Borghese, como lo constatan diversas cartas, o con el cardenal Crescencio, amistad que posiblemente fue origen de la llegada de un sobrino de este prelado a España, Juan Bautista Crescencio, que será arquitecto pintor y decorador de los reyes Felipe III y Felipe IV; con él vino también Bartolomeo Cavarozzi.
En 1617 regresó a España con los dos artistas italianos antes citados, y además se le encargó de la custodia durante el traslado y posterior entrega del cuerpo de San Francisco de Borja. En 1618 el Rey le nombró consejero de Estado, y esa noticia tuvo una fuerte repercusión en Roma.
El año 1620 recibió el nombramiento de virrey de Nápoles, sustituyendo al polémico II duque de Osuna, Pedro Girón, que fue virrey entre 1616 y 1620; tras una brevísima intervención del cardenal de Borja y Velasco, don Antonio ocupará el cargo y lo ejercerá hasta el año 1622, estando marcado su gobierno por una serie de graves problemas.
Analizando sus cartas personales, deducimos que al cardenal Zapata no le halagó mucho el nombramiento como virrey de Nápoles, ya que poco después de tomar posesión del cargo, escribía al marqués de Santa Cruz comunicándole que deseaba salir cuanto antes de ese cargo. Por lo que respecta al año 1621, la correspondencia del cardenal Zapata indica que su mandato estuvo determinado por un afán consultivo constante, que le llevó a adoptar una actitud deliberante que desembocó en ocasiones en una crítica a las directrices gubernamentales que le llegaban de la Corte, y al modo de hacer basado en las leyes locales. Por su condición de cardenal, también actuaba con sujeción al poder eclesiástico, a instancia tal vez de una concepción simbólica e indeterminable de las leyes eclesiásticas. Antonio Zapata fue adecuándose al aparato gubernativo del Reino de Nápoles, extendiendo su mano sacerdotal sobre los distintos y acuciantes problemas sociales con los que se encontró a su llegada, con la pretensión de entenderlos primero y buscar las soluciones más pertinentes a los mismos. Para ello, amplió la pluralidad de jurisdicciones y tuvo que hacer frente a las revueltas callejeras que protagonizaron diversos grupos sociales y que en más de una ocasión pusieron en peligro no sólo su integridad física, sino incluso su propia vida. No pudo ni quiso eludir el terrible problema que suponía la delincuencia existente en toda la zona, que día tras día hacía demostración de la fuerza que iba adquiriendo y de la impunidad con que ejecutaban actos violentos, así como el descalabro económico que suponía la falsificación de moneda tras la supresión de los zannetes y su sustitución por otras monedas de baja ley. A todo ello se unía la gran carestía de alimentos que azotó la ciudad y la región sobre todo en 1622 a causa de meses y meses de mal tiempo y de cosechas perdidas, lo cual se entrelazaba con la defensa de un derecho establecido que había que aplicar y la actividad de una diplomacia local y extra local para solventar muchas situaciones comprometidas en las que se vio envuelto el virrey de Nápoles.
Su mandato político se extendió solamente entre los años 1620 y 1622 (aunque lo cierto es que llegó el 16 de diciembre de dicho año de 1620 y poco después hubo de desplazarse a Roma para asistir al cónclave del que saldría electo el cardenal Alejandro Ludovisi, Gregorio XV); sin embargo, no nos parece que estén perfectamente definidas las circunstancias de su nombramiento. Escribe Zapata sobre no ostentar más de dos años el cargo, y que sea en calidad de lugarteniente de Nápoles y no de Virrey. Su andadura en tierras napolitanas comenzó el 30 de noviembre de 1620 cuando desembarca en la localidad de Pozzuoli, muy cercana a Nápoles, y desde allí realizó una serie de actividades previas a su entrada oficial a la ciudad.
El pueblo de Nápoles le recibió con gran alborozo y con la esperanza de encontrar en Antonio Zapata un gobernante justo que disipase el mal recuerdo que dejaba el duque de Osuna. Una vez instalado en la ciudad, tomó las riendas del virreinato y se dice que se granjeó el favor de todo el mundo por su accesibilidad, ya que concedía audiencias sin distinción de rango o clase y sin limitaciones de horario; también se hizo popular por recorrer las calles sin escolta, tomando contacto directo con la realidad, y tan escrupuloso era en el cumplimiento de las tareas de gobierno que, escandalizado por la desidia existente entre algunos funcionarios, hizo instalar una campana en la Corte de la Vicaría para señalar el comienzo de las actividades diarias. En aquellos años se vivieron momentos de penuria extrema de víveres, que llegó a ser terrible en 1622. Los documentos nos hablan de cuatro meses de lluvias torrenciales que arruinaron cosechas e hicieron impracticables los caminos por los que se traía el trigo y demás productos de primera necesidad desde los campos a la ciudad, y a eso se unió que el mar estuvo permanentemente embravecido esos meses y los vientos tempestuosos no cesaron de azotar la región e impidieron el transporte de un trigo que se pudría en las bodegas de los navíos que o bien no podían partir de sus puertos de carga, como en el caso de Sicilia, o eran asaltados por las galeras turcas, o naufragaban antes de llegar al puerto de Nápoles sin poder así abastecer a la cada vez más hambrienta, asolada y desesperada población, que veía impotente cómo los precios se incrementaban hasta alcanzar unas cifras auténticamente escandalosas.
En medio del incipiente descontento llegó a la ciudad de Nápoles la noticia de la muerte del rey Felipe III y el cardenal Zapata mandó celebrar unas exequias muy aparatosas en el duomo de Nápoles, no sin antes haber celebrado la proclamación del rey Felipe IV. Todo ello contribuyó a que se criticase duramente al virrey Zapata y creciese su impopularidad. Se apedreaba su carroza y empezó a necesitar de escolta. A pesar de las muchas procesiones que se hicieron, portando cientos de reliquias e imágenes devotas, muchas de ellas encabezadas por el cardenal Zapata, suplicando que cesase el mal tiempo, éste continuó siendo anormalmente malo.
La culpa no sólo era del tiempo, sino también de la crisis monetaria que se vivió, especialmente en 1622. Se suprimió una moneda de baja ley, llamada zannette, y se sustituyó por otra que en modo alguno era buena, y aunque se aseguró que no habría pérdidas para nadie con el cambio, lo cierto es que no era así, lo cual ocasionó no sólo el descontento general por que se empezó a no admitirla para el comercio, sino que también abrió la puerta a la picaresca y a la falsificación de moneda, como muy bien ha sido estudiado por Giuseppe Coniglio, entre otros.
Los ataques a la persona del Virrey se sucedían (queda constatada en los documentos una conjura para asesinarle), y la agresión que más influyó en el ánimo de don Antonio fue la que sufrió estando con el conde de Monterrey, llegado a Nápoles como embajador extraordinario de Gregorio XV, cuando comenzaron a insultarles, a lanzarles piedras y a zarandear la carroza en la que se desplazaban, de suerte que salieron huyendo y regresaron precipitada y desordenadamente hasta un lugar seguro. Esta vez el Virrey mandó elaborar informes al regente don Juan Bautista Valenzuela y a sus consejeros para castigar severamente a los culpables. Fueron detenidas más de trescientas personas y el castigo fue terrible, y casi impropio de la naturaleza bondadosa de la que había hecho gala el cardenal Zapata. Se ordenaron ejecuciones a las que asistieron cerca de cincuenta mil napolitanos enfurecidos. Tal vez fue un momento de especial reflexión para el cardenal Zapata, que se veía imposibilitado y poco preparado para llevar las riendas del gobierno del virreinato. El padre Taruggio Taruggi, de la congregación del Oratorio, pensaba que el carácter fácil, benevolente e indulgente del cardenal Zapata no era el más adecuado para solucionar el estado miserable en el que se encontraban la ciudad y el reino de Nápoles y elaboró un informe en el que solicitaba relevar en el cargo a don Antonio Zapata y llamar al duque de Alba. La propuesta se aceptó y el Duque partió hacia Pozzuoli, llegando a tierras napolitanas el 14 de diciembre de 1622, poniendo fin a la etapa de don Antonio Zapata en Italia. Tal vez fue un momento de especial reflexión para el cardenal Zapata, que se veía imposibilitado y poco preparado para llevar las riendas del gobierno del virreinato.
A su regreso a España, el cardenal Zapata lejos de retirarse, prestó numerosos servicios a la Corona, estrechándose cada vez más su relación con el rey Felipe IV, quién le puso al frente de la administración del arzobispado de Toledo en nombre del cardenal infante don Fernando, entre los años 1625 y 1628.
El papa Urbano VIII le nombró Inquisidor General el día 30 de enero del año 1627, e inició una seria campaña para retirar tanto las licencias para leer libros prohibidos como los propios textos. En esta etapa publicó un Index Librorum Prohibitorum Expurgatorum en Sevilla, el año 1632; en ese mismo año renunciaría al citado cargo de inquisidor general.
Falleció el cardenal el día 27 de abril del año 1635, a los ochenta y cuatro años, a causa de una apoplejía. Enfermo en los últimos años de su vida, incluso tenía impedida la facultad de hablar, tal y como se reflejó a la hora de hacer testamento, el 11 de abril de 1635; se retiró al palacio de su padre en la villa de Barajas; tras su fallecimiento, fue enterrado en el convento de Nuestra Señora de la Concepción de franciscanos descalzos, fundado en la propia villa por su padre, el I conde de Barajas, en el año 1586.
Obras de ~: Index Librorum Prohibitorum Expurgatorum, Sevilla, Imprenta Francisco de Lyra, 1632.
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Cristóbal Marín Tovar