Azcárraga y Palmero, Marcelo. Manila (Filipinas), 1832 – Madrid, 30.V.1913. Militar.
De familia hidalga y de larga tradición castrense, tras los primeros estudios cursados en su ciudad natal ingresó en la Academia Militar de Caballería, establecida en esa época en Ocaña (Toledo). Apenas obtenidos los entorchados de oficial participó, de acuerdo con sus convicciones hondamente conservadoras, enérgica y destacadamente en el intento gubernamental de aplastar en Madrid los conatos iniciales de la revolución de julio de 1854. Un bienio más tarde, como seguidor incondicional del general O’Donnell, volvió a intervenir briosamente en el mismo escenario madrileño al lado de las tropas que reprimieron la resistencia ofrecida por los partidarios de Espartero al producirse su caída del poder. Entre dicha fecha y la de 1866 transcurre su estancia antillana, decisiva en su trayectoria por cuanto consolidó en ella su prestigio castrense y político como hábil negociador y sagaz diplomático, en misiones desarrolladas primordialmente en el agitado México que precedió a la famosa y muy controvertida expedición franco-española a favor del afianzamiento del emperador Maximiliano en el trono azteca. Integrante de la frustrada expedición capitaneada por Prim (1861-1862), también participó en la exitosa de Santo Domingo (1864-1865).
Retornado a la Península al término del último gobierno de la Unión Liberal, volvería a tener un protagonismo sobresaliente en la célebre y sangrienta represión de la sublevación provocada (22 de junio de 1866) por el pronunciamiento de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil. Ascendido a coronel por dicha actuación, en la primera fase del ciclo del sexenio democrático alcanzó el generalato y fue designado subsecretario del Ministerio de la Guerra en el Gabinete de Malcampo y, ya en los días de la Primera República, desempeñó la jefatura del Estado Mayor del Ejército mandado por López Domínguez que acabó con el levantamiento cantonalista de Cartagena.
Con idéntico empleo y función en el Ejército del Centro, comandado durante la Segunda Guerra Carlista por su amigo el teniente general Jovellar, secundó a éste con vivo entusiasmo cuando sus tropas se adhirieron —de manera decisiva— al pronunciamiento de Sagunto (29 de diciembre de 1874).
Su acendrado monarquismo y crucial participación en la restauración alfonsina hicieron que, sin solución de continuidad, fuese designado, tras su elevación a mariscal de campo, subsecretario de la cartera de la Guerra —regida por el citado Joaquín Jovellar, que lo tenía como su máximo colaborador militar y político— en el primer Gabinete canovista. Muy poco antes de que su jefe ocupara la presidencia del segundo Gobierno del reinado de Alfonso XII (septiembre de 1875), regresó a su antiguo puesto en el Estado Mayor del Ejército del Centro sobre el que iba a recaer el peso de la campaña final de la contienda carlista. En su transcurso participó en el combate de Monlleó y en el asedio y rendición de Cantavieja y la Seu d’Urgell. Ya teniente general, se le encomendó en 1877 la Capitanía General de Navarra —clave en la pacificación real y firme de uno de los territorios más afines con el legitimismo—, de la que fue trasladado a la de Valencia, ejercida a lo largo de casi un septenio.
Titular del despacho de la Guerra en el penúltimo de los Gabinetes de Cánovas, revalidó en su cometido las dotes de gran organizador que lo adornaban. Éstas fueron sometidas a una ruda prueba en el último de los ministerios rectorados por el estadista malagueño, al producirse en marzo de 1895 —“Grito de Baire”— el levantamiento cubano que conduciría a su independencia.
Un Azcárraga de cuarenta y dos años, en la plenitud de sus fuerzas y con una hoja de servicios insuperable por la variedad y cualidad de éstos, tendría, a la hora de acceder a su última responsabilidad bajo la dirección del arquitecto de la Restauración, la cita decisiva con su destino militar. La “Guerra chiquita” o de los diez años había puesto nítidamente de relieve el mayor problema a que en lo sucesivo y ante la repetición de lances semejantes debió enfrentarse el mando metropolitano: la rápida adecuación de las unidades expedicionarias con el teatro bélico caribeño y de modo muy singular su inmediata inserción y coordinación con las acampamentadas en la Gran Antilla. Frente a la creación de batallones y regimientos constituidos mediante las quintas y el voluntariado con escasa o nula compenetración y conocimiento de sus jefes y futura misión, se hacía imperiosamente necesaria la sustitución de tal sistema organizativo por otro en el que las tropas, ya encuadradas e instruidas en los cuerpos activos, se trasladasen —por sorteo entre los diversos regimientos— hacia Ultramar en perfecto orden de concentración, embarque y transporte.
Con energía y dotes envidiables de organización, la compleja intendencia que entrañaba la travesía del Atlántico de unos cuerpos de ejércitos de más de cien mil hombres con armamento, munición y equipo estuvo a punto para que el general Arsenio Martínez Campos llevase a cabo la gran ofensiva del otoño de 1895 contra los mambises. Bajo la supervisión más directa del ministro de la Guerra así se hizo sin efectismo y con notable eficacia. Hasta que los ejércitos cruzaran el Océano en sentido inverso, en la primavera de 1917 y el otoño de 1942, fue la española del verano de 1895 la más grande de las conocidas hasta entonces en la historia marítima. No sería, pues, sorprendente que, como registrara con inembridable satisfacción y trémolo patriótico el gran historiador Antonio M.ª Pirala, un periódico alemán, La Gaceta de Colonia de 25 de septiembre de 1895, “el general Azcárraga trabajó sin descanso de una manera laudable para procurar a las tropas que combaten en la Gran Antilla todo lo que sea necesario para la mejor ejecución de la difícil tarea que tienen que cumplir.
Todos los partidos concuerdan en que raras veces o nunca, el país ha visto a la cabeza de la administración de Guerra a un hombre tan activo e inteligente”.
El curso ulterior de la guerra cubana y, sobre todo, el asesinato de su respetado y admirado Cánovas acibararon la satisfacción que pudo provocarle el aplauso casi generalizado de la conducción del conflicto desde la Península. Presidente interino del gobierno vacante en su cúpula por la desaparición del estadista malagueño (8 de agosto de 1897), sería elevado a su titularidad el 21 del mismo mes, poseyéndola hasta su cese el 4 de octubre de 1897 para dejar paso a un Gabinete liberal pilotado por Sagasta. La difícil prueba transicional, en el clímax de la crisis bélica y política, fue también superada con éxito por un Azcárraga que revalidó su capacidad de aunar esfuerzos y su fidelidad intachable a la Corona. Promediado el penúltimo gabinete rectorado por Francisco Silvela, en los inicios de octubre de 1899 retornó Azcárate a dirigir el despacho de la Guerra, permaneciendo en el cargo hasta el fin del ministerio del prohombre conservador en octubre, en que fuera otra vez instado por la Reina Regente a hacerse cargo de otro gabinete a todas luces puente y de transición, como así, efectivamente lo fuera, al ser reemplazado en marzo de 1901 por el postrero de los presididos por Sagasta. Apenas algo más de un mes (del 16 de diciembre de 1904 al 27 de enero de 1905) duró el último de los suyos, a manera de intersticio entre los presididos por Maura y Raimundo Fernández Villaverde, máximos aspirantes a recoger el liderato de los conservadores una vez producida la espectacular retirada de Francisco Silvela a la vida privada. Los tiempos, indudablemente, habían cambiado y mucho con relación a los de María Cristina, impecable en el ejercicio de su poder moderador.
Su hijo y joven rey tenía de él una concepción que lo haría discrepar de la única y vertebradora misión que guiaba al denominado asaz injustamente “general de salón” al hacerse responsable de un gabinete que, en su pensar, debía abrir de nuevo las sesiones de Cortes, suspendidas por entonces. “El Gobierno Azcárraga —escriben a los efectos con su habitual alacridad dos sobresalientes especialistas del período, el duque de Maura y Melchor Fernández Almagro en la obra quizá más conocida sobre él—, constituido al dimitir Maura (16 de diciembre de 1904), no retuvo el poder sino cuarenta días, cuya esterilidad para el buen servicio de la nación pesó en la conciencia del Presidente, decidiéndole a reanudar las sesiones de Cortes apenas celebrada, el 23 de enero de 1905, la fecha onomástica de Su Majestad. Por contrarios a la resolución dimitieron el ministro de Marina, Cobián, y el de la Guerra, general Villar y Villate. Sospechó Azcárraga, con fundamento, que esos dos consejeros de la Corona interpretaban mejor que él los deseos de Su Majestad, y presentó la dimisión de todo su Gobierno” (Duque de Maura y M. Fernández Almagro, 1948: 78).
Diputado por el distrito de Morella en la primera legislatura de la Restauración, fue senador por Castellón (1879) y Valencia (1884), luego vitalicio (1892) y “por derecho propio” (1911-1914), presidiría la Cámara Alta en tres ocasiones: 1897, 1900 y 1913.
Durante esta última volvió a tener un protagonismo descollante en la trayectoria del partido conservador a raíz de la crisis significada por “el pronunciamiento de levita” comportado por la “Nota” al rey de Maura el 31 de diciembre de 1912, en la que dimitía de la jefatura de su partido y de su escaño. En el domicilio particular del prestigioso presidente del Senado se celebró la reunión de sus líderes, a resultas de la cual, y por intervención decisiva de Azcárraga, se rechazó crípticamente la postura del político balear frente a Alfonso XIII, quedando apuntada de modo indirecto su sustitución por Eduardo Dato. “Con más serenidad que el jefe, los ex ministros conservadores se reunieron esa misma tarde en casa de Azcárraga, convocados por este último y por Dato, ex presidentes de las últimas Cámaras conservadoras, y que, como tales, habían recibido, previamente a su publicación, la nota famosa, acompañada de una carta de su redactor.
En la reunión se impuso la sensatez; y aunque en comunicación oficiosa subrayasen los primates su identificación total con la actuación de Maura y ‘con la acertada dirección que imprimía al partido’, actitud que esperaban recabar de la minoría parlamentaria conservadora, también expresaban su propósito de lograr que ‘el jefe’ volviera sobre su acuerdo: era el punto en que habían insistido especialmente González Besada y el propio Dato, los reticentes con la ‘implacable hostilidad’ impuesta por Maura desde octubre de 1909” (C. Seco Serrano, 2002: 306).
Un rasgo del personaje explica la auctoritas de la que se encontraba revestido y nimbado en la política de la época. Concurriendo en su currículo las condiciones prescritas de antigüedad y méritos para alcanzar el grado de capitán general durante el último gobierno de Cánovas, rehusó aceptar el tercer entorchado debido a la razón de que él mismo hubiera debido firmar su ascenso, alcanzado un quindecenio después, en 1911.
Poseyó el toisón de Oro y la Orden de Carlos III, entre otras muchas condecoraciones. Fue presidente de la Real Sociedad Geográfica.
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José Manuel Cuenca Toribio