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Ana de Austria y Mendoza

Biografía

Austria y Mendoza, Ana de. Madrid, c. 1569 – Las Huelgas (Burgos), 28.IX.1629. Religiosa agustina (OSA) y cisterciense (OCist.), abadesa de Las Huelgas de Burgos.

Ana de Austria era la supuesta “enamorada” del pastelero de Madrigal, que tanta tinta ha hecho correr en novelistas y dramaturgos.

Hija natural de don Juan de Austria y de una señora noble, doña María de Mendoza, la cual no se ocupó de criarla, confiaron este cometido a Magdalena de Ulloa, la misma que había criado a su padre, igualmente hijo natural de Carlos V. Pero sólo estuvo con ella los primeros años, porque siguiendo el proceder corriente de aquellos tiempos, a los seis años la llevaron a las agustinas de Madrigal de las Altas Torres (Ávila), que se ocuparon de darle una esmerada educación. A fin de despistar a la opinión pública, para que pasaran ocultos sus orígenes, convinieron en que en el convento se la llamaría Ana de Jesús. Pero una vez fallecido su padre don Juan de Austria, su amigo íntimo, Alejandro Farnesio, puso en conocimiento de Felipe II la existencia de aquella niña, con objeto de que la amparase y protegiese, como así lo hizo el Monarca, otorgándole poder ostentar el apellido de Austria y el tratamiento de excelencia, a pesar de no ser hija de reyes. No obstante, juzgaron oportuno que por entonces no se divulgara la calidad de su persona.

La norma general seguida con las niñas educandas en conventos de religiosas era mantenerlas en el colegio hasta los catorce o dieciséis años, en que, si querían, abrazaban el estado religioso en la casa donde se educaban, o bien volvían al mundo para contraer matrimonio. De sor Ana se habla que la llevaron con ánimo de que profesara aquella vida, quisiera o no, aunque algunos autores sólo lo dan a entender. Sin embargo, la profesión religiosa tiene que ser enteramente libre, nunca impuesta por nadie. Al menos era el proceder de las religiosas del Císter que tenían colegios de niñas, las cuales a pesar de que les imponían un hábito monástico con cierto ceremonial, cuando llegaban a la edad referida, si rehusaban continuar en el monasterio, se las llevaban sus padres para contraer matrimonio. Está comprobado documentalmente que sor Ana tuvo ocasión de haber quedado libre de la profesión que realizó a su debido tiempo y continuar en el mundo, sin necesidad de dispensa alguna de sus votos, pero ella, no sólo no lo admitió, antes continuó su vida de consagración a Cristo tal como lo exige el estado religioso.

Entrando ya en el período álgido de la vida de esta princesa, cuando se despertaba en ella la juventud, llegó como capellán a Madrigal fray Miguel de los Santos, agustino portugués muy influyente, desterrado de su patria por cuanto había tramado una conspiración contra Felipe II de España, a quien le había correspondido la Corona de Portugal, a la muerte del rey don Sebastián. Trataba por todos los medios de que el monarca español fuera arrojado de su patria, y que a toda costa la Corona pasase a don Antonio, prior de Crato. Tal fue la ocasión de entrar en escena la joven agustina de Madrigal, que se hallaba en período de formación espiritual y con poca experiencia de la vida, por haberse criado en el monasterio desde los seis años. Como se trataba de una joven brillante, y dada su alcurnia real, el astuto agustino la juzgó a propósito para la nueva conspiración que estaba planeando en su cerebro. Sucedió que a la muerte de don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir en África —sin dejar sucesión—, como algunos hablaban de que no había muerto, antes se hallaba vagando por el mundo, considerándose fracasado por haber perdido la batalla; fray Miguel aprovechó para convencer a la princesa de cómo el joven Rey —“de su misma sangre”— no estaba muerto, sino trató de demostrarle que se hallaba vivo y errante por el mundo, avergonzado del fracaso sufrido por sus tropas.

El fraile buscó al mismo tiempo una persona que tuviera un físico algo parecido con el monarca portugués, y lo encontró en el famoso pastelero Gabriel de Espinosa, que dicen se le parecía bastante. Pero antes de llevarle a presencia de la monja, le estuvo aleccionado para que se condujera ante ella con porte distinguido, y como se trataba —según el fraile— de su “verdadero primo” huido de Portugal, ella, fiada de la palabra del agustino que dirigía su conciencia, llegó a convencerse de que el pastelero era, efectivamente, de su misma sangre, y, por lo tanto, comenzó a manifestar compasión, cariño, honda amistad hacia él; amistad que en los planes de fray Miguel culminaría algún día en el matrimonio entre ambos, si cuajaba la conspiración que estaba ideando, para lograr restituirle de nuevo al trono portugués.

Fray Miguel de los Santos, conocedor de las normas canónicas, le ponía por delante la facilidad con que en tales casos la Santa Sede podía otorgarle la dispensa de los votos. Ella le dio muestras de verdadero cariño, sobre todo en algunas cartas que le dirigió en ocasiones en que estuvo ausente algún tiempo. De esas palabras empleadas por sor Ana deducen de ellas muchos escritores que se trata de dos enamorados. Tales frases, leídas en un contexto fuera del parentesco, son mal interpretadas, de donde sacan la conclusión de que es el afecto de dos enamorados carnales. La verdad es que nadie ha demostrado que las cartas conocidas contengan sentimientos sino de afecto cariñoso entre familiares muy íntimos.

No es posible descender a pormenorizar todo lo relacionado con esta trama urdida por fray Miguel de los Santos, sino decir que la urdimbre de la conspiración llegó a descubrirse en las altas esferas del Estado, de donde se siguió un largo proceso judicial, cuyo resultado fue la detención del fraile portugués y del pastelero, a quienes se les juzgó severamente por los tribunales, imponiéndoles un castigo adecuado, tal como se estilaba en aquellos tiempos. Fray Miguel de los Santos fue agarrotado en Madrid, mientras el pastelero lo fue en la plaza mayor de Madrigal de las Altas Torres. Ana, por estar exenta de tanta culpabilidad como ellos, por haber sido víctima del engaño, fue desterrada a Ávila y colocada en un convento de la ciudad que no suelen mencionar. Al cabo de algunos años, al fallecer Felipe II y sucederle Felipe III, éste se compadeció de su prima por considerarla exenta de culpabilidad, y de haberse fiado de la palabra de su director, le levantó el castigo y pudo regresar de nuevo a Madrigal. Con este duro escarmiento de la vida, maduró seriamente su persona de tal manera que al tiempo de elegir priora, las religiosas de Madrigal, olvidadas por completo de todo su pasado, pusieron los ojos en ella, y la elevaron al primer puesto de la casa. Fue un acierto, ya que sus valores resultaban extraordinarios. Resultó una superiora excelente y allí vivía feliz entregada a sus quehaceres peculiares de madre de una comunidad. Pero he aquí que cuando menos lo esperaba, le presentaron una papeleta humanamente halagüeña, pero difícil de llevar a la práctica por las dificultades que entrañaba.

En las Huelgas de Burgos —de monjas cistercienses— existían graves problemas derivados de los colonos de los pueblos sometidos a la jurisdicción del monasterio, que se les insubordinaban, no pudiendo hacer vida de ellos. Necesitaban una persona de carácter, sobre todo de origen real, que según tradición habían tenido siempre alguna princesa respetable, y ahora carecían de ella. Alguien apuntó que la única que podía desempeñar ese cometido con lucimiento era Ana de Austria, priora de las agustinas de Madrigal, mujer de grandes valores. Todos pensaron que era la persona adecuada para lograr tener subordinados a los colonos de los pueblos, pues próximo parentesco con el Rey, les ofrecía garantía de salir en defensa de los intereses de la casa. Pero había por medio la gran dificultad: pertenecía a distinta Orden, y para ello tendría que hacer el tránsito abrazando otra distinta, con unas actividades ajenas completamente a la vida en que había sido formada. Lo trataron con ella para que lo pensara, y al mismo tiempo, antes de dar ningún paso, debían informar a la comunidad de las Huelgas para ver si estaban conformes con poner al frente de la comunidad a una abadesa agustina. La gran mayoría de religiosas aprobó la idea, y vieron que era inspiración divina; algunas, en cambio, se mostraron reticentes y contrariadas de que se llevara al monasterio una abadesa de fuera, y —por añadidura— de distinta Orden.

Al fin, el asunto fue madurando y optaron todas por dar aquel paso. Faltaba la aprobación real. Se lo propusieron a Felipe III, a la vez que a la comunidad de Madrigal, y todas accedieron de buen grado a la sugerencia del Monarca, que aprobó la idea. Se pidieron los permisos necesarios a Roma y en 1611 sor Ana hizo el traslado a Burgos y tránsito de la Orden agustiniana a la cisterciense. Ya se ha dicho que en la comunidad de las Huelgas no todas vieron con buenos ojos este cambio, que se las impusiera una abadesa de fuera. No faltaron voces de protesta, aunque menos, incluso llegaron las voces con sus quejas a la Nunciatura, “insinuando que en la comunidad había personas muy religiosas y capaces para ser elegidas”. Tenían sobrada razón, pero era necesaria una persona de fuera para imponer orden y hacerse respetar. Alegaba el grupo disidente al mostrarse reacias en recibirla, que fuera de distinta Orden, y desconociera la espiritualidad cisterciense. Al fin aceptaron sin condiciones, ante la necesidad urgente.

Según el acta levantada al efecto, el recibimiento que se le tributó en Burgos fue cariñoso y cordial: “Luego que se supo de su venida, salieron a visitarla a distancia de una jornada por parte del Monasterio, del Cabildo de Capellanes, de los Oficiales de las Huelgas, de los Freyres del Hospital y de sus capellanes y Oficiales”. Después de visitar la catedral, se dirigió al monasterio de las Huelgas, donde se le preparó una acogida extraordinaria y llena de amabilidad. Como se trataba de una princesa, le abrieron la puerta real por la que únicamente penetran en el monasterio las personas de la Casa Real; pero ella rehusó hacerlo por dicha puerta, antes entró por la sencilla por donde entran todas las personas de la categoría que fueran. Este gesto, al parecer sin importancia, fue suficiente para ganarse la voluntad de todas aquellas religiosas que antes se mostraron reacias a que viniera.

Al día siguiente a su llegada, realizó un acto de profunda humildad, que sin duda le costaría no poco, cual fue dejar la Orden a la cual Dios la había llamado y profesar otra distinta. Con una facultad especial de la Santa Sede, el 8 de agosto recibió el hábito cisterciense e hizo la profesión solemne. Fue un gran acierto en ella hacer este cambio de hábito, rebajándose en cierto modo, por cuanto hubo antes otra religiosa antecesora suya, de la misma Orden, que por no inculturarse en la comunidad, fracasó en su manera de gobernar, o al menos no obtuvo el resultado apetecido, pues habiendo mantenido el hábito de su Orden, dice la crónica que a las religiosas les disgustaba “las mandase quien no era del mismo hábito que todas”. Tan pronto hizo su profesión religiosa, se procedió a la elección canónica de abadesa, habiéndose volcado todos los votos en ella, y quedando desde aquel momento constituida abadesa de aquel real monasterio.

Comenzó pronto a dar muestras de celo por la comunidad. Deseando cortar abusos y renovarla en el espíritu, acudió a Felipe III rogándole interpusiera su valimiento para que sus ministros no entorpecieran la buena marcha de la casa, pues pronto se dio cuenta de dónde procedían las grandes deficiencias que echó de ver. Aquellos miembros del consejo o patronato real, en vez de solucionar problemas, los creaban o les interesaba que existieran, para poder obtener mayores ventajas. Aprovechó la ocasión para reclamar del Monarca que obligara a dichos ministros a devolver al archivo los documentos originales que tenían en su poder, dejando para ellos los traslados signados en poder de ella. Esta reclamación inesperada les sacó de quicio, de tal manera que a partir de entonces, Ana de Austria ya no sería santa de su devoción, aunque hubiera hecho milagros. La comunidad, a su vez, había dado mucho que hablar, hallándose dividida en dos bandos, viendo pronto que en ello influía no poco el que los visitadores nombrados para solucionar los problemas eran ajenos al Císter y no llegaban al fondo de los mismos. Se echó mano de los padres de la Orden, y pronto cambió la situación. La perspicacia de esta mujer llegaba a todos los ambientes internos.

Su comportamiento fue tal que todas las religiosas bendecían a Dios que les hubiera facilitado aquella mujer que dejaría en la casa gratísimo recuerdo, no sólo siendo una verdadera madre para todas sus religiosas, sino solucionando con acierto todos los problemas que había pendientes, dejando a la posteridad gratísimo recuerdo de su paso. En el mismo mes de agosto, el día 20, fiesta de san Bernardo, comenzó a poner orden en el desconcierto general que halló en varios sectores, dictando un documento encaminado a corregir los abusos introducidos en el Hospital del Rey, luego hizo lo mismo con los monasterios dependientes de las Huelgas. Nombró visitadores competentes llenos de prudencia, santidad y sabiduría, a los cuales entregó una serie de consignas encaminadas a la renovación de la observancia, una vez desarraigados los abusos introducidos en los últimos años.

Esas consignas transmitidas a los visitadores estaban impregnadas de caridad y buen celo, dándoles poder para emplear mano dura en aquellos casos en que no había acatamiento a las órdenes dadas. En Zalduendo, por ejemplo, adonde comisionó al escribano Francisco Marañón con órdenes severas para informarse de ciertos abusos cometidos por los alcaldes de Arlanzón, que pretendieron visitar dicho lugar, a pesar de que hacía poco había sido visitado por otro visitador enviado por la abadesa. No se anduvo con bromas: ordenó fueran prendidos y traídos a la cárcel del monasterio hasta tomar otras medidas con el tiempo. Este hecho, por sí solo, fue la mejor manera de desterrar los grandes abusos que encontró por doquier. No es posible continuar exponiendo las grandes realizaciones llevadas a cabo por esta mujer.

De tantos sucesos acaecidos durante su gobierno, solamente se citan dos que marcaron notable relieve. Uno, el gran deseo que manifestó de que el Santo Padre definiera dogma de fe el misterio de la Inmaculada Concepción, en unos tiempos en que todavía faltaban algunos siglos para ser defendido. Ella había ofrecido grandes aportaciones pecuniarias para conseguirlo, pero todavía no había llegado la hora de Dios. Llegó a decir a los emisarios enviados a Roma a tratar el asunto: “Miren ustedes, si para la asistencia de Roma son menester dineros, que ofrezco, partiré la mitad de mis alimentos y los remitiré por letra a pagar en el cielo”. Todavía más expresivas son aquellas otras palabras que añadió: “Descalça quisiera merecer acompañarles”. No le era posible hacerlo por razón de la clausura rigurosa que le imponía su estado, pero indudablemente puede ser contada entre las abanderadas en pro del dogma de la Inmaculada Concepción, porque además de estas pruebas están las influencias que puso para lograrlo, acudiendo a los cardenales con los que tenía más confianza.

El otro hito destacado de su gobierno fue los intentos que puso en vigor, valiéndose de todos los medios posibles, y aportando cuantiosas ayudas económicas para que Alfonso VIII de Castilla fuera beatificado, pero tal intento razonable se volatilizó con su muerte, pero no deja de ser aleccionador su interés de que fuera llevado a los altares. No era un capricho ni mucho menos, sino un acto de justicia a un monarca que dio pruebas de grandes virtudes. Ana estaba muy lejos de dar crédito al sentir de aquellos historiadores que le suponen un enamoramiento sin sentido en su juventud con la judía Raquel, al poco tiempo de contraer matrimonio con Leonor de Aquitania.

En cuanto al ocaso de Ana de Austria, alguna novelista del momento escribe que, “a partir de 1629 el rastro de la señora se pierde. Desaparece a los sesenta años, tan misteriosamente como llegó a la vida [...]”. Sin embargo, es preferible quedarse con el testimonio del historiador de las Huelgas, A. Rodríguez: “Si es cierto que hemos perdido el rastro de los últimos años de doña Ana de Austria, no por eso vamos a sacar conclusiones que no tienen ninguna base ni racional ni histórica. Doña Ana erigió aquí una capilla en recuerdo de su padre y construyó la sepultura para ella. No cabe que una infanta sea sepultada en un lugar desconocido”. Tal es, además, la convicción de la comunidad, segura de que se hallan sus restos en su magnífico sepulcro, con la inscripción adecuada. Resumen de su vida. Por añadidura está el testimonio de A. Manrique, visitador asiduo del monasterio, quien afirma falleció en el monasterio en sus mismos días, el 28 de septiembre de 1629, y está sepultada a los pies del grandioso templo, en el mismo sepulcro que ella mandó erigir.

 

Bibl.: A. Manrique, Annales Cistercienses, t. III, Lugduni, Iacobi Cardon, 1631 (apéndice); J. Moreno Curiel, Jardín de flores de la Gracia [...] Vida y Virtudes de Antonia Jacinta de Navarra [...], Burgos, Atanasio Figueroa, 1736; A. Rodríguez López, EL Real Monasterio de las Huelgas y el Hospital del Rey, t. II, Burgos, Imprenta y Librería del Centro Católico, 1907; L. Serrano, Una estigmatizada cisterciense, Burgos, Imprenta y Librería del Centro Católico, 1924; J. Escrivá de Balaguer, La Abadesa de las Huelgas, tesis doctoral, Madrid, Santo Rosario, 1944; M. Fórmica, La Hija de don Juan de Austria, Madrid, Revista de Occidente, 1973; D. Yáñez Neira, “La espiritualidad en el Monasterio de las Huelgas”, en Cistercium, año 39, n.º 172 (1987), págs. 398-401; “Cuarto centenario del Pastelero de Madrigal (1595-1995)”, en Anuario Jurídico y Económico Escurialense, n.º XXVIII (1995), págs. 577-659 (desde la pág. 601 hasta la 658, ofrece este autor la transcripción literal del manuscrito existente en el archivo del monasterio de Oseira); M. Sánchez de la Hoz, “El Real Monasterio de las Huelgas, Ana de Austria y el pastelero de Madrigal”, en Diario de Burgos, 13 de septiembre de 1987, pág. 27.

 

Damián Yáñez Neira, OCSO