Espinosa, Jerónimo Jacinto. El Zurbarán valenciano. Cocentaina (Alicante), VI.1600 – Valencia, 20.II.1667. Pintor.
Fue un artista prolífico, que constituye la figura más destacada de la historia de la pintura valenciana tras las muertes de Francisco y Juan Ribalta, hasta las décadas centrales del siglo xvii. A lo largo de toda su carrera cultivó un estilo tenebrista, que en parte deriva de los Ribalta y de Orrente, y que le sitúa en una posición un tanto arcaica en relación con las novedades que estaban surgiendo en Madrid y en Sevilla. Aunque ocasionalmente se dedicó al retrato, la gran mayoría de su producción fue pintura religiosa, en su mayor parte encargada por instituciones eclesiásticas y civiles de la región levantina.
Los rastros documentales que han quedado de él, junto con sus obras, permiten reconstruir con bastante nitidez su personalidad artística y obtener una visión clara de su trayectoria profesional. Como fue frecuente en España durante la Edad Moderna, en la biografía de Espinosa existe una profunda interacción entre las relaciones familiares y la vida profesional, que se manifiesta desde la propia cuna, pues su padre, Jerónimo Rodríguez de Espinosa, era un pintor que había nacido en Valladolid y desde 1596 está documentado en Cocentaina. Al amparo del taller familiar inició una precoz carrera artística, cuyo hito temprano más conocido es un Nacimiento de un santo, que firmó en 1612, cuando todavía era adolescente. En esas fechas parece que la familia ya estaba establecida en Valencia, que será desde entonces la residencia habitual del pintor.
En 1616 se inscribió en el Colegio de Pintores de Valencia, y desde entonces se suceden las noticias de carácter familiar, administrativo y profesional que se sitúan en esa ciudad y sus alrededores. Así, se sabe que a principios de 1622 vivía con sus padres y hermanos en la calle de Ribelles, en la parroquia de San Martín, y que, aunque en abril de ese mismo año se casó con Jerónima de Castro, al año siguiente seguía viviendo en la casa familiar. Aunque en esa época trabajaba en Valencia un artista de personalidad tan fuerte como Francisco Ribalta, Espinosa tuvo oportunidad de mostrar sus notables dotes en obras ambiciosas como El milagro del Cristo del Rescate (Valencia, colección particular), un cuadro de considerables dimensiones (2,43 x 1,68 cm) en donde representa un relato sobre una de las imágenes más populares de la devoción local. Es una obra sólidamente construida, en la que Espinosa da prueba de un gusto por los tonos terrosos que mantendrá hasta el final de su carrera, y en la que utiliza un lenguaje naturalista, tanto en lo que se refiere a las tipologías de los personajes como a su técnica descriptiva, en la que cobra una gran importancia el diálogo entre las luces y las sombras. Son características que estarán presentes, con mayor o menor intensidad, a lo largo de toda la trayectoria profesional del artista. El lienzo muestra también a un pintor valiente a la hora de plantear la composición, que no duda en colocar el cuerpo de Cristo en un violento escorzo que exige conocimientos precisos de anatomía y de perspectiva.
El cuadro está firmado en latín y de manera bien visible, en la cesta del primer término, a través de una cartela donde se indica no sólo el nombre del autor, sino también su edad y el año de ejecución, lo cual habla de un pintor joven y a la vez seguro de sí mismo, que es consciente de la calidad de su obra y quiere dejar constancia de su personalidad. Todo ello responde no sólo a un deseo de fama artística, sino también a una estrategia profesional, pues el conocimiento de su nombre y de sus facultades era un paso imprescindible para la obtención de nuevos encargos.
Éstos no tardarían en llegar, y se documentan con cierta regularidad a lo largo del resto de su vida. Ese mismo año de 1623 realizó un San Ambrosio de Siena y San Jaime para el convento de Santo Domingo (hoy perdido), y tres años más tarde se fechan Cristo con la cruz a cuestas y Coronación de la Virgen, que pintó para el convento de la Zaidía (perdidos). De esos años data alguna noticia de carácter familiar, como el bautizo de su hijo Vicente Jerónimo el 22 de febrero de 1623, o el de Jacinto Raimundo Feliciano dos años más tarde. Por entonces debía de gozar de una situación económica y profesional relajada, pues se sabe que en 1632 contaba con dos criados para el servicio de su casa, situada en la calle de la Cofradía de los Sastres. En ese tiempo estaba bien integrado en el tejido social local, como prueba su cargo de clavario de la cofradía de Santa Ana, San Roque y San Sebastián, en la iglesia de Santa Catalina de Siena, de la que recibió poderes como representante en 1630.
De esa década queda alguna noticia de carácter personal, como la muerte de su madre, Aldonza Lleó, en 1638, y documentación sobre su actividad profesional, entre la que se incluye la actuación, junto con Pedro Orrente, como tasador de unos cuadros que realizó Urbano Fos para la iglesia de Santa María de Castellón, en 1638. También está documentada la ejecución de un San Luis para la iglesia valenciana de Santo Domingo, que hizo en 1637 a instancias de un particular; o de una serie de ocho escenas de gran tamaño para las esquinas del claustro del convento del Carmen Calzado, que representaban historias de la Orden carmelita, como el rapto de Elías o la Virgen acogiendo bajo su manto a varios santos de la Orden. Son obras que realizó en 1638, que han desaparecido y que, dados su tamaño y su número, constituyeron uno de los encargos pictóricos más importantes que tuvieron lugar en Valencia en aquellos años. Para entonces ya se había internado en el género del retrato, como prueba la efigie de Don Felipe Vives de Cañamás (colección particular), que está firmado en 1634 mediante una inscripción que, como en el caso del Cristo del rescate, ocupa un lugar destacado dentro de la composición. Es una obra que, en última instancia, deriva de modelos cortesanos, y en la que el pintor ha jugado con las posibilidades expresivas que ofrece el amplio manto blanco que cubre al retratado, aunque, sin embargo, no deja de presentar algunas durezas y limitaciones, que sugieren que su autor se encontraba más cómodo cuando componía escenas religiosas que cuando pintaba retratos.
En la década de los cuarenta se sucedieron las noticias familiares funestas, como la muerte de su mujer hacia 1647 y la de su padre hacia 1648, una época en la que él mismo y el resto de su familia estuvieron amenazados por la peste que asoló Valencia. Como acción de gracias por haber sobrevivido realizó varias pinturas para la capilla de San Luis Beltrán en el convento de Santo Domingo. En esos años siguió relacionado con algunas de las poderosas cofradías valencianas. En alguna ocasión como miembro activo de ellas, y en otras como profesional al que encargaban imágenes, como el San Jerónimo que pintó en 1651 para la cofradía de los “Velluters”.
De esas décadas centrales del siglo datan varios documentos que lo ponen en relación con el ayuntamiento local, que fue a lo largo de la historia una institución muy poderosa y que generó una notable actividad artística. Así, en 1640 se comprometió a pintar las puertas del altar de la capilla de la sede municipal, unos años después fue autor de los dibujos en los que se basaron las estampas de la obra de Lorenzo Mateu, De Regimine Regni Valentiae, que se publicó en 1654, y en 1662 realizó, por encargo municipal, una de las obras más ambiciosas de su carrera: La Inmaculada y los jurados de la ciudad (Valencia, Lonja). Es el cuadro de mayor tamaño suyo que ha sobrevivido (400 x 430) y el de mayor valor descriptivo, y muestra a un artista en la plenitud de sus facultades, que es capaz de resolver composiciones complejas y que ha alcanzado cierta habilidad para la descripción individualizada de rostros y expresiones. Representa a nueve jurados de la ciudad dispuestos a ambos lados de un altar sobre el que aparece una imagen de la Inmaculada. A ambos lados, en el aire, varios angelotes despliegan cartelas con alabanzas marianas. En la parte inferior, tres escudos refuerzan la vinculación de la obra con el poder municipal. El cuadro se pintó en un contexto muy preciso: el del Breve de Alejandro VII, promulgado el año anterior, por el que se promovía el culto a la Inmaculada, y que dio lugar a numerosas celebraciones en diversas ciudades de España, entre las que destacó especialmente Valencia. Como testigo de esas fiestas perduran una “relación” profusamente ilustrada escrita por J. B. Valda, y este lienzo, que constituye uno de los testimonios más importantes de la época sobre las estrechísimas relaciones entre poder temporal y devoción colectiva, y al mismo tiempo es también una de las muchas pruebas sobre la importancia que tuvo el poder municipal a lo largo de la historia de Valencia.
La última década y media de su vida deja alguna noticia de carácter familiar, como la boda de su hijo Jacinto en 1657; pero sobre todo es importante desde el punto de vista de su carrera profesional, pues se fechan entonces algunas de sus obras más ambiciosas y mejor resueltas. A la Inmaculada citada hay que agregar La aparición de la Virgen en el coro de los mercedarios, que está firmado en 1661 y fue pintado para el convento de la Merced, o San Pedro Nolasco intercediendo por sus monjes enfermos (Valencia, Museo de Bellas Artes), que es una de sus obras más serenas, seguras y equilibradas. En ella consigue extraer todas las posibilidades dramáticas de la técnica tenebrista, y se muestra como un dibujante muy sólido. El escudo que aparece en la esquina inferior izquierda contiene las armas de fray Diego Serrano Sánchez, que estuvo en el convento de la Merced en 1652, fecha a la que debe corresponder esta obra.
También de su etapa final es La comunión de la Magdalena (Valencia, Museo de Bellas Artes), que muchos consideran su obra maestra. Está firmada en 1665, dos años antes de la muerte del pintor; y al igual que en otras pinturas su autor ha querido dejar constancia de su nombre en una cartela bien visible en el ángulo inferior izquierdo, que muestra también la fecha de su ejecución. Fue encargada para el retablo mayor del convento de Masamagrell, de la Orden franciscana. Aunque la Magdalena fue uno de los personajes más representados durante el Barroco en los países católicos, son relativamente raras las imágenes de su última comunión, que en este cuadro se resuelve mediante personajes que pertenecen a ámbitos históricos distintos.
Magdalena, que viste con ropa penitencial y tiene junto a sí la calavera y el tarro de perfumes que la identifican, recibe la comunión de un sacerdote ricamente vestido, ante un altar con ornamentos contemporáneos. En el cielo, unos ángeles celebran con su música la acción de la santa, y en el suelo, un donante arrodillado junta sus manos en un gesto devocional. Es muy efectivo el contraste entre el porte noble, tranquilo y lleno de dignidad del sacerdote y la actitud de Magdalena, que tiene un rostro ojeroso y febril y compone una figura muy expresiva y emotiva, a lo que contribuye el juego entre la blancura de su carne y los harapos que la envuelven, o la forma como se desparraman sus largos cabellos de oro. Se trata de una obra intensa, con fragmentos de gran belleza y con una de las composiciones más complejas y ambiciosas de la carrera de su autor, que ha sabido combinar con acierto distintos niveles espaciales y narrativos. Desde el punto de vista de su lenguaje pictórico, el relativo estatismo de su composición y la técnica claroscurista son características más propias de la pintura de las primeras décadas del siglo que de 1665, una época en la que los artistas más avanzados se guiaban por intereses muy distintos.
Apenas dos años después de firmado este cuadro, el 20 de febrero de 1667, murió en Valencia Jerónimo Jacinto Espinosa. La imbricación de su biografía y sus obras con esa ciudad fue estrechísima. No sólo fue escenario de prácticamente toda su carrera, sino que las devociones y los temas valencianos forman parte importante de su catálogo, como testifican varias obras dedicadas a cultos y santos locales, como Santo Tomás de Villanueva o San Luis Beltrán. Igualmente, a través de cuadros como La Inmaculada y los jurados de la ciudad, ha dejado importantes testimonios iconográficos de la historia y la composición social de la población. Pero Espinosa se integra también en la historia de la pintura valenciana a través de su lenguaje pictórico, pues en muchas de sus obras se advierten ecos de los principales artistas que habían trabajado en la ciudad desde el Renacimiento. Son préstamos que aparecen en abundancia suficiente como para sugerir que en ocasiones muestran citas de los viejos maestros. Así, el retablo mayor de la catedral, uno de los hitos de la historia artística local, está muy bellamente reflejado en La muerte de la Virgen (colección particular), que recrea la espléndida tabla de Hernando Yánez, y que incluye a algún personaje en actitud muy parecida, como el apóstol que lee sentado a los pies del lecho en el que yace María. Otra de las glorias locales, Vicente Macip, está también presente en algunos de sus cuadros, como la Visitación (colección particular) que tiene como punto de partida el tondo del mismo tema de Macip en el Museo del Prado.
Francisco Ribalta, que fue la personalidad más poderosa del panorama artístico local cuando Espinosa dio sus primeros pasos profesionales, también está presente en varias de sus pinturas, como la Visión mística de San Bernardo (colección particular) que tiene relación con San Bernardo abrazado al Crucificado (Museo del Prado) o La Santa Cena (Morella, iglesia Arciprestal), que evoca la conocida composición de Ribalta del colegio del Corpus Christi de Valencia. Otra presencia importante es la de Pedro de Orrente, que murió en Valencia en 1645, siete años después de que tasara junto con Espinosa unas pinturas para la iglesia de Santa María de Castellón. La influencia del estilo de Orrente se hace patente en muchas obras de su colega, aunque en algunos casos trasciende del campo estilístico y afecta a la composición y los modelos, como ocurre con Sacrificio de Isaac (Valencia, ayuntamiento).
A través de estas y otras varias influencias, Espinosa supo crear un lenguaje que recoge lo mejor de la tradición pictórica local, y que al mismo tiempo alcanzó un destacado grado de originalidad, con lo que se mostró como un digno continuador de la tradición naturalista en tierras valencianas iniciada por Francisco Ribalta.
Obras de ~: Nacimiento de un santo, 1612; El milagro del Cristo del Rescate; San Ambrosio de Siena y San Jaime, 1623; Cristo con la cruz a cuestas, 1626; Coronación de la Virgen, 1626; San Luis, 1637; Don Felipe Vives de Cañamás, 1634; Pinturas para la capilla de San Luis Beltrán en el convento de Santo Domingo, 1648; San Jerónimo, 1651; La aparición de la Virgen en el coro de los mercedarios, 1661; La Inmaculada y los jurados de la ciudad, 1662; Inmaculada; San Pedro Nolasco intercediendo por sus monjes enfermos; La comunión de la Magdalena.
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Javier Portús