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Félix Amat de Palou y Pont

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Biografía

Amat de Palou y Pont, Félix. Sabadell (Barcelona), 10.VIII.1750 – Barcelona, 24.X.1824. Obispo e historiador.

Nacido en el seno de una familia de modestos propietarios y comerciantes, se formó en un hogar de acendrado patriarcalismo en el que se cultivaban con intensidad los valores de la Cataluña tradicional, con suma sensibilidad para la religión. Padre y madre rivalizaron en solicitud por la educación cristiana de su hijo del que fueron sus primeros maestros. Inclinado muy pronto al estado religioso, cursó estudios de Elocuencia, Letras y Teología en el Seminario de Barcelona a partir de 1763, siendo alentado y protegido por el famoso obispo Climent, del que se declaró siempre rendido admirador. Doctor en Sagrada Teología en fecha muy precoz —octubre de 1770— por la Universidad de Gandía, obtuvo el beneficio de la célebre parroquia barcelonesa de Santa María del Mar (11 de septiembre de 1771) y, ordenado presbítero (17 de diciembre de 1774), fue nombrado catedrático de Filosofía del Seminario de la Ciudad Condal, cargo simultaneado con el de bibliotecario (25 de junio de 1775). Un lustro más tarde, el mencionado prelado Climent le designó rector del establecimiento.

En julio de 1785 logró, tras una muy disputada oposición, la canonjía magistral de la Archidiócesis tarraconense de modo casi simultáneo al nombramiento como su pastor de su antiguo conocido F. Armañá, con el que adunó ahora una estrecha y admirable amistad, al estilo de algunas otras en la historia de la Iglesia española del período de la Ilustración, según testimonió un testigo directo y que, al menos en este punto, no puede ser tachado de parcial, el propio sobrino de Amat, Félix Torres Amat: “Paseaban juntos casi todas las tardes, y los familiares del Sr. Armanyá cuentan aún que muchas veces enajenados los dos sabios en la discusión de algún punto difícil, se olvidaban de volver a tomar el coche para entrar en la ciudad”.

Ante la alta estima humana e intelectual en que le tenía el gran arzobispo no es sorprendente que, sin dimitir éste de ninguna de sus responsabilidades, se convirtiera Amat en su máximo colaborador, sobre todo, en las misiones más arduas dentro de la compleja y enmarañada administración de una sede como la tarraconense y aun de varias otras de sus sufragáneas.

Así, a finales de noviembre de 1792, marchó a Madrid para pasar en la Corte una larga temporada como comisionado del clero catalán, estancia repetida en varias ocasiones en los, eclesiásticamente, revueltos días de las postrimerías del setecientos. Sus bien probadas dotes de prudencia, afabilidad, rectitud, mesura y concienzudo dominio de los asuntos negociados le otorgaron amplio y merecido crédito en las altas instancias de la burocracia madrileña, pronto extendido a toda la Península, incluso entre las más importantes de sus curias. Tal eco explica que, a comienzos de siglo, el prior y los canónigos de la famosa colegiata de Roncesvalles, ásperamente enfrentados por causa de sus respectivas atribuciones y rentas económicas, le designasen de común acuerdo como su visitador el 6 de marzo de 1801. Lograda la solución del enconado contencioso y muerto entretanto el prior, el cabildo del monasterio le ofreció por unanimidad el cargo, que Amat rechazó, no obstante lo atractivo de sus rentas: 8.000 pesos frente a los 1.000 de su magistralía tarraconense.

Muchas cosas le atraían y reclamaban su presencia en Cataluña, ante cuya Junta Suprema había sido el comisionado de Tarragona en las horas difíciles de diciembre de 1794, en pleno clímax de la guerra de los Pirineos. Sin duda, ocupaba un lugar preferente en su ánimo el dar los toques finales a la vasta y muy ambiciosa empresa en la que se engolfara a partir de 1792, cuando comenzara a editar una historia eclesiástica de carácter general, nunca abandonada en medio de sus incesables ocupaciones ministeriales e institucionales, como la presidencia de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona —de brillo y autoridad nacionales, pese a lo reciente de su fundación, en 1753— en la que ingresase en 1781. Suspecto cara a los ultramontanos de filojansenismo, como lo fuese igualmente, aunque con menor fuerza el mismo Armañá, el controvertido decreto de Urquijo, a la muerte de Pío VI en la última semana de agosto de 1799, habría de entrañar una piedra de toque fundamental en orden a dichas simpatías o creencias. Manifestada esencialmente de manera privada en la correspondencia con su prelado, la postura de Amat respecto a la polémica disposición gubernamental, aunque surgida y brotada del humus doctrinal jansenista predominante en gran parte de los sectores del clero ilustrado de toda Europa, era matizada: “Resulta que en la vacante actual no queda otro recurso para el consuelo espiritual de los vasallos del Rey que el de las facultades nativas de los obispos y por lo mismo fue muy oportuno en esta vacante el real decreto aunque no se hubiera expedido igual en las demás. Seguramente el mejor medio de preservar a España de los enormes males de una elección doble o dudosa, es ahora suspender todo recurso a Roma hasta que haya un Papa reconocido por S. M. [...]. Realmente el obispo no puede mudar una ley general de la iglesia, ni puede dispensar de ella como dueño de la ley o con la autoridad con que un monarca absoluto dispensa de las leyes que él mimo promulgó y puede revocar. Lo más cierto es que ni el Papa puede dispensar de este modo en las leyes de la Iglesia. Pero no cabe la menor duda de que el obispo, respecto de su particular rebaño, es legítimo intérprete de las leyes eclesiásticas, que debe explicarlas, celar su observancia, conocer de los casos particulares en que cesa la obligación de la ley y dispensar de ella a sus feligreses, declararlos libres y dejarlos tranquilos”. (Apud F. Torres Amat, 1838: 135-136). Poco más adelante, al término de su monumental Tratado de la Iglesia de Jesucristo (vol. XII, Barcelona, 1803), su posición oficial y pública se haría aún más críptica: “[...] todo esto y la infeliz situación de la Italia hacía temer que después de la muerte de Pío VI podría ser muy larga la vacante; y lo que aún hubiera sido peor, podía hacerse alguna elección dudosa o disputada, que añadiese los estragos del cisma a los males gravísimos de la Iglesia. En estas circunstancias el Ministerio de España tomó algunas disposiciones para que de la vacante de la Santa Sede, aunque se difiriesen, no resultasen notables perjuicios a nuestras Iglesias”.

El año en que veía la luz el mencionado juicio se evidenció decisivo en la existencia de Amat. Muy valorado en los estratos dirigentes de la monarquía de Carlos IV, el conocimiento personal que éste hiciera del canónigo tarraconense durante su estancia en Cataluña, con motivo del matrimonio del príncipe de Asturias con su prima la princesa María Antonia de Nápoles, le ganó del lado del Rey una viva simpatía, que, sin solución de continuidad, habría de traducirse en su nombramiento de abad de la colegiata de San Ildefonso de La Granja (18 de abril de 1803) y arzobispo in partibus infidelium de Palmira —consagración en Madrid: 6 de noviembre del mismo año—, título con el que sería ya mencionado y conocido hasta su muerte. Su designación tres años casi exactamente después (9 de noviembre de 1806) prueba la discreción y competencia con que ejerciera sus funciones en un escenario enteramente penetrado por las corrientes y avatares de la política en su dimensión más corraleña.

Igual conducta guiaría sus pasos en pleno corazón de la Corte real en los aborrascados pródromos de la Guerra de la Independencia. En su inmediata antesala, esto es, en “el motín de Aranjuez” (17-18 de marzo de 1808), que lo tuvo como uno de sus principales espectadores, no ahorró energías para contener los desmanes cometidos por la muchedumbre contra las pertenencias y enseres del palacio habitado por Godoy, así como contra algunos de sus antiguos partidarios. Su proximidad física y cordial a Carlos IV en dicho trance le permitió recoger los testimonios y confidencias más expresivas del angustiado Rey, entre las que quizá la más destacada, en punto al análisis de aquellos cruciales acontecimientos, fuera la confesión del viejo Monarca de haber abdicado por creer que, en la situación a que se había llegado, su hijo podía sacar mayores concesiones que él del lado de Napoleón (Cfr. F. Torres Amat, 1838, I: 166-167).

Más que en un oportunismo de baja índole o de un grosero arribismo, su ideario graníticamente regalista se encuentra tal vez en la raíz más honda de la pastoral que escribiera al mes justo de los sucesos del dos de mayo, texto de enorme trascendencia en la literatura religiosa y política de la España contemporánea y aun en buena parte de la europea por cuanto en él se trazan las líneas maestras y se definen los argumentos claves del discurso posibilista y del lenguaje políticamente correcto de no pocos cambios de gobierno y rupturas de la legitimidad, singularmente, en contextos y países de confesionalidad o tradición católica. “Dios es quien da y quita los reinos y los imperios y quien los transfiere de una persona a otra persona, de una familia a otra familia y de una nación a otra nación o pueblo [...]. Para que los reyes y los vasallos entiendan que el imperio, el reino y el poder vienen de Dios, se valió el Señor de prodigios y profetas [...]. Porque siempre son efectos de la Divina Providencia los que los hombres llaman desgracias o fortunas, acasos o casualidades. Por lo mismo se nos repite muchas veces en la Escritura el precepto natural de obedecer a las potestades constituidas sobre nosotros [...]. No hay cosa más horrible a las luces de nuestra santa religión que la confusión y el desorden que nacen en algún pueblo cuando, abrogándose algunos particulares el derecho reservado a Dios de juzgar a las supremas potestades, y pretendiendo dar o quitar imperios, acaloran y conmueven la sencilla muchedumbre el respeto y subordinación y le hacen perder el respeto a sus inmediatos superiores [...]. Desechemos, pues, con el mayor horror toda especie que pueda dirigirse a insubordinación. Dios es quien puso a Fernando VII en las críticas circunstancias que le movieron a renunciar primero la posesión del reino y después todos sus derechos a la corona. Adoremos con humilde rendimiento estas disposiciones de la Divina Providencia [...]. Asimismo, Dios es quien ha dado al gran Napoleón el singular talento y fuerza que le constituye el árbitro de la Europa. Dios es quien ha puesto en sus manos los destinos de la España [...]. Cuando se trata de separar la dinastía de Borbón de la Corona de España, clamemos con fervorosas súplicas al Señor que la preserve de toda inquietud de los pueblos, y de las horrendas desgracias que casi siempre ocasiona. No permita la Divina Providencia que tenga que sufrir ahora la España los horrores de las guerras civiles, las quemas, talas y mortandades que padeció en la introducción de aquella dinastía o en la traslación de la Corona desde la Casa de Austria a la de Borbón.” Con motivo de haber decretado José Bonaparte la suspensión de la colegiata de La Granja (30 de mayo de 1810), fue trasladado al obispado —vacante por huida de su titular A. Garnica— del Burgo de Osma, si bien por voluntad propia nunca llegó a ocupar su silla. Retirado a Madrid, su muy criticado colaboracionismo —llegó hasta a considerársele en gran parte de la España fernandina como uno de los afrancesados más conspicuos— no pasó, sin embargo, en su opinión, del plausible deseo de paliar los males acarreados por la ocupación napoleónica. De este modo, su nombramiento por el ministro de Justicia de José I, el conde de Montarco, de visitador y superintendente de los conventos madrileños, evitó —con intervención personal ante el mismo soberano incluida— la decretada suspensión de todos los conventos de monjas. (F. Torres Amat, 1835: 211-214). Otros hechos, empero, como su aceptación de la Orden Real de España, creada por José I en octubre de 1809 con la divisa Virtute et fide, resultan de más difícil encaje en su declarado accidentalismo y asepsia políticos. Evacuada, por segunda y definitiva vez, Madrid por los ejércitos napoleónicos, Félix Amat elaboró, como un lustro atrás, el primer texto de la defensa y reivindicación de los partidarios del “poder constituido” y de los regímenes de facto, en la ocasión, el josefino... Escrito muy medido, calculado y ambiguo como exigía la tesitura, no pudo, en el calor y pasión del momento, definir ni aclarar el horizonte político y social del afrancesamiento, contribuyendo, por el contrario, a acrecentar su impopularidad en los sectores “patriotas”.

Al producirse la restauración fernandina, acudió a la junta organizada al efecto para solicitar su depuración política, pero se le obligó a salir de Madrid, retornando ya para siempre a su amada Cataluña. Retirado en el convento de Sampedor, comenzó a dar a la imprenta en 1817, bajo el seudónimo de Macario de Padua Melato (anagrama de Amat Palau) otro escrito del que, como casi todos los salidos de su infatigable pluma, sin tardanza se apoderó la polémica. En sintonía con el ideario mantenido a lo largo de toda su vida favorable a la conciliación y consenso entre la potestad temporal y espiritual, en punto a emprender una vasta obra de reforma de la Iglesia, conforme, en ciertos de sus extremos, al pensamiento jansenista, el anciano prelado sostuvo en las páginas de sus tres volúmenes —los dos últimos aparecidos en la misma ciudad condal en 1819 y 1822, respectivamente— la urgencia de acometerla sin más dilaciones, con el objeto de dar respuesta a las nuevas realidades alumbradas por el fenómeno revolucionario. En tal actitud contó mucho su sobrino y estrecho colaborador desde su etapa de Tarragona, Félix Amat Torres, quien le manifestara una indeficiente lealtad y admiración, convertido, desde su nombramiento en junio de 1815 como sacristán mayor de la catedral de Barcelona, en uno de los grandes personajes de la vida cultural de la ciudad, instándole en el Trienio Constitucional a manifestar alguna simpatía por las corrientes liberales más moderadas.

El nuncio Giustiniani, bestia negra del sobrino y su censor implacable, se reveló también ahora en crítico virulento del último pensamiento de Amat, con quien llegó a entablar una ruidosa polémica, que acibaró sus postreros días. Tal disputa, sin embargo, vino a refrendar la condición de supérstite de un sacerdote en un ambiente, el ilustrado, ya por entero desaparecido, mostrando, por encima de inflexiones y hondoneras explicables por la dureza de los tiempos y las características de su temperamento, las cualidades de vida y cultural que hicieron del clero catalán el de mayor formación moral e intelectual de la Iglesia española contemporánea.

 

Obras de ~: Instituciones de Filosofía, Barcelona, 1778; Historia Eclesiástica, Madrid-Barcelona, 1792-1803, 12 vols.; Deberes del cristiano hacia la potestad pública, o principios propios para dirigir a los hombres de bien en modo de pensar y en su conducta en medio de las revoluciones políticas que agitan a los imperios, Madrid, 1813; Observaciones pacíficas sobre la potestad eclesiástica, Barcelona, 1817-1822.

 

Bibl.: F. Torres Amat, Vida del Ilmo. Sr. D. Félix Amat, arzobispo de Palmira, Abad de san Ildefonso, confesor del Señor don Carlos IV, del Consejo de S. M., etc., Madrid, Imprenta que fue de Valdenebro, 1835; Memorias para ayudar a formar un diccionario crítico de los escritores catalanes y dar alguna idea de la antigua y moderna literatura de Cataluña, Barcelona, Imprenta de José Verdaguer, 1836; Apéndice a la Vida del Ilmo. Sr. D. Félix Amat, arzobispo de Palmira, Madrid, 1838; Apología católica de las Observaciones pacíficas del Ilmo Sr. Arzobispo de Palmira, D. Félix Amat sobre la potestad eclesiástica y sus relaciones con la civil, aumentada con algunos documentos relativos a la doctrina de dichas Observaciones, y en defensa y explicación de la pastoral de Obispo de Astorga de 6 de agosto de 1842, Madrid, Imprenta de Gómez Fuentenebro, 1843; C. Eguía Ruiz, “Sabios catalanes de los siglos xviii y xix”, en Razón y Fe, 104-105 (1934-1935), págs. 344-358 y 77-91, respect.; J. M. March, La traducción de la Biblia publicada por Torres Amat es sustancialmente la del P. Petisco [...], Madrid, Razón y Fe, 1936; H. Juretschke, Los afrancesados en la guerra de la Independencia, Madrid, Ediciones Rialp, 1962; E. Apollis, Les jansenistes Espagnols, Burdeos, 1966; F. Tort Mitjans, Biografía Histórica de Francisco Armanyá Font O. S. A. obispo de Lugo, Arzobispo de Tarragona (1718-1803), Vilanova i la Geltrú, Edición del autor, 1967; J. M. Cuenca, “Amat de Palou y Pont, Félix”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de la Historia Eclesiástica, vol. IV, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)-Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 57-581; J. Barrio Barrio, Félix Torres Amat (1772- 1847). Un Obispo reformador, Roma, Iglesia Nacional Española, 1976; V. Conejero, “Dos eclesiásticos catalanes acusados de jansenistas: Joseph Climent y Félix Amat”, en Anales Valentinos, 4 (1978), págs. 149-164; J. Mercader Riba, José Bonaparte, rey de España. (1808-1813). Estructura del estado español bonapartista, Madrid, CSIC, 1983; J. M. Cuenca Toribio, Sociología del Episcopado Español e Hispanoamericano (1789-1985), Madrid, Ediciones Pegaso, 1986; Estudios sobre el catolicismo español, vol. IV, Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2005.

 

José Manuel Cuenca Toribio

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