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Bartolomé María de las Heras Navarro

Biografía

Heras Navarro, Bartolomé María de las. Carmona (Sevilla), 24.IV.1743 – Madrid, 21.I.1823. Arzobispo de Lima.

Estudió en Toledo y en Madrid inició el cursus honorum, llegando a capellán de honor del Rey y predicador de los príncipes de Asturias, aunque lo mejor de su vida se desarrolló en Perú: deán de Huamanga, de La Paz (1787), y presentado por Carlos IV para la sede vacante de Cuzco, consagrándose en Arequipa (1792). Visitó la diócesis, recorriendo cientoquince doctrinas y parroquias; se preocupó de modernizar el seminario, la observancia en los conventos y el servicio religioso en los hospitales, costeando de su peculio particular el hospital de Sicuani.

Pío VII le nombró para la metropolitana de Lima (1805). Se despidió de sus fieles, y —en clima ya de preemancipación— les pidió que guardaran fidelidad al Rey; lo que habrá que tener en cuenta para explicar el cambio cuando, ya en Lima, ante los hechos consumados, firme el Acta de Independencia. El 24 de octubre de 1806 tomaba el camino hacia la Ciudad de los Reyes. Su acción pastoral, que fue muy intensa, se inició con una visita pastoral, cruzando toda la sierra peruana; le causó mejor impresión el clero secular, que el regular, necesitado de reforma. Visitó el seminario y creó clases para clérigos: Latinidad, Retórica, Filosofía, Teología y Cánones. Comenzaba el siglo xix y se dejaba sentir la Ilustración.

Le tocó vivir de lleno el angustioso período entre 1808 y 1816. Era fiel al Rey que le había propuesto para obispo, y a quien había prestado juramento de fidelidad. En 1814, a petición del virrey Abascal, escribió al jefe de la rebelión, José Angulo, para que depusiera las armas. No lo consiguió, pero es significativo.

Tan prudente fue su gestión que ambos Cabildos pidieron para él el cardenalato. En efecto, en 1816, el Ayuntamiento limeño propuso al Rey conseguir para Heras este honor; el Cabildo eclesiástico se sumó a la petición, apoyada en los méritos del prelado y en la categoría de la sede. No se consiguió, pues el giro que tomaban las relaciones Madrid-Roma-América no era el más a propósito; también “por falta de ejemplar en América”, pues era la primera vez que se elevaban preces por un capelo cardenalicio para un arzobispo sudamericano.

En los años siguientes, Lima se mantuvo fuera del centro revolucionario, pero en 1820 desembarcaba San Martín en la península de Paracas, y se desataron las pasiones políticas y bélicas en la Ciudad de los Reyes. El general La Serna, ante la angustia del momento, requirió al arzobispo un inventario de las alhajas de los templos, para —excluidas las indispensables para el culto— ser utilizadas en pro de la causa realista. Pero el prelado, viendo en tal requerimiento un atentado a la inmunidad de la Iglesia, se negó rotundo, alegando, al mismo tiempo, que sería contraproducente para la causa realista conocer que no respetaban los bienes de la Iglesia, mientras que sí lo hacían los independentistas. En junio de 1821, el mando militar reiteró la petición, y los capitulares, consultados por su arzobispo, contestaron que ya habían entregado todo, excepto lo estrictamente necesario.

Cuando el cerco a la capital se iba estrechando, La Serna invitó al arzobispo a unirse al Ejército en su fuga hacia el interior, pero se negó noblemente. Quizá fue en este momento cuando cambió de criterio sobre la actitud que debía adoptar ante la coyuntura que parecía inevitable. Era el 4 de julio de 1821. Serna abandonó la ciudad, y San Martín entró en Lima el 9 de julio de 1821. Pero el prelado permaneció en su sede, porque las obligaciones de pastor primaron sobre los motivos políticos. San Martín le agradeció el detalle, y le ofreció toda clase de apoyos a favor de la Iglesia. Más aún, como cabeza eclesiástica del nuevo Estado, el prelado firmó el Acta de Independencia el 15 de julio de 1821. Estaba seguro de que Perú se había perdido definitivamente para España, y quería conseguir a cambio seguridades para la Iglesia. El 28 de julio de 1821 se proclamaba y juraba la independencia.

Al día siguiente se cantó un Te Deum en la catedral presidido por el arzobispo.

Pero a primeros de septiembre el obispo Heras tuvo que salir de Lima; en noviembre de 1821 embarcó en Río rumbo a España. Mitre responsabilizó a San Martín, siempre irrespetuoso con el clero; en la misma línea estaba el protestante Stevenson: fue una de las primeras arbitrariedades del protector. Sin embargo, Furlong asegura que el prelado se fue libre y espontáneamente; más aún, contento de verse libre de tantas preocupaciones. Quizá ni una cosa ni la otra; parece que el protector, que había dado tantas seguridades para la Iglesia, no pasó de la teoría. La descripción que de su conducta hace el arzobispo en su informe es bastante negativa; dos puntos parece destacar: intromisiones en materias eclesiásticas, y fomento de libros heréticos y prohibidos. Dos asuntos suficientemente preocupantes como para que el ilustrísimo se entrevistara secretamente con San Martín el 22 de julio de 1821. Denunció los abusos y adelantó al protector su determinación de renunciar a la sede en día 24 del mismo mes. La entrevista fue cordial y, al parecer y de momento, dio sus frutos; San Martín corregiría los abusos, y el prelado permanecería en su sede. Así lo dice Heras en su informe: “Un gran éxito”, pues su presencia en Lima podría evitar mayores males en los asuntos religiosos, y aun “algunos atropellos contra la nación española”.

Nada dice el informe de que adelantara a San Martín en la secreta entrevista su renuncia para el 24, perose sabe por la carta-respuesta al ministro de Estado, Juan del Río.

En este ambiente aparece “el ángel malo” del movimiento sanmartiniano: el ministro Monteagudo, que con su conducta ilegal de arribista complicó enormemente las cosas. Logró casi lo imposible: que en Lima se hiciese desagradable la causa de la independencia.

Heras denunció su perversa política, y lo calificó de “hombre inmoral y sin religión”. Monteagudo sabía que el prelado era un realista decidido, que había prestado apoyo firme al virrey Abascal en la reorganización del virreinato, convenciendo a San Martín de que era “un enemigo declarado del sistema de la independencia y libertad”.

Pues bien, en agosto denunció ante el metropolitano abusos en las casas de ejercicios espirituales, según informes que poseía el protector; “abusos de cierta trascendencia a la causa del país, empleando contra ella el venerable influjo del ministerio sacerdotal” y, en consecuencia, había que clausurarlas. Heras se opuso con energía: si había abusos, se corregirían. Pero no era ése el problema; y con su oposición cerrada se ganó el destierro. El ministro de Estado, Juan García del Río, haciendo causa común, insistía el 27 de agosto de 1821 en que la mente del libertador era clausurar, por el momento, dichos centros. “Supuesto, pues, los escrúpulos de conciencia que V.E. tiene para acatar las órdenes del gobierno y otras que le pudieran asaltar, es conveniente que mida los males que se seguirán de romperse la armonía con la autoridad civil, cuyas disposiciones son irrevocables”. Todo un reto para el prelado; estaba ante la doctrina del mal menor. Y tenía que decidir. Respondió pronto al ministro de Estado (1 de septiembre de 1821). Su postura era equilibrada: armonizar los derechos de la Iglesia y evitar roces personales con el nuevo gobierno. Por supuesto, no podía consentir que en disposiciones gubernativas se lesionara el derecho eclesiástico: “Ya tengo deliberado el partido a tomar desde el 24 de agosto, desde esa fecha puse mi escrito de renuncia de esta dignidad arzobispal en manos de S. E.”, y a los motivos de entonces hay que añadir el “de no acomodarme existir en país donde se fuerza al prelado a que cierre la boca”, y no se le permite obrar en conciencia. Heras se sentía distanciado del gobierno y actualizó la renuncia.

Cuatro días después, no más, el propio ministro le comunicaba la disposición favorable del libertador.

Lo decía así: “Que en el preciso término de cuarenta y ocho horas se sirva trasladarse a la villa de Chancay, interim se proporciona buque para trasladar a V. E. a la península”. Y le transmite un encargo expreso del protector: que haga saber su renuncia al Cabildo eclesiástico para que proceda según derecho a usar de su jurisdicción. A este ofensivo despacho respondió el prelado que saldría al amanecer del día 6, antes de cumplirse el plazo señalado; que había comunicado al Cabildo, y en concreto al deán Francisco Javier de Echagüe, a quien, desde Chancay, transmitió públicamente todos sus poderes jurisdiccionales, nombrándole gobernador eclesiástico de la archidiócesis.

Heras se despidió de San Martín por carta del 5 de septiembre de 1821: “He sentido no poder dar a Ud.

un abrazo antes de mi partida”. Todo un mensaje. Y le hace un ruego sorprendente: que en “señal de nuestra recíproca amistad” acepte su carroza, su coche, un dosel de terciopelo... “y una imagen de la Virgen de Belén, de la que he sido devoto”, le promete no olvidar el afecto y consideración con que “me ha distinguido cuando nos hemos visto”. La carta es, sin duda, emocionante. Un anciano de ochenta años, que había pasado casi toda su vida en Perú, se despide. Una digna respuesta al comportamiento incivil que con él habían tenido, seguramente, los ministros de San Martín, pero en definitiva el propio libertador. Fue un mal paso y, seguramente, el traspiés más grave de la breve gestión del protector. El error fue tener a su lado un hombre como Monteagudo. Por lo demás, no hacía falta alguna aquel comportamiento con el arzobispo, pues ni siquiera lograron lo que buscaban: que Lima no fuera un foco de conspiración realista.

Tuvo que ser doloroso para San Martín no poder corresponder al prelado con la misma hidalguía. El recuerdo que hace el arzobispo del encuentro secreto deja entrever que, en cuanto era posible, disculpaba al protector de las arbitrariedades del momento. El causante del atropello era Monteagudo, del cual San Martín no pudo o no supo desentenderse en aquellos días críticos de septiembre, en los que el ejército realista de Canterac amenazaba la ciudad, y desplomarse la obra en Perú.

Antes de embarcar para España, en Río de Janeiro, el arzobispo envió una carta a Lord Crochane, cuyos marinos, sin conocimiento de San Martín, habían saqueado algunas iglesias del litoral. En la carta se muestra convencido de “estar sellada para siempre la independencia del país”, y que así lo manifestará al gobierno y a la Santa Sede. En julio de 1822 ya estaba en Madrid, y se comunicaba con el nuncio Giustiniani.

El 3 de diciembre de 1822 firmaba su famosoinforme, “el más sobresaliente de los enviados entonces a Roma por los obispos expatriados de América”.

Interesan las referencias al alto clero, partidario de la emancipación y de un derecho canónico acomodado a aquellas tierras y, por lo tanto, elaborado allí. Interesa también la semblanza de las virtudes y vicios de los peruanos, la relativa relajación de las órdenes religiosas, la evolución de los sucesos en la proclamación de la independencia, con la permanencia y expulsión del prelado. Hace una relación de clérigos episcopables, con tal lujo de detalles que, dada su edad, constituyen un alarde de memoria. Y ofrece soluciones: envío de algún delegado de la Santa Sede, y nombramiento de obispos, con las cualidades que deben tener para aquellos momentos. No dice si deben ser peninsulares o criollos, lo que no se compagina con su convencimiento de que la independencia era inevitable.

Pero se puede explicar si se tiene en cuenta que a Madrid, desde donde escribía, llegaban noticias que hacían pensar en un cambio radical de la situación: el ministro Monteagudo, depuesto y desterrado; San Martín renunció al mando; y las tropas realistas mejoraban notablemente sus posiciones... Habría sido una imprudencia temeraria recomendar a la Santa Sede, en estas circunstancias, que los obispos fueran de aquí o de allá.

El párrafo dedicado a San Martín es bastante duro, y no tiene nada que ver con la emoción de la carta de despedida; injerencia en asuntos eclesiásticos, ejercicio patronal, apropiación de diezmos, nombramiento y destitución de curas... Es decir, un ejercicio regalista que no es posible disimular. Añade que el protector fomentaba la herejía y la inmoralidad, lo que es mucho más grave y, prácticamente, indemostrable.

Por eso el doctor Acevedo califica estas últimas acusaciones de “exageración y mentira”. Es difícil de entender, porque el arzobispo, de noble condición, hacía poco que había manifestado su entrañable amistad con San Martín. Aunque habían pasado muchas cosas en las últimas jornadas; había tenido que abandonar su sede, y pensaría que su poderoso amigo debería haberlo evitado; y dolido de que no lo hiciera, al escribir, se le fue la mano. Herás murió en 1823.

 

Obras de ~: Relación del Arzobispado de Lima, Archivo Secreto Vaticano, Nunciatura de Madrid, 270 (ed. en P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1493-1835, pról. de C. L. Mendoza, intr. del P. J. Grisar (SJ), vol. III, Roma-Caracas, Universitas Gregoriana-Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1959-1960, págs. 206-227).

 

Bibl.: R. Vargas Ugarte, El episcopado en los tiempos de la emancipación sudamericana, Buenos Aires, Ed. Huarpes, 1945; J. A. de la Puente Candamo, San Martín y el Perú: planteamiento doctrinario, Lima, Lumen, 1948; C. F. Macera, San Martín, gobernante del Perú, Buenos Aires, editor J. Héctor Matera, 1950; R. Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, vols. IV y V, Lima, 1953-1961; C. Bruno, “El protector del Perú, General José de San Martín, y la relación del Arzobispo de Lima, Bartolomé María de las Heras”, en Actas del I Congreso Internacional Sanmartiniano, vol. VI, Buenos Aires, 1978; P. Castañeda Delgado, “La hierarchie ecclesiastique dans l’Amerique des lumieres”, en L’Amerique Espagnole a l’époque des lumieres, Paris, Centre National de la Recherche Scientifique, 1987, págs. 79-101; “Las convicciones religiosas de José de San Martín”, en L. Navarro García (ed.), José de San Martín y su tiempo, Sevilla, Universidad, 1999, págs. 133-155.

 

Paulino Castañeda Delgado

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