Rosa de Lima, Santa. Lima (Perú), 20.IV.1586 – 24.VIII.1617. Religiosa terciaria dominica (OP), santa.
Hija de Gaspar Miguel Flores y de María Oliva. Su padre nació en 1525 en Puerto Rico, aunque algunos lo hagan salmantino de Béjar. En la isla borinqueña permaneció hasta 1548, fecha en que pasó a Lima. El 9 de marzo de 1557, a la edad de treinta y dos años, obtuvo plaza de alabardero en la guardia del virrey del Perú. Tenía su casa en arriendo a la espalda de lo que sería Hospital del Espíritu Santo, en la calle de Santo Domingo, donde se veneraba la imagen de Nuestra Señora del Rosario que habían llevado hasta allí los primeros dominicos que llegaron con Pizarro. De robusta salud, alcanzó la edad de ciento dos años. María Oliva, nacida en Lima de padres españoles, tenía dieciocho años cuando casó con Gaspar Flores en 1577.
Por tanto, éste tenía cincuenta y dos y era ya suboficial de la guardia de honor del virrey. Aunque la novia casó con dote proporcionada por la Hermandad de la Caridad, el número y la categoría de los testigos de boda indican que el matrimonio no fue mal visto a pesar de la diferencia de edad y que ambos cónyuges, si bien no andaban sobrados de caudales, estaban bien relacionados con la elite limeña. Tuvieron once hijos, aunque no todos llegaron a la mayoría de edad.
La santa fue bautizada el día de Pentecostés de 1586, en la parroquia de San Sebastián, con el nombre de su abuela Isabel, aunque su madre la llamó Rosa desde muy temprana edad. Su padre obtuvo el retiro de su plaza como arcabucero a la edad de setenta y dos años y, por intercesión del virrey, consiguió un empleo como administrador en una mina. De esta forma, en 1597, la familia se trasladó a Quive (hoy provincia de Canta, departamento de Lima), donde el arzobispo santo Toribio de Mogrovejo le administró el sacramento de la confirmación, recibiendo entonces el nombre de Rosa. De los cuatro años que residió en Quive, tres los pasó Rosa postrada en la cama, aquejada de una parálisis.
Dedicada a educar a las niñas de las mejores familias de Lima, María Oliva dio a su hija una formación esmerada y así, Rosa aprendió canto y poesía, y a tocar el arpa, la cítara y la vihuela, adquiriendo unos conocimientos muy superiores a los habituales en una joven de su posición. Tenía, además, gran habilidad para toda clase de labores domésticas y manuales: hilaba, cosía, tejía y bordaba. Asimismo, mostraba un gran instinto para el cuidado de las plantas y flores, que cultivaba en el huerto y jardín que ella misma había plantado en el patio de su casa. Con sus labores contribuía a subvenir las necesidades de la prolija familia.
Un testimonio recogido en la encuesta de beatificación la describe: “Era de peregrina hermosura, con brío y gala, de talle bien dispuesto, dulce de carácter y discreta [...] Tenía el rostro ovalado, sereno y apacible; pelo rubio y abundante, ojos grandes y negros, frente despejada, ceja arqueada y bordoneada, mejillas rosadas, barbilla prominente, manos blancas, pequeñitas y bien torneadas y regular estatura”. Su madre se afanó siempre en desarrollar las dotes sociales de su hija y en realzar su excepcional belleza natural, procurando con ello facilitar un futuro matrimonio de provecho que garantizara una posición social aventajada para la joven y, a la vez, sirviera de báculo en la ancianidad de su padre. Sin embargo, ya desde su infancia, Rosa reveló una actitud devota que practicaba con sus constantes visitas al templo del Convento de los dominicos cercano a su casa, donde se veneraba la imagen de la Virgen del Rosario. Este fervor religioso se proyectó en un carácter extremadamente humilde que reforzó buscando refugio en la autoridad de sus confesores, lo que le permitía eludir las intenciones de su madre. Con frecuencia, esto exasperaba el ánimo de ésta, pero la apacible mansedad de Rosa y su abnegada entrega al trabajo del hogar desarmaban todos los argumentos de reproche. El empeño de María Oliva de asegurar un futuro acomodado a su hija pudo materializarse cuando consiguió acordar un matrimonio de conveniencia para Rosa con el hijo de una de las damas limeñas que frecuentaba. Pero, entonces, la Santa desveló el voto de castidad que había formulado años antes con la aprobación de sus confesores, lo que frustró los planes de su madre y, en último término, desató su enfado. Aunque insistentemente trataron de persuadirla, Rosa manifestó el convencimiento de dedicar su vida a la oración, siguiendo el ejemplo de santa Catalina de Siena, cuya festividad se celebraba el día en que Rosa había nacido. A imitación de su santa protectora, despojó su cuerpo de la superficial belleza que la había adornado hasta entonces: se cortó la cabellera y quemó sus manos con cal viva. También a imitación de santa Catalina, acabaría vistiendo el hábito de terciaria dominica. Estas muestras de convicción terminaron por someter la voluntad de sus padres. Tras ello, santa Rosa dio un paso más en su proyecto de vida contemplativa y eremítica, y solicitó permiso para construir una celda en un rincón del huerto de la casa familiar. Inicialmente rechazado, consiguió la autorización de sus padres gracias a la intercesión del padre fray Juan de Lorenzana, que era su confesor en la iglesia del Rosario del Convento dominicano, y del influyente matrimonio amigo de la familia formado por Gonzalo de la Maza, contador de la cruzada, y María de Uzátegui. Con la ayuda de su querido hermano Fernando, construyó ella misma su celda. Su nueva morada estaba hecha de adobe y era de cinco pies de largo, por cuatro de ancho y seis de alto, tenía un pequeño altarcito con una cruz de cartón y ella la adornaba con flores. Esta especie de ermita aún se conserva como venerada reliquia en la casa natal de la santa, convertida hoy en santuario.
Muy poco después de que Rosa comenzara a vivir encerrada en aquella celda, las damas que habían gustado de la compañía de su madre se interesaron por visitarla en su retiro.
Probada su devoción, Rosa fue invitada a ingresar en el Convento de las clarisas que acababa de fundar en Lima María de Quiñones, sobrina del arzobispo santo Toribio de Mogrovejo. Su madre rechazó la propuesta excusando necesitar la presencia de Rosa para atender a la anciana abuela Isabel y carecer de recursos con que subvenir la dote conventual. También sus confesores le recomendaron abrazar la vida en comunidad y la observancia de una regla monástica, proponiendo en esa ocasión su ingreso en el Convento de las agustinas. Llegaron a hacerse los preparativos, pero el mismo día en que se había acordado que Rosa entrara en la casa de las agustinas, ya de camino hacia ella, entró a orar ante la Virgen del Rosario de la iglesia de los dominicos y, en el último momento, se arrepintió. Un último intento de convencerla para que siguiera la vida de monja claustral provino de Gonzalo de la Maza, quien aconsejó el ingreso en el Convento de las franciscanas descalzas, que gozaban de rigurosa fama. Esta vez, Rosa puso como excusa el parecer de sus confesores. Al parecer, de los cuatro a los que había consultado, dos le aconsejaron que permaneciera en su casa. Finalmente, quizá la intervención del dominico padre Lorenzana y de sor Catalina de Santa María y sor Francisca de Montoya, ambas terciarias de Santo Domingo, así como la devoción que sentía Rosa por la Virgen del Rosario y por santa Catalina de Siena determinaron finalmente su ingreso en la Orden Tercera de Santo Domingo, que se confirmó el 10 de agosto de 1606, en la iglesia del Convento de los frailes predicadores. A partir de aquel día, Rosa pasó a llamarse Rosa de Santa María y comenzó a ejercer el oficio de camarera de la patrona de la Orden, su santa protectora, cargo que desempeñó hasta el final de su vida, manifestando ostensiblemente su alegría y el arrobo místico que sentía al estar en presencia de la venerada imagen.
Un rasgo característico de la vida y de la actitud espiritual de Rosa fue su constante tendencia a practicar una severa penitencia que, en muchas ocasiones, llegaba a imitar con rigor la Pasión de Jesucristo.
En este aspecto, también seguía Rosa el ejemplo de su devocionada santa Catalina de Siena, cuyos modelos de penitencia fueron el ayuno casi permanente y, en último término, la mortificación más extrema y sangrienta. Rosa comenzó a practicar el ayuno de forma habitual desde muy niña. Se dice que ya a los seis años ayunaba a pan y agua los miércoles, viernes y sábados, y que a los quince dejó de comer carne.
Su régimen alimenticio hubo de manifestarse en su aspecto exterior y, en definitiva, en su salud, lo que preocupaba e irritaba a su madre, que la obligaba a comer en su presencia. No obstante, Rosa se las ingeniaba como podía para porfiar en su abstinencia, a veces, con la ayuda de su confidente, la india Mariana, cocinera de la casa paterna. Otras veces, cuando la obligaban a comer, lo compensaba ingiriendo infusiones de hierbas amargas mezcladas con vinagre para remedar así a Cristo en la Cruz. Al final de su vida, el ayuno llegó a ser en ella casi permanente y durante largas temporadas se mantenía tan sólo con las especies sacramentales.
De la misma forma que se resistía a ingerir alimento corporal, Rosa evitaba el descanso físico. Para dominar el vencimiento del sueño, Rosa empleaba métodos inauditos, como era encaramarse a una cruz de tamaño natural que había hecho colocar en su celda y que tenía dos escarpias en los brazos para asirse a ella. Otras veces permanecía por largo rato sosteniéndose sobre la punta de los pies. Cuando finalmente había de acostarse, lo hacía en una cama que era más bien potro de tortura y cuya descripción ha llenado muchas páginas de sus hagiografías. También en esta costumbre se inició Rosa desde edad temprana y también por ella entró en conflicto con su madre, que la consideraba una práctica atroz y, para disuadirla, la obligaba a dormir en su mismo lecho. Tanta preocupación llegó a sentir la madre por los padecimientos que había su hija de sufrir en la cama con la que se penitenciaba el sueño, que buscó el apoyo de sus confesores. Durante dieciséis años intentaron disuadirla, pero Rosa argumentaba con solidez su deseo de perseverar. Tan sólo tres años antes de la muerte de la santa consiguieron prohibirle este tipo de castigo, pero tanto suplicó Rosa que hubieron de concederle un nuevo permiso para reanudar su penitencia nocturna durante la cuaresma.
La flagelación era otro de los ejemplos que encontró Rosa en santa Catalina. Con programada disciplina, se azotaba con una cadena de hierro, golpeando cada día una parte diferente de su cuerpo. Su madre buscó el amparo del padre Lorenzana para paliar al menos este sacrificio y éste le impuso reducir el número de azotes. Entonces, Rosa aplicó a sus castigos una contabilidad meticulosa. Aunque en muchas ocasiones los ruegos de su madre calaron en las recomendaciones que le hacían sus confesores sobre la necesidad de rebajar sus exageradas penitencias, Rosa siempre porfiaba en su empeño. Parecía ignorar la verdadera intención de sus confesores y se atenía a la literalidad de sus dictados, creyendo que compatibilizaba así la obediencia debida a sus directores espirituales con su propia opinión acerca de los martirios más adecuados.
Por ejemplo, cuando más adelante se le ordenó que trocara la cadena de hierro por la disciplina de cuerda trenzada y anudada y se conformara con el uso común de su orden, Rosa tomó al pie de la letra el mandato de su confesor. En efecto, dejó de azotarse con la cadena de hierro, pero comenzó a ceñírsela a la cintura como cilicio, dándole tres vueltas alrededor de su cuerpo, cerrándola con un candado y arrojando la llave al pozo de su casa. Todo tipo de suplicios usó la santa: cotas de malla, cilicios, manojos de ortigas que se ponía sobre la piel y camisas de arpillera que le llagaban un cuerpo ya malherido. Uno de los más característicos fue la corona de espinas que comenzó a usar a los doce años. Al vestir el hábito terciario, sustituyó la que había llevado desde niña por otra confeccionada de metal y con forma de diadema para poder ocultarla bajo la toca. Durante años la llevó todos los días sin conocimiento de su familia ni confesores, hasta que por azar se descubrió. Al verla, su madre acudió al padre Juan de Villalobos, rector del Colegio de la Compañía de Jesús en Lima, uno de los confesores de Rosa, quien tan sólo consiguió convencerla para que limara un poco los clavos de su tormento. Esta misma corona sería tomada por la iconografía como atributo de su santidad.
Hasta once confesores tuvo Rosa a lo largo de su vida —seis dominicos y cinco jesuitas—, si bien fue el padre Lorenzana el que más estrechamente dirigió su alma. Aunque Lorenzana era un prestigioso teólogo, la formación doctrinal de Rosa debía de limitarse a lo escuchado en los sermones de los frailes predicadores.
Su biblioteca se reducía apenas a la Vida de Santa Catalina de Siena, del beato Raimundo de Capua, y a la Guía de pecadores y el Libro de oración y meditación, de fray Luis de Granada. En sus Mercedes, santa Rosa cita algunos pasajes del Cantar de los Cantares y eran conocidas las letrillas que improvisaba, muchas de ellas vueltas a lo divino de coplas ajenas.
La caridad fue otra de las facetas de la vida de santa Rosa. Abrió un dispensario en su casa de la calle de Santo Domingo y con frecuencia visitaba el Hospital de Santa Ana que fray Jerónimo de Loaysa había fundado para las mujeres enfermas. Allí atendía a las más necesitadas, poniendo especial cuidado en aquéllas que, por sus dolencias infecciosas, infundían más rechazo y se veían, por consiguiente, más desamparadas, siguiendo una vez más el ejemplo de santa Catalina.
Rosa ejercía de intermediaria en el reparto de cuantiosas limosnas a los pobres gracias a sus buenas relaciones con la elite limeña. Gozó de la amistad de Jerónima de Gama, María Eufemia de Pareja y Luisa de Melgarejo, que cada vez que encontraba a la santa por las calles de Lima la saludaba de rodillas y, al marcharse, besaba las huellas que dejaban sus pasos. Tanto llegó a extenderse la fama de sus virtudes que, en cierta ocasión, la virreina le pidió a Rosa, a través del padre fray Alonso Velásquez, uno de sus confesores, una de las dos matas de romero que tenía en su huerto.
En 1614 abandonó Rosa su celda y pasó a vivir en casa de Gonzalo de la Maza y María de Uzátegui, donde confluyó todo el caudal de devociones que la santa recibía ya en vida. No relajó allí Rosa su vida de extrema penitencia, pues informaban sus protectores que la veían dormir sentada en una silla y pasar horas orando en la capilla doméstica. Fue en esta casa donde comenzó Rosa a experimentar las visiones en la que decía enfrentarse al Demonio. A lo largo de los tres años que pasó acogida por sus protectores, propuso Rosa en varias ocasiones la fundación de un convento bajo la advocación de santa Catalina. Sin embargo, no encontró eco alguno, ni siquiera en don Gonzalo, ni en el doctor Juan del Castillo ni en el padre fray Luis de Bilbao, otro de sus confesores. Dicho convento no sería finalmente fundado hasta 1622, bajo el patrocinio de Lucía Guerrero de la Daga, que ingresó en él como priora, y en el que ingresaría también la madre de Rosa, ya viuda, y la hija de su hermano Fernando.
En julio de 1615 corrió por la ciudad la noticia de que el corsario holandés Jorge Spilbergen pretendía desembarcar en el Callao y dirigirse posteriormente a Lima con la intención de saquearla. Aunque los enemigos fueron finalmente rechazados antes de entrar en el puerto, falsos rumores provocaron el pánico de la población y prendieron en Rosa la llama de su ansiado martirio. La santa reunió a sus hermanas terciarias para velar ante el Santísimo Sacramento expuesto en la iglesia del Rosario, haciendo ostensión de su deseo de entregarse en sacrificio para proteger el altar de la profanación de los herejes. Más tarde, muchos atribuyeron que la intercesión de Rosa había conjurado aquella amenaza, por lo que la imaginería la representa portando la ciudad sostenida por el ancla.
El momento culminante de su vida tuvo lugar en la Capilla del Rosario el Domingo de Ramos de 1617.
Estando Rosa orando ante la Virgen, sintió ineludible la llamada del Niño Jesús. Una semana más tarde, el Domingo de Resurrección, se colocaba en el dedo el anillo que representaba su desposorio místico con Jesucristo. Sin mayor dicha que alcanzar en esta existencia, poco tiempo más habrían de prologarse los padecimientos físicos de santa Rosa. El régimen penitencial que a lo largo de su vida se impuso acabó mellando su salud. Había padecido frecuentes vómitos de sangre, gota, ciática y otros males que, unidos al ayuno y la penitencia, le produjeron un progresivo agotamiento físico que explica en parte su prematura muerte. El día 28 de julio del mismo año salió Rosa por última vez de la casa de don Gonzalo y se dirigió a la de sus padres y allí mismo comenzó a presagiar su muerte. Tras permanecer con sus padres por espacio de tres días, el 1 de agosto, dio comienzo la dolorosa enfermedad que tendría como resultado su muerte. El 21 de agosto, después de dolorosa agonía, se le administró el viático y la extremaunción y, rodeada de su familia, protectores, directores espirituales, hermanas y discípulas, murió el 24 de agosto de 1617 a la edad de treinta y un años.
Su velatorio en el Convento dominicano fue multitudinario y acudieron el virrey, el arzobispo y las más altas dignidades de la ciudad. Para evitar el atropello de los devotos que acudían en busca de reliquias, fue necesario trasladar su cuerpo a la capilla del noviciado e inhumarlo en secreto en el claustro, difundiendo el falso rumor de que el entierro se llevaría a cabo al día siguiente. El marzo de 1619 sus restos fueron trasladados a la iglesia donde aún se venera. Abiertas las consultas informativas sobre las virtudes y milagros de Rosa a iniciativa del arzobispo Lobo Guerrero, en el proceso ordinario (1617-1618) y en el proceso apostólico (1630-1632) declararon un total de 210 testigos, la mayor parte de ellos pertenecientes a las elites criollas del virreinato del Perú. El 3 de marzo de 1637 la Sagrada Congregación de los Ritos autorizó a celebrar la misa en honor de la Sierva de Dios Rosa de Santa María durante los meses de agosto. El 2 de enero de 1668 se la nombró patrona principal de Lima y fue beatificada por Clemente IX el 12 de febrero del mismo año. Clemente X la proclamó patrona de toda la América española y posesiones oceánicas de España el 11 de agosto de 1670 y, el 12 de abril de 1671, firmó el decreto de su canonización. Su fiesta se celebra el 23 de agosto.
Bibl.: J. Parra, La bienaventurada Rosa Peruana de Santa María, de la Tercera Orden de Santo Domingo: su admirable vida y preciosa muerte, Madrid, 1668; A. de Lorea, Santa Rosa, religiosa de la Tercera Orden de Santo Domingo, patrona universal del nuevo mundo: historia de su admirable vida y virtudes, Madrid, 1671; J. A. Cata de Calella, Vida portentosa de la esclarecida virgen Santa Rosa de Santa María, vulgo Santa Rosa de Lima, Barcelona, Librería y Tipografía Católica, 1896; D. Angulo, Santa rosa de Santa María. Estudio biobliográfico, Lima, Sanmartí y Compañía, 1917; L. G. Alonso Getino, Santa Rosa de Lima, Patrona de América. Su retrato corporal y su talla intelectual, Madrid, Publicaciones del Consejo Superior de Misiones, 1943; J. Muñoz Garcia, Gaspar Flores, padre de Santa Rosa de Lima, nació en el término de la antigua villa de Béjar, Madrid Talleres Prensa Española, 1962; T. Hampe Martínez, Santidad e identidad criolla: estudio del proceso de canonización de Santa Rosa, Cuzco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1998.
Jaime J. Lacueva Muñoz