Lobo Guerrero, Bartolomé. Ronda (Málaga), c. 1544 – Lima (Perú), 12.I.1622. Catedrático, inquisidor, arzobispo de Santafé y de Lima.
Fueron sus padres el licenciado Francisco Guerrero, “médico famoso”, y Catalina de Góngora. Bachiller en Derecho por la Universidad de Salamanca, y colegial de Santa María de Jesús de Sevilla. El 8 de agosto de 1576 obtuvo la licenciatura en Derecho Canónico, y al día siguiente el grado de doctor. En enero de 1579 opositó a la cátedra de Digesto Viejo. En 1580 fue nombrado, “por virtud y buenas partes”, fiscal de la Inquisición de México, siendo promovido, tres años más tarde, a inquisidor. Electo arzobispo de Santafé de Bogotá en 1596, tomó posesión de la sede el 28 de marzo de 1599. Se entregó plenamente a la acción pastoral diocesana: visitó la diócesis, quitando ídolos, extirpando la idolatría que había renacido con fuerza, corrigiendo paternalmente a los indios, y confirmando. Descubrió, con pena, que muchos doctrineros desconocían las lenguas de sus feligreses, y fueron destituidos. Convocó oposiciones, sólo en la lengua, adjudicando a los clérigos varias doctrinas que tenían los religiosos. Autorizó, y confirmó, que en Colombia fundara la Orden de los agustinos recoletos, que andando el tiempo compaginaría la vida contemplativa con la actividad apostólica, regentando misiones vivas.
En 1604 arribaba a Cartagena el padre Diego de Torres con varios jesuitas, encargándose de dos doctrinas, y en 1605 les confiaba el nuevo colegio seminario de San Bartolomé. Ellos, los jesuitas, inspirarían las Constituciones, que son modelo de prudencia, equilibrio y religiosa austeridad; con un horario, ejemplo de pedagogía por la coordinación de estudios, clases, recreos y piedad. Así, de este centro salieron obispos, canónigos, párrocos ilustres y profesores. Aún perdura la institución, con el escudo del prelado, “por ser, como somos, el primer patrón y fundador de dicho seminario”.
Convocó Sínodo Diocesano, que se inició el 21 de agosto de 1606. Los treinta y dos capítulos de sus Actas siguen el camino marcado por el III Concilio Limeño, dirigidos a indios, españoles y clero. En cuanto a los primeros, mandaba que fueran adoctrinados diariamente en su lengua y extirparan la idolatría en sus raíces. A los clérigos les recordaba que debían cumplir su tarea pastoral, y a los doctrineros, que pusieran “escuelas para niños”. A los españoles, se les prohibía, bajo pena de excomunión, vender más “al fiado que al contado” y el interés de los préstamos no había de superar el 10 por ciento anual; condenaba el escándalo de las mujeres en el vestido, saraos y máscaras. En realidad, seguían, a veces literalmente, al Limense III, acomodándolo a la tierra cuando era necesario. El capítulo 30 de las Constituciones, insertaba un catecismo elemental, lo indispensable que debían aprender los indios.
Cuando en 1607 era promovido para la metropolitana de Lima, dejaba una catedral renovada, un excelente seminario conciliar, y las Constituciones sinodales. Salió de Santafé en enero de 1609, y su Cabildo catedral informaba que “nos era verdaderamente padre y su gobierno apacible y suave, celoso del servicio de Dios y de V.M.; y cuidadoso de las cosas del culto divino y de su oficio pastoral”.
Llegó a Lima el 4 de octubre de 1609. No fue mucho tardar, pues son 500 leguas. Del viaje dijo que era un “camino dificultoso y lleno de peligros”; recibió el palio en San Francisco de Quito y tomó posesión de su Arzobispado el 22 de abril de 1609. No entró en la ciudad bajo palio, pero el virrey procuró que “en lo demás hubiera solemnidad”. La archidiócesis limense era rica: los frutos de la vacante montaron más de 63.437 pesos, de la mitad de ellos “se hizo merced al prelado”.
El virrey Montesclaros encontró al obispo dispuesto a realizar grandes reformas. Enterado de los problemas diocesanos —sobre todo, idolatrías “tan arraigadas como en la gentilidad”—, pretendió convocar un concilio provincial. El virrey compartió el entusiasmo del prelado, pero el Rey no aceptó la idea. Y Montesclaros autorizó un Sínodo Diocesano que se celebró en 1613. Las Constituciones se publicaron al año siguiente: forman un cuerpo doctrinal y legal de gran valor canónico, histórico y pastoral; planteaba con acierto la problemática diocesana, relataba las costumbres de la época, y corregía la vida mediocre del clero, y en buena medida cambió el rumbo de la archidiócesis limeña. He aquí los problemas principales: 1. Los doctrineros. Tenían haciendas, y descuidaban la evangelización. El Rey se había quejado en 1608 y el arzobispo, enterado, lo prohibió, pero el mal era antiguo y la obediencia se había relajado. Hubo de insistir en 1613 y apuntó la conveniencia de quitar las doctrinas a los religiosos y dárselas a los clérigos. El Sínodo tocó el problema y arbitró remedios: mandó que los indios fueran instruidos en su lengua, prohibió las sementeras y ganados, comprar y vender cosas, y ordenó una seria investigación que se realizó en 1614. El resultado fue desolador: la mayoría de doctrineros no sabían la lengua, trataban y contrataban y los indios no eran debidamente instruidos, permaneciendo en sus idolatrías. Se refería, principalmente, a los doctrineros frailes. La solución que proponían los testigos fue clara: poner en las doctrinas clérigos seculares, a los que, con rara unanimidad, los testigos presentaran como modélicos y, si esto no fuera posible, que los frailes doctrineros fueran visitados por los ordinarios. Pero eran un gran problema, y muy viejo. Nació con la primera evangelización. Los obispos querían restringir los enormes privilegios de los frailes, pero éstos ofrecieron una gran resistencia.
La Real Cédula de 1624 intentó unificar el modo de proceder. Mandó que los religiosos siguieran en sus doctrinas, pero nombrar y remover doctrineros correspondía al virrey, como vicepatrono; los obispos podían visitarlos en lo tocante al ministerio de curas, pero “no más”, pues la vida y costumbres pertenecían a los prelados de las Órdenes; pero si éstos no tomasen las medidas oportunas, los ordinarios usarían de las facultades que les daba el Concilio de Trento.
2. La idolatría de los indios fue casi una obsesión para el prelado: “Están tan idólatras como al principio”. Las causas eran varias, pero la principal, el fracaso de los doctrineros. Fue este problema el que motivó el Sínodo. Así, sus Constituciones dicen: “casi los más de los indios son idólatras y apóstatas”, y el remedio es “dificultoso”, pues el mal es “grave y envejecido”. Adoraban sus huacas, organizaban fiestas y ceremonias y escuchaban a los maestros de idolatrías. De los informes de los visitadores se deduce que los indios peruanos adoraban los astros, el mar, etc., es decir, la naturaleza se les presentaba como una divinidad activa y era objeto de culto. Era profundo su sentido familiar, adoraban a los dioses de sus padres y ofrecían sacrificios a los muertos; así, el indio peruano se inclinaba ante la huaca. Las fiestas indígenas, mayores y menores, eran en reverencia y culto de sus ídolos. La gran fiesta coincidía con el Corpus; las menores coincidían con la siembra, la cosecha, etc. Y en todas se producían sacrificios, ofrendas, invocaciones y enormes borracheras... Los maestros de idolatrías eran muy estimados y respetados; su misión era sacrificar, predicar, hablar con el ídolo, instruir, conservar las tradiciones, adivinar...; solían compaginar su ministerio, con la brujería y la adivinación.
Lobo Guerrero calculó bien la gravedad del problema y propuso remedios, por supuesto, la instrucción, la doctrina y otros más espectaculares: la visita, la casa de reclusión para maestros y el colegio para hijos de caciques. El más inmediato fue la visita. Nombró buenos visitadores; famoso fue Francisco de Ávila. Visitó muchos pueblos, al principio solo, después con jesuitas. Los informes eran aterradores. Lobo los envió al Consejo, que aprobó y respaldó la campaña antiidolátrica. Nombró nuevos visitadores. El nuevo virrey, el príncipe de Esquilache, se interesó por el problema: “Los indios están tan idólatras como en su gentilidad”, dijo; pero aseguró que no regatearía esfuerzos para remediarlo, pues se trataba de un gran servicio a Dios y al Rey, y “segura defensa para su conservación”. Se multiplicaron los visitadores. En febrero de 1616 Ávila presentó un famoso parecer que, en opinión de Duviols, inspiró dos documentos importantes: el Edicto de gracia, de Lobo Guerrero (30 de agosto de 1617), y las Ordenanzas del virrey (12 de septiembre de 1617). El Edicto, dirigido al pueblo y autoridades locales, imponía la obligación de denunciar cualquier rito idolátrico que conocieran, bajo penas durísimas. Las Ordenanzas mandaban cumplir el Edicto y demoler las villas antiguas. Siguieron años de gran actividad. Los resultados fueron positivos, pero también un argumento de que el mal seguía ahí. Lobo, desalentado, escribía: hay muchas reincidencias. El virrey, optimista, contabilizaba los ídolos destruidos, los maestros recluidos, y más de veinte mil almas reducidas a pueblos. Dos circunstancias pusieron fin, de momento, a la campaña: el cese del virrey (1621) y la muerte del arzobispo (1622).
3. Un punto importante, y relacionado con las idolatrías, es el de las reducciones de indios. Ya el Sínodo las consideró eficaces, pero, al parecer, con logros muy escasos. De ahí que, en 1617, escribiera: mantenerlos en sus pueblos antiguos, cerca de sus cerros y quebradas, es causa de la persistencia idolátrica y de que no arraigue el cristianismo. Lógico, pues las religiones andinas se fundaban en el culto a los muertos y la paccarina, lugar de origen. Es decir, la localización era rasgo fundamental en su religiosidad; por eso se oponían a las reducciones, prefiriendo vivir en lugares inhóspitos y difíciles. Estos cultos familiares suponían ídolos fijos e inmóviles, y no querían de ningún modo separarse de ellos. Ya el virrey Toledo había mandado que no se permitiera a los indios salir de sus concentraciones y que se demolieran las casas que se habían construido en los asientos antiguos. Lo mismo ordenaba el artículo 12 de las Sinodales, “como uno de los eficaces remedios”, y así hay que entender la carta del prelado (1617) saliendo al paso de las acusaciones contra la Compañía de Jesús, por “haber trasladado a la fuerza a grupos indígenas”.
4. Ante tantos brotes idolátricos cabría pensar que la iglesia limeña, en este primer cuarto del siglo xviii, aún estaba en embrión. Sin embargo, Lobo ha dejado relaciones con datos suficientes para apreciar la excelente organización diocesana que se componía de la Ciudad de los Reyes y quince corregimientos, divididos en parroquias y curatos, atendidos, espiritual y socialmente, por un clero, secular y religioso, suficiente y, en general, bien preparado.
En la ciudad había —además de la catedral con sus veintisiete prebendas ocupadas—, cuatro parroquias con clero suficiente y culto; todos graduados y con amplia experiencia parroquial. La feligresía —almas de confesión— ascendía a veinticinco personas, la mayoría españoles y negros, y un 9 por ciento de indios y mulatos. Capítulo importante era el de las cofradías: en la ciudad había cincuenta y nueve, síntoma de vitalidad religiosa e importancia pastoral. Así lo entendía el prelado, sus fiestas y novenarios eran ocasión de recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios. Estaban domiciliadas canónicamente en parroquias y conventos. Y eran de españoles, de indios o de negros; al parecer las mezclas no eran fáciles. Las más poderosas, las de la Limpia Concepción, del convento de San Francisco, fundada por negros, cuya misión era “casar huérfanos”; y la de las Ánimas, de la catedral, “una de las más lustrosas del reino”. La de Nuestra Señora de los Reyes, del convento de San Francisco, fundada por negros de diferentes castas, mereció un sincero elogio del arzobispo. En cuanto a su actividad, todas celebraban su fiesta y adornaban su altar, muchas tenían misa semanal, pocas misiones específicas de asistencia social y algunas desfilaban procesionalmente. Las advocaciones más repetidas eran las del Santísimo, Nuestra Señora del Rosario y Ánimas. Siempre cuidó la Iglesia la beneficencia; había en Lima siete hospitales.
Los quince corregimientos sumaban ciento cuarenta y ocho doctrinas, sin contar las parroquias de las villas y algún que otro obraje o hacienda, que tenían su propio capellán. El número de “almas de confesión” era de ciento treinta mil, casi todos indios (el 93 por ciento) y pocos españoles y negros. Contaban con cien sacerdotes seculares, con una media de edad de cincuenta años; la mitad, con título universitario, de los cuales, el 8 por ciento había recibido la prebenda de manos de Lobo Guerrero. Contaba con la valiosa aportación de dominicos, franciscanos y mercedarios. El clero secular regentaba ochenta y seis doctrinas, los dominicos, treinta y una; los franciscanos, trece; y los mercedarios, quince. Había doscientas cincuenta cofradías, con escasa o nula actividad. Las villas de españoles tenían hospital eficiente, eran generales, para españoles, indios y negros. Las doctrinas tenían, usualmente, una casa destinada a hospital, pero ineficaces.
En resumen, un gran prelado, quizás oscurecido injustamente por la cercanía de su antecesor, Mogrovejo, pero fueron personalidades distintas que mutuamente se complementaban. Se puede decir que Lobo profundizó el mundo que había explorado Mogrovejo. Éste fue acusado de abandonar la sede con sus prolongadas visitas y aquél tuvo que justificar su inactividad visitadora. Los dos dejaron en Lima un grato recuerdo de virtudes pastorales. Feliciano de la Vega, vicario general de Lima, escribió de Lobo: “Varón de gran recuerdo, digno de alabanza por su admirable santidad y candor de vida, y riguroso en el cumplimiento de sus obligaciones”. Murió el 12 de enero de 1622. El provincial de los jesuitas dijo: “Gobernó esta iglesia trece años con muy gran celo de las almas, prudencia y paz con los tribunales seculares, muy limosnero y amado de todos”.
Bibl.: Const ituciones sinodales del arzobispado de Lima, Lima, 1614; A. de Salazar, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada, Madrid, Instituto Santo Toribio de Mogrovejo, 1946; J. M. Pacheco, “Don Bartolomé Lobo Guerrero”, en Ecclesiastica Xaveriana, 5 (1955), págs. 123-152; P. Duviols, La lutte contre les religions authoctones dans le Perou colonial, Lima-París, Institut Frangais d’Etudes Andines, 1971; P. Castañeda Delgado, “Don Bartolomé Lobo Guerrero, tercer arzobispo de Lima”, en Anuario de Estudios Americanos, XXXIII (1976), págs. 99-103.
Paulino Castañeda Delgado