Hernández, Miguel. Mora (Toledo), 1543 – Toledo, 1609. Misionero castrense perteneciente a la Compañía de Jesús (SI).
Sus padres eran Juan Sánchez de Tembleque y Luisa Fernández. Fue colegial teólogo de San Pedro y San Pablo de Salamanca y ya era bachiller en Artes cuando entró en la Compañía de Jesús, en aquella ciudad universitaria, en julio de 1564. Los estudios de Teología los prosiguió en Valladolid, aunque los interrumpió en 1567 por los efectos de la llamada enfermedad de la “melancolía”. Volvió a su casa paterna, pero al regresar a los colegios de los jesuitas, vivió en el de Valladolid, donde desempeñó los oficios de sacristán y portero.
Se encaminó a Amberes (Flandes), acompañando al padre Pedro Trigoso en 1570, permaneciendo en aquellas tierras por espacio de siete años. Eran los “tiempos recios” duros de la sublevación. Ya, en 1572, después de haberse ordenado, ejerció su labor pastoral en la guarnición española de la mencionada ciudad flamenca. El gobernador general, Luis de Requesenslo requirió a su lado durante las campañas de Zelanda, primero en Middelburg en 1574 y después en Duveland, en 1575. Los jesuitas fueron acusados de tradición en la ciudad de Amberes, provocando el alboroto de sus ciudadanos en la jornada del 25 de septiembre de 1576. Ambos, Trigoso y Hernández, abandonaron la ciudad y se encaminaron hacia Lierre. Días después regresaron para pedir a las autoridades un certificado de inocencia de las autoridades hacia las acusaciones anteriores. Las tensiones continuaron con la llamada “furia española” el 4 de noviembre de 1576 y, a partir de entonces, contribuyó el padre Miguel Hernández a la pacificación de los ciudadanos y de las tropas mercenarias, asistió a los heridos en los hospitales y visitó a los soldados españoles en las cárceles, trabajos que habían frecuentado los jesuitas en múltiples lugares.
En Brujas, se habían refugiado la mayoría de los mercaderes españoles que vivían en Amberes y hasta allí acudió el padre Miguel Hernández. Era el año 1577, aunque a finales de aquél, los superiores le enviaron a París. En la Cuaresma de 1578, Miguel Hernández volvió a estar entre refugiados españoles, procedentes de los Países Bajos, y que habían acudido hasta la ciudad francesa de Rouen. En octubre, el prepósito general Everardo Mercuriano —flamenco de nacimiento precisamente— le remitió a Namur, donde habría de acompañar al conocido misionero y predicador Juan Fernández, que se hallaba en misión castrense. Mercuriano consideraba que el padre Hernández era el adecuado para ser el superior de los jesuitas que ejerciesen su ministerio en campaña militar y así lo estableció en las instrucciones que dictó.
En 1579, Miguel Hernández se encontraba en el sitio y toma de Maastricht, donde su salud se agravó a causa de la peste. En octubre de 1579, el provincial Balduino Delange consideraba que Hernández no reunía las cualidades que eran menester para desempeñar los trabajos que le estaban encomendados.
Además, consideraba que había demostrado falta de modestia y decidió su salida de la Corte del duque de Parma y del Ejército. Le sustituyó por el mencionado y prestigiado Juan Fernández. Miguel Hernández fue remitido a Lovaina. El jesuita protestó por la medida del provincial, pero ésta se vio ratificada por el parecer del prepósito general. Cuando las tropas españolas salían de los Países Bajos, Mercuriano quiso a Miguel Hernández en Roma.
No iba a estar ajeno a los ministerios castrenses. El nuevo prepósito general, napolitano de nacimiento, Claudio Aquaviva, ordenó en junio de 1582 que Miguel Hernández, acompañado del hermano Bartolomé de Spinosa, partiese con los tercios españoles de Nápoles que habían sido enviados a Flandes. El jesuita contaba con las instrucciones entregadas anteriormente por Mercuriano bajo el brazo y le asignó como compañero al padre Diego Sánchez que, hasta entonces, había vivido en Verdún (Francia). De nuevo, como superior de la misión, Hernández debía servir de enlace entre el provincial de la Compañía y el propio gobernador, el duque de Parma. La atención espiritual durante una intervención militar conllevaba numerosos riesgos y así, aunque continuó trabajando entre los heridos, había recibido notables lesiones en la cabeza y la rotura del brazo izquierdo, con el ataque de las conocidas como “máquinas infernales” que habían sido ideadas por Federico Giambelli, utilizadas aquel 4 de abril de 1585, durante el sitio de Amberes que tuvo lugar desde el año anterior. Cuando la mencionada ciudad claudicó, el duque de Parma devolvió a los jesuitas el colegio con el que habían contado y del cual Miguel Hernández se encargó como rector.
En aquellos momentos, Felipe II le comisionaba para que acompañase el cuerpo de la mártir hispano-romana santa Leocadia, auxiliado por el hermano Hernando de Torres, desde la Ciudad Eterna hasta Toledo.
Una preciada reliquia que, desde el siglo xii, se había custodiado en la abadía de Saint-Ghislain, en el condado de Henao.
El jesuita se hallaba en Roma en febrero de 1586.
Antes de su envío a España, el papa Sixto V debía proceder a su autentificación, iniciándose en el mes de mayo su peregrinación a España. La custodia de estos restos les correspondió a los jesuitas que vivían en la casa de “Jesús del Monte”, en las cercanías de Alcalá de Henares. Se celebró, en abril de 1587, la entrada solemne de las mismas en la antigua capital visigoda, procediendo Miguel Hernández a su entrega al Monarca, palabra tan autorizada en las reliquias.
Felipe II le agradeció que hubiese llevado a buen término el cumplimiento de esta misión para la cual le habían comisionado. En julio de 1588, este jesuita acompañaba a Roma a José de Acosta, tan implicado entonces en la cuestión de los memorialistas, regresando a Toledo en junio de 1590. Desde entonces, Miguel Hernández fue operario de la Casa Profesa de la Ciudad Imperial, en la que murió en 1609.
De esta manera, no fue extraño que se dedicase a la publicación de una vida de santa Leocadia, en la cual incluyó el traslado de sus restos efectuados en los siglos medievales, desde Toledo a Flandes y su regreso, a la ciudad de origen. A pesar de la dureza de su trabajo, Miguel Hernández no respondió con una fortaleza de salud. Eso sí, algunos de sus compañeros murieron con anterioridad o se vieron obligados a retirarse. Tampoco se presentaba con una formación intelectual consolidada. El duque de Parma, como gobernador, elogiaba sobremanera su labor y así se lo expuso al general Mercuriano. La correspondencia que mantuvo este jesuita con Roma, según subraya Francisco de Borja Medina, se convierte en una valiosa fuente histórica para conocer la misión castrense de la Compañía de Jesús, pero también la historia de las relaciones con los Países Bajos. Todos esos trabajos, y la mencionada comisión de las reliquias de santa Leocadia, le otorgaron una cierta reputación en España y, especialmente, en la Casa Profesa de Toledo, manifestada en las tensas relaciones que existieron con su prepósito Diego de Avellaneda.
Obras de ~: Vida, martirio y translación de santa Leocadia de Flandes a Toledo, Toledo, por Pedro Rodríguez, 1591.
Bibl.: “Instructio pro missione bélgica, data Patri M.H. in Belgium proficiscenti, die 10 junii 1582 (etiam P. J. Fernández)”, en Archivum Romanum Societatis Iesu, Fl-Belg. 69 (1620); Sacchini, Historiae Societatis Iesu pars quarta, siue Everardus, Romae, typis Dominici Manelphij, 1652, págs. 84, 190 y 254; L. Cabrera de Córdoba, Historia de Felipe II, vol. III, Madrid, Imprenta de Aribau, 1876-1877 [J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales (coords.), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998], págs. 75 y 238-247; L. de Colonia, “Historia de la casa profesa de la Compañía de Jesús en Toledo”, en British Library, Egg., 1883; C. Sommervogel, Bibliothèque de la Compagnie de Jesús, vol. III, Bruxelles, Oscar Schepens, 1892, pág. 656; F. Poncelet, Histoire de la CJ dans les anciens Pays-Bas, 1927, vol. I, pág. 292, vol. 2, págs. 406 y 417; F. B. Medina, “Hernández (Fernández), Miguel”, en Ch. O’Neill y J. M.ª Domínguez (dirs.), Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, vol. II, Madrid, Institutum Historicum Societatis Iesu y Universidad Pontificia de Comillas, 2001, págs. 1909-1910.
Javier Burrieza Sánchez