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Íñigo López de Mendoza

Biografía

Mendoza, Íñigo López de. Duque del Infantado (II), marqués de Santillana (III). Guadalajara, 1438 – 14.VII.1500. Militar, noble.

Hijo de Diego Hurtado de Mendoza, I duque del Infantado, y de Brianda de Mendoza y Luna, hija de Juan Hurtado de Mendoza, prestamero mayor de Vizcaya, y de María de Luna, prima del poderoso Álvaro de Luna. Su infancia discurrió en la residencia familiar de Guadalajara, donde sus antepasados, de origen alavés, se habían asentado en el siglo xiv. Al llegar a la adolescencia, pasó a la corte real bajo la protección de su tío Pedro González de Mendoza, entonces obispo de Calahorra, que gozaba de gran influencia política. Los cronistas de los Mendoza atribuyen a esta etapa formativa y, sobre todo, a la iniciativa de su tío, la configuración de algunos de los rasgos determinantes del carácter del futuro duque, como el amor a las letras y el arte, signos de identidad de la estirpe a partir de la trayectoria de su abuelo, el I marqués de Santillana. De igual manera, es presumible que entonces el joven Íñigo López aprendiera, tanto de su tío como de su padre, la estrategia que los Mendoza venían cultivando con éxito desde tiempo atrás, consistente en implicarse en los asuntos del reino en la medida en que la evolución de la coyuntura podía favorecer los intereses del linaje. Junto con ello, los Mendoza venían desplegando una activa política de enlaces matrimoniales que sirvieron también para aumentar su patrimonio mediante dotes y herencias y, al mismo tiempo, para estrechar lazos con la mayor parte de la nobleza castellana. Así, en continuación con esta estrategia, en 1460 fue concertado el casamiento de Íñigo López de Mendoza con María de Luna y Pimentel, hija y heredera del mayorazgo del condestable Álvaro, caído tiempo atrás en desgracia y con quien había rivalizado el I marqués de Santillana durante el reinado de Juan II. Este enlace supuso un gran acierto, porque permitió incorporar al patrimonio familiar las villas de San Martín de Valdeiglesias, El Prado y Arenas de San Pedro y el castillo del Alamín, consolidando con ello sus dominios señoriales en el centro peninsular, además de robustecer la posición de los Mendoza en las luchas políticas de la época frente al marqués de Villena, al unirse con un apellido tan conspicuo como el de Luna, cuyas armas fueron incorporadas, desde entonces, a la heráldica mendocina. Al año siguiente, con motivo de la boda de su hermana Mencía con el duque de Alburquerque, Íñigo López recibió de Enrique IV el título de conde de Saldaña, que en adelante sería la distinción del heredero de la casa ducal del Infantado.

Todos estos logros políticos y patrimoniales se debían, en realidad, a la eficaz actividad de Pedro González de Mendoza, que ejercía de facto la dirección de los asuntos del linaje. Fue él quien tomó la trascendente decisión de inclinar a los Mendoza del lado de la reina Isabel en la guerra civil castellana desencadenada tras la muerte de Enrique IV, opción que significó para su hermano Diego Hurtado la obtención del título ducal del Infantado en 1475 y para la familia, la entrada definitiva en la elite aristocrática del reino.

A la muerte de su padre, en 1479, Íñigo López de Mendoza heredó el ducado del Infantado y el marquesado de Santillana, junto con los demás títulos y señoríos del mayorazgo familiar, engrandecido por la herencia de su esposa. Sin embargo, Pedro González seguía ejerciendo el liderazgo del linaje, convertido en arzobispo de Sevilla y principal consejero de los reyes Isabel y Fernando, y también ocupó un destacado protagonismo en el lanzamiento de la que sería última campaña contra el reino nazarita de Granada, empresa a la que arrastró a su sobrino y demás parientes.

En 1482, la recepción de la bula papal por la que Pedro González de Mendoza se convertía en cardenal y arzobispo de Toledo, dio ocasión a que los Mendoza, entre ellos Infantado, celebrasen fiestas en Sevilla, donde muchos de ellos se encontraban reunidos en el ejército real. En los primeros años de la guerra, el II duque envió tropas reclutadas en sus estados junto con caballeros de Guadalajara y de las ramas laterales de Mendoza a los que se sumaron en ocasiones sus hijos varones. En 1486 acudió personalmente al frente, seguramente espoleado porque el cardenal Mendoza había sido nombrado capitán general de la hueste real dos años antes, y participó en la toma de Loja, el castillo de Illora y Moclín. Tras la conquista de Granada, no estuvo el II Infantado entre los Mendoza que fueron recompensados, sino que el grueso de las mercedes se las llevó su tío el cardenal y la descendencia directa de éste.

Si políticamente Íñigo López estuvo siempre a la sombra de Pedro González de Mendoza, en el terreno del mecenazgo cultural y la actividad constructora desarrolló una serie de iniciativas que descollaron entre sus contemporáneos y dejaron impronta decisiva en la historia familiar. Terminó el castillo de Manzanares el Real, iniciado por su padre, con la elevación de la torre del homenaje y el encargo a Juan Guas de la bellísima galería del adarve de uno de los lados, un notable exponente del gótico de inspiración flamenca.

Fue en la ciudad de Guadalajara, en la que residió la mayor parte de su vida rodeado de un entorno cortesano refinado, donde emprendió su obra de más calado, la construcción del palacio familiar. La obra, encargada a Guas en torno a 1480, se erigió sobre una solar en la parroquia de Santiago tras demoler las casas que la familia poseía desde el tercer tercio del siglo º. Durante las dos últimas décadas del xv se trabajó intensamente en la construcción y en la decoración de los interiores con el objetivo de dotar a la familia ducal de un escenario donde exhibir su poder y su fama para deslumbrar al visitante. Es una de las obras señeras del último gótico, en la que destaca la fachada principal con decoración de cabezas de clavos al tresbolillo, según el modelo usado en el castillo de Manzanares el Real, coronada con una galería de ventanas geminadas. La puerta, descentrada hacia un ángulo, acumulaba toda una gama de mensajes expresados en lenguajes diversos. Así, las armas de Mendoza y de Luna con la corona ducal ocupaban un lugar preferente, repetidas y acompañadas de otros escudos alusivos a los apellidos y títulos de la casa; había también dos tolvas de molino, emblema del I duque del Infantado, alusión a que de todas las acciones de los hombres sólo algunas pasaban el fino tamiz de la perfección; grifos, leones, formas decorativas diversas, se desplegaban en abigarrado conjunto, aunque lo más sobresaliente eran los dos salvajes que sostenían el gran escudo mendocino. Estas estatuas, además de orlar, contenían varios significados en torno a la fortaleza y la valentía, por un lado, y la pureza de espíritu, mensajes que el duque deseaba vincular a su linaje y a su propia fama.

En el lado oeste alzó Lorenzo de Trillo, sucesor de Guas en la dirección de obra desde 1484, una galería de dos plantas abierta al exterior, con columnas torneadas y arcos de perfiles extravagantes taraceados con preciosismo sobre la piedra, con leones, grifos y la heráldica de los Mendoza. Pero el mayor asombro aguardaba al visitante en los inmensos salones, con mocárabes dorados y pintados y techos de madera artesonada en los que artífices mudéjares dejaron su firma. En el llamado Salón de los Linajes, pieza central del primer piso, se concibió un programa narrativo centrado en la historia y la genealogía familiares, en el que la codificación del lenguaje heráldico actuaba de hilo conductor. La sala, reservada para funciones solemnes y la recepción de visitantes, constituía el corazón del edificio y culminaba la impresión de brillantez y magnificencia que inspiraba todo el conjunto. “No creo que en toda España haya otro palacio tan fastuoso como el que posee en Guadalajara el duque del Infantado”, afirmaba el viajero Jerónimo Münster en 1495, cuando aún no estaba terminada la decoración pero ya arquitectura y ornamentación habían alcanzado el efecto buscado. En 1493 se emprendió la obra aneja de las caballerizas y viviendas para parte de la servidumbre, que cerraba la plaza del contiguo palacio mediante una fachada de sillería con dos galerías superpuestas de arcos de medio punto sobre columnas dóricas, al gusto renacentista italianizante que contrastaba con el estilo gótico flamígero con elementos mudéjares del gran edificio. Con estas edificaciones se puso de manifiesto la voluntad del II duque por dominar el tejido urbano de la capital arriacense y la vida política, social y económica de la ciudad, proyecto que continuarían sus descendientes durante el siglo xvi.

Además de las nuevas construcciones, Íñigo López compró a su primo el I marqués del Cenete, por voluntad testamentaria del cardenal Mendoza, las casas que habían sido de éste, espacio que posteriormente quedaría destinado a armería. De esta manera el predominio de la casa ducal sobre el espacio guadalajareño quedaba asegurado frente a posibles competidores del mismo linaje. A la sombra del palacio del Infantado, otras ramas de los Mendoza comenzaron a edificar residencias permanentes en Guadalajara, hasta cubrir su casco urbano con la heráldica del linaje, símbolo visible del ascendiente que la familia ejercía sobre ella. Es el caso de los condes de Coruña, los señores de Yunquera, los condes de Tendilla, los adelantados de Cazorla, o los condes de Priego y del Fresno. De una manera definitiva, las iniciativas del II duque del Infantado hicieron de Guadalajara la corte y capital de los Mendoza. Así, la visita de la reina Isabel en 1484, la jornada de los Reyes Católicos en 1487, la muerte del cardenal Mendoza, las bodas de los hijos de Íñigo López y las fiestas del calendario religioso facilitaron despliegues celebrativos que proyectaban sobre la planta de Guadalajara mensajes relativos a la fama del linaje y el prestigio de la casa ducal.

Como era habitual en la época, el II duque del Infantado adoptó un mote o lema acompañado de una imagen. En su caso se trató de una guadaña con el texto: “Amigos y enemigos, dallos”. Una primera interpretación del significado sugiere el carácter igualador de la muerte, que a todos llega por igual sean afectos u oponentes, idea tópica en el Renacimiento castellano. Se ha propuesto, por otra parte, que mote e imagen aluden al ejercicio sin favoritismos de las responsabilidades de jefe de la familia y señor y juez de vasallos. Asimismo, en el friso que sostenía el artesonado del Salón de los Linajes, principal espacio del nuevo palacio, el duque hizo labrar la frase “Vanitas vanitatum et omnia vanitas” (“Vanidad de vanidades y todo vanidad”), otra sentencia clásica sobre el paso del tiempo y el desprecio del mundo que, más allá de su significación, pone de manifiesto la atención que el duque prestaba a la emisión de mensajes conformadores de un decorum aristocrático de origen humanista.

En cualquier caso, estas iniciativas de tipo cultural referidas a cómo quería ser considerado Íñigo López de Mendoza remiten al ambiente cultural de su tiempo y, sobre todo, a la huella dejada en sus descendientes por la figura de las letras y la política de su tiempo que fue el I marqués de Santillana.

El II duque del Infantado tuvo seis hijos, que le permitieron seguir con la tradicional política de enlaces ventajosos y asegurar la continuidad de la casa.

Su heredero, Diego Hurtado, II conde de Saldaña, casó en 1492 con María Pimentel, hija de los condes de Benavente. Álvaro, señor de la Torre de Esteban Hambrán, se desposó en 1498 con Teresa Carrillo de Castilla, hija de Alonso Carrillo. Antonio murió sin tomar estado en 1508. Bernardino siguió la carrera eclesiástica, siendo arcediano de Guadalajara, protonotario de la Santa Sede y otras dignidades de la Iglesia.

Francisca casó en primeras nupcias con el conde de Santisteban de Gormaz, heredero de la casa de Villena, y luego con Íñigo de la Cerda y Castro, señor de Mandayona, hermano del I duque de Medinaceli, con quien tuvo una hija.

 

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Adolfo Carrasco Martínez