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Francisco de Rávago y Noriega

Biografía

Rávago y Noriega, Francisco de. Tresabuela (Cantabria), 4.X.1685 – Madrid, 24.XII.1763. Profesor jesuita (SI), confesor real de Fernando VI, teólogo, consejero real y de Inquisición.

Un diplomático francés lo definió en sus años de madurez como “un buen padre que tiene mucho entendimiento y hasta conocimientos en literatura, muy por encima de los que comúnmente se encuentran entre los jesuitas españoles. Tiene elevación y valor.

En él, una figura imponente y mucha fisonomía, se juntan con un carácter firme”. Pero también otros, en la correspondencia, iban juzgando su temperamento, destacando la terquedad del mismo: “un tanto sarcástico, sobrio, recio y suelto de expresión, y sobre todo, firme hasta la terquedad, a tuertas o a derechas, en el mantenimiento de las opiniones”. Había nacido en el seno de una familia de linaje. Este montañés estudió en dos de las grandes capitales universitarias de la Castilla que conocía la llegada de la nueva dinastía de los borbones, aunque con una reacción bélica por parte de los otros Reinos de la Monarquía Hispánica y del Viejo Continente. Entró en la Compañía de Jesús el último día de marzo de 1703, en el noviciado de Castilla, en Villagarcía de Campos. Una vez que había completado su probación y sus estudios, fue profesor de Filosofía en el Colegio de Palencia y de Teología, en el de Salamanca, San Ambrosio de Valladolid y el Colegio Romano, entre 1726 y 1731. Bajo la ocultación del anagrama de Federico Granvosca, publicó en aquella etapa su primera obra, Christus hospes. En la Ciudad Eterna aprendió el funcionamiento de la Curia romana, conocimiento que le sería tan necesario en los asuntos políticos que manejó como confesor real años después. En aquellos días conoció, por ejemplo, al cardenal Prósperi Lambertini —el Papa con el que negoció después el Concordato de 1753—, al cardenal Portocarrero o al austracista y jesuita, biógrafo de Francisco de Borja, el cardenal Álvaro de Cienfuegos.

Cuando regresó a España, también lo hizo a la ciudad del Pisuerga, donde fue rector del más importante Colegio —académicamente hablando— de los jesuitas en Valladolid, tan próximo física como intelectualmente a la Universidad: el mencionado de San Ambrosio. Entonces, fue director espiritual de José de Carvajal, oidor en aquellos días de la Real Chancillería y que habría de ser, años más tarde, ministro de Estado. En el trienio entre 1737 y 1740, Rávago fue provincial de Castilla. Cuando le llegó el nombramiento de confesor real de Fernando VI —en abril de 1747— era rector del Colegio de Pontevedra. En realidad, continuaba una tradición que, desde 1700, convertía a miembros de la Compañía de Jesús en confesores reales de los primeros borbones (de Felipe V y de sus hijos Luis I y Fernando VI, amén de otros miembros de la familia real), de naturaleza francesa y española.

Así ocurrió con Guillermo Daubenton (1701- 1705), Pedro Robinet (1705-1715), por segunda vez Daubenton (1715-1723), Gabriel Bermúdez (1723- 1726), Juan Marín (1724), Guillermo Clarke (1727- 1743), Jaime Antonio Févre (1743-1747), hasta llegar a Rávago.

Sin duda, un oficio —el de confesor real— que no se limitaba únicamente a escuchar los pecados y las inquietudes reales procedentes de los oídos del Monarca.

Quizás aquella era la utilidad menos trascendente e interesante. El confesor real se presentaba como todo un ministro de asuntos eclesiásticos y culturales para la Monarquía, a lo que se unían algunos asuntos civiles y políticos. Antonio Mestre indicaba que “gozaba de poder omnímodo en la política eclesiástica y en los proyectos culturales del gobierno”.

En aquella Corte que había conocido la muerte de Felipe V, se enfrentaban dos maneras de hacer política.

El llamado “partido” de los favoritos, como los ha denominado Teófanes Egido, encabezado por la reina viuda Isabel de Farnesio, en donde se integraba el hasta ahora confesor jesuita Févre, siendo éste desplazado del poder por el segundo “partido”, español o portugués, grupo compuesto por la nueva reina Bárbara de Braganza, el marqués de Ensenada o el contratenor de gran influencia Farinelli. Cuando Ensenada entró en el gobierno, Francisco de Rávago llegó rápidamente al confesionario, eliminando políticamente al anterior jesuita francés, alcanzando el partido español todos los resortes del poder. También José de Carvajal, su anterior dirigido espiritual, había tenido mucho que ver en la elección del jesuita montañés.

En los mentideros de Madrid sonaron otros candidatos a ocupar este puesto. Uno de ellos era el prior de Atocha, el fraile dominico Puga, por el que Fernando VI sintió una extraordinaria atracción. Esta designación habría roto una tendencia jesuítica de los últimos cuarenta y siete años y habría devuelto a la situación habitual de la casa de Austria. El otro candidato era el padre Nicolás Gallo, miembro de la Congregación del Salvador. Según subrayó el nuncio Enríquez, al Monarca no le hubiese importado elegir a un dominico como confesor, pero “la Reina [Bárbara de Braganza] y Carvajal son jesuitas de corazón”. José de Carvajal comunicaba al embajador ante Luis XV, el duque de Huéscar, que el nombramiento del jesuita Rávago como confesor había sido muy bien acogido en la Corte madrileña: “si vieras a el Rey no le conocieras: desde que tiene este confesor es tal su alegría, su dilatación de ánimo y su total mudanza, que no cabe explicarlo. Es obra de Dios el avernos librado del que nos libró, y avernos dado al que nos dio”. Mientras que la reina Bárbara tomó como confesor al jesuita Joaquín González, rector del mencionado Colegio de San Ambrosio; los infantes recurrieron al también jesuita Martín García, rector del Colegio de Granada.

Una de las primeras misiones de Rávago, en el confesionario, fue el comunicar a la reina viuda Isabel de Farnesio su “destierro” al Palacio del Real Sitio de San Ildefonso en julio de 1747. Era menester eliminar la camarilla de oposición que se había constituido en el Palacio de los Afligidos. Rávago le portaba a la Farnesio una carta autógrafa de su hijastro real. Un exilio dorado que se prolongaría por espacio de doce años. El nuncio Enríquez, esperanzado ante el nuevo confesor, le exponía por carta los principales problemas planteados con la Corte de Roma. Por una parte, la actuación de la Cámara de Castilla que deseaba constantemente la extensión y ampliación del patronato que ejercía la Corona sobre la designación de los beneficios eclesiásticos.

El segundo asunto pendiente era la prohibición de las coadjutorías en las dignidades, en las canonjías y en los beneficios eclesiásticos. Le solicitaba que no realizase novedad alguna en materia de patronato real hasta que lo dispusiese un nuevo concordato.

Uno de los asuntos más importantes, y quizás más polémicos a la hora de ser recibido e incluso por su trascendencia posterior, fue la elección de obispos y de otros beneficios eclesiásticos para los cuales tenía competencia el Monarca a través de la presentación real. En esta tarea, la palabra del confesor era definitiva sobre la del resto de los ministros. Francisco de Rávago fue un hombre polémico y sembró la controversia con algunos personajes de su época, como le ocurrió con el clero de la ciudad de Vitoria o con los mallorquines, en lo referente al culto del fraile medieval Raimundo Lulio. Sin embargo, a juicio de Rafael Olaechea —autoridad en las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el siglo xviii— en cuatro asuntos se vio implicado principalmente este confesor real.

El primero de ellos se estableció en torno a la masonería, condenada por el rey Fernando en julio de 1751. Pensaba Rávago que políticamente los masones se encontraban al servicio del rey de Prusia, deseando la francmasonería “trastornar en Europa la religión y el estado”. En realidad, como indica Ferrer Benimelli, en España no existió una infraestructura consolidada de la masonería en aquella centuria. La segunda controversia, no originada en ese momento, fue el jansenismo y la opinión que se expresó en contra de lo que se entendía entonces como tal, es decir, el antijansenismo y lo que ello suponía: todo un juego de alianzas teológicas que conducía a que el antijansenismo se hallase próximo a los jesuitas. Todo ello quedó plasmado en la inclusión de las obras del cardenal agustino Enrico Noris en el Índice español de Libros Prohibidos. José Cassani, jesuita y académico, se estaba encargando de elaborar el Índice expurgatorio.

Le llegó a sus manos la Biblioteca o catálogo alfabético de autores jansenistas, elaborado por el padre Colonia. La mayoría de estos autores fueron incluidos en el Índice. Entre las sospechosas de jansenismo se hallaban algunas del mencionado cardenal agustino.

Esta inclusión, que se va a convertir en bandera de la independencia de la Inquisición española frente a la romana, será muy mal acogida por Benedicto XIV —el mencionado cardenal Lambertini—. Admitía el Pontífice que existían en Noris huellas de jansenismo pero llamaba a la necesidad de eliminar la ocasión de generar conflictos y controversias que amenazasen la unidad de la Iglesia. El inquisidor español estaría obligado a reparar el error que había cometido. Sin embargo, para el Tribunal español el no retroceder en los pasos dados se convertía en una cuestión de identidad y a esta resistencia animará el propio confesor Rávago. Ante la prolongación del proceso, Benedicto XIV decidió declarar nula la censura realizada sobre estas obras de Noris a través de un breve publicado en febrero de 1749. El confesor mantuvo su resistencia y continuó durante mucho tiempo dando largas: “no es tolerable, a mi entender —afirmaba el jesuita en su correspondencia—, que la pureza de la religión católica se ponga a tanto riesgo por complacer a un Papa, santo y docto, pero notoriamente apasionado de favorecer a los jansenistas”. Únicamente tenía Rávago un único temor: que se produjese la ruptura de las relaciones entre Madrid y Roma. El papa Benedicto comprendió que tenía otros problemas más urgentes de los cuales ocuparse y Noris permaneció en el Índice español hasta 1758, fecha en que fue nombrado confesor real Manuel Quintano Bonifaz. En esta controversia, Francisco de Rávago demostró que era un firme partidario del regalismo, aunque quizás éste fuese oportunista.

Manuel de Roda definía el regalismo de Rávago a Floridablanca casi como contradictorio, pues mientras no se hacía caso de las representaciones de los nuncios e incluso del vicario de Cristo “en materias que privativamente le tocan y en el que debemos bajar la cabeza”, cuando llegaba una respuesta del ministro de España en Roma o del cardenal ministro de Estado de esa Corte en nombre del Papa sobre cualquier punto de regalías, “eramos herejes cismáticos todos si no se cumplían y se ejecutaban ciegamente”: “¡viva la fe y el catolicismo de España! —continúa Roda— hay dictámenes sangrientos de Rávago contra las determinaciones del Papa [...] Los teólogos regulares todos son de este calibre: en tocándoles la ropa saltan contra lo más sagrado, y no respetan la autoridad pontificia; pero son los más acérrimos defensores de ella cuando se trata de los privilegios, exenciones e inmunidades que han debido a Roma”.

Este regalismo oportunista se apreció, de nuevo, al conseguir la firma del Concordato, el 11 de febrero de 1753, la culminación final de una tendencia a lo largo de todo el siglo xviii. El firmado en 1737 no satisfizo a nadie. A través de este acuerdo con la Santa Sede, el monarca español pretendía convertirse en el patrono universal de la mayoría de los beneficios eclesiásticos de la Iglesia española, pues con América el patronato se ejercía desde su creación. Solamente, se excluían cincuenta y dos de ellos. A este objetivo estuvieron volcados, incluso, algunos proyectos culturales que protegió el propio Rávago a través de los trabajos e investigaciones del jesuita Andrés Marcos Burriel o Gregorio Mayans i Siscar. El primero de ellos fue obligado por su provincial, no solamente a abandonar su Cátedra en Alcalá y sus horizontes misioneros, sino a reunir documentos referentes a la iglesia primitiva de Toledo, que avalasen las tesis regalistas defendidas.

Por algo, el confesor jesuita consideraba que el patronato era “el bien de los bienes y el remedio universal de todos los prejuicios que sufre la disciplina eclesiástica de España”. El éxito de conseguir el objetivo en este Concordato que se va a firmar en 1753 será del marqués de la Ensenada, de la constancia demostrada por Rávago y de la estrategia que puso en marcha el auditor de la Rota, Manuel Ventura Figueroa. Así, en este derecho de presentación de la Corona, se incluían las mitras, canonicatos, colegiatas y beneficios eclesiásticos no laicales que existían en la Corona de España. Por algo, proclamaba la opinión pública que “Al rey le llaman Juan Lanas, / A Ensenada cardador, / Y el que escarmena la lana / Es el Padre Confesor”.

Atendió a su “Montaña” natal, pues favoreció la erección de la diócesis de Santander en diciembre de 1754, lo que suponía la llegada del título de ciudad en enero de 1755, así como la transformación de la vieja “abadía de los Cuerpos santos” en Iglesia Catedral.

Asimismo, impulsó la construcción de la carretera que enlazaba las tierras de Cantabria con Castilla.

En asuntos religiosos, el confesor se comportaba como un jesuita, aunque la Compañía, a largo plazo, no se benefició de esta gestión. Compartió como confesor, algunas líneas de actuación de su Instituto, favoreciendo el retraso del proceso de beatificación del obispo de Puebla de los Ángeles, Juan de Palafox, así como el impulso y apoyo a la expansión de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús. Sus sucesores, en el confesionario, adoptaron una línea devocional totalmente contraria y hostil a ambos asuntos.

Contaba con una dimensión internacional como el Concordato, el tratado hispano-portugués de límites, firmado en 1750, y que habría de perjudicar tanto a las prestigiosas para unos y polémicas para otros, reducciones jesuíticas de la provincia del Paraguay. Todo un prólogo de la destrucción de la obra que habían desarrollado los jesuitas en las Indias y que se vio definitivamente sancionado por la expulsión decretada en 1767, cuatro años después de la muerte de Francisco de Rávago. El acuerdo diplomático que pudo estar impulsado por la reina Bárbara de Braganza establecía que España cedía una amplia zona de quinientas leguas de extensión de terreno misional a Portugal, recibiendo a cambio la colonia de Sacramento, foco constante de contrabando en el Río de la Plata. Esto suponía que los indios habitantes de siete reducciones y asentados en estas tierras desde su fundación hacía ciento treinta años, tuviesen que abandonar sus tierras y las estructuras que habían sido construidas. Rávago se mostró, inicialmente, ignorante de las consecuencias que se iban a generar, pero cuando recibió información de los misioneros jesuitas y del obispo de Buenos Aires tornó su opinión. Los de la Compañía trataron, a través del confesor real de hacer tornar la opinión de Fernando VI. Lo cierto es que, entre los papeles de Rávago, encontrados en el momento de la expulsión de 1767, se encontró una nota marginal que indicaba con su letra: “por no haber podido conseguir que tomasen providencias para remedio de estos males, me separé del confesionario”.

Realizó una labor de protección de las letras, cuando ejerció el cargo de director de la Real Biblioteca. Así, favoreció los trabajos del arabista tripolitano Miguel Camiri, después de haberlo llamado a España, encargándole de la catalogación de los códigos arábigos de la biblioteca de El Escorial. Ordenó el jesuita la copia y aumento de las ediciones manuscritas a la Biblioteca hispana de Nicolás Antonio, preparando la reimpresión que se realizó en los días de Carlos III.

El agustino Enrique Flórez se mostró agradecido al confesor en su dedicatoria de su obra monumental de la “España Sagrada, “mostrando el celo, imparcialidad y desinterés con que miraba por el bien público, protegiendo, esforzando y fomentando lo que creía de alguna utilidad”.

El confesor real cayó con el resto del gabinete, tras la muerte de José de Carvajal y la destitución del marqués de la Ensenada. En realidad, tanto la reina Bárbara, como el duque de Huéscar, el embajador inglés, Keene y el ministro Wall, sospecharon de este último, por su política favorable a Francia. El cambio de orientación gubernamental pasaba por el cese del confesor: “¿De qué te sirve, Señor, / la providencia tomada, / si no sigue el Confesor / los pasos de la Ensenada?”.

Rávago-Carvajal-Ensenada había sido el gabinete que había dirigido la política en los primeros años del monarca que fue Fernando VI. Una exoneración, la de Rávago, producida el 30 de septiembre de 1755, que puede ser medida en su trascendencia, en la repercusión que tuvo en la opinión pública —que naturalmente existía— y que se plasmaba en los ingeniosos pasquines que se escribían. Hasta su muerte, Rávago continuó siendo miembro del Consejo de la Inquisición y director de la Biblioteca Real, precedente del desarrollo de la posterior Biblioteca Nacional. Hasta 1760, conservó un coche de dos mulas o cuatro, según dos papeles del mismo legajo de la sección de Gracia y Justicia del archivo de Simancas. En aquel momento, el coche fue sustituido por quinientos ducados.

Rávago no estuvo, al menos informativamente, apartado de la vida política española. En la correspondencia que mantuvo con el cardenal Portocarrero en 1756-1757, se aprecia un jesuita anciano, que se muestra desengañado y preocupado por la situación de los misioneros de la Compañía en Paraguay, advirtiendo sobre la campaña que existe sobre todo el Instituto.

Como resalta José Alcaraz, la caída de Rávago fue el “principio del fin” de los jesuitas en España. En sus cartas a sus superiores en Castilla advierte: “sólo diré que el confesionario [del Rey] nos ha perdido muchos buenos amigos y nos ha sustituido los falsos, que lo fingían para hacer sus negocios”. Así, la caída del confesor real se encuentra dentro de la trayectoria del antijesuitismo que condujo a la expulsión de los jesuitas de los dominios de la Monarquía española —con las Indias incluidas—. Para entonces, ya había fallecido Fernando VI, ya viudo de Bárbara de Braganza, en el castillo de Villaviciosa de Odón. Reinaba en España su hermanastro Carlos III, libre ya de la sombra de su madre, la reina Isabel de Farnesio, que había conservado un confesor jesuita, hasta su muerte en 1766.

 

Obras de ~: Christus hospes stabile, beneficio Eucharistiae apud selectissimas animas, ponens domicilium, Nápoles, 1732; Antídoto para solicitantes, Villagarcía, 1760; Correspondencia reservada e inédita del P. Rávago, confesor de Fernando VI, intr. de C. Pérez Bustamante, est. prelim. de C. Pereyra, Madrid, M. Aguilar, 1950; J. F. Alcaraz, “Un documento del P. Rávago sobre las redenciones de cautivos”, en Anales Valentinos, 19 (1993), págs. 73-91.

Bibl.: E. Leguina, El Padre Rávago, confesor de Fernando VI. Estudio biográfico, Madrid, Murillo, 1876; C. Sommervogel, Bibliothèque de la Compagnie de Jesús, Bruxelles, Oscar Schepens, 1894, vol. 6, págs. 1496-1497, vol. 12, pág. 731; M. F. Miguélez, Jansenismo y regalismo en España (Datos para la Historia). Cartas al Sr. Menéndez Pelayo, Valladolid, Luis N. de Gaviria, 1895; “Carta autógrafas del P. Francisco de Rávago, SI., confesor del Rey, al cardenal Portocarrero, Ministro de SM Católica en Roma, acerca del P. Mtro. Fr. Enrique Flórez, OSA”, en Revista Archivos, Bibliotecas y Museos, t. XV (1906); C. Lacome Gendry, Vida política del P. Francisco de Rávago, confesor del Rey D. Fernando VI. Discurso leído en la Universidad Central el 29 de septiembre de 1904, Valladolid, Andrés Martín Sánchez, 1907; A. Astrain, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, Madrid, Razón y Fe, vol. 7, págs. 164-169, 649-651, 658; F. Lodos, “Los orígenes de la diócesis de Santander”, en Miscelánea Comillas, 1 (1943), págs. 397-439; J. M.ª Saiz, “Rávago, teólogo insigne”, en Miscelánea Comillas, 8 (1947), págs. 87-143; F. Mateos, “La anulación del Tratado de Límites con Portugal de 1750 y las misiones del Paraguay”, en Missionalia Hispanica, t. XI (1954), págs. 523-564; L. Cuesta, “Jesuitas, confesores de reyes y directores de la Biblioteca Nacional”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 69 (1961), págs. 129-178; R. Olaechea, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del siglo xviii, Zaragoza, El Noticiero, 1965, 2 vols.; Política eclesiástica del gobierno de Fernando VI, Oviedo, 1981; “Política anticolegialista de Carlos III”, II Simposio sobre P. Feijoo y su siglo, vol. II, Oviedo, Universidad, Facultad de Filosofía y Letras, Centro de Estudios del Siglo xviii, Cátedra Feijoo, 1976, págs. 207-246; B. Cava Mesa, “El montañés Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI. Algunas anotaciones sobre los prolegómenos del Concordato de 1753”, en Altamira, t. II (1974), págs. 55-90; “La problemática del Tratado de 1750, vista a través del confesor real P. Rávago”, en Letras de Deusto, 6 (1976), págs. 187-200; F. Lodos, “El Padre Rávago, un cántabro del siglo xviii”, en Altamira, 45 (1985), págs. 231-266; P. M. Lamet, Yo te absuelvo Majestad, Madrid, Temas de Hoy, 1991; J. F. Alcaraz, Jesuitas y Reformismo. El P. Francisco de Rávago (1745-1755), Valencia, Facultad de Teología San Vicente Ferrer, 1995; J. Burrieza Sánchez, Valladolid, tierras y caminos de jesuitas, Valladolid, Diputación Provincial, 2007.

 

Javier Burrieza Sánchez

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