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Íñigo de Cárdenas y Zapata

Biografía

Cárdenas y Zapata, Íñigo de. Señor de Loeches. ?, m. s. XVI – Madrid, 1617. Embajador, presidente del Consejo de Órdenes, caballero de la Orden de San­tiago.

Señor de la villa de Loeches, hijo de Íñigo de Cárde­nas y de Isabel de Avellaneda. En 1579 el rey Felipe II pidió bula pontificia al papa Gregorio XIII para ven­der algunas propiedades eclesiásticas a fin de poder hacer frente a la deuda que sufrían sus reinos. Como consecuencia, la villa de Loeches fue vendida a un ge­novés llamado Baltasar Castaño, que en 1583 la cedió y traspasó a Íñigo de Cárdenas y Zapata, caballero de la Orden de Santiago, quien junto a su esposa fundó el convento que se construyó en 1596.

Íñigo Cárdenas fue Caballero comendador de Soco­vos, en la Orden de Santiago, cuyo hábito se puso por Cédula de Su Majestad, fechada en Lisboa a 31 de diciembre de 1582. También sirvió de gentilhombre de la boca de Felipe II, de mayordomo de Felipe III, y de la Reina. Consiguió alcanzar el distinguido puesto de presidente del Consejo de Órdenes.

Íñigo de Cárdenas y Zapata contrajo nupcias con Mencía Carrillo de Albornoz, hija del señor de Col­menar de Oreja, que había casado en primeras nup­cias con Francisco Zapata de Cisneros, primer conde de Barajas, y lo hizo en segundas nupcias con Cárdenas.

El año 1598 contempla el relevo generacional en la Monarquía española y se abre un nuevo camino para resolver el problema de los Países Bajos. Tras la firma de la Paz de Verbins con Francia, Felipe II había dis­puesto en su testamento la abdicación de los Países Bajos en su hija Isabel Clara Eugenia. El matrimonio de su hija con el archiduque Alberto de Austria pre­tendía, si originaba descendencia, establecer una dinastía nacional en el territorio. En caso contrario, los Países Bajos retornarían a la soberanía española. Aun­que las provincias del sur, de religión católica, acep­taron la decisión de Felipe II, las Provincias Unidas del norte, protestantes, la rechazaron y prosiguieron su lucha contra España.

El 11 de octubre de 1598, según recogen las cróni­cas, Íñigo de Cárdenas levantó en Madrid como al­férez mayor los pendones por Felipe III. La política internacional potenciada con el duque de Lerma pre­tendió validar el parentesco con las más importantes casas reinantes europeas. La Pax Hispanica, por la que Lerma ha sido considerado el ejecutor de un pro­grama “pacifista”, no dejó de ser una paz armada, al mantener activa la idea que refleja la continuidad del reforzamiento bélico español en estos años, apoyado en un aparato diplomático excelente, con una red de informadores y de espías repartidos por las Cortes más importantes de Europa.

El frente del norte, donde España mantenía latente el conflicto de los Países Bajos, la intervención de la Monarquía hispana en defensa de los intereses italia­nos y la continuidad de la lucha contra los turcos, fueron algunas de las líneas fundamentales hacia las que se orientaron las relaciones internacionales de la época. A comienzos del siglo XVII tres cancillerías eu­ropeas mantenían gran interés para la Corte española: Londres, Venecia y París. La categoría diplomática de Íñigo de Cárdenas, precisamente, quedaría contras­tada con la experiencia que iba a adquirir en dos de estas embajadas: en la Serenísima República de Vene­cia y en la corte francesa.

La célebre Venecia que Canaletto se encargará de inmortalizar a mediados del siglo XVIII, con sus fiestas y canales, es en 1603, a la llegada de Íñigo, una Repú­blica estratégicamente situada y objeto de la codicia por parte de las Cortes francesa y española. Perma­neció como embajador en la República de Venecia, entre 1603 y 1607. En su instrucción, fechada en Va­lladolid a 10 de septiembre de 1603, recibía órdenes para sustituir a Francisco de Vera y Aragón, recientemente fallecido, poniéndose en contacto con su secre­tario Juan de Olave. Las cuestiones más importantes pasaban por el fortalecimiento de los vínculos con la Señoría y el Dux de Venecia, “en beneficio público y conservación de la paz general”. Venecia disputaba a los Uskokes, corsarios que tenían su base en el puerto croata de Segna, su influencia en el Adriático. La costa de Dalmacia y parte del Mediterráneo Orien­tal estaba asolada por un conflicto alentado en parte por el propio Fernando de Austria, al considerarse los Uskokes vasallos de la corona imperial. Sus interven­ciones corsarias frente a los turcos provocaron actitu­des de represalia desde Constantinopla y ponían en cuestión el pretendido monopolio veneciano sobre dichas aguas.

Esta lucha soterrada hispano-veneciana todavía no era oficializada en ninguna de las dos Cortes, aun­que en Madrid existía la certeza —como señalaban algunas noticias de embajadores— de que “Venecia intentaba debilitar el buen nombre de España”. En el plano diplomático, Íñigo, y en virtud del panorama internacional, contaría con el apoyo del virrey de Nápoles, conde de Benavente, teniendo que man­tener contactos con el embajador de Francia, con el Nuncio de Su Santidad, y con los embajadores del Emperador y de Saboya. Por último, constaba el in­terés por mantener activa la red de informantes de la Corona, siendo el inglés Anthony Sherley, primero en Venecia y después en Roma, un apreciado esta­dista con el que podría contar para apoyar los planes de la Monarquía española.

La salida de Íñigo de Cárdenas de Venecia llevaría a un reforzamiento de los asuntos españoles en Ita­lia, en manos de un triunvirato de garantías formado por el duque de Osuna, el marqués de Bedmar y Vi­llafranca. Cuando parecía estar más clara la posible intervención española en Venecia, donde se urdían tramas y conspiraciones contra España, la Serenísima República se adelantó y, en mayo de 1618, responsa­bilizó a los españoles acusándoles de la llamada “Con­juración de Venecia”. El suceso, promovido por un núcleo de mercenarios holandeses, fue muy bien uti­lizado por los italianos para oponerse a los intereses de los españoles.

Desde Venecia, Cárdenas fue enviado a París en mi­sión diplomática, ciudad a la que llegó en 1607. Tras la pacificación del reino y la restauración del absolu­tismo, la Francia de Enrique IV había comenzado a despegar en el terreno económico. A pesar de la Paz de Vervins, firmada entre ambas Coronas en 1598, los rebeldes holandeses seguían recibiendo la ayuda de Francia, que no eludía la guerra económica con la introducción de moneda de vellón falsa en España, auspiciada por los contrabandistas franceses. Desde España, la red de embajadores y espías en Europa ur­día continuas conspiraciones contra la monarquía gala, como la descubierta de Pirón en 1602. En París, Íñigo de Cárdenas trató de recomponer, a través del soborno y el dinero, una nómina de pensionados y confidentes afectos a la política española.

Estando en París, se enteró de la firma del cese de hostilidades con las Provincias Unidas, la conocida Tregua de Amberes de 9 de abril de 1609, por un pe­ríodo de doce años, que supuso de hecho el recono­cimiento español de la independencia holandesa. Sin embargo, durante la tregua de los doce años se abrie­ron dos nuevos frentes en los que dirimir las cuestio­nes del rey francés Enrique IV y el monarca español Felipe III: Italia y la sucesión de Clèves-Juliers.

Íñigo de Cárdenas tuvo que intervenir directamente en la segunda cuestión, derivada de la sucesión de Clèves-Juliers tras la muerte del duque católico Juan Guillermo. Este conjunto de territorios, situado entre los Países Bajos y los principados protestantes alema­nes, fue objeto de la codicia por parte de sus parientes protestantes y llevó al Emperador a reclamar el dere­cho a designar su sucesor. La situación estuvo a punto de enfrentar nuevamente a ambos países cuyo anta­gonismo era expresado por Sully en sus Memorias, al referirse a la balanza en los equilibrios de poder entre Austrias y Borbones. Sin llegar a la ruptura, la pri­mera década del siglo XVII, fue proclive a la aparición de distintas tramas y conspiraciones que, manejadas desde España, intentaron atentar contra el rey francés Enrique IV, con objeto de desestabilizar la política interior gala.

Durante las dos décadas de su gobierno, ya se ha­bían recogido algunos frutos en los terrenos político y económico gracias a los esfuerzos por estabilizar la convulsa situación de Francia. Su asesinato por el clé­rigo Ravaillac, un fanático católico, sumió a Francia en una nueva crisis, dejando el poder en manos de la regente, María de Médicis. El asesinato de Enri­que IV detuvo, al menos por un tiempo, los planes militares de la monarquía francesa cuyos objetivos, según el servicio secreto español, se cifraban en la invasión de Flandes. El propio embajador, Íñigo de Cárdenas, había puesto en conocimiento de Madrid los contactos del rey francés con emisarios holandeses a los que animaba a romper la tregua. Con estos pre­cedentes, el magnicidio fue pronto relacionado con un supuesto complot preparado por la diplomacia de Felipe III. Como consecuencia de este hecho, se pro­dujeron algunas manifestaciones contra España en París, incluyendo el asalto de la casa del embajador español, Íñigo de Cárdenas.

Las escenas de sobrecogimiento con objeto de las honras y del entierro de Enrique IV fueron relata­das con todo lujo de detalles por el propio Íñigo de Cárdenas en una extensa carta a Felipe III. La capi­tal francesa se tiñó de luto para ver pasar el suntuoso cortejo funerario y el impresionante desfile de títulos y acompañamiento de dignidades mientras el carro que portaba el cuerpo, tirado por seis caballos, y al repique de campanas realizaba el recorrido entre el palacio y la iglesia mayor.

En mayo de 1610, el embajador español asistió a la coronación de la Reina, esposa del fallecido Enri­que IV, donde estuvo a punto de producirse un nuevo contencioso diplomático con el embajador de Vene­cia, dados los antagonismos existentes por la cuestión del Adriático, aunque el suceso al final no llegó a te­ner mayor trascendencia.

La situación política internacional parecía propi­cia para el mantenimiento de una paz general. Las potencias europeas más importantes habían sellado acuerdos o treguas. España, Francia, Inglaterra y los Países Bajos disfrutaban en el año 1610 de un alto el fuego que les podría permitir restañar antiguas heri­das. Una vez lograda la paz, la Monarquía hispana trató de fortalecer alguno de los acuerdos alcanza­dos con alianzas matrimoniales con Inglaterra y con Francia.

Los matrimonios desempeñaron, sin duda, una parte esencial en la formación de alianzas y en el desencadenamiento de disputas durante la época me­dieval y moderna. El pretendido enlace con Ingla­terra, entre el príncipe Carlos y la infanta española María, fue impulsado en Londres primero por Pedro de Zúñiga y, más tarde, por el conde de Gondomar, sin conseguir éxito en ninguno de los casos.

Mayor fortuna tuvieron, sin embargo, las negocia­ciones con Francia, en las que intervino el embajador español en París. El 30 de abril de 1611, Íñigo de Cárdenas firmó en París con poder de Felipe III los enlaces matrimoniales recíprocos del príncipe Felipe, futuro Felipe IV, con la princesa Isabel de Borbón, hija mayor de Enrique IV de Francia y de María de Médicis, y de Luis XIII con Ana de Austria, la pri­mogénita de Felipe III y Margarita de Austria. Las nupcias, a las que asistió Cárdenas, se celebraron el 9 de noviembre de 1615 en la línea fronteriza demar­cada por el Bidasoa, con el intercambio de princesas, todo ello precedido de un gran despliegue protoco­lario. El de Cárdenas, adelantándose desde Bayona, llegó a Villafranca a tratar con el duque de Uceda, que llevaba a la reina de Francia varios asuntos to­cantes a las entregas de sus altezas, a cuyo acto asistió sirviendo de maestro de ceremonias. Un excelente óleo de un anónimo flamenco, actualmente en el Monasterio de la Encarnación en Madrid, recuerda la ceremonia de entrega y canje de las princesas entre ambas Cortes.

Íñigo de Cárdenas falleció en Madrid en 1617, ter­minando con su muerte también un ciclo en el desa­rrollo de la política exterior española. La intervención española en la Guerra de los Treinta Años, a partir de 1618, y la finalización de la tregua de los doce años, en 1621, abriría un nuevo panorama de las relaciones internacionales en Europa.

Al fallecer sin dejar sucesión, parte de su herencia se destinó a la fundación de un convento en Loeches, el denominado popularmente convento chico, que co­rresponde al convento de las Madres Carmelitas Des­calzas, donde en la actualidad reposan los restos de Cárdenas. El convento fue fundado con la hacienda que a tal efecto había dejado en 1584 la familia Cárdenas. Cuenta la leyenda que sor Francisca de Cristo (hija del matrimonio Cárdenas-Avellaneda) tuvo una visión de san Ignacio mártir a la puerta del monasterio. Desde entonces Francisca in­gresó como monja de la congregación y puso el con­vento que ella misma había fundado bajo la advoca­ción del santo.

 

Obras de ~: Cartas á Felipe III del embajador de España en Francia d. Iñigo de Cárdenas, sobre la guerra que quería mover Enrique IV. Y una relación de su muerte y entierro. Con respuesta de Felipe III a estas últimas cartas. Aranda, 29 de julio de 1610 (Biblioteca Nacional de España, sign. mss. 11317/37).

 

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Porfirio Sanz Camañes