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Francisco Garcés

Biografía

Garcés, Francisco. Morata del Conde (Zaragoza), 12.IV.1738 – Misión Concepción (Estados Unidos), 18.VII.1781. Misionero franciscano (OFM) y explorador.

Nació en el seno de una familia sencilla pero con fuertes creencias religiosas. Junto a su tío, Mosén Domingo Garcés, párroco de su pueblo, aprendió las primeras letras. A la edad de quince años tomó el hábito franciscano, probablemente, en el convento de San Francisco de Zaragoza. Hizo sus estudios teológicos en el convento de San Francisco de Calatayud. Recién ordenado sacerdote, pasó a Nueva España (1763) con un grupo de veintitrés franciscanos que llegaban a integrarse al Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Querétaro.

Francisco Garcés fue testigo y actor de una de las etapas más representativas de la Ilustración y las reformas borbónicas en las misiones del norte de la Nueva España. A través de su corta vida —murió a los cuarenta y tres años— se pueden seguir los cambios y problemas de los proyectos que los hombres ilustrados intentaron realizar en las misiones.

El decreto de expulsión de los jesuitas de los reinos españoles, firmado por Carlos III el 2 de abril de 1767, causó un grave desajuste en una amplia zona de las misiones del noroeste novohispano en donde, desde finales del siglo XVI, los jesuitas ejercían un predominio misionero. Sus misiones abarcaban gran parte de los actuales estados de Chihuahua, Sinaloa, Sonora y Baja California, en México, y una pequeña parte del estado norteamericano de Arizona.

Al tiempo de su expulsión, si se cuentan sólo los misioneros que trabajaban en Sonora, éstos alcanzaban el número de cincuenta y dos, que atendían cuarenta y ocho misiones.

Los franciscanos, por su parte, también desde fines del siglo XVI, habían establecido una cadena de misiones en los actuales estados norteamericanos de Nuevo México y Texas, y en los estados mexicanos de Coahuila y Chihuahua. Participaban en esta empresa frailes procedentes tanto de las provincias novohispanas, como de las provincias españolas; estos últimos incorporados en los colegios apostólicos de Propaganda Fide fundados en 1686 con el objeto de reunir y entrenar misioneros para trabajar en los territorios aún no cristianizados de los reinos españoles en América.

Francisco Garcés, junto con sus veintitrés compañeros, llegó a uno de estos colegios. Su llegada resultó bastante providencial. En 1763 los franciscanos del colegio de Querétaro atendían seis misiones en la zona noreste de Coahuila y Texas. La expulsión de los jesuitas, decretada cuatro años después, pedía especial atención en el extremo opuesto del que misionaban los frailes de Querétaro. El obispo de esa zona (Nueva Vizcaya), Pedro Tamarón y Romeral, había intentado llenar el vacío que dejaban los jesuitas con el clero de su diócesis, convirtiendo las misiones jesuíticas en parroquias. El virrey marqués de Croix no estuvo de acuerdo con esos planes. Su intención fue mantener esas misiones bajo el cuidado de los franciscanos. En carta enviada el 7 de julio de 1767 a fray Manuel de Nájera, comisario general de Nueva España, le pidió misioneros franciscanos, especialmente de los colegios de Propaganda Fide, para sustituir a los jesuitas de Sonora y California. El comisario general respondió al virrey prometiendo veinticinco frailes del colegio de Zacatecas y catorce del de Querétaro. Entre los frailes elegidos para estas misiones estaba Francisco Garcés.

Él y sus hermanos misioneros partieron del colegio de Querétaro hacia Sonora el 5 de agosto de 1767.

Les esperaba un recorrido de más de 2.500 kilómetros.

Su grupo se acrecentó con doce misioneros del colegio de San Fernando de la Ciudad de México y veinticinco de la provincia franciscana de Jalisco, con los que se formó una caravana de cincuenta y un misioneros, casi igual al de jesuitas expulsados. Para mediados de 1768 la mayor parte de estos frailes estaban asignados a sus misiones. A Francisco Garcés se le encargó la misión más al norte de Sonora, San Javier del Bac en el actual estado norteamericano de Arizona.

El resto de sus hermanos quedaron repartidos en misiones que en línea recta cubrían alrededor de 500 kilómetros.

Al llegar a su misión el 30 de junio de 1768, el joven franciscano, de escasos treinta años, la encontró con una iglesia sencilla, con ornamentos y vasos sagrados necesarios para las celebraciones litúrgicas y con un modesto patrimonio que incluía veinticinco cabezas de ganado vacuno y veinticuatro de caballar. Las provisiones alimenticias eran escasas ya que la cosecha de trigo y maíz del año anterior estaba agotada y por ser la misión más septentrional de Nueva España no tenía facilidad de recibir ayudas, ni en dinero ni en especies. Esta situación era la habitual desde tiempos de los jesuitas, que visitaban esa misión sólo esporádicamente, sobre todo a partir de 1751, cuando una rebelión indígena la había destruido. A partir de ese año buena parte de los indígenas cristianizados abandonaron la misión y se establecieron en poblaciones no cristianas fuera del dominio español en las que, según suponía el padre Garcés, buscaban trabajo. La ventaja que el franciscano encontraba en este semiabandono de su misión era que quedaba libre de la presencia del colonizador español, presencia de la que se quejaban continuamente los misioneros al sur de San Javier del Bac.

Francisco Garcés, así como los nuevos misioneros franciscanos, continuó, por lo general, el sistema de la misión jesuítica. El trabajo comunal, aplicado a veces con demasiado rigor por los antiguos misioneros, según informaban los indios al padre Garcés, fue sostenido por los franciscanos con la sola diferencia de hacerlo más llevadero. La visión ilustrada de la época, que insistía en el trabajo personal como signo de progreso, poco impacto tuvo en los métodos de los recién llegados misioneros.

Tarea ineludible fue el aprendizaje del difícil idioma pima en el que para 1773 ya sobresalía el padre Garcés, según informa fray Francisco Antonio de Barbastro, presidente de las misiones de Sonora. En ese año, escribe, “mandé a los padres [Francisco] Garcés y [Juan] Días, que entendían bien la lengua pima, que fueran a misionar por las ocho misiones [de Sonora] y sus pueblos, predicándoles a los indios en su idioma y confesándolos, lo que se verificó con conocida utilidad de los indios y gran consuelo de los Padres”.

Este aprendizaje de los frailes se completó con la enseñanza del español a los indígenas, pues, ante la diversidad de lenguas en los pueblos del norte, los franciscanos reconocían que era la única lengua franca de comunicación.

En relación con la tarea fundamental del misionero, la cristianización de los indios, Francisco Garcés encontró las mismas dificultades que habían tenido los jesuitas. Los indios pimas de San Javier, como los de toda la zona septentrional de la Nueva España, no tenían interés por ningún tipo de religión. El fraile encontró entre estos grupos indígenas sólo ceremonias realizadas por el “curandero” con cantos ininteligibles.

Estas prácticas, observaba el misionero, no le ofrecían oportunidad para introducirlos en las enseñanzas de la religión cristiana. Según informes del presidente de las misiones, fray Mariano Antonio de Buena y Alcalde, lo que hacía el padre Garcés, antes de aprender el idioma, era sentarse todas las noches con los viejos del pueblo, en un gran círculo alrededor del fuego, para hablar sobre el cristianismo. Relatos de esta índole se encuentran en su primer “diario”.

El obstáculo más difícil de superar, y no tanto por motivos religiosos, sino estratégicos y de sobrevivencia, provenía del exterior. La misión de San Javier del Bac, así como las demás misiones de la zona, sufrió con frecuencia los ataques de los indios no cristianos que, en busca de alimentos y ganado, merodeaban por la misión. Temibles por sus resultados destructivos fueron los apaches, una tribu que mantuvo su independencia e identidad cultural, pese a los cercanos tratos con los pobladores españoles, a cuya presencia siempre se opusieron, aunque, como gente del desierto, supieron aprovechar con gran éxito las novedades culturales españolas, entre otras, el uso del caballo.

A los pocos meses de haber llegado a San Javier del Bac, Francisco Garcés sufrió la primera experiencia de estos ataques. El 2 de octubre de 1768 un grupo de apaches asaltó la misión. Los dos soldados que la custodiaban, junto con el gobernador pima y sus guerreros, pudieron perseguir y alcanzar a los asaltantes y recuperar parte del ganando. Sin embargo, a su regreso a la misión, fueron emboscados y perdieron la vida y el ganado. Unos meses después, el 20 de febrero de 1769 volvieron los apaches a San Javier y nuevamente robaron un buen número de cabezas de ganado. El informe de Garcés sobre este último ataque aporta una imagen muy reveladora sobre su vida en estas misiones.

Dice que, en el momento de este último ataque, los indios de la misión llevaban una larga temporada fuera de ella, ocupados en la cosecha de maguey [agave]. Durante cuatro meses, anota, vivió casi solo, únicamente acompañado por dos soldados, el gobernador indígena y el caporal del ganado.

Esta pequeña nota epistolar ayuda a entender su actividad exploradora impulsada no sólo por el celo evangelizador o la inquietud ilustrada del descubrimiento, sino también por un cierto recurso para sobrellevar la soledad de su misión. En su primer diario de exploración (1771) escribió: “Hago juicio de que no estaría en San Javier si no fuera por las dos salidas que me han dado vida”. Se refiere a dos cortas exploraciones hechas una en 1768, a los pocos meses de haber llegado a San Javier, y otra en 1770. En 1771 emprendió una nueva expedición, sin duda la más temeraria de su vida, investigando por sí solo los pueblos que habitaban a las orillas del río Gila —más de doscientos kilómetros al norte de San Javier— en busca del encuentro de éste con el río Colorado. Consideraba que, de hallar un paso en este último río y ubicar su vertiente hacia el norte, se podría llegar a grupos indígenas enclavados en las márgenes de ambos ríos y abrir así posibilidades de nuevas misiones.

No descartaba, por otra parte, la oportunidad de seguir la corriente del Colorado hacia el occidente y descubrir una nueva ruta para conectar las misiones septentrionales de la Nueva España, Nuevo México y Sonora, con las recién fundadas en Alta California.

Este diario de exploración es una mina tanto de datos etnográficos, como de experiencias misioneras que ofrecen una pintura muy real sobre la vida cotidiana de estos frailes. Con un par de caballos, uno de los cuales tuvo que dejar a medio camino por viejo, su “aguja del norte”, su breviario, una imagen de Cristo y otra de la Dolorosa y un cuchillo grande, emprendió su camino hacia lo desconocido el 8 de agosto de 1771. La explicación que da para viajar en esta forma, sin bastimentos, sin intérprete, sin vasos, libros u ornamentos litúrgicos para la celebración de misa, es su propia protección, pues, conociendo la naturaleza de esos pueblos, dice en su diario, y por tratarse de un viaje exploratorio, consideraba más seguro viajar sin acompañamiento, dados los funestos resultados cuando el misionero llevaba algún indio de una tribu enemiga de la que visitaba. Asimismo, una escolta de dos o tres soldados, juzgaba Garcés, sólo servía para mover a los indios al ataque, del que raramente salía con vida el misionero. Discurría, además, con un sentido evangélico, que, aunque pudiera parecer sin autoridad su misión por ir desprotegido, el “menosprecio, humildad y pobreza” eran las mejores armas para evangelizar. En lugar de intérprete utilizaba la imagen de su Cristo, su hábito franciscano y el lenguaje de señales, como, por ejemplo, indicar con sus manos el cielo. Apunta el hecho interesante del cariño que expresaban por la imagen del Cristo y la aversión que manifestaban por la de la Virgen María, sobre todo las mujeres, hecho que comprendió al darse cuenta de que la desnudez para ellos era “la mejor gala y hermosura”, mientras que el vestido era cosa fea, según pudo constatar al ver sus ademanes y la forma en que lo miraban y tocaban al verlo con su hábito.

Sus experiencias como misionero en este aspecto son de gran riqueza humana y cristiana. Cuenta que participaba en sus bailes, “con movimiento de todas las partes y porciones del cuerpo”, y que, como viajaba solo, le ponían mujeres delante “haciendo señas de que fuese con ellas. Y hubo veces que ellas mismas me lo preguntaban, con significar feamente si comerciaba como sus hombres”. El misionero, nuevamente con lenguaje de señales, “mirando al Cristo y al cielo”, les daba a entender que “él no vivía como ellos”, lo que resultaba “en más cariño y comprensión de su misión”, concluye el misionero.

Las dificultades geográficas, insuperables para un explorador solitario, le impidieron realizar todos los objetivos del viaje. Gracias, sin embargo, al “diario” de esta exploración que, al regresar a San Javier, envió al guardián del colegio de Querétaro, Romualdo de Cartagena, el virrey de Nueva España, Antonio María de Bucareli y Ursúa, organizó en 1773 una calificada expedición que, bajo las órdenes del capitán Juan Bautista de Anza, llegó con éxito hasta la misión de San Gabriel en las costas de la Alta California. Participó en ella, por su gran experiencia, Francisco Garcés.

Dos años más tarde, entre 1775 y 1776, se emprendió una nueva expedición en la que nuevamente participó Francisco Garcés. Por los preparativos que la acompañaron, parecía que más que exploración, pues el camino ya era bien conocido, se trataba de un proyecto de establecer poblaciones españolas al norte de San Javier. La expedición incluía treinta y tres soldados, veinte arrieros y ciento veinticinco miembros de familias, entre las que se encontraban mujeres, sirvientes y arrimados, más de cien mulas distribuidas en tres recuas para llevar el bagaje y unas cuatrocientas cincuenta bestias, entre caballada y mulada de los particulares. Esta expedición llegó hasta la misión de San Francisco en Alta California. Francisco Garcés volvió a formar parte de esta expedición, de la que dejó otro “diario” (1775-1776).

Esta nueva política de establecer poblaciones españolas produjo la fundación en 1779 de dos misiones-poblaciones en los márgenes del río Colorado, la Purísima Concepción y San Pedro y San Pablo, zonas ya exploradas por Garcés. Él quedó en la primera y su compañero de correrías, Juan Díaz, en la segunda.

De acuerdo con este nuevo sistema, las misiones incluían diez pobladores españoles y, en lugar de un fuerte fuera de la misión, diez soldados. Como muchos otros proyectos renovadores de la época, este sistema resultó un fracaso. La presencia de pobladores y de soldados incitó un levantamiento de los indios yumas que en julio de 1781 atacaron la misión Concepción, en Arizona, y mataron a los soldados y a sus misioneros. Fray Francisco Garcés fue muerto a palos el 18 de julio de 1781.

 

Obras de ~: Diario de exploraciones en Arizona y California en los años de 1775 y 1776, México Universidad Autónoma, 1968.

 

Bibl.: J. D. Arricivita, Crónica seráfica y apostólica del Colegio de Propaganda Fide de Santa Cruz de Querétaro, Segunda parte, México, Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1792; D. M. Bringas de Manzanedo, Sermón que en las solemnes honras celebradas en obsequio de los vv. Pp. Predicadores apostólicos fr. Francisco Tomás Hermenegildo Garcés, fr. Juan Marcelo Díaz, fr. José Moreno, fr. Juan Antonio Barreneche, misioneros del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, Madrid, Fermín Villalpando, 1819; F. Ocaranza, Los franciscanos en las provincias internas de Sonora y Ostimuri, México, 1933; A. G. Saravia, Los misioneros muertos en el norte de Nueva España, México, Editorial Botas, 1943; L. Gómez Canedo, Sonora hacia fines del siglo XVII. Un informe del misionero franciscano Fray Francisco Antonio Barbastro, con otros documentos complementarios, Guadalajara, Jalisco, Librería Font, 1971; K. McCarty, A Spanish Frontier in the Enlightened Age. Franciscan Beginnings in Sonora and Arizona, 1767-1770, Washinton D. C., Academy of American Franciscan History, 1981; E. Oltra Perales y V. Martínez Gracia, Fray Francisco Hermenegildo Garcés Maestro: apóstol explorador y mártir de Arizona (1738-1781). Vida y diarios, Valencia, Franciscanos en el Nuevo Mundo, 1995.

 

Francisco Morales Valerio

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