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Gaspar de Haro y Guzmán

Biografía

Haro y Guzmán, Gaspar de. Conde-duque de Olivares (III), marqués del Carpio (VII), marqués de Heliche. Madrid, 1.VI.1629 – Nápoles (Italia), 16.XI.1687. Gran canciller de Indias, consejero de Estado, embajador en Roma, virrey de Nápoles.

Hijo primogénito de Luis Méndez de Haro, valido de Felipe IV, y de Catalina Fernández de Córdoba, hija del duque de Cardona, recibirá el nombre de su tío abuelo por parte paterna, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. Educado en el ambiente cortesano mantendrá una estrecha amistad con el príncipe de Asturias, Baltasar Carlos, que había nacido el mismo año que él y cuya precipitada muerte frustrará la posibilidad de realizar un recorrido semejante al de su padre cuya cercanía al Rey se remontaba a su infancia. Ahora bien, el poder alcanzado por Luis de Haro tras la caída de Olivares y su posición de primer ministro de Felipe IV hasta su muerte en 1661 facilitarán de manera notable la promoción de Gaspar de Haro y Guzmán en la Corte y le permitirán acceder a una serie de cargos y prerrogativas que no harán sino ampliarse gracias a la confianza derivada de su proximidad al Monarca.

El marqués de Heliche, nombre bajo el que será conocido hasta la muerte de su padre, casará en 1651 en El Puerto de Santa María con la hija del duque de Medinaceli, Antonia María de la Cerda, que aportará al matrimonio una dote de nada menos que 100.000 ducados y con la que se trasladará a vivir a la casa que el valido tenía en la calle Mayor antes de que el catastrófico incendio de la misma en 1654 les obligase a trasladarse a los aposentos que había ocupado hasta entonces el príncipe Baltasar Carlos en el Alcázar. Posteriormente la pareja se desplazó a la casa que la familia disponía en la Huerta de San Joaquín hasta que en 1660 se compraron una finca en la Moncloa en las cercanías de Madrid, ambas decoradas por algunos de los principales pintores del momento, como Rizzi, Carreño, Mitelli o Colonna. Su refinada formación y la cercanía de su padre a la figura real le convertirán en el principal organizador de todo tipo de actividades lúdicas, ya fuesen fiestas de cañas —para las que elaboraría un espléndido memorial con los complejos entresijos protocolarios que dichos espectáculos entrañaban—, obras de teatro, partidas de caza o paseos en coche por la ciudad y sus alrededores. El marqués de Heliche, que compartía asimismo con el Rey un afán desmedido por el coleccionismo de obras de arte, acumuló durante la segunda mitad de la década de 1650 un amplio número de cargos palatinos, como los de alcaide de los reales bosques de El Pardo, Balsaín y la Zarzuela, montero mayor y gentilhombre de cámara del Rey. En 1658, un año después de obtener la Grandeza, su padre le cederá el influyente cargo de alcaide del Buen Retiro, desde donde organizará un espléndido programa de comedias y de espectáculos teatrales que permitirán compensar en el ánimo real la sucesión de malas noticias procedentes de los frentes militares en Flandes y Portugal.

Su deseo de exaltar la acción de gobierno emprendida por su padre, de la que dependía en gran medida su ascendente carrera política, y la consiguiente necesidad de dar lustre al prestigio de una Monarquía que, tras las resonantes victorias del año de 1652, asistía a un sistemático repliegue frente a la presión conjunta de los ejércitos franco-británicos, explican la puesta en marcha de una decidida política de mecenazgo que le convertirá en uno de los principales propagandistas de las grandezas de la política de Felipe IV. Las dedicatorias que en sus obras le dispensan autores de la calidad de Solórzano Velasco o el matemático Linces, las obras teatrales laudatorias sobre algunas de las escasas victorias logradas aún por los tercios españoles y la promoción de programas iconográficos de la talla del atlas con las Plantas de diferentes plazas de España, Italia, Flandes y las Indias constituyen una prueba elocuente de la vitalidad cultural que todavía era capaz de desplegar la Monarquía Hispánica y sobre la confianza que el marqués de Heliche tenía en el poder de las representaciones públicas y de la imagen para mantener la reputación y el prestigio de la Corona. Los ciento treinta y tres dibujos elaborados en 1655 por el pintor italiano Leonardo de Ferrari reproducían una serie de mapas y planos de origen muy diversos a los que había tenido acceso Gaspar de Haro y Guzmán gracias a la rica biblioteca de su padre enriquecida, en 1650, con los fondos del conde duque de Olivares, uno de los mayores coleccionistas de obras cartográficas de la Europa del momento. El atlas mostraba la impresionante cadena de fortalezas y de plazas que la Monarquía mantenía en sus amplios y dispersos dominios europeos, norteafricanos y ultramarinos pero fundía un exquisito gusto artístico con un indudable valor militar y recreaba a su vez algunas de las más resonantes victorias militares de la Corona católica.

La pasión por el arte que había caracterizado el éxito del marqués de Heliche en la Corte acabará por acelerar el distanciamiento con respecto a la figura real, principal fuente de gajes y prebendas, a la muerte de Luis Méndez de Haro en 1661. Aunque el nuevo marqués del Carpio se convirtió en el beneficiario de los títulos y honores de su padre, como pone de manifiesto su nombramiento como gran canciller de las Indias el 16 de marzo de ese mismo año, también heredó las enemistades y enfrentamientos que el anterior valido real había fraguado durante su larga labor de gobierno. Así, el duque de Medina de las Torres, que con anterioridad había logrado imponer sus derechos en el largo pleito desatado en el seno del linaje de los Guzmán por la sucesión del ducado de Sanlúcar a la muerte del conde-duque de Olivares, logró obtener del Soberano el cargo de alcaide del Buen Retiro vinculado a perpetuidad a dicho título. El marqués del Carpio se vio relegado de este modo de uno de los cargos palatinos que mayor capacidad de influencia ejercía sobre la persona del Rey, situación agravada, según informa Jerónimo Barrionuevo en sus Avisos, por una disputa desatada con el Soberano por la posesión de algunas obras de arte de Luis de Haro que su hijo se negó a ceder a Felipe IV. El velado enfrentamiento con el Monarca tuvo su corolario en 1663 cuando se descubrió un complot para volar con dinamita parte del coliseo del Buen Retiro durante una de las representaciones teatrales que se iban a celebrar en presencia de los Soberanos. La intervención en el asunto de un esclavo berberisco al servicio del marqués del Carpio y el intento de este último de envenenarle en la cárcel donde se hallaba recluido por temor a que le inculpara en el crimen quedan expuestos de manera elocuente en un documento elaborado en defensa del marqués que, bajo el título Arte de lo bueno y de lo justo para la causa que motivó la prisión del marqués del Carpio, duque de Montoro, facilitó, junto a la mediación de sus familiares, que el Rey se contentase con condenarle a dos años de prisión en el castillo de la Alameda, ocho años de destierro de la Corte y una multa de 10.000 ducados. La intervención de don Juan José de Austria a favor de Gaspar de Haro y Guzmán, con el que mantenía una estrecha amistad, y su voluntad de sumarse al ejército que el hijo del Rey encabezaba en el frente de Portugal permitieron eximirle del cumplimiento de su pena. Durante la batalla de Ameixal sería apresado junto a Anielo de Guzmán, hijo de su enemigo el duque de Medina de las Torres, y acabaría recluido en Lisboa durante un período de cuatro años.

La muerte de Felipe IV en 1665, a los pocos días de fracasar el último intento de someter la rebelión portuguesa por la fuerza de las armas, y la invasión de Flandes por parte de los ejércitos de Luis XIV para exigir una serie de territorios que según el derecho de devolución decían corresponderle a su mujer en el Brabante español, obligaron al gobierno de la regente Mariana de Austria a iniciar conversaciones de paz con Lisboa por mediación de Inglaterra. Desde Madrid se nombró al marqués del Carpio en calidad de plenipotenciario en las negociaciones que concluirían el 13 de enero de 1668 con la firma de un tratado de paz por el que, tras veintiocho años de conflicto, la Corona española reconocía la independencia de Portugal. La excelente labor diplomática llevada a cabo por Gaspar de Haro y Guzmán permitió que, a pesar de las malas relaciones que siguieron caracterizando su trato con la Reina, el marqués del Carpio pudiese retornar a la Corte y recuperar algunos de los cargos palatinos que ostentaba con anterioridad a su caída en desgracia. La muerte de su primera mujer le permitió casar en 1671 con Teresa Enríquez, hija del almirante de Castilla, promotor de una resuelta política de alianza con las Provincias Unidas y el Imperio con objeto de limitar las tendencias expansionistas del Rey francés. La invasión de la república holandesa por parte de los ejércitos franco-británicos en 1672 provocó un agudo debate en la Corte entre aquellos que, capitaneados por el conde de Peñaranda, apostaban por una política de estricta neutralidad y un sector marcadamente intervencionista encabezado desde Madrid por el almirante y el marqués del Carpio con el decidido apoyo del conde de Monterrey, gobernador de los Países Bajos y hermano de don Gaspar, y por el embajador en La Haya, Francisco Manuel de Lira. Ese mismo año, el marqués del Carpio recibió su nombramiento como embajador ante la Santa Sede, puesto que no ocuparía hasta cuatro años más tarde, una vez que, por el tratado de La Haya de 1673, la Monarquía había entrado en guerra contra Francia como cabeza de una amplia coalición que, a pesar de la retirada de Londres de la contienda, no se mostró capaz de frenar el avance de la armas francesas en los Países Bajos ni impedir el apoyo prestado por París a la revuelta de Mesina. Gaspar de Haro llegaba a Roma a principios de 1676 una vez comenzadas las tratativas de paz en la ciudad de Nimega. Desde el Vaticano, impulsó la labor de mediación emprendida por el Pontífice y colaboró de manera estrecha con el marqués de Los Vélez, virrey de Nápoles, para sofocar la inestabilidad en Sicilia y evitar su propagación al resto de los dominios italianos de la Corona.

La llegada al poder del que fuera su cuñado, el duque de Medinaceli, en 1680 tras la prematura muerte de Juan José de Austria, empeoró la posición de los valedores del marqués del Carpio en la Corte de Madrid.

Su fracasado intento por bloquear desde Roma la necesaria dispensa para que pudiera celebrarse el matrimonio de la hija del nuevo primer ministro, Ana Catalina de la Cerda, con su tío abuelo, Pedro de Aragón, revirtió de manera desfavorable en su yerno, el almirante de Castilla, y en su hermano, el conde de Monterrey, que quedó relegado del puesto de consejero de Estado por su sucesor en el gobierno de Flandes, el duque de Villahermosa. A finales de 1682, en lugar de retornar a Madrid como hubiera sido su deseo, el VII marqués del Carpio fue nombrado virrey de Nápoles. Un cargo para el que el puesto de embajador ante la Santa Sede solía constituir un paso previo natural y que, a pesar de que ser interpretado como un velado destierro de la Corte, representaba una clara promoción en su cursus honorum y el acceso a uno de los puestos de mayor envergadura en el gobierno de la Monarquía.

El 16 de enero de 1683 hacía su entrada en Nápoles en sustitución del marqués de Los Vélez que, a pesar de sus esfuerzos, no había logrado contener la ola de violencia promovida por una nobleza que, sin poner en cuestión la autoridad de la Corona, aspiraba a reforzar sus privilegios y a controlar las instituciones locales. El marqués del Carpio, sin erosionar el clásico equilibrio dinámico entre los representantes de la Corona y las elites del virreinato, se esforzó con éxito y gracias a una inusitada energía por ejercer sus atribuciones mediante una rigurosa lucha contra el bandidismo y una meditada contención de los excesos feudales de la todopoderosa aristocracia napolitana.

Mediante verdaderas campañas militares, de manera especial en la frontera septentrional del reino, castigó con dureza a aquellos nobles que como el duque de Termoli, el duque de Acerenza, el marqués de Salcito, el duque de Casacalenda o el duque de Santa Elia con mayor fuerza protegían las correrías de los bandidos en el medio rural. Se esforzó igualmente por reprimir todo tipo de violencia, impedir los duelos o combatir la delincuencia en Abruzzo donde fue creada una nueva Audiencia en la ciudad de Téramo. El más adecuado funcionamiento de la Vicaria permitió mejorar el orden público mediante la instauración de rondas nocturnas en la capital y la aplicación de una severa legislación punitiva para la que contó con el sostén del electo del pueblo, Pandolfi, y de un estamento burocrático de mediana fortuna capaz de contrarrestar el poder ostentado hasta el momento por el poderoso grupo de los togados. Medidas que se concretaron en una consistente reducción de la criminalidad entre 1683 y 1685 y en una contención de los clásicos altercados protagonizados por la marinería y los regimientos militares de paso por la ciudad. Sus esfuerzos por mejorar la situación interior del reino supusieron inevitablemente una consistente limitación en el envío de los subsidios que desde Nápoles se remitían a los delegados españoles en Londres, La Haya o el Imperio.

Más graves resultó para los intereses de la Corona su pasividad a la hora de sostener la labor del delegado español en Génova, Carlos Bazán, con motivo del bombardeo de la ciudad por las escuadras de Luis XIV en 1684. Situación que ponía de manifiesto la incapacidad de la Monarquía Hispánica para cumplir con la debida eficacia su tradicional función protectora de una república que había puesto al servicio del Rey sus ingentes recursos financieros y navales y de cuya alianza dependía, en gran medida, la estabilidad de la posición española en Italia.

Capítulo aparte merece la decidida promoción de las actividades culturales emprendida por el virrey Carpio en el reino de Nápoles que respondía al deseo de fortalecer la autoridad de la Corona mediante la financiación de todo tipo de ceremonias fastuosas y la labor de mecenazgo realizada desde el poder. La difusión de las nuevas modas y la organización de círculos culturales donde se discutía tanto de literatura como de filosofía —es el momento de la presencia en Nápoles de Giuseppe Valletta, uno de los mayores seguidores de la obra de Descartes— se acomodaba a la pasión bibliófila del virrey que durante su estancia en Nápoles amplió de forma notable su impresionante biblioteca. Desde el gobierno se dio un nuevo lustre a la vida social mediante la organización de imponentes espectáculos teatrales y musicales y la mejora de los paseos marítimos en Posillipo y Mergellina lugar de encuentro de la elite napolitana. El marqués del Carpio impulsó asimismo a través de su ejemplo una concurrencia suntuaria entre la aristocracia local que convirtió a Nápoles en uno de los principales mercados de arte del momento. Durante su gobierno, Gaspar de Haro llegó a acumular más de mil pinturas así como todo tipo de objetos decorativos y de esculturas que se añadían a su imponente colección de obras de arte pero que acabaron por dejarle prácticamente sin liquidez. A su muerte, el 16 de noviembre de 1687, su mujer y su única heredera, Catalina, que casaría al año siguiente con Francisco Álvarez de Toledo, X duque de Alba, se vieron obligadas a proceder a la subasta de la mayor parte de la biblioteca y de sus colecciones de objetos artísticos para poder hacer frente a las elevadas deudas contraídas por el VII marqués del Carpio.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, secc. Escribanía Mayor de Rentas, Quitaciones de Cortes, leg. 17 y 33; Estado, leg. 3433, leg. 3621; secc. Estado, Embajada de España en La Haya, leg. 8696; leg. 8697; Archivio di Stato di Napoli, Segreterie dei Vicerè, leg. 1303; leg. 1793; leg. 1816; 1831; Biblioteca Nacional de España, mss. 2280; mss. 2596; mss. 6751; mss. 18722; Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, leg. 9819, fols. 741-1202.

G. Maura y Gamazo, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1911; I. Fuidoro, I giornali di Napoli dal MDCLX al MDCLXXX, ed. de V. Omodeo, Nápoles, 1939-1943; R. Colapietra, Vita pubblica e classi politiche del viceregno napoletano (1656-1734), Roma, Edizioni di storia e letteratura, 1961; G. Coniglio, I vicerè di Napoli, Nápoles, Fiorentino, 1967; J. Barrionuevo, Avisos, Madrid, Biblioteca de Auters Españoles, Madrid, 1969; G. de Andrés, El marqués de Liche, bibliófilo y coleccionista de arte, Madrid, Artes Gráficas municipales, 1975; G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello. Politica, cultura, società, Florencia, Sansoni, 1982; R. López Torrijo, “Coleccionismo en la época de Velázquez, el marqués de Heliche”, en VV. AA., Velázquez y su tiempo. V jornadas de arte, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Diego Velázquez, 1991, págs. 27-36; B. Cacciotti, “La collezione del VII marchese del Carpio tra Roma e Madrid”, en Bolletino d’arte, 86-87 (1994), págs. 133-196; M. Herrero Sánchez, “La Monarquía Hispánica y el Tratado de La Haya de 1673”, en J. Lechner y H. der Boer (eds.), España y Holanda. Ponencias leidas durante el quinto coloquio hispanoholandés de historiadores, Amsterdam, Rodopi, 1995 (col. Diálogos Hispánicos, vol. 16), págs. 103-118; R. Valladares Ramírez, La rebelión de Portugal, 1640-1680. Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998; A. Malcolm, Don Luís de Haro and the Political Elite of the Spanish Monarchy in the Mid-Seventeenth Century, tesis doctoral, Oxford, Magdalen College, 1999 (inéd.); G. Galasso, En la periferia del imperio. La Monarquía Hispánica y el reino de Nápoles, Barcelona, Península, 2000; R. Sánchez Rubio, I. Testón Núñez y C. Sánchez Rubio (eds.), Imágenes de un imperio perdido. El Atlas del marqués de Heliche, Badajoz, Junta de Extremadura, 2004 (cd).

 

Manuel Herrero Sánchez