Arias-Salgado y de Cubas, Gabriel. Madrid, 3.III.1904 – 9.VIII.1962. Político.
Hijo de un vicealmirante de Intendencia de la Armada pariente de Francisco Franco Bahamonde, hizo sus estudios primarios y secundarios en el Colegio de los Jesuitas de Villagarcía (Pontevedra) y los superiores en las Universidades de Murcia, Salamanca (Pontificia) y Madrid, licenciándose en Lenguas Clásicas y Humanidades y doctorándose en Filosofía.
Una vez abandonados sus propósitos de sacerdocio dentro de la Compañía de Jesús y realizada con éxito una oposición a los estratos medios de la burocracia estatal, comenzó con la Guerra Civil una imparable carrera política que desembocaría en la anhelada poltrona ministerial. Llegado a la zona nacionalista procedente de Turquía, en cuya Embajada en Madrid se había refugiado en los primeros meses de la contienda, consiguió el puesto de gerente del diario falangista La Libertad publicado efímeramente en Salamanca, pasando de allí a desempeñar el cargo de gobernador civil de la ciudad en el cuatrienio 1937- 1941 por designación directa de Franco. La confianza que se ganara en el ánimo del Generalísimo quedó bien patente en 1941 con el decisivo nombramiento de vicesecretario de Educación Popular y los ulteriores de delegado nacional de Propaganda (1945), delegado nacional de Prensa y Propaganda y consejero nacional, entre otros del mismo rango y trascendencia para el control del aparato ideológico del Sistema Franquista “puro”, sin posiciones partidistas nítidas, equidistante de falangistas y demócratas cristianos, aunque, ligeramente, más inclinado hacia los primeros, sobre todo hasta la caída de las potencias totalitarias del Eje, y católico con ribetes integristas, fue ante todo y sobre todo un servidor del establishment y, singularmente, de su creador y cabeza. De este modo, Franco le encomendaría los trabajos más escabrosos de la censura y propaganda. Las campañas periodísticas contra los enemigos del régimen fueron siempre diseñadas cuando no ejecutadas directamente por él. Así sucedería, por ejemplo, con una crítica virulenta y anónima contra José María Gil Robles salida de su pluma en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Ante la inesperada reacción de los Tribunales de Justicia concediendo la razón al antiguo líder de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), aquél debió declarar su autoría y apelar a su condición de procurador en Cortes para eludir la eventual sanción de condena.
Expresión máxima del aprecio y confianza del dictador en su lejano familiar constituyó su nombramiento en 19 de julio de 1951 como titular del reciente Ministerio de Información y Turismo, que desempeñaría hasta julio de 1962. Prueba también del impecable pedigrí franquista del responsable de la novedosa cartera habría de ser la composición de sus equipos de colaboradores inmediatos, atenida en todo a la más genuina fórmula del dictador: meticulosa dosificación de todas las “familias” del régimen. De tal guisa, la dirección general de Prensa —la más importante sin duda en un sistema autoritario en orden al control de la opinión pública— recayó invariablemente en un falangista —Pedro Aparicio, Juan Beneyto, Adolfo Muñoz Alonso— y la del Libro en un cualificado miembro del Opus Dei —primero, el catedrático de Historia de los Descubrimientos Geográficos, Florentino Pérez-Embid, y luego por su sustituto Vicente Rodríguez Casado, hijo del general presidente del Tribunal represor de la Masonería y catedrático de Historia Moderna y Contemporánea Universal—, al paso que a la democracia cristiana se le atribuía igualmente otras direcciones y el importante cargo —entonces— de la Subsecretaría del Ministerio. Empero, no obstante las arraigadas creencias cristianas del biografiado —imbuidas, a las veces, de peraltado fundamentalismo: “Con la censura se salvan más almas del Infierno [...]”—, los principales problemas a que debió enfrentarse en su gestión brotaron, precisamente, de sus polémicas con la llamada Santa Casa o Asociación Nacional de Propagandistas Católicas, fundada y tutelada siempre por Ángel Herrera. Así, en 1955, tendría lugar en la España franquista la primera —y resonante— controversia pública entre dos conspicuas figuras de la Iglesia y el Estado, a propósito, para mayor extrañeza, de la libertad de prensa. Sostenida en 1955 entre el ministro y el por entonces obispo de Málaga, monseñor Ángel Herrera Oria, moderado crítico de algunos de los aspectos de un sistema, globalmente, siempre alabado, la discusión vino a señalar, según muchos comentaristas, una señal alentadora para los denominados, en la terminología del franquismo, círculos aperturistas. Un septenio más tarde, el llamado Contubernio de Múnich, asamblea del Movimiento Europeo (7-8 de junio de 1962) de políticos liberales y demócratas —pertenecientes del lado español a la oposición interna y externa no comunista—, acerca de las condiciones requeridas para una futura integración del país en la Comunidad y en la que participaron, junto a José María Gil Robles, un nutrido grupo de propagandistas herrerianos, implicó la salida del Gobierno de un Arias-Salgado en el que Franco había perdido su antigua fe para mantener incólume el edificio externo de la Dictadura.
Dentro incluso del Sistema suscitaron desaprobación las formas destempladas y ya anacrónicas en los mismos procedimientos de aquélla con las que un ministro superado por los acontecimientos intentó resolver la crisis, sin reparar en costes políticos y sociales. Fue noticia muy expandida en los mentideros de la época que su caída en desgracia acarreó también su muerte, sobrevenida, a los pocos días de su cese en una de las dependencias del Palacio Real. Con vehementia cordis, un descollante periodista trazará este retrato al vitriolo del personaje y su obra: “[...] impone en España un sistema institucionalizado de censura, más férreo, en cuanto a controles e intransigencias, que los de la Unión Soviética o la China roja [...] Inútil explicar a las nuevas generaciones lo que fue aquel ministerio Arias-Salgado y aquella Censura. Nadie creería, por ejemplo, que las palabras divorcio, suicidio o Picasso estaban prohibidas en la Prensa española; que en las fotografías de nadadores y boxeadores la censura pintaba camisetas para velar la inmoralidad escandalosa de los torsos desnudos; que se dictaba a los diversos medios, editoriales enteros de obligada inserción; que todas las páginas del periódico, incluidas las de anuncios y esquelas, debían ser enviadas a ‘consulta’ y no podían ser publicadas sin el sello previo del censor” (Anson, 1994: 293).
Bibl.: J. Tusell, La oposición democrática al franquismo. 1939-1962, Barcelona, Editorial Planeta, 1977; M. Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública, Barcelona, Editorial Planeta, 1980; P. Sainz Rodríguez, Un reinado en la sombra, Barcelona, Editorial Planeta, 1981; J. Tusell, Franco y los católicos. La política interior española entre 1945- 1957, Madrid, Alianza Universidad, 1984; La dictadura de Franco, Madrid, Alianza Editorial, 1988; L. M.ª Anson, Don Juan, Barcelona, Plaza y Janés, 1994; E. Vegas Latapié, La frustración de la Victoria. Memorias políticas. 1938-1942, Madrid, Editorial Actas, 1995; J. Martínez de Bedoya, Memorias desde mi aldea, Valladolid, Editorial Ámbito, 1996; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda García, El poder y sus hombres. ¿Por quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705- 1998), Madrid, Editorial Actas, 1998; J. M. Cuenca Toribio, Estudios de Historia política contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 2000; La obra historiográfica de Florentino Pérez-Embid, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000; Ocho claves de la historia de España contemporánea, Madrid, Ediciones Encuentro, 2003.
José Manuel Cuenca Toribio