Mendoza de la Cerda, Ana. Princesa de Éboli. Cifuentes (Guadalajara), VI.1540 – Pastrana (Guadalajara), 12.II.1592. Noble.
Pocos personajes de la historia de España han sido tan discutidos, vilipendiados y novelados como Ana Mendoza. Su fama de alocada, voluble, caprichosa y estridente ha sobrevivido por encima de la realidad de su vida. Ciertamente, quien haya leído las cartas originales que la princesa de Éboli escribió con sus propias manos y haya contemplado los picudos rasgos con los que trazaba las letras, como si rasgara el papel, sin rectificar ni unir ninguna y tan grandes que apenas si un folio puede contener un par de frases, concluirá, aunque no posea grandes conocimientos de psicología, que se trataba de una mujer de carácter especial. Con todo, los acontecimientos que se conocen de su vida no inducen a pensar que su comportamiento fuese sinónimo, exclusivamente, de alocamiento o “caprichosidad”, sino también de radicalidad, superación de la adversidad y autenticidad. De cualquier manera, las contrariedades y vicisitudes que atravesó desde su niñez no le permitieron tener una vida armoniosa y, desde luego, su comportamiento y actividad se explican por causas más racionales que por los ciegos amoríos falsamente atribuidos.
Ana Mendoza perteneció a la familia de los Mendoza, fue biznieta del gran cardenal y arzobispo de Toledo Pedro González de Mendoza e hija de Diego de Mendoza, príncipe de Mélito y duque de Francavila, virrey de Cataluña y de Aragón, presidente del Consejo de Italia, y de Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes. Nació en el mes de junio de 1540 en la villa de Cifuentes, en casa de sus abuelos, los condes del mismo nombre, y fue bautizada el 29 de junio. Su infancia transcurrió en la casa que sus abuelos poseían en Alcalá de Henares, donde permaneció hasta que se concertó su matrimonio en 1552, cuando ella contaba tan sólo con doce años de edad, y el novio, Ruy Gómez de Silva, 36. El 12 de julio de 1554, Ruy Gómez acompañaba a Felipe II, rumbo a Inglaterra, donde se había de casar con María Tudor y, aunque el noble portugués volvió a Castilla en 1557 para negociar ciertos asuntos con Carlos V, que se hallaba en Yuste, el matrimonio parece que no se consumó hasta 1559, fecha en la que volvió definitivamente acompañando a Felipe II, tras enviudar de su segunda esposa.
El matrimonio duró catorce años, pues, en 1573 moría Gómez de Silva. Durante este período, Ana concibió diez veces, logrando sobrevivir seis de sus hijos. A la vista de ello, no parece que Ana tuviera mucho tiempo para llevar una vida dedicada a la disipación y chismorrería cortesana. Las primeras noticias que se tienen de ella se refieren a las Cortes de Toledo de 1560. Allí se juró heredero al príncipe Carlos, se recibió a la tercera esposa del Rey, Isabel de Valois, y se reconoció como hermano del Rey a Juan de Austria, por lo que se otorgó casa a cada uno de estos miembros de la Familia Real. En Toledo, Ana apareció en ambiente cortesano, junto a la Reina, la princesa Juana de Austria, gozando de la amistad del príncipe Carlos, de Juan de Austria y de otros nobles; esto es, dentro de un grupo político que ha sido conocido en la historia con el nombre del título nobiliario de su esposo, el partido “ebolista”.
La facción cortesana ebolista poseía una serie de características —tanto políticas como religiosas— muy especiales, que contrastaban profundamente con las de otro partido cortesano que le disputaba el control del gobierno de la Monarquía y que ha pasado a la historia con el nombre de partido “albista” (por considerar que el gran patrón fue el duque de Alba, hombre más militar que político), aunque tras el nombramiento de Diego de Espinosa como presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general (1568) y la marcha del duque de Alba a Flandes, se considera más correcto denominarlo partido “castellano”.
Este partido estaba formado esencialmente por un amplio grupo de letrados pertenecientes a las elites urbanas castellanas, empeñados en articular todos los reinos y territorios de la Monarquía hispana en torno a Castilla y de imponer una ideología católica que estuviera de acuerdo con los intereses políticos de la Monarquía y que fuera expresión de los ideales e intereses del sector social dominante (castellano), lo que se traducía en unas prácticas religiosas en las que se concedía gran importancia al formalismo religioso y a la espiritualidad intelectual como única manera de controlar el asentimiento social a dicha ideología. Por el contrario, la facción ebolista, compuesta, en buena parte (además de los miembros de la Familia Real) por nobles procedentes de las elites de los reinos y por algunos letrados que les servían, aspiraban a una Monarquía articulada en torno a todos los reinos que la componían, sin preeminencia de ninguno; desde el punto de vista religioso, los componentes de dicho grupo se insertaban en las corrientes espirituales de la observancia y del recogimiento que propugnaban una práctica religiosa más personal y vivencial y, por consiguiente, unas actitudes espirituales más radicales de acuerdo al catolicismo propuesto por Roma, sin matices ni intereses particularistas; dicha tendencia espiritual cuajó —durante la segunda mitad del siglo xvi— en el movimiento radical conocido con el nombre de descalzo en las órdenes religiosas, tan contrario a la religiosidad intelectual del confesionalismo católico que estaba implantando Felipe II. De este modo, se producía una situación en la que los intereses políticos y las tendencias ideológicas y espirituales se superponían, de manera que las reivindicaciones políticas de los reinos periféricos en el modo de gobernar, respaldaban las tendencias espirituales defendidas por Roma (era el Pontífice quien debía definir la ortodoxia religiosa) y rechazaban las impuestas por el Rey católico y sus asesores castellanos.
En el Toledo de 1560, la facción ebolista aparecía como predominante y más cercana al Rey que la albista.
En estas circunstancias políticamente favorables, Ana de Mendoza se vio obligada a abandonar la corte (en 1561) para dar a luz. A partir de entonces y hasta la muerte de su esposo (1573), la princesa de Éboli desapareció de la corte para pasar largos períodos de reclusión, bien en Pastrana, bien en su casa de Madrid, dados los numerosos partos que tuvo durante tan corto período de tiempo (prácticamente un alumbramiento por año). Desde el punto de vista político, se produjeron grandes cambios en la corte hispana durante su ausencia: el partido castellano había conseguido imponerse en el gobierno de la Monarquía, desplazando a los miembros del partido ebolista, y Felipe II, con la ayuda de un conjunto de selectos letrados, había comenzado a imponer su proceso de confesionalización católica. Con todo, Ana Mendoza mantuvo su conexión con el grupo cortesano a través de la práctica espiritual que les era común a todos sus miembros, lo que se reflejó en el apoyo que mostró a Teresa de Jesús, carmelita descalza, cuya línea de espiritualidad nacía de la misma que practicaba el grupo ebolista. No resulta extraño, por tanto, que le ayudara a fundar dos conventos en Pastrana (1569), ni que a la muerte de su marido (Ruy Gómez de Silva) en 1573, la princesa de Éboli manifestara deseos de encerrarse en el convento fundado por ella y hacerse monja “descalza”, de acuerdo a la espiritualidad radical que apoyaba su grupo político, de lo que tanto se admira Gregorio Marañón, achacándolo exclusivamente a veleidades de su carácter. No obstante, a principios de 1574 salía del convento, por orden de Felipe II, y se aposentaba en su palacio de Pastrana, donde residió en paz y sosiego durante casi tres años. El 17 de marzo de 1576 murió su madre, y su padre, ya entrado en años, de nuevo se casó con Magdalena de Aragón, hija de los duques de Segorbe y Cardona.
El matrimonio esperaba un hijo cuando murió el duque de Mélito, lo que suponía que —si era varón— le arrebataba la herencia de su padre. No llegó a producirse tal suceso porque la niña, futura heredera, nació muerta. Un poco antes de producirse este desenlace, su pariente, Íñigo López de Mendoza, marqués de Almenara (el mismo que años después —en 1591— murió a causa de las heridas recibidas en la sublevación que tuvo lugar en Zaragoza a causa de la prisión de Antonio Pérez), había presentado una demanda pidiendo ser declarado sucesor de buena parte de los mayorazgos de la casa de Mélito, alegando que, por ser varón, tenía derecho de preferencia sobre Ana Mendoza.
En estas circunstancias tan acuciantes, Antonio Pérez, hechura de su difunto marido, acudió a su casa de Madrid para ofrecerle sus servicios y ayuda. En la primera entrevista, el secretario no le pudo causar peor impresión a la princesa de Éboli, mujer de carácter fuerte y de posturas radicales. No obstante, pronto se percató de la pieza fundamental que representaba Pérez en el entramado cortesano, precisamente por su propio cargo y por la confianza que el Rey tenía depositada en él. Efectivamente, los grandes patronos del partido castellano habían desaparecido al comenzar la década de 1570: Diego de Espinosa había muerto en 1572, Martín de Velasco en 1573, etc., mientras los que iban a ser los sucesores, como Mateo Vázquez, aún no tenían la influencia ni el reconocimiento de grandes patronos cortesanos. Se juntaba a esa circunstancia que el proceso confesionalista iniciado por Felipe II en sus reinos tras la finalización del concilio de Trento, había producido graves desgastes (que el propio Rey no había imaginado) en la Monarquía, tales como el levantamiento de los moriscos de Granada o el callejón sin salida que se había producido en los Países Bajos con la política seguida por el duque de Alba, sin contar con el creciente malestar de Roma por la continua invasión que los oficiales del Rey hacían en la jurisdicción eclesiástica y hasta en la definición de la religiosidad ortodoxa y, finalmente, el descontento de las elites de los reinos que veían cómo este grupo de letrados castellanos impedían un acercamiento a la persona del Rey y, por consiguiente, evitaban su influjo en la toma de decisiones en el gobierno de la Monarquía.
En tales circunstancias, emergió el personaje de Antonio Pérez, que, tras la muerte de su padre en 1566, había ocupado su puesto de secretario bajo el apadrinamiento de Ruy Gómez de Silva, pero que por su juventud y porque la facción de su protector estaba desplazada del gobierno, pasaba inadvertido realizando sus labores en la proximidad del Monarca.
Roma se percató de la evolución cortesana madrileña y, con la ayuda de los miembros de la Familia Real, que aún permanecían vivos, y de ciertos nobles cortesanos, comenzó a reorganizar el antiguo partido ebolista. El nuevo partido ebolista, que a partir de la muerte de Ruy Gómez es preferible denominarlo “papista”, contó con el decidido apoyo del Pontífice y, por consiguiente, del nuncio, y con la participación de poderosos personajes nobiliarios entre los que se encontraban, además de Ana Mendoza, Juan de Austria, los duques de Villahermosa, buena parte de la alta nobleza castellana y toda la nobleza (salvo alguna excepción) de los reinos periféricos de la Monarquía.
Sin embargo, la gestión política que esta facción cortesana llevaba junto al Monarca estaba controlada por personajes menores que se aprovecharon de su cargo para adquirir una importancia social e influencia política que en sí mismos no tenían, tales como los secretarios Antonio Pérez y Juan de Escobedo. La princesa de Éboli utilizó a Pérez para que le contase los tráfagos de gobierno y, de esta manera, ejercer una poderosa influencia, sustituyendo a su difunto marido como gran patrón cortesano; dado su fuerte carácter, no le habría hecho falta mucho esfuerzo para dominarlo y someterlo bajo su influencia, pero es que, además, el secretario tenía muy asumido que había sido hechura de su marido y, por fidelidad clientelar, limpiamente le ofreció sus servicios. De esta manera, Antonio Pérez se encontraba ocupando el papel de gran patrón cortesano dentro de un grupo compuesto por personajes política y socialmente superiores a él.
De esta situación tan ventajosa se dio cuenta Juan de Escobedo cuando llegó a Madrid en julio de 1577.
Escobedo era secretario de Juan de Austria, a quien, por su condición de hermano del Rey, correspondía, por lógica, ser el gran patrón cortesano, como sucedía en otras Monarquías europeas; pero dado su espíritu militar, había sido nombrado gobernador de los Países Bajos con el apoyo de “los consejeros del grupo de Antonio Pérez y los que obedecían al Vaticano” (Marañón, 1982: 236). Antonio Pérez era consciente de esta situación, por lo que siempre accedía a procurar las mercedes y favores que le solicitaba Escobedo.
Cuando los requerimientos y aspiraciones de éste se hicieron demasiado gravosos e impertinentes, Pérez se negó a proveerlos, lo que llevó a Escobedo —hombre fácil de palabra— a amenazarle diciendo que si convencía a don Juan para que se asentase en Madrid, el joven hermano del Monarca sería el gran patrón cortesano y él su secretario, lo que equivalía a desplazar a Pérez y, por consiguiente, a Éboli. Tales palabras fueron la sentencia de muerte del secretario cántabro, pues aquéllos vieron amenazada su privilegiada situación cortesana. Solamente había que convencer a Felipe II de que Escobedo transmitía a su hermano peregrinas ideas de herencias y sucesiones en la Monarquía.
El Rey Prudente, todo crédulo, siempre celoso de que alguien le usurpara el poder, ordenó de inmediato el asesinato del osado secretario.
El partido castellano observó la división que existía dentro del grupo político enemigo y, una vez perpetrado el crimen, tuvo argumentos sobrados donde asirse para pedir la expulsión de los miembros del grupo papista de los cargos que ocupaban y de abandonar la política y la ideología religiosa que pretendían implantar. La machacona insistencia de Mateo Vázquez (con la ayuda de otros letrados) tuvo sus frutos.
El Monarca fue cambiando paulatinamente a los amigos de Pérez de los cargos centrales del gobierno de la Monarquía y los fue sustituyendo por los clientes del secretario enemigo (Mateo Vázquez). Los dos líderes (Antonio Pérez y Ana Mendoza) que monopolizaban la influencia cortesana del partido papista, eran conscientes del aislamiento cortesano que se estaba extendiendo en torno a sus personas a pesar de la normalidad con que eran tratados por el Rey. No obstante, antes de iniciar su viaje para anexionar Portugal, Felipe II se percató de que no podía dejar la corte de Madrid en un estado político tan soliviantado, por lo que llamó al cardenal Granvela, que se hallaba en Italia, para que se quedara como responsable de las instituciones que gobernaran la Monarquía durante el tiempo que durase su ausencia en el reino vecino.
El 28 de julio de 1579, Granvela llegó a Madrid y en la noche del mismo día, sin esperar ni una hora más, eran detenidos Antonio Pérez y la princesa de Éboli.
Es importante insistir en que el golpe no estuvo dirigido solamente contra estos dos personajes, sino también contra todo lo que representaban.
A las once de la noche se presentó en casa de la princesa de Éboli el capitán de la guardia española del Rey, Rodrigo Manuel de Villena, anunciándole que quedaba presa por mandato del Rey, al mismo tiempo que le daban los nombres de las tres mujeres que el propio Felipe II había elegido para que la acompañaran en su servicio. Desde su casa fue llevada presa a la torre de Pinto. La dureza de la prisión incitó a sus familiares y amigos para solicitar al Monarca que la cambiase de sitio, siendo traslada al castillo de Santorcaz en febrero de 1580. No le resultó menos dura la vida en este último sitio, por lo que, de nuevo, sus quejas fueron llevadas ante el Monarca por sus familiares. Como consecuencia, en marzo de 1581, Felipe II ordenó que permaneciese presa en su propio palacio de Pastrana, gozando de la compañía de su hija menor, que se llamaba Ana como ella, y de cuatro sirvientas. Al poco tiempo, el Monarca tomaba unas decisiones, desde Lisboa (noviembre de 1582), que equivalían a la muerte civil de Éboli: fue privada de la tutoría y administración de sus hijos, de la que se encargó una junta formada por el conde de Barajas, Rodrigo Vázquez de Arce y el confesor del Rey, fray Diego de Chaves (todos ellos pertenecientes al partido castellano).
Dentro de su amargura y de los momentos de desesperación, la vida de Ana resultó tranquila y muchas de sus cartas traslucen una personalidad madura y sensata que contrasta fuertemente con la imagen transmitida por la leyenda. Resultan especialmente aleccionadores los consejos dados a su hijo Diego de Silva y Mendoza, futuro conde de Salinas, con motivo del fracasado matrimonio con Luisa de Cárdenas Carrillo de Albornoz, señora de Colmenar de Oreja, Torralba y Beteta, y sobrina del duque de Maqueda, así como otras cartas a diversos personajes. No obstante, la huida de Antonio Pérez, en mayo de 1590, hizo que Felipe II imprimiera más rigor a la prisión de Ana Mendoza, por si ella pudiese albergar la misma idea que su compañero.
El Monarca ordenó poner rejas dobles en todas las ventanas del palacio y en la que daba a la plaza del mercado de Pastrana (única ventana hacia el exterior), una tupida celosía que, incluso, impedía que entrara el aire. La situación en la que quedó viviendo Ana resultó conmovedora. El propio escribano Torrontero, que tuvo que ir a inspeccionar las obras realizadas para dar cuenta al Monarca, escribía impresionado: “Fui a su aposento y por detrás de un paño de pared que está delante de la cama oí como la dicha señora princesa estaba dando grandes voces, llorando y sollozando, diciendo muchas cosas, entre las cuales decía: ‘¡Qué informaciones tan falsas han sido éstas que me ponen en cárcel de muerte a mí y a mi hija! Nunca ofendí a mi Rey y Señor. Dios del cielo, remédianos, pues Vos veis todo y con mano larga hacéis mercedes, y así confío nos habéis de remediar. Hija, pídelo tú a Dios, que no nos ha de faltar, que a nadie faltó. Dadnos por testimonio, Torontio, que nos ponen en cárcel oscura, que nos falta el aire y el aliento para poder vivir; que no es posible que Su Majestad tal quiera ni permita siendo bien informado, ques cristianísimo. Y escribid a mis hijos que suplique a Su Majestad que el doctor Ballés, que sabe estos aposentos y ha estado en ellos, declare cómo no se podía vivir en ellos, estando como estaban sin rejas, cuanto más agora hechos cárcel de muerte, oscuros y tristes’” (Codoin, vol. 56). Semejantes lamentos no parecen salir de la cabeza de una persona caprichosa y voluble, sino de alguien con fuerte personalidad, capaz de adoptar posturas radicales ante la vida, que se encuentra impotente para liberarse de la gran injusticia que está padeciendo y que pone su plena confianza en Dios. Postura tan radical, en la forma de entender la religión y también la vida, recuerda (al menos en las palabras) a la que adoptó el movimiento descalzo español.
Con todo, las dolencias de Ana Mendoza fueron creciendo sin que nadie las remediase y durante el invierno de 1591-1592 quedó tullida, sin poder salir de la habitación ni siquiera levantarse de la cama. El 12 de febrero de 1592, a los cincuenta y dos años de edad, murió Ana Mendoza de la Cerda. Sus restos se conservan en la iglesia colegiata, que ella y su esposo habían mandado construir en la misma villa.
Bibl.: F. de Santa María, Reforma de las descalzas reales de Nuestra Señora del Carmen, Madrid, 1644; L. Salazar y Castro, Historia Genealógica de la Casa de Silva, Madrid, por Melchor Álvarez, y Mateo de Llanos, 1685, 2 vols. (ed. facs., Navarra, Wilsen, 1998); M. Fernández Navarrete, M. Salvá y P. Sainz de Baranda (comps.), Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. LVI, Madrid, Imprenta de la Viuda de Calero, 1870; G. Muro, La princesa de Éboli, Madrid, Aribau y Cía., 1877; A. González de Amezúa y Mayo, Isabel de Valois, reina de España (1546- 1568), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1949, 3 vols.; E. de la Madre de Dios y O. Steggink, Tiempo y vida de Santa Teresa, Madrid, BAC, 1968, G. Marañón, Antonio Pérez. Obras Completas, vol. VI, Madrid, Espasa Calpe, 1982; T. J. Dadson, “Nuevos datos para la biografía de don Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas” y “Más datos para la bibliografía de don Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas”, en Criticón, 31 y 34 (1985 y 1986), págs. 59-84 y págs. 5-26, respect.; J. Martínez Millán (ed.), Instituciones y elites de poder en la Monarquía hispana durante el siglo xvi, Madrid, Universidad Autónoma, 1992; J. Martínez Millán (dir.), La Corte de Felipe II, Madrid, Alianza, 1994; J. Martínez Millán y C. J. Carlos Morales (dirs.), Felipe II (1527- 1598). La configuración de la Monarquía hispana, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998; H. H. Reed y Trevor J. Dadson, La princesa de Éboli. Cautiva del rey. Vida de Ana de Mendoza y de la Cerda (1540-1592), Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica-Marcial Pons, 2015.
José Martínez Millán