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Antonio Felipe González González

Biografía

González González, Antonio Felipe. Marqués de Valdeterrazo (I). Valencia de Mombuey (Badajoz), 5.I.1792 – Madrid, 30.XI.1876. Estadista y diplomático.

Nacido en el seno de una importante familia hacendada pacense, Antonio González cursó sus primeros estudios en el colegio de Valance de Badajoz, donde ingresó en 1799. Iniciada la Guerra de la Independencia, en 1809 se integró en las compañías de Artillería de la plaza de Badajoz, para pasar poco después a formar parte como cadete del Regimiento de úsares de Castilla. En este cuerpo, por los distinguidos servicios prestados en distintas acciones militares, fue promovido a segundo maestre de cadetes y en 1811 al grado de oficial.

Concluida la guerra, aunque se mantuvo vinculado a ese Regimiento hasta junio de 1822, volvió a sus estudios y terminó la carrera de Leyes en la Universidad de Zaragoza, donde en 1819 se graduó de bachiller.

Inaugurado ya el Trienio Constitucional, tras ser recibido como abogado por la Audiencia de esa ciudad aragonesa en 1821, se trasladó a Madrid para ejercer la profesión, donde, a mediados del siguiente año, fue nombrado auditor de la Capitanía General, desde donde tuvo que informar en las causas abiertas con motivo de la sublevación contrarrevolucionaria ocurrida en julio en la capital. Desempeñando desde enero de 1823 el mismo puesto de auditor en la Capitanía General de Andalucía, ubicada en Sevilla, manifestó su total adhesión al régimen liberal, sumándose, primero, a las autoridades constitucionales, aquí desplazadas en su huida del ejército reaccionario de los Cien Mil Hijos de San Luis, y acompañándoles, después, en su retirada a Cádiz. En éste, su último destino, desde mediados de agosto al final de septiembre ejerció como fiscal togado del Tribunal especial de Guerra y Marina, entonces establecido.

Triunfante la reacción absolutista e incumplida por Fernando VII la promesa de amnistía, a Antonio González, como a los demás liberales más comprometidos, no le quedó más salida que el exilio. Sin embargo, tras permanecer unos meses en Gibraltar, no siguió los pasos de la mayoría emigrando a Gran Bretaña, sino que, junto a su hermano José y los militares Facundo Infante y Antonio Seoane, y el hermano de éste, José, se dirigió, vía Brasil, a Perú. Este territorio era el único que aún no se había independizado, pero estaba bajo la hegemonía de los realistas.

Por eso, a su llegada al departamento de Santa Cruz en septiembre de 1824, fueron arrestados por orden del general español Juan José Olañeta, futuro suegro de Antonio González. Salvo él, aquejado de unas “calenturas malignas”, los demás lograron fugarse en diciembre con el desconcierto ocasionado por la batalla de Ayacucho. La evasión de Antonio González tuvo que esperar, no sin riesgos para su vida, al progresivo predominio de los independentistas.

Ya con plena libertad, se estableció en Arequipa, donde abrió un despacho de abogado, que le proporcionó cuantiosos ingresos. Aquí, recién instalado, conoció a Baldomero Espartero, por el que al parecer intercedió ante Simón Bolívar, logrando que se le indultara de la pena de muerte a la que estaba condenado por espionaje. Si esta relación surgida entonces fue fundamental para su futura carrera política, para la diplomática lo fueron los conocimientos que adquirió en el viaje que durante un año realizó por diferentes países europeos, antes de regresar a España en mayo de 1834.

Entonces, ya bajo la regencia de María Cristina, se acababa de abrir tímidamente el camino a la Monarquía constitucional en torno al Estatuto Real. Pues bien, en el estamento de procuradores contemplado en este texto se integró Antonio González, al recibir el respaldo para ello de los electores de Badajoz en los comicios celebrados en junio. Elegido primer secretario de la Cámara, muy pronto se significó como uno de los líderes indiscutibles de la oposición del liberalismo avanzado, siendo uno de los procuradores que más peticiones formuló y firmó, destacando entre ellas la de la tabla de derechos presentada en agosto.

De ahí que alcanzara la vicepresidencia del estamento cuando, tras una secuencia de movilizaciones populares, en septiembre de 1835 se produjo el cambio político por él auspiciado, elevando al gobierno a Juan Álvarez Mendizábal. Convertido en uno de sus más fieles seguidores, descollando en el apoyo brindado al voto de confianza solicitado en diciembre, Antonio González no sólo volvió a ser elegido procurador por Badajoz en los comicios de febrero de 1836, sino que al siguiente mes consiguió la presidencia del estamento.

Si la elección de este cargo mostró la división entre mendizabalistas y los moderados seguidores de Francisco Javier Istúriz, ésta se acrecentó sobremanera cuando en mayo éste asumió las riendas del ejecutivo, llegando al extremo cuando la mayoría del estamento manifestó su desaprobación mediante un voto de censura y la Reina Gobernadora para contrarrestarlo le otorgó el decreto de disolución. La dirección de la Cámara en estas circunstancias tan adversas no libró a Antonio González de las acusaciones de parcialidad, que intentó refutar en un opúsculo publicado a la terminación de la legislatura. La crítica que, a la par en el mismo, se hacía a la primacía de la prerrogativa regia y al propio sistema político del Estatuto Real, era compartida por el liberalismo avanzado, principal animador del nuevo desarrollo revolucionario, que se saldó en agosto con el restablecimiento provisional de la Constitución de 1812.

La nueva situación entonces inaugurada reconoció a Antonio González los servicios prestados nombrándole el 1 de octubre magistrado del Supremo Tribunal de Justicia, sin prescindir de sus luces en las Cortes Constituyentes, que inmediatamente iniciaron las sesiones. Ostentando para ello el acta de diputado obtenida por Badajoz, esta vez se contó con él, no para cubrir la presidencia, que sólo la ocupó durante el mes de diciembre, sino para formar parte de la comisión constitucional. En la misma, él, que nunca había tenido como ideal el código político gaditano, compartió con Salustiano Olózaga —secretario de la comisión y principal inspirador del nuevo texto constitucional— el abandono del liberalismo más radical inspirador de aquél y la asunción de principios del doctrinarismo moderado como el de la soberanía compartida y el bicameralismo. En la afirmación de estos presupuestos destacaron sus intervenciones, al considerar que con su implantación la división y equilibrio de poderes lograría la armonía, eso sí, sin olvidar “la máxima de que los gobiernos constitucionales debían formarse de la mayoría de los Cuerpos Colegisladores”. El carácter transaccional de esta Constitución, promulgada en junio de 1837, también se transmitió a las normativas electoral y de imprenta, otras dos de las comisiones en las que Antonio González participó. En ambos casos, abogó por extender cuanto fuera posible los derechos por ellas regulados, y se mostró un firme defensor del juicio por jurados “como mejor garantía para libertad de imprenta”.

La victoria rotunda de los moderados en la primera aplicación en octubre de esa nueva ley electoral, no apartó al magistrado badajocense de las Cortes, pero lo trasladó al Senado como representante por el distrito de Huelva. Bien porque fuera uno de los que más estaba contribuyendo a templar el ideario del liberalismo exaltado haciéndolo progresista, bien por la propia convivencia de cámara, lo cierto es que el también senador duque de Frías, en los últimos balbuceos del ejecutivo que llevaba presidiendo desde septiembre de 1838, pensó en él para cubrir la renuncia del ministro de Gracia y Justicia. Un pensamiento que se trasladó a las páginas de la Gaceta con fecha de 6 de diciembre, pero que no correspondió a la realidad, ya que Antonio González nunca aceptó, por lo que fue preciso emitir otro decreto revalidando interinamente al recién cesado Domingo María Ruiz de la Vega.

Porque una cosa era participar en la conversión del progresismo en un liberalismo respetable y otra muy distinta era sumarse al Partido Moderado. Menos aún cuando la situación política retornó al enrarecimiento de la primavera de 1836. Así es, desde agosto de 1839 el gobierno moderado sucesor del anterior, el presidido por Evaristo Pérez de Castro, se sostenía exclusivamente por la prerrogativa regia. Utilizó la resolución de la cuestión de los Fueros vascos planteada en el convenio de Vergara (en cuyo debate las intervenciones de Antonio González estuvieron orientadas a afirmar la Constitución sobre los Fueros y a subrayar el papel de Baldomero Espartero como firmante de ese convenio), tanto para mantenerse en el poder como para justificar la disolución de las Cortes. Sustituyó la mayoría progresista por una moderada con las controvertidas elecciones de enero de 1840, en las que el magistrado badajocense logró un acta de diputado suplente por Valencia, que pudo hacer efectiva por la renuncia de uno de los titulares. Y planteó una serie de proyectos legislativos que, modificando el sistema político, anulaban a los progresistas como fuerza política.

Éste era el objetivo que perseguía el proyecto de ley municipal, poner fin al predominio de éste en los ayuntamientos mediante su supeditación al ejecutivo.

Para hacerle frente, los progresistas actuaron en las Cortes, en cuyo debate Antonio González simplemente se sumó a la argumentación de inconstitucionalidad que centró la oposición, y fuera de ellas, contando con el respaldo del general Baldomero Espartero.

El pulso entre éste y la regente se saldó, primero, con la sanción de la normativa local y, después, ante el malestar social generado, con la dimisión del Gobierno moderado. Antonio González, vinculado ya estrechamente a ese general, fue el encargado de la sustitución, al ser nombrado el 20 de julio presidente del ejecutivo, a la par que se responsabilizaba de la cartera de Gracia y Justicia. Pues bien, estableció como condición sine qua non para su mantenimiento en el encargo la aceptación de un programa, claro contrapunto al moderado, en el que, además de la anulación de la reforma municipal y la disolución de las Cortes, demandaba la rígida observancia a los principios del régimen representativo y la ampliación de las funciones del Consejo de Ministros en detrimento de la Corona. Impugnado por la Reina Gobernadora, a diferencia de los compañeros de gabinete, el futuro marqués de Valdeterrazo el 12 de agosto abandonó el ejecutivo.

Dejó la responsabilidad ministerial y se sumó al movimiento insurreccional, promovido a principios de septiembre por las corporaciones locales de Madrid.

Así, asistió a las reuniones de la junta de gobierno formada con ellas y con la extensión de este modelo se convirtió en representante en la capital de la institución revolucionaria de la provincia de Huelva. Triunfante la Revolución Progresista, con la renuncia en octubre de María Cristina a la regencia y la asunción provisional de sus funciones por el Gobierno presidido por Baldomero Espartero, éste quiso integrarle en el mismo, pero Antonio González rehusó hasta tanto se tranquilizara la situación. En cambio sí aceptó los nombramientos, primero, en noviembre de miembro de la comisión establecida en el Ministerio de Gracia y Justicia para el examen y estudio de las causas políticas, y, después, en febrero de 1841 de embajador en Londres. Cargo éste que apenas ocupó porque, elegido diputado por Badajoz y Valencia en las elecciones de este mismo mes, a mediados de abril, optando por la primera, juró el cargo en el Congreso.

Aquí figuró como uno de los principales adalides de la, finalmente aprobada, regencia unitaria en manos de Baldomero Espartero. Éste, por esto y por verle más dispuesto a plegarse a sus pretensiones, el 20 de mayo le encargó la formación de Gobierno, en detrimento de Salustiano Olózaga, lo que acabó escindiendo al progresismo templado en que ambos se encuadraban.

Y es que todo indica que en Antonio González pesó más la fidelidad al regente que su profesión de fe política por los principios del régimen representativo tan ardorosamente defendidos a lo largo de su carrera parlamentaria y establecidos como norma de conducta en su programa de gobierno. Algo que anunció la composición del gabinete, ya que, teniendo presente que además de la presidencia él retuvo la cartera de Estado, de las cinco restantes tres estuvieron en manos de generales del entorno de Baldomero Espartero.

Y afirmó la acción de gobierno, en la que, interviniendo muy directamente el regente, sobre todo tras la neutralización de la insurrección conservadora de octubre, se actuó inconstitucionalmente al margen de las Cámaras y utilizando métodos castrenses para la resolución de los problemas (como ocurrió en noviembre con el movimiento juntista de Barcelona).

Esto, unido a los sentimientos encontrados que provocó la asunción del librecambismo y a los escándalos descubiertos en algunos contratos públicos, conformaron los argumentos de la desautorización de este ejecutivo por el voto de censura aprobado en el Congreso el 28 de mayo de 1842. Al día siguiente, Antonio González, rechazando la opción del regente por la disolución de las Cortes, presentó la dimisión, que no fue efectiva hasta el 17 de junio.

En la comunicación que recogía esa renuncia expresaba la adhesión y lealtad a la persona de Baldomero Espartero. Y así fue, cuando menos, hasta el final del bienio progresista en el verano de 1856. Inmediatamente, durante el corto tiempo de existencia que quedaba a la regencia, por un lado, mantuvo la propiedad del diario madrileño El Espectador que, afín a la política del general, a instancias de éste había promovido con Evaristo San Miguel en agosto de 1841; por otro lado, colaboró en el esfuerzo por aglutinar a todos los progresistas esparteristas para hacer frente a la creciente oposición. No se consiguió. Las elecciones legislativas de marzo de 1843, en las que Antonio González obtuvo acta de diputado por Cádiz (ya que la lograda por Badajoz perdió todo su valor al ser anulados los comicios de la provincia), evidenciaron la debilidad en la que se encontraban. El autoritarismo de Baldomero Espartero se encargaría del resto, es decir, de poner fin al trienio de dominio progresista.

Esta fallida experiencia facilitó el monopolio del poder por los moderados durante la primera década del reinado efectivo de Isabel II. Lógicamente, para Antonio González fue una época de alejamiento de la escena pública. No fue total, porque participó en la Cámara Alta, al ostentar el cargo de senador vitalicio desde abril de 1847. Pero este nombramiento, al igual que ocurrió pocos meses después con el de su idolatrado general, no se debió, por lo menos en este momento, a un acercamiento al ideario conservador, sino a la política de conciliación promovida durante el corto tránsito por el ejecutivo de los moderados puritanos.

Su aproximación a ese credo a través de este grupo tuvo que esperar a la inclusión del bienio progresista.

Con el retorno de esta fuerza política en el verano de 1854 volvió Baldomero Espartero a las riendas del ejecutivo, pero mitigado con la presencia del general moderado templado Leopoldo O’Donnell. Pues bien, manteniéndose en la órbita del primero, Antonio González recuperó en las elecciones de noviembre su acta de diputado por Badajoz. Pero su cometido fundamental esta vez no se desarrolló en el Congreso, sino en la embajada española en Londres, a cuyo frente estaba desde agosto. Fue una época de viajes de ida y vuelta entre la capital española y la británica para cubrir esas dos responsabilidades, que terminaron a principios de agosto de 1856 cuando, roto el acuerdo entre esos dos generales y terminada con ello la nueva experiencia progresista, se le admitió la dimisión de cargo.

Para Antonio González, el subsiguiente bienio moderado, que le restituyó la alta dignidad senatorial, fue un tiempo de reflexión, pero sobre todo de desligamiento de Baldomero Espartero y vinculación al conglomerado de progresistas templados y moderados puritanos que, bajo el liderazgo de Leopoldo O’Donnell, estaban conformando la Unión Liberal.

Una adscripción que no pudo resultarle más beneficiosa, porque su acceso al poder a principios del verano de 1858 supuso para el ya anciano Antonio González una nueva etapa dorada en su carrera pública.

Fue, primero, en julio el nombramiento de consejero de Estado y, después, tras cuatro años de ejercicio de esta magistratura, en febrero de 1862 el de embajador de nuevo en la legación española de Londres. Pero, además, aceptada en marzo de 1863 la dimisión a este cargo, presentada por motivos de salud, antes de progresar todavía en el Consejo de Estado en el que volvió a reintegrarse, Antonio González logró el ennoblecimiento, al concedérsele en octubre de 1864 el marquesado de Valdeterrazo. Así, ya con este título, una vez ostentada la jefatura de la sección de Negocios Extranjeros, a finales de abril de 1866 alcanzó la presidencia de esa institución, cúspide de la administración consultiva.

A este alto cargo renunció a mediados de julio por discrepar con el autoritarismo moderado, instalado a partir de entonces en el poder. Con todo, este distanciamiento político no significó en Antonio González su apoyo al sector de la Unión Liberal que, tras la muerte de Leopoldo O’Donnell, se sumó a las fuerzas que finalmente en septiembre de 1868 protagonizaron la revolución que terminó con la Monarquía isabelina. Se mantuvo al margen de la Gloriosa y, durante el sexenio democrático que le sucedió, se acercó al grupo que, procedente de esa misma fuerza política, bajo la autoridad de Antonio Cánovas del Castillo, a finales de 1874 restableció la Monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII. Pues bien, en las Cortes Constituyentes que definieron el nuevo régimen de la Restauración, el marqués de Valdeterrazo, con ochenta y tres años, participó al resultar elegido en febrero de 1876 senador por Almería.

Aquí, en esta Cámara Alta Antonio González terminó su dilatada carrera pública. Durante ella, en los diferentes ámbitos militar, judicial, político y diplomático, obtuvo distintas condecoraciones, que van desde la Cruz de la batalla de la Albufera y otras de la Guerra de la Independencia y, pasando por la de la Gran Cruz de la Orden de Cristo de Portugal, del Cruceiro de Brasil, del León Neerlandés, de la Estrella del Norte de Suecia y Noruega, del Cordón de Nitchen de Turquía, de senador de Parma, etc., hasta la de caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III.

A su muerte, acaecida en Madrid el 30 de noviembre de 1876, dejaba un más que notable patrimonio.

La parte integrada por las extensas fincas, ganaderías y propiedades urbanas situadas en el municipio de su nacimiento, provenía de la herencia de sus padres, Tomás González Vázquez e Isabel González Hernández.

La formada por la hacienda de Valdeterrazo (adquirida con la desamortización civil en el municipio badajocense de Villanueva del Fresno) y, sobre todo, por las propiedades urbanas de Madrid, las participaciones en el Banco de España (que le convertían en el cuarto accionista más importante) y otros importantes efectos comerciales, fue reunida tras su matrimonio a finales de 1838 con María Josefa Olañeta Ocampo, hija del general guipuzcoano Juan José Olañeta.

Ambas partes pasaron a sus dos únicos hijos, Amalia y Ulpiano, sumando éste el título de marqués, que en 1893 se elevó a la Grandeza de España.

 

Obras de ~: Contestación a las inculpaciones hechas al último Estamento de Procuradores del Reino, Madrid, Imprenta de D. M. García, 1836.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, exps. personales, HIS-0197-03; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 10 n.º 6, 12 n.º 6, 13 n.º 16, 14 n.º 23, 19 n.º 14, 20 n.º 5, 20 n.º 11, 20 n.º 15, 21 n.º 13, 20 n.º 15, 21 n.º 23, 21 n.º 28, 22 n.º 2, 36 n.º 12.

F. Caballero, Fisonomía natural y política de los procuradores en las Cortes de 1834, 1835 y 1836, Madrid, Imprenta de Ignacio de Boix, 1836; M. Ovilo y Otero (dir.), Historia de las Cortes de España y biografías de todos los Diputados y Senadores más notables contemporáneos, t. II, Madrid, Imprenta D. B. González, 1849, págs. 83-92; N. Díaz Pérez, Diccionario histórico, biográfico y bibliográfico de autores, artistas y extremeños ilustres, t. I, Madrid, Pérez y Boix Editores, 1884, págs. 366-371; P. Janke, Mendizábal y la instauración de la Monarquía constitucional en España (1790-1853), Madrid, Siglo XXI, 1974; C. Marichal, La revolución liberal y los primeros partidos políticos en España: 1834-1844, Madrid, Cátedra, 1980; J. F. Lasso Gaite, El Ministerio de Justicia, su imagen histórica (1714-1981), Madrid, J. F. Lasso, Imprenta Sáez, 1984, págs. 76-77.

 

Javier Pérez Núñez

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