Cueva-Benavides y Mendoza-Carrillo, Alonso de la. Marqués de Bedmar (I). Granada, 25.VII.1574 – Málaga, 11.VII.1655. Embajador, cardenal, obispo.
Nacido en Granada en 1574, Alonso de la Cueva era hijo de Luis de la Cueva-Benavides (Caballero de Santiago, veterano de Lepanto, teniente de gobernador de la Alhambra, miembro de la expedición de Portugal de 1580 y titular de la lugartenencia y la capitanía general de las Islas Canarias, desde 1589, y de Galicia, desde 1594) y Elvira de Mendoza-Carrillo y Cárdenas (hija de Juan de Mendoza, caballero de Santiago, comendador de Mérida y capitán general de la Escuadra de Galeras de España hasta su muerte, acaecida en el desastre de La Herradura en 1577).
En 1590, el joven Alonso asumió temporalmente la gobernación de Gran Canaria por delegación de su padre y, en 1591, comenzó a servir allí como capitán de una compañía de arcabuceros. Sucedió en el señorío de Bedmar (III) a finales de 1598 y durante varios años alternó sus nuevas responsabilidades de cabeza de familia con estancias en la Corte de Valladolid. En 1606 figuró entre los candidatos propuestos a ocupar la embajada real de Bruselas, vacante tras el cese de Sancho de la Cerda, marqués de La Laguna (1603- 1606), pero acabó sustituyendo a Íñigo de Cárdenas en la de Venecia.
Presentó sus credenciales a mediados de diciembre de 1607, cuando el conflicto jurisdiccional que había enfrentado al papa Paulo V, respaldado por Felipe III, con la República, coaligada con Francia y los Grisones, ya se había cerrado (1605-1607). Pero su gestión fue muy activa, porque el “orden español” de Italia no tardó en ser desafiado de nuevo de la mano de Saboya, con el apoyo de franceses y venecianos.
El desenlace de la primera crisis sucesoria de Mantua-Monferrato (1612-1617) y el de la “guerra de los uzkoks”, que Venecia (asistida por mercenarios holandeses e ingleses) libró simultáneamente contra el archiduque de Austria interior, Fernando de Estiria (auxiliado por la escuadra de galeras de Nápoles), por el dominio del Adriático (1615-1617), demostraron que el “orden español” era frágil y continuaría amenazado.
Así lo advertía el llamado “triunvirato español” (el virrey de Nápoles, duque de Osuna, el gobernador de Millán, marqués de Villafranca, y el propio Bedmar), partidario de practicar una política mucho más beligerante ante la seria amenaza que, para su conservación, representaban Saboya y Venecia. El “acoso” a la Signoría, efectuado por el embajador gracias a una red de inteligencia sólidamente tejida que le permitió ganar adeptos para la causa española entre ciertos sectores de la oligarquía veneciana, forzaron a la Serenísima a inducir su destitución, acusándole, incluso, de organizar un atentado fallido contra las autoridades venecianas en 1612.
Para entonces, Madrid ya se había planteado la posibilidad de trasladar a Bedmar a la embajada en París con el fin de evitar un conflicto diplomático. A finales de diciembre de 1611, la noticia fue difundida en la Corte de Francia y el propio Monarca la comunicó a Alonso de la Cueva mediante un despacho fechado el día 28. Sin embargo, el traslado se desestimó enseguida y Bedmar fue designado para suceder a Íñigo de Cárdenas cuando los acuerdos de las dobles bodas del príncipe Felipe y la infanta primogénita Ana Mauricia hubieran sido negociados con Francia. Por eso, De la Cueva continuó en Venecia y fue agraciado con el título de marqués en 1614. El gesto demostraba que su crédito en la Corte no se había resentido, pues el acrecentamiento de nobleza se sumaba a otro favor previo, obtenido poco tiempo antes: un hábito de la Orden de Alcántara (1610).
A pesar de todo, Bedmar deseaba abandonar la República.
En 1616 manifestó su disgusto porque el duque de Monteleón, Héctor Pignatelli y Colonna, había sido elegido para ocupar la embajada en París y se había trasladado a servirla en el acompañamiento de la nueva reina de Francia (1615). Reclamaba la sucesión y, mientras llegaba, la equiparación de su modesto sueldo con el del duque. El Consejo de Estado admitió “que el título de marqués de Bedmar que se dio a don Alonso de la Cueba fue en satisfacción de la embaxada de Francia que se le ofreció y que se le dio así a entender [...] y supuesto esto, pareze [...] que no ay obligación de darle otra satisfacción, pero que en la persona del marqués y lo bien que ha servido y sirve se empleará muy bien qualquiera embaxada buena que vacare y sabrá dar muy buena quenta della”.
La ansiada promoción de Bedmar no tardó en llegar. La Signoría logró su propósito de deshacerse de él gracias al episodio conocido como Conjuración de Venecia, supuestamente auspiciada por Bedmar (con la colaboración del duque de Osuna y del marqués de Villafranca) a fin de colocar a la República bajo el dominio directo de Felipe III mediante una intervención armada (primavera de 1618). La versión oficial veneciana de lo acontecido caló en los habitantes de la ciudad y Bedmar llegó a temer por su seguridad y por la de la su residencia. Eso le llevó a abandonar Venecia y a establecerse temporalmente en Milán, adonde llegó a mediados de junio de 1618. La Signoría aprovechó la ocasión para solicitar su cese a Felipe III a través de su embajador en Madrid, y el entorno real optó por sacar a Alonso de la Cueva del escenario italiano para no precipitar una ruptura formal. Su nuevo destino político se decidió sobre la marcha: la embajada en Bruselas, vacante desde la muerte de Francisco de Cardona, marqués de Guadalest (1607-1616), precisaba una dirección hábil para contrapesar el incontestable peso político que el maestre de campo general-superintendente de la Hacienda militar, Ambrosio Spínola, había acumulado en los últimos años con la complicidad del archiduque Alberto de Austria. Y el nombramiento se despachó a finales de junio de 1618.
Las instrucciones recibidas para desempeñar su nueva comisión están fechadas el 1 de julio de ese año. En ellas, el Monarca declara que no la concibe como transitoria: “He echado mano de vuestra persona —le decía—, por ser la que combiene para que, en caso que sea Dios servido de llevarse al archiduque [...], asistáys a mi hermana y la consoléys y aconsejéis en las cosas que allí ocurrieren, pues en tal acidente es de creer serán hartas y bien necesario buestro buen consejo”. Cuando los estados de Flandes se reincorporaron a la Monarquía de Felipe III a la muerte de Alberto, Bedmar permaneció en Bruselas como consejero político de la infanta Isabel, transformada en lugarteniente del nuevo Soberano. Hasta entonces había desempeñado las labores de representación, observación y supervisión habituales, enterándose de “todo lo que pasare en Flandes” y encargándose de reforzar la red de confidentes desarrollada por su predecesor, a fin de obtener “noticia de los disignios de olandeses en todas materias” y “penetrar los intentos que franceses e ingleses tubieren entre sí y con sus vecinos contra el bien común y particular de mis reynos y estados y los de mis hermanos [Alberto e Isabel] y por dónde encaminan sus ynteligencias y fines”. En esta tarea tuvo a su disposición fondos específicos para distribuir por la vía reservada, es decir, por vía de gastos secretos, exentos del conocimiento de terceros.
Bedmar se estableció en Bruselas a finales de octubre de 1619 y enseguida vivió un sonoro enfrentamiento con Spínola, que se negó a concederle la precedencia dentro de la Junta de Guerra. Una Junta para la que había sido designado directamente por Felipe III, decidido a que su representante personal interviniera en todo tipo de asuntos, incluidos los militares, en vísperas de la conclusión de la Tregua de los Doce Años (1609-1621). La ruptura de hostilidades y la reversión de soberanía de los estados de Flandes se acometieron a la vez y Bedmar, que había alcanzado notable protagonismo en los debates relacionados con la posibilidad de prorrogar o no la Tregua de los Doce Años desde 1620, asumió un papel determinante en la definición del nuevo régimen posarchiducal: margen de delegación considerado en las instrucciones de la infanta gobernadora, restablecimiento del Consejo Supremo de Flandes en Madrid... etc. Su continuidad en Bruselas fue cuestionada momentáneamente, mientras Felipe IV se decidía a conservar la impropia figura del embajador real en la Corte de un lugarteniente propio para imprimir continuidad a ese nuevo régimen. Superada la duda, la creciente intervención de Bedmar en las actividades del gobierno y de la Corte, así como la propia reanudación de la guerra, reforzaron el carácter de la embajada de Bruselas como centro especializado en el tratamiento de información, que Bedmar y su secretario sistematizaban en forma de avisos, informes y correspondencia muy variada. De toda ella —la despachada y la recibida por el embajador—, quedaba constancia en sus archivos, destruidos por un desafortunado incendio en 1624. Él mismo relató el incidente a Felipe IV: “A doce de março en la noche se encendió fuego en mi posada por descuydo de un criado y no se sintió sino quando no se podía respirar y assí se quemó la mayor parte della y particularmente los despachos y papeles de todo el tiempo que ha que sirvo a V. M., que es lo que he sentido más por ser de tanta importancia y memoria de mis travajos de tantos años en su real servicio”.
Con anterioridad, se habían operado cambios sustanciales en la dignidad personal del embajador. Desprovisto del marquesado de Bedmar (previa renuncia en su hermano Juan), había sido investido cardenal a propuesta de Felipe IV en el otoño de 1622. Enseguida solicitó al Monarca la pensión (12.000 ducados anuales de renta eclesiástica) y la ayuda de costa (de igual valor) concedida ordinariamente a todos los cardenales. Esta última le fue asignada en el mes de julio de 1623 —los 12.000 ducados de ayuda de costa “librados en lo procedido y que procediere de las presas que hiziere o ha hecho” la Armada de Dunquerque—, al tiempo que se le remitía orden de trasladarse a Roma para asistir al cónclave que debía dar sucesor al papa Gregorio XV, fallecido en ese mismo mes. Pero la incertidumbre del abono, el retraso en la asignación de las prebendas eclesiásticas y la negativa de la infanta Isabel a prescindir de sus servicios frustraron el traslado. Y en noviembre de 1623, Felipe IV le reiteró el provecho que su asistencia en la Curia depararía a su Monarquía “en sede vacante”, encargándole “que en caso de faltar Su Santidad, luego que llegue a vuestra noticia, os partáys para allá sin esperar nueba orden mía [...] y a mi tía escribo que quando llegue el caso no os ympida el viaje”.
El nuevo pontífice, Urbano VIII, no falleció hasta 1644, pero la salida de Flandes del cardenal De la Cueva fue decidida en Madrid poco antes del inicio de las conversaciones de Roosendael, mantenidas con los holandeses desde la primavera de 1627 para renovar una posible tregua, y acordadas en Middelbourg (Zelanda) en octubre de 1626. Un memorial remitido a Felipe IV por el propio Alonso de la Cueva y examinado en el Consejo de Estado el 9 de mayo de 1627, demuestra que, no mucho antes, Felipe IV le había hecho merced de “algunas prevendas eclesiásticas y juntamente embiádole orden para que fuese a Roma”. La pensión asignada para efectuar el traslado no pasaba de 12.000 ducados de vellón anuales (no más de 8.000 en plata) y resultaba excesivamente modesta para sustentarse en la Curia con “la decencia y el lucimiento” convenientes a un cardenal vasallo del Monarca católico. De la Cueva reclamaba una suma mayor y el Rey resolvió acomodarle “con otros 4.000 ducados en pensiones, prebendas o otras cosas que pareçieren a propósito”. Pero el traslado tampoco llegó a efectuarse entonces, porque la infanta y Spínola reclamaron su continuidad en Bruselas, como el conde-duque de Olivares reconoció años más tarde.
El año 1629 marca un hito significativo en la carrera del embajador. En mayo obtuvo el título de consejero de Estado; en septiembre, los holandeses se apoderaron de la plaza norbrabanzona de Bois-le-Duc, cuya escandalosa pérdida generó terror en la población, que reaccionó con algaradas en la Corte de Bruselas, dirigidas contra las cabezas más visibles del Gobierno gracias al hábil hostigamiento de la alta nobleza, descontenta con el régimen posarchiducal. Por las altas responsabilidades acumuladas en los últimos años, el cardenal De la Cueva era una de las figuras más impopulares, como Isabel se apresuró a comunicar al Monarca: “Este pueblo se ha congojado y alborado en tan gran manera que he temido y temo una gran desgraçia y pérdida total con riesgo del cardenal de la Cueva —le decía—, a quien el común inadvertidamente y contra toda razón tiene gran abersión, hechándole la culpa de los malos subçesos y otras cosas”. El embajador reaccionó con un pánico comprensible, teniendo en cuenta que, diez años antes, se había enfrentado a una situación similar en Venecia. Optó por ponerse a salvo lo antes posible, huyendo precipitadamente de Bruselas. Un gesto que los confidentes de Olivares reprobaron cuando refirieron la anécdota: “La yda del cardenal fue a Tervuren, una casa de recreación de Su Alteça a dos leguas. Salió al amanecer en un coche muy çerrado [...]. Volvió al cavo de cinco días y no a osado ni osa salir de casa ni aun a Palacio, y el otro día llegó el correo con el despacho para que ponga en execuçión su jornada a Roma, con que se alentó y lo publicó diciendo que aunque se le manda que espere al marqués de Aytona no piensa en ello, sino en yrse luego y salir de aquí quanto antes. Con esto parece que quanto al cardenal se a templado algo el bulgo”.
Felipe IV trató de zanjar la crisis de 1629 con diferentes medidas que incluían el relevo de Alonso de la Cueva por el marqués de Aytona, entonces embajador en Viena. Y al definirlas, Olivares reconoció que el odiado cardenal debía haberse trasladado a Roma en 1627, pero que el viaje de su sucesor, ya designado —no está claro si Lorenzo de Cárdenas, conde de la Puebla del Maestre, o su hijo primogénito, Diego de Cárdenas, marqués de Bacares—, fue suspendido por el Rey ante las instancias llegadas de Bruselas, por mano de Spínola y de la propia infanta Isabel, para conservar a De la Cueva en la embajada.
Su acreditación prescribió enseguida. En diciembre de 1629, el Rey encargó a la infanta ordenar al cardenal “se abstenga de aquí adelante de tratar de los negocios diziéndole que quantos papeles reservados o no reservados tubiere tocantes a cosas dessos estados los entregue al marqués de Aytona”. La orden fue reiterada en enero de 1630 y Alonso de la Cueva dejó de ocuparse de los asuntos propios de la embajada, pero actuó como consejero habitual de la gobernadora mientras permaneció en Flandes ultimando los detalles de su traslado a Roma, que no se produjo inmediatamente por razones que, en parte, Isabel expuso entonces: “En quanto a su viaje a Roma, ha días que se huviera puesto en camino, pero no lo ha podido hazer porque deve gruessa suma de dinero a diferentes vezinos desta villa por lo que ha avido menester para el sustento de su cassa y no le dexarán salir no dándoles satisffaçión según lo que aquí ussan ordinariamente, de que me consta, y que para pagarlos ni para seguir su viaje no tiene acá medios ningunos y en teniéndolos, que los espera de ahí, se podrá al punto en camino”.
El cardenal abandonó Flandes en septiembre de 1632, una vez consignada su pensión de 4.000 ducados sobre rentas del arzobispado de Sevilla. A Roma viajó vía París y Milán, donde se detuvo algún tiempo. Desde junio de 1633, que llegó a la Curia, formó parte del Sacro Colegio Cardenalicio y de la Congregación del Santo Oficio de la Inquisición Pontificia, y asistió al cónclave de 1644 en el que salió elegido Inocencio X. En ese mismo año fue nombrado obispo de Praeneste, diócesis que ostentó hasta su nombramiento en 1648 como obispo de Málaga, donde no se estableció hasta 1651 y donde residió hasta su muerte, acaecida el 11 de julio de 1655.
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Alicia Esteban Estríngana