Cierva y Peñafiel, Juan de la. Mula (Murcia), 11.III.1864 – Madrid, 11.I.1938. Político y abogado.
Miembro arquetípico de la elite gobernante de la Restauración canovista, fue hijo del lugarteniente del Partido Progresista isabelino en Murcia, el abogado y notario Juan de la Cierva, de firme carácter, laboriosidad sobresaliente y estricto sentido del deber, rasgos transmitidos a su primogénito. Una vez cursadas la primera y la segunda enseñanza en su ciudad natal, a los quince años, y por indicación de su progenitor, el futuro prohombre del reinado de Alfonso XIII, se trasladó a Madrid para seguir simultáneamente las carreras de Derecho y Letras, superadas con destacadas calificaciones. Licenciado en la primera —en la segunda no alcanzó la graduación a falta de una asignatura— logró doctorarse en el Real Colegio de España o de San Clemente de los Españoles en Bolonia (Italia), del que se mostró entusiasta panegirista en su autobiografía —Notas de mi vida—, libro (póstumo) esencial para la reconstrucción de su existencia, colmado de datos y de severa si no árida literatura. Fue admitido en la institución española en Bolonia el 21 de noviembre de 1882, siendo rector José María Irazoqui. De vuelta en España, ingresó en el prestigioso bufete paterno y el círculo oligárquico familiar y las mil relaciones, adunadas con los poderes fácticos de su tierra, facilitaron y en parte forzaron su entrada en la política local de mano del Partido Conservador, único en que militó a lo largo de casi medio siglo de actividad pública; la cual inició como diputado provincial, evidenciando desde el primer momento la competencia, entrega e inventiva que envolvieron su trayectoria política en una singular aureola de prestigio y autoridad, por encima de intrigas, rivalidades y odios, despertados estos últimos en gran número e intensidad. Principal fruto de su vela de armas en la política fue la erección y funcionamiento de un excelente manicomio, modélico en la España de la época.
En 1894 al tiempo que conocía —subyugado— a Cánovas del Castillo —que su vez no tardó en percatarse y elogiar las cualidades políticas y administrativas de su seguidor—, se responsabilizó de una concejalía del Ayuntamiento de la ciudad del Segura, cuyo ayuntamiento rigió de manera fugaz pero muy fecunda durante menos de un año (1895). Hacienda, salubridad, comunicaciones y enseñanza se descubrieron como los ejes articuladores de su gestión, considerada por De la Cierva en el plano abstracto como la de más arduo desempeño de la Administración pública. Mediante una típica peripecia de la política caciquil de la Monarquía de Sagunto y de sus consabidas redes clientelares y entramado oligárquico, en 1896 el importante distrito de Mula le entregó su representación en el Congreso de los Diputados, donde no tardó en granjearse una sólida reputación de trabajador concienzudo y capaz, provisto de una elocuencia menos brillante de lo habitual en los primates del sistema, pero eficaz y muy contundente, llegada la ocasión.
Introducido en la esfera más cercana a Cánovas, el diligente cumplimiento de los servicios e incluso los favores que éste le solicitaba, acrecentó la estima y la confianza con que le distinguía el estadista malagueño en el crepúsculo de su existencia. Crítico y hasta debelador en varias coyunturas de la clásica figura en el sistema electoral del régimen alfonsino del encasillado, la insistente petición de diversos primates conservadores le llevó a abrir un hueco al republicano Castelar en las listas electorales de abril de 1899; bien que más que un gesto de docilidad o inconsecuencia lo fuera de generosidad o, sobre todo, de afecto por el desaparecido Cánovas, permanente diputado por Murcia e íntimo amigo del ex presidente de la Primera República.
Usufructuador de una celebridad popular y semilegendaria como criminalista y al frente de un despacho —Madrid, Murcia y Albacete— de agobiante actividad, frecuentado por las compañías extranjeras con intereses en España —bufete del que su hermano Isidoro fue pieza fundamental y casi exclusiva durante dilatados períodos—, De la Cierva atesorará en la fase álgida de la crisis finisecular una amplia cultura parlamentaria que le conducirá a conocer todos los mecanismos del poder legislativo y a la totalidad de la clase dirigente del país. Su cursus honorum en la cúspide del Estado canovista arranca de 1902, al ser designado director general de los Registros del Notariado dentro del Ministerio de Gracia y Justicia regido por Eduardo Dato. Aceptado un tanto reluctantemente dicho cargo inferior a su ambición y aspiraciones bajo promesa del jefe de Gobierno, Francisco Silvela, de rápida promoción y ascenso, no por ello ahorró De la Cierva energía y afanes en su cometido, saldado con amplio palmarés de realizaciones. En el verano de 1903, en el gabinete pilotado por vez primera por Raimundo Fernández Villaverde, su designación para un cargo entonces tan elevado como el de gobernador de Madrid colmó sus expectativas, ya que tal responsabilidad venía a ser la antesala de otra e inminente ministerial como se verificó en su caso. La firmeza y dotes de mando característicos de su personalidad se manifestaron en dicha tesitura en episodios tan pintorescos como el acortamiento de los ampulosos sombreros de las espectadoras teatrales y graves a la manera de la completa reorganización de la policía de la capital, dándole estatus y prestancia europeos.
Un año más tarde, en las postrimerías de 1904, De la Cierva veía culminado su cursus honorum cuando en el segundo Gobierno del general Azcárraga se ocuparía de la flamante cartera de Instrucción Pública. En la calificación de su desempeño han de desgranarse otra vez las notas de probidad, abnegación y suficiencia identificadas con la asunción de sus responsabilidades públicas por parte del político murciano, cuya cuna fue especialmente favorecida por su tarea, así como el Observatorio Astronómico de la capital, en lamentable abandono al hacerse de su misión ministerial. Ésta terminó, empero, a consecuencia de un generalizado conflicto estudiantil comenzado por los alumnos del doctorado en Medicina con el célebre Dr. Simarro —al que atribuían despotismo y arbitrariedad singulares—, en cuyo apoyo no se vio respaldado por sus colegas de gabinete: “Gobernar es transigir —escribirá a propósito de este capítulo de su vida—, y bien he aprendido que la flexibilidad no puede faltar en algunas ocasiones; pero no me remuerde la conciencia de haber llegado con ello más allá de donde es compatible con el interés general y con la dignidad del Poder.
Los Gobiernos han de ser educadores de los pueblos, y a éstos no se les puede enseñar que la rebeldía contra el derecho conduce a la abdicación del Poder público, corrompido por la prevaricación” (Notas de mi vida, 1955: 71).
En la plenitud de su capacidad física e intelectual, dueño de un cursus honorum envidiable, es fácil de imaginar el frenético al par que regulado dinamismo —la distribución de su timing fue tan proverbial como bulímico laborar— que proyectara sobre su gestión a la cabeza del Ministerio de la Gobernación, navío insignia y principal escaparate y espejo de su gabinete en el pensamiento de su presidente, Antonio Maura, en sintonía absoluta con su más eminente y próximo colaborador. En el segundo liderado por el político mallorquín, De la Cierva dispuso de tiempo para desplegar el amplio programa regenerador que, en materias decisivas de ordenamiento de la convivencia nacional, había concebido desde el inicio de su andadura pública. La simple enumeración de las materias que se beneficiaron de su afán reformista resultaría así enojosa e incluso algo farragosa, ya que fueron múltiples las áreas de la administración estatal abordadas por la tarea en verdad ingente del político, como su entusiasta propagandista Azorín divulgase a los cuatro vientos, en páginas no siempre desdoradas en su habitual refulgencia por dicha orientación deturpadora.
Entre las numerosas empresas acometidas bajo su mandato en un ministerio cuya sede —la antigua y famosa Casa de Postas (que hodierno alberga el gobierno de la Comunidad de Madrid)— remozase por entero, la más recordada, según confesión expresa de su pluma, fue la de orden público, de acuerdo con el ideario conservador más genuino. Y, dentro de ella, la formación de una Policía a nivel de las exigencias de los países por entonces más desarrollados —a los que se enviarían las pertinentes comisiones de estudio— fue quizá la de frutos más serondos. Con indisimulable complacencia recapitula en sus recuerdos las incontables medidas que al efecto adoptó hasta ver materializado todo su pensamiento en el ramo con la creación de dos Jefaturas Superiores en Madrid y Barcelona, promoción y escalonamiento por oposición y méritos, inamovilidad, etc. Meta no secundaria y, desde luego, perspicaz del desarrollo de la Policía era preservar la erosión sufrida por la Guardia Civil y aun el mismo Ejército en tareas ajenas en buena parte a su función. En la más estricta de la Benemérita, la represión del bandolerismo, De la Cierva se ufana de haber descepado el último y gran brote de éste en el Mediodía peninsular, surgido en el arranque del siglo xx, considerando este logro —sorprendentemente devaluado en su opinión a causa del inexplicable desconocimiento del fenómeno— como el de mayor envergadura de su trayectoria en el “Gobierno largo” de Maura —de enero de 1907 a octubre de 1909—. Sin embargo, fueron más los que, por imperativo de una mínima justicia histórica, deben contabilizarse en su haber. La atención por la higiene y la salud públicas, así como el fomento de un sistema viario indispensable para el crecimiento económico del país figuraban en el capítulo de los planes más acariciados por el político conservador murciano, a la hora de encomendarle su jefe un Ministerio clave como el de Gobernación.
La fundación de los Institutos Nacionales de Higiene y Previsión; la de diecinueve dispensarios antituberculosos por toda la geografía española y la de establecimientos sanitarios en los principales puertos fronterizos y marítimos —conforme a una idea albergada desde que fuese retenido, al volver de Bolonia, con motivo de un cordón sanitario para impedir la propagación de una epidemia, en un detestable depósito— testimonian a favor del éxito de su trabajo.
Como lo hacen en otro terreno de su actividad la espectacular ampliación del telégrafo y el teléfono, la dignificación del abandonado cuerpo de Correos y del no menos postrado de los peones camineros. Sectores aún más marginados como el de la prostitución se situaron igualmente en el primer plano de su fehaciente esfuerzo. Más discutidas serían las iniciativas y leyes promulgadas en la regulación de varias facetas lúdicas e incluso de la sociabilidad de la época, como las concernientes al mundo de los toros, de los casinos, tabernas y tugurios en los que el orgulloso discípulo del marqués de Esquilache cosechó un buen número de críticas, según anotará el mismo De la Cierva, entre contrariado y satisfecho.
La incertidumbre inherente a la naturaleza histórica del hombre se ofrece peraltada con relativa frecuencia en la existencia política. Como el conjunto de la acción de gobierno en que se encuadra, el balance positivo presentado por la actividad de De la Cierva transcurrido un tiempo sorprendentemente dilatado en las costumbres y prácticas del régimen liberal español de la vida pública, presagiaba, una vez agotado el programa maurista con la aprobación definitiva de la Ley de Administración Municipal por el Senado, un término normal o incluso feliz conforme a los patrones habituales de las crisis del sistema. Muy por el contrario, la salida de los conservadores del poder a finales del otoño de 1909 fue, según es harto sabido, traumática. En la tramitación y desenlace del proceso, el ministro de Gobernación había de tener a fortiori un descollante protagonismo. Aunque la magnitud de los acontecimientos de la Semana Trágica adquirió prontamente carácter de auténtica conmoción nacional y tuviera en sus orígenes una clara motivación militar, la hábil más que la narcisista actitud de De la Cierva haría pivotar sobre su gestión el núcleo de la crisis. Con el fin de desactivarla de algunos de sus detonantes más explosivos —conflicto social con involucración impredecible de un Ejército muy ulcerado respecto a la clase dirigente y aun con la misma sociedad, no obstante la Ley de Jurisdicciones— al propio tiempo que para facilitar al represión y mitigar sus secuelas propagandísticas, De la Cierva, con el apoyo incondicional de Maura, dio cara a la opinión pública de forma gratuita, y por completo inexacta, una motivación esencialmente separatista a la orgía de anarquismo y sangre precipitada sobre la Ciudad Condal en los últimos días de julio de 1909. El éxito de la operación diseñada desde el Ministerio de la Gobernación se reveló sin tardanza como una moneda de dos caras para su principal ejecutor. Mientras que, de un lado, acrecentaba su popularidad entre los partidarios del orden a ultranza, también la aumentaba en sentido negativo en todos los sectores de la oposición, en los que, desde tiempo atrás, el prohombre murciano habíase convertido en la bestia negra del establishment, por razones que éste creía absolutamente reprobables e injustas. Conforme era fácil de suponer, la protesta levantada por el juicio y fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia, juzgado por las autoridades como el principal inductor de los hechos reseñados, alzaprimó los perfiles negativos del hombre considerado, a justo título, como el factótum y más indesligablemente vinculado a la postura de Maura durante la crisis: “Maura, no; Cierva, no”...
Existencias plutarquianas, al menos durante ciertos tramos de su itinerario, el ostracismo padecido por De la Cierva del lado de un sistema que había encarnado en algunos instantes de su plenificación se prolongó por un espacio cronológico semejante al de Maura. Bien que coincidente con éste en su crítica de fondo a la Corona, el político murciano no adaptaría un talante como el de aquél frente a la escisión del Partido Conservador, atribuida por Maura en ancha, pero sobre todo decisiva medida al propio Monarca.
Así, su intervención parlamentaria más resonante en esta larga travesía del desierto fue la llevada a favor del restablecimiento de la concordia y la unidad de acción de datistas y mauristas, a los que nunca se afilió expresamente. Pese a que no alcanzara su finalidad, el pronunciamiento del primate conservador inspiró una obra maestra de la literatura política en su dimensión más cultivada en la España contemporánea Un discurso de La Cierva, de Azorín, en la que su autor enhebraba, con prosa de taracea, un nuevo capítulo de su inacabable elogio del Príncipe, cuyas páginas quedaban muy lejos en esta ocasión de la altivez del personaje retratado. Los ocho años en que De la Cierva estuvo alejado del poder ejecutivo los aprovechó para modernizar su bufete —que, según fuentes de crédito, llegó a ser en algún momento el de mayores dimensiones del país—, así como su peso indiscutible en el conservadurismo murciano. Desde su fiel distrito de Mula —que registró su orto y su ocaso parlamentarios: 1896‑1923— se dedicó a reforzar su jefatura —estigmatizada por muchos como verdadero cacicato, por más que él protestase invariable y encendidamente contra dicha calificación—, renovando alianzas, actualizando vínculos y atendiendo de modo eficaz a las necesidades de una región que, con la Gran Guerra, iba a despegar hacia un horizonte de progresivo desarrollo. Observador buido de la realidad, entendió prontamente la naturaleza y hondura del cambio experimentado por la nación en el transcurso de la primera conflagración mundial; y sin mayores preocupaciones doctrinales, no dejó por ello tampoco de advertir la trascendencia interna de sus principales acontecimientos, en especial, de la Revolución rusa. Fue, justamente, el pánico provocado por el movimiento huelguístico del verano de 1917 en las clases conservadoras y el inmediato triunfo de los soviets en Rusia el factor dirimente que devolvió a De la Cierva a los Consejos de la Corona, aterrorizada en su dimensión femenina —madre y esposa del Monarca— por la victoria de Lenin y sus ideas. Fue tal la presión personal de un Rey hasta entonces reluctante, de las altas instancias castrenses y de casi todo el universo del sistema, que su designación, en noviembre de 1917, en un gobierno presidido por el liberal García Prieto, se verificó en un clima semimesiánico.
No defraudó las esperanzas. Devorador de dosieres, estajanovista ministerial avant la lettre, en comunión íntima con el talante y el espíritu castrenses, De la Cierva superó con inusitada rapidez su inicial carencia de conocimientos en la materia. La hibernación de las Juntas militares de jefes y oficiales y el difícil y arriesgado descepamiento de las de sargentos y soldados que, al socaire de lo acontecido coetáneamente en Rusia, comenzaban a fraguar una vez posesionado de su cargo el político murciano, junto con la consabida tarea reformadora habitual en él en cualesquiera de las funciones ministeriales que le fuesen encomendadas, revalidaron ante la opinión conservadora el aplauso y los laureles que ésta indeficientemente le otorgaba.
Defraudado porque su corta labor no tuviera continuidad en el famoso Gobierno Nacional —de marzo a septiembre de 1918— encabezado por Maura, su ausencia de éste —por veto desconocido pero poderoso— ensanchó la imperceptible ruptura o, más exactamente, disentimiento que la actitud moderada y pro consenso en el pleito interno de la derecha produjera en una relación mantenida, no obstante, en sus líneas de fuerza hasta la muerte del prócer mallorquín.
Pese a lo indicado, en el penúltimo Gobierno de éste —abril-julio de 1919—, De la Cierva afrontó un nuevo desafío en su cursus honorum al aceptar la cartera de Hacienda. Empero, en la citada coyuntura, los apremios de la política de partido, nacidos de la exigencia de Maura de consolidar al sector que le seguía frente al de “los idóneos” o datistas, se impusieron a la estricta tarea de tan importante Departamento y la huella en sus anales del paso del político murciano fue, en conjunto, menguada. La disolución de unas Cortes apenas constituidas solicitada perentoriamente por Maura al Rey, no dio los resultados esperados, desarrollándose las nuevas elecciones en una atmósfera de cierta extenuación, que erosionaría gravemente el impoluto prestigio del político de “luz y taquígrafos”. El intervalo transcurrido hasta que, en marzo de 1921, volviera De la Cierva a una nueva e inédita responsabilidad en el poder ejecutivo —cartera de Fomento—, lo ocupó, políticamente, el prohombre murciano en tender puentes entre Maura y Dato, no obstante la renitencia que le produjera el último por lo que creía vuelo corraleño y, a las veces, mezquino en su desencuentro con el primero, y por el cansancio que éste le provocaba por su proclividad mitómana. La actividad al frente del proteico Ministerio de Fomento llevó la marca del mejor De la Cierva, por los muchos e importantes temas acometidos y en gran parte resueltos: ayuda y protección al olivar y su industria; ferrocarriles; energía hidráulica, etc. Con todo, fue un evento político el que perpetuó su memoria en este período agónico de la Restauración.
El discurso pronunciado en Córdoba por Alfonso XIII a finales de 1921, en el que Monarca invocaba subrepticiamente una ruptura desde dentro para responder a las demandas sociales a las que el régimen se mostraba sordo y ciego, fue modificado e introducido en los carriles de la mayor legalidad por De la Cierva al darlo a la prensa como ministro de jornada.
Dos meses después el Desastre de Annual devolvió al primer plano de la actualidad el preanuncio regio de un golpe de fuerza. Caído el gabinete de Allendesalar a consecuencia de la crisis originada por dicho suceso, De la Cierva cambió de cartera para encargarse en el último gabinete de Maura —14 de agosto de 1921 a 8 de marzo de 1922— de la de la Guerra. Bienquisto por el Ejército, la penúltima gestión ministerial del prohombre conservador se hizo acreedora a la confianza depositada en ella por el elemento castrense, en una hora crucial de su historia contemporánea. En ancha medida, las disposiciones adoptadas por De la Cierva en punto a avituallamiento, higiene y refuerzos en las postrimerías de agosto lograron superar el punto crítico de la situación, a la que había tomado directamente el pulso con dos visitas a Melilla, la primera a las pocas horas de tomar posesión de su cargo.
La estrategia de recuperar a toda costa el terreno perdido en la ofensiva de las cábilas rifeñas y la táctica de operaciones milimétricamente calculadas y desarrolladas sin pausa ni prisa logró imponerla De la Cierva a unos compañeros de Gobierno remisos en ocasiones.
Sin embargo, con el paso del tiempo, y una vez alcanzados los objetivos más urgentes en la campaña diseñada por el ministro y ejecutada por un Dámaso Berenguer reafirmado a redropelo de un imponente sector de la opinión pública y castrense en su puesto de alto comisario, el mismo Maura se inclinó a limitar a la zona costera el radio de la contraofensiva española, aplazando sine die el vasto despliegue de los 150.000 soldados que De la Cierva había conseguido concentrar en la zona de Melilla cara a una gran y última fase de las operaciones contra Abd el Krim y sus huestes. Cuando el ministro, tras sus éxitos de la disolución de las Juntas Militares y de la conferencia de Pizarra convocada por su iniciativa, se afanaba por poner a punto tan ingente dispositivo bélico con sincero entusiasmo de amplia parte de la opinión pública, una crisis de extraño y aún enigmático origen desembocó en la dimisión de un gabinete en cuyo rumbo Maura no reverdecería los laureles de antaño. “No he vuelto a hablar de política con Maura. Esa crisis me pareció impropia de un hombre de su altura y de su patriotismo. ¿Cómo se prestó otra vez, después de lo de 1918, a prepararla a espaldas mías? ¿Qué le importaba a él los liberales, frente al problema de Marruecos? Debía saber que nuestra obra se malograría y prever que, más o menos tarde, por imperiosas necesidades nacionales, habríamos de conquistar el Rif, y entonces no tendríamos un Ejército tan numeroso y aguerrido, o habríamos de formarlo con nuevo dispendio y Dios sabe en qué circunstancias.” (Notas de mi vida, 1955: 270).
El advenimiento de la dictadura le sobrevino a De la Cierva cuando se encontraba algo retirado de los centros más hervorosos de la política, concentrado en sus labores profesionales y al frente del decanato del Colegio de Abogados de Madrid. Hostilizados sus hombres de Murcia y hostigado él mismo por el nuevo régimen, mantuvo con éste algunas escaramuzas y pulsos derivados de su defensa corporativa de algunos juristas de la capital de la nación y aun de algunos pertenecientes a otras zonas del país, saldados de ordinario a su favor. La corriente de simpatía personal que, no obstante diversas y antagónicas peripecias, existía entre De La Cierva y Primo de Rivera impelió al general, en la primavera de 1926, a confidenciarle la inminente propuesta que haría al Rey de encargarle la formación del gobierno que sustituyera al Directorio Civil. Postergada ulteriormente dicha iniciativa, fue sustituida por su nombramiento para la Asamblea Nacional, en la que De la Cierva se creyó obligado a participar en razón de su cargo decanal y del puesto desempeñado en la Comisión Codificadora, en cuya presidencia había reemplazado a Maura tras su muerte. Contrario al intento de la redacción de un nuevo texto constitucional que sustituyera al de 1876, su actividad en la Asamblea no tuvo brillo alguno. Convaleciente de un grave accidente automovilístico, contempló pesarosamente la evolución de la Monarquía alfonsina en el ebullente año de 1930, creyendo confirmadas en su desenvolvimiento los negros presagios que de tiempo atrás concibiera acerca de su fin. El derrotismo que invadió las horas finales del gabinete de Dámaso Berenguer, movería, conforme a confesión propia, a un De la Cierva enfermo a tocar generala entre los supérstites de los partidos dinásticos —incluida aquí la Lliga— cara a constituir un Gobierno de concentración monárquica. Con el respaldo del Rey, aunque sin demasiado optimismo de la mayor parte de sus integrantes, logró que se formarse.
No obstante, sin verdadero protagonismo por falta de poder decisional, debió de conformarse con una cartera desprovista en aquellas circunstancias de relevancia política como la de Fomento —18 de febrero de 1931—. En los dos meses que permaneció en ella, su indomable voluntad logró compatibilizar la atención requerida por el despacho de sus asuntos más urgentes con la dedicación agonística a la campaña preparatoria de los comicios municipales del 12 de abril —la fachada de su propio Ministerio llegó a colmarse con los anuncios de la oposición republicana...—.
El desvaído papel a que le redujeron sus colegas de gabinete, se trocó en descollante al conocerse los resultados de los mencionados sufragios. Frente a la pasividad y el conformismo de la casi totalidad de aquéllos, mantuvo un granítico numantinismo, reclamando incluso la intervención del Ejército y la Guardia Civil para impedir el triunfo de la coalición antimonárquica y la salida del Rey, quien rechazó de plano adherirse a tal postura.
Obligado al exilio al día siguiente de la marcha de Alfonso XIII a Francia, se estableció en Biarritz hasta su regreso a Madrid, años después. Refugiado en la embajada de Noruega tras el estallido de la Guerra Civil, murió en ella, en medio del dolor provocado por la difusa información acerca del asesinato de sus hijos.
Obras de ~: El Torneo de Murcia. Crónica del Certamen de Esgrima, Murcia, 1900; Apuntes para el estudio y la organización en España de las Instituciones de beneficencia y previsión, Madrid, 1902; Proyectos de ley creando colonias benéficas de trabajo, Madrid, 1908; Proyecto de reorganización del servicio de correos, Madrid, 1910; Las elecciones municipales de diciembre de 1909 en Murcia y en el distrito de Mula: Documentos que acreditan la intervención que en ella tuvieron las autoridades gubernativas, Madrid, Imprenta Alemana, 1910; Primera renovación de Ayuntamientos, Madrid, 1911; La reorganización sanitaria en España, Madrid, 1911; Reformas en Telégrafos, Madrid, 1911; Las ficciones en la política, Madrid, Tipografía del Sagrado Corazón, 1913; Iniciativas nacionales, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1915; Los problemas económicos, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1915; Los ferrocarriles españoles, Madrid, Diario de Sesiones, 1917; Notas de mi vida, Madrid, Instituto Editorial Reus, 1955.
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José Manuel Cuenca Toribio