España, Carlos de. Conde de España (I). Ramefort, (Francia), 15.VIII.1775 – Orgañá (Lérida), 2.XI.1839. Emigrado francés al servicio de España, virrey de Navarra y general carlista.
Hijo del general francés Enrique Bernardo d’Espagne, II marqués de España, y de Clara Carlota de Cabalby, hizo con su padre la campaña de 1792 contra la revolución en el ejército de los Príncipes. Fracasada ésta, pasó a Holanda y a Inglaterra. En 1793, combatió en Flandes con sus hermanos Andrés y Arnaldo en el regimiento Royal Emigrants, y en 1793 se unió a su padre en España en compañía del primero de ellos. Entre 1794 y 1796, combatió en Cataluña en las filas de la Legión Real, llamada después batallón de la Reina. Con los restos de todos los cuerpos de emigrados, se creó el Regimiento de Borbón, en el que ingresó con el grado de capitán y con el que pasó a Mallorca, donde conoció a Dionisia Rossiñol, con la que contrajo matrimonio el 20 de enero de 1804, enlace del que nacieron tres hijos.
Iniciada la Guerra de la Independencia, España sirvió como ayudante del general Vives durante su mando en Cataluña y pasó con él a Castilla cuando fue trasladado de destino, siendo ascendido a teniente coronel el 1 de marzo de 1809. A las órdenes de Vives, primero, y del marqués de la Romana, después, España se distinguió en diversas acciones, lo que le mereció el ascenso a brigadier. En 1811 participó en la campaña de Extremadura, siendo herido en las operaciones en torno a Badajoz, por lo que pasó a reponerse a Lisboa. Es de destacar que en su breve estancia en la capital lusa gastó 3.593 reales en libros, siendo las obras seleccionadas de carácter histórico y militar o de autores clásicos franceses y latinos. El 26 de mayo de 1811 participó en la batalla de la Albuela, en la que fue herido de un lanzazo en el brazo izquierdo, siendo ascendido a mariscal de campo por su comportamiento en el combate. El 26 de septiembre fue nombrado segundo comandante militar y político de Castilla la Vieja, a las inmediatas órdenes del general Castaños. El 22 de julio de 1812 concurrió a la batalla de los Arapiles a las órdenes de Welligton, que le nombró capitán general de Madrid, puesto al que renunció poco antes de que la capital volviera a ser ocupada por los franceses. Una de sus preocupaciones en esta época fue supervisar el funcionamiento de las guerrillas: “las guerrillas son partidas de soldados insubordinados, entre quienes hay mucho libertinaje, de que se quejan los pueblos por su despotismo con que los vejan, estafan y molestan; lo que no sucedería, y ellas serían más útiles a la Patria, si tuvieran un jefe inmediato que inspeccionase la conducta de estos valientes soldados, que antes y la mayor parte lo eran del Ejército”. Así, el 15 de agosto de 1812 dispuso la Regencia que cuantas guerrillas se incorporasen al ejército de Castilla lo hiciesen a la división del conde de España, lo que puso bajo su dependencia a Espoz y Mina, El Empecinado, Sánchez y Palarea, entre otros.
En 1813, después de la batalla de Vitoria, fue encargado de dirigir el bloqueo de Pamplona, en el que fue nuevamente herido. Finalmente, la plaza capituló el 31 de octubre de 1813. Pasó después con sus tropas a Francia, e intervino en la batalla del 23 de febrero de 1814 frente al campo atrincherado de Bayona y en la de Orthez el 27 del mismo mes. El 14 de abril combatió todavía ante Bayona, haciendo frente a la salida general efectuada por los sitiados, verificada cuando ya Napoleón había abdicado, particularidad que desconocían los contendientes. Para un legitimista francés como Carlos de España, la restauración de los Borbones franceses en el Trono, en la persona de Luis XVIII, debió ser motivo de gran satisfacción.
Tras gozar de una licencia en sus tierras paternas, España fue destinado al Ejército de observación de los Pirineos orientales creado durante los Cien Días, y el 26 de agosto de 1815, cuando acababa de cumplir cuarenta años, fue ascendido a teniente general. Creado el ejército de reserva en julio de 1815, España fue nombrado jefe de su segunda división, trasladando su residencia a Córdoba. Una vez disuelto se le concedió el gobierno militar y político de Tarragona. El 27 de agosto de 1819 recibió el título de Castilla de conde de España.
En plena sublevación de Riego, el 20 de febrero de 1820, España fue llamado a la Corte, y en su ausencia se sublevó la guarnición de Tarragona, que proclamó la Constitución de 1812 anticipándose a las demás del Principado. El 22 de marzo España juró la Constitución en Madrid junto a la guarnición de la capital y poco más tarde se retiró con su mujer a Mallorca, a donde regresó de inmediato tras una breve estancia en Madrid que coincidió con la de Riego. Pese a contar con todos los permisos para regresar a la isla, el jefe político se opuso a dejarle desembarcar, por lo que dejando allí a su mujer e hijos tuvo que dirigirse al lazareto de Mahón, siendo acusado de “despreciable servil” por la prensa balear. No obstante, tras la oportuna reclamación al Gobierno, recibió permiso para reunirse con su familia en Mallorca. En Mallorca se encontraban, en calidad de confinados, los generales Eguía, Sarsfield, Fournas y Eroles, así como el obispo de Barcelona y el coronel Adriani. No pasó mucho tiempo antes de que la mayor parte de ellos se fugara a Francia, lo que España verificó a principios de 1822, según recoge Oleza, “en comisión reservada de Su Majestad.” Tras entrevistarse con el rey de Francia así como con varios de sus familiares y ministros, España vio que nada podía esperar de ellos de cara a una intervención inmediata en la Península, por lo que pasó a Berlín y Viena, donde tuvo ocasión de entrevistarse con los Emperadores de Rusia y Austria y con el rey de Prusia. De aquí pasó a Verona, en cuyo congreso laboró activamente para conseguir sus propósitos.
El 6 de febrero de 1823 España se reunió en casa del duque de Bellune, ministro de la guerra de Francia, con los generales barón de Eroles, Quesada y Longa, recibiendo instrucciones para trasladarse inmediatamente a Bayona y ocuparse de la formación de una división de cinco batallones de mil trescientos hombres cada uno, que sería armada y equipada por el Gobierno francés. El 7 de abril entraban en España las tropas del duque de Angulema, y el 9 se establecía en Oyarzun la Regencia, presidida por el general Eguía, que nombró a España virrey y capitán general de Navarra el día 21. Quedó, pues, al frente de la división realista de Navarra bloqueando Pamplona, como ya había hecho durante la Guerra de la Independencia. Tuvo allí que hacer frente a la insurrección de gran parte de sus tropas, que incitadas por los miembros de la Junta que había existido en Navarra a lo largo de la campaña, se negaron a admitir el restablecimiento de la diputación de Cortes, pues consideraban que varios de sus miembros no reunían las debidas garantías. No obstante, y gracias al apoyo de las tropas de ocupación francesas, España consiguió restablecer el orden. El 16 de septiembre, tras cinco meses de bloqueo, capituló Pamplona. España trató de proteger a los soldados licenciados del ejército liberal que regresaban a sus poblaciones de origen, pero viendo las dificultades aconsejó que permanecieran algún tiempo en las provincias donde se hallaban para que se mitigaran los rencores.
En mayo de 1824 España fue nombrado capitán general de Aragón, y el 14 de junio de 1825, comandante general de la Guardia Real de Infantería, cargo en el que se distinguió extraordinariamente por el cuidado que prestaba a la instrucción de sus tropas. Realizó además un informe sobre la organización que de bería darse al ejército, informe en el que proponía que se crease “un Colegio General Militar, en donde la juventud española que se dedica a la gloriosa carrera de las Armas sea cristiana, moral y militarmente educada […] Todos los males que han producido las revoluciones modernas en Europa, sin la menor duda, salieron de una educación opuesta a la Religión […] Si es necesario este cuidado con todas las clases, ¿cómo no lo ha de ser mucho más con referencia a la juventud destinada a la profesión militar, por el mal uso que su corrupción puede originar, de las armas que el Rey pone en sus manos para la defensa de la Religión y de la Monarquía […] Considero que la mejor manera de afianzar la educación religiosa de la juventud militar sería confiarla al celo, capacidad y acierto de los jesuitas”.
En agosto de 1825, el conde de España fue enviado a sofocar la revuelta del general Bessieres, que consideraba que el ministerio estaba manejado por los liberales. Siguiendo las órdenes dadas por el Rey, España pasó por las armas a Bessieres y los siete oficiales que le acompañaban cuando fue hecho prisionero. El 3 de julio de 1827 fue nombrado Grande de España de primera clase. A finales de este mismo mes estalló en Cataluña la revuelta de los agraviados, por lo que Fernando VII nombró a España capitán general del Principado, hacia donde no tardó en marchar el propio Monarca con el propósito de evitar en la medida de lo posible el derramamiento de sangre. La campaña del conde fue un completo éxito, pues, muy breve tiempo y prácticamente sin pérdidas, pese a que las fuerzas de los insurgentes eran muy superiores a las suyas, logró dominar la insurrección.
Tocó a España posteriormente reprimir los intentos de conspiración de los liberales en Cataluña, labor en la que ejecutó a treinta y tres conspiradores en los cinco años de su mandato, y que dio lugar a que se escribieran posteriormente diversas novelas en que se le presentaba como un monstruo ávido de sangre, cuando lo cierto es que, al igual que en el caso de Bessieres, se limitaba a aplicar las ordenanzas. El 24 de enero de 1828 dio una interesante circular donde se prevenía que debían respetarse las festividades religiosas y pagarse los diezmos, haciendo además hincapié en la educación de los niños, pues debía hacerse entender a los padres “que la mayor parte de los delitos y excesos que se cometen en esta provincia y la falta de respeto de los hijos hacia sus padres provienen de que no asisten a las escuelas para recibir una enseñanza religiosa y moral”. En 1830, Fernando VII concedió a su hijo, para que en adelante lo usaran los primogénitos de los condes de España, el título de vizconde de Couserans.
El 31 de diciembre de 1831 al pedírsele el nombre de un gobernador para Tarragona, España escribió a Calomarde señalando las dificultades que veía para ello “en unos la mucha edad, en otros los compromisos de la fatal revolución, en muchos la incapacidad, el masonismo… ¿Qué diré más? ¡La Guía militar me causa espanto y es una verdadera tristeza! […] Aprovecho esta ocasión para decir, movido únicamente de mi fidelidad y amor al Rey, que no convienen para mandos los que estuvieron en el Perú y otras partes de América en general, pues los más, por las revoluciones que movieron, debían haber sido juzgados y castigados; digo esto porque hay algunos […] que están de moda y que se consuelan del honor que perdieron en aquellos países con el dinero que se asegura supieron traer y se publica deben ser empleados, como Canterac, Valdés y muchos otros”.
Tras los Sucesos de la Granja, el Gobierno no sabía bien qué hacer con el conde de España, pues tan pronto se le consideraba el hombre que por su lealtad a Fernando VII podía encauzar la situación, como se temía que por sus principios absolutistas pudiera apoyar al infante don Carlos. Así se explica que el 7 de noviembre de 1832 se le ordenase resignar el mando y ponerse de inmediato de camino hacia Madrid para hacerse cargo de la Guardia Real de Infantería, y que el día 8 se diera contraorden. El mismo hecho de que sea cesado el 11 de diciembre de 1832, y no en el mes de octubre, como la mayor parte de los capitanes generales que se sospechaba podían ser afectos a don Carlos no deja de ser significativo. La forma en que el general Llauder procedió a su relevo, no guardándole la menor consideración, permitiendo que se le insultase, y dando crédito a cuantas patrañas se esparcieron en su contra, influyó sin duda en el ánimo del conde de España, que pasó a Mallorca con su familia, para que decidiera marcharse al extranjero, para lo cual pidió al Gobierno el oportuno permiso. Mas como éste tardase en concedérsele —la autorización está firmada por Zea el 8 de febrero de 1833—, España decidió fugarse de la isla, a donde le llegaron varios anónimos de Barcelona “insultándole y amenazándole hasta con la vida” (Informe del capitán general de Baleares de 20 de febrero de 1833).
España, que se había dado a la fuga el 1 de febrero mediante un buque sardo fletado al efecto, pidió el 13 del mismo mes permiso al Gobierno para continuar en el extranjero, explicando las razones de su fuga, aunque se ignora cuál fue la respuesta obtenida. Fijada su residencia en Francia, España reconoció como Rey a don Carlos tras la muerte de Fernando VII. A mediados de 1835, coincidiendo con la marcha de la expedición de Gurgué a Cataluña, España fue nombrado capitán general del Principado, pero él y sus acompañantes fueron detenidos por los franceses cuando se disponían a cruzar la frontera, confinándosele en Lille, donde se fingió loco, con lo que logró que disminuyera la vigilancia de que era objeto. A instancias del conde de Fonollar, el 10 de noviembre de 1837 la Junta carlista del Principado pidió a don Carlos que le volviese a enviar a España para regularizar la guerra en Cataluña. En esta ocasión tuvo más suerte y, aunque tras largo periplo, logró cruzar la frontera el 1 de marzo de 1838.
No empezó bien su campaña, pues nada más llegar, el barón de Meer, al frente de las tropas isabelinas se dirigió contra Solsona, que sucumbió el 27 de julio. A partir de aquí, España centrará sus esfuerzos en la reorganización del ejército carlista, que llegaría a poner en el más brillante de los estados, hasta el punto que, según recoge von Goeben, “a finales el año 1839 confesaban incluso los enemigos que el ejército del conde de España sólo podía compararse con la Guardia Real de Fernando VII”. Tras los fusilamientos de Estella, el Gobierno carlista preguntó a España si deseaba que el Príncipe de Asturias se traslada a Cataluña, a lo que el conde se negó con rotundidad, pues temía una llegada masiva de cortesanos: “¿No ha visto usted lo que ha sucedido y está sucediendo en Navarra?”, contestó al intendente Labandero. Pero lo cierto es que las disensiones dentro de sus propias filas no eran menores, pues la táctica de tierra quemada en torno a Berga que había tomado para dificultar una posible invasión de los isabelinos habían creado un gran malestar, al que debe unirse su enfrentamiento con la junta gubernativa a partir de mayo de 1839, y el recelo que en muchos de sus subordinados seguía despertando el represor de la revuelta de los “agraviados”.
A principios de septiembre, la Junta Gubernativa pidió su remoción a don Carlos, recibiendo autorización para deponerle a finales de octubre. Dado que uno de los motivos por los que se daba este paso era el temor, completamente infundado, de que pudiera haber entablado negociaciones con el enemigo similares a las que habían llevado al Convenio de Vergara, la Junta le destituyó por sorpresa en una reunión celebrada el 26 de octubre en la rectoría de Avía y le envió a Andorra con una pequeña escolta. Pero España nunca llegó a su destino, pues fue asesinado por sus enemigos antes de llegar a la frontera. El suceso dio lugar a un gran debate en las filas carlistas, y cuando Cabrera hubo de replegarse sobre Cataluña en 1840 se encargó de instruir la oportuna sumaria e identificar a los culpables.
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Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera