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José de Canterac d'Ornezan y d'Orlie

Biografía

Canterac d’Ornezan y d’Orlie, José de. Barón de Ornezan (II), en Francia. Casteljaloux, Lot y Garona (Francia), 29.IV.1786 – Madrid, 18.I.1835. Militar.

Cesar Joseph Canterac D’Ornezan Chevalier nació en el actual departamento de Lot-et-Garone de la Re­gión de Aquitania, que antiguamente se llamó Gu­yenne, en el seno de una familia de la petite noblesse francesa, siendo sus padres Alexandre Pierre de Canterac d’Ornezan Chevalier, Barón de Orzenan, capi­tán de Artillería del Ejército Real francés, y de Diana Julie Marie d’Orlie, la cual falleció el 4 de febrero de 1789 a consecuencia del parto de su hija María Julia, hermana del futuro teniente general de los Ejércitos españoles. Y ello es así porque ese año, con el esta­llido de la Revolución Francesa, hubieron de huir del terror jacobino y exiliarse en España, estableciéndose el barón de Ornezan con sus dos hijos en un primer momento en Barcelona.

Este hecho marcó la vida del joven Canterac, que en el exilio siguió la carrera militar de su progenitor y se puso al servicio de la casa borbónica que con­tinuaba reinando. Su carrera militar fue meritoria desde que ingresó el 8 de septiembre de 1801 como cadete del Regimiento de Reales Guardias Walonas, pasando el 8 de octubre de 1803 a subteniente del primer Regimiento del Real Cuerpo de Artillería y a teniente el 28 de abril de 1806. Al estallar la guerra entre España y Francia, como consecuencia de la invasión napoleónica, Canterac tuvo oportunidad de demostrar su valor y lealtad a la corona española, desde que entró en fuego por vez primera en la ac­ción de Sans, el 8 de noviembre de 1808. Durante el siguiente año, intervino en distintas acciones desde Barcelona hasta Gerona, donde logró entrar, rom­piendo el cerco francés, al mando de un convoy con el primer socorro a la ciudad, siendo agraciado con el grado de teniente coronel y la medalla de los sitios de Gerona. Al año siguiente estuvo en la acción so­bre el grao de Olot, pero especialmente significativa fue su participación en la batalla de Vic, siendo con­decorado con una de las veinticinco medallas con el lema “Valor distinguido”. Después, en los campos de Lérida obtuvo el empleo de comandante de Escua­drón. No es de extrañar pues que, cuando Joaquín Blake y Joyes, jefe del Ejército de Cataluña crea el 9 de junio de 1810 el Cuerpo del Estado Mayor, le in­cluya con el empleo de segundo ayudante agregado al cuerpo de Coraceros de Cataluña. Había sido arti­llero por tradición, pero a partir de entonces, abraza­ría el arma de la caballería. Finaliza el año al frente de sus coraceros y recién ascendido a coronel, dando las primeras cuchilladas a la Caballería enemiga en Los Mochos, por lo que el 7 de enero de 1811 fue promo­vido a primer ayudante de Estado Mayor del Primer Ejército de Cataluña, mandado interinamente por el marqués de Campo Verde, siendo además condeco­rado con la Cruz de distinción del Primer Ejército. Según consta en la Hoja de servicios de Canterac, una semana más tarde, se destacó en la acción de Pla, donde recibió tres heridas de arma blanca y una de arma de fuego y más de veinte cuchilladas y estoca­das en su coraza y casco. Tras curarse de sus heridas, el 3 de mayo intervino en la batalla de Figueras y dos semanas después en Tarragona mandando una co­lumna que atacó, tomó y destruyó las trincheras del enemigo en esta plaza, siendo el primero en asaltarlas y resultando herido con posterioridad en la defensa de su puerto, por lo que obtuvo otra condecoración con el lema “La Patria al valor distinguido”. Tras el reconocimiento del castillo de Sagunto y la batalla de Pozol, pasó a Valencia, cuando el mariscal francés Louis Gabriel Suchet amenazaba la ciudad del Tu­ria, permaneciendo en su defensa hasta el 20 de no­viembre de 1811, que embarcó hacia Cádiz en mi­sión confidencial, con documentos de Blake para la Regencia. A pesar de naufragar frente a las costas de Marbella, logró salvar la documentación y de paso la honorabilidad de Blake, que había caído prisionero tras entregar la plaza valenciana. En Cádiz, Canterac pasó grandes apuros económicos, que fueron com­pensados con el reconocimiento de sus ascensos en campaña y su nombramiento posterior como coman­dante general de la Caballería de la expedición del general Juan de la Cruz Murgeón y Achet, futuro gobernador de Quito, que entonces operaba en el Bajo Guadalquivir. Mandó Canterac las fuerzas que toma­ron Sanlúcar el 21 de agosto de 1812 y participó, una semana después, en el ataque y toma de Sevilla. La invasión francesa estaba llegando a su ocaso y las tropas napoleónicas habían comenzado su retirada cuando, en junio de 1813, habiendo sido Canterac nombrado comandante general de la Caballería del Ejército de Reserva Andalucía, se hallaba en Burgos, logrando la rendición del Castillo de Pancorbo, lo que coincidió con la victoria de las fuerzas aliadas al mando de Arthur Wellesley, duque de Wellington, en la batalla de Vitoria, que llevó a Napoleón a poner término al efímero reinado de su hermano y a susti­tuir al mariscal Sourdan por Jean de Dieu Soult para defender las plazas de Pamplona y San Sebastián. Por ello, Canterac fue destinado a apoyar a Carlos de Es­paña, mandando la caballería a su cargo en la batalla de Sorauren, de 25 de julio de 1813, y después en el bloqueo de Pamplona, hasta que el 1 de noviembre fue rendida la Plaza, quedando como prisionera de guerra su guarnición, siendo Canterac condecorado con la Cruz de distinción de la toma de Pamplona.

Al término de la Guerra de la Independencia, le fue­ron confirmadas las condecoraciones que mereció por su valor y las hazañas desplegadas en el combate, así como las rápidas promociones dentro del escalafón militar. Pero, además, el 30 de septiembre de 1814, el rey le otorgó el empleo de teniente coronel vivo y efectivo de Caballería Ligera, agregado al Regimiento de Caballería de Coraceros Españoles, y en el que as­cendió el 9 de abril de 1816 al empleo de coronel vivo y efectivo.

A partir de la publicación de la Real Orden de 3 de junio de 1816 comenzará su periplo americano, al ser nombrado jefe de Estado Mayor General del Ejército del Alto Perú, siendo ascendido, el 14 de octubre de 1816, a brigadier de Caballería recién cumplidos los treinta años. Salió de Cádiz con una división el 1 de abril de 1817 y desde que desembarcó en el Puerto de Cumaná, el 21 de mayo siguiente, se vio obligado por el general Pablo Morillo a participar en distintas operaciones militares que las tropas realistas libraban a lo largo de las costas venezolanas y de Panamá con­tra Bolívar y Mariño, lo que retrasó la incorporación a su destino hasta el 23 de marzo de 1818. Para en­tonces, ya tenía pleno conocimiento de la situación de la guerra en América, así como de su concepción estratégica para lograr la victoria militar y pacificación de aquellas provincias, pues en carta de 10 de abril de 1818 informó desde Arequipa al general Blake, des­cribiéndole el mal estado de un ejército de siete mil hombres en su mayoría indígenas, suficientes para defender el Alto Perú, pero no para reconquistar el terreno ya perdido, razón por la cual solicitaba más ayuda. Había estudiado al enemigo y su peculiar ma­nera de hacer la guerra y estaba convencido de la im­portancia de Buenos Aires como bastión principal de los emancipadores americanos, en base a lo cual redactó un plan para su recuperación, que envió a las autoridades metropolitanas. Había sido destinado a Tupiza, donde el Ejército del Alto Perú se hallaba in­movilizado, sin poder proseguir hacia las Provincias Argentinas por el continuo hostigamiento de guerri­llas. En esta coyuntura, su llegada fue providencial, pues consiguió con algunos de sus hombres vencer y dispersar una gran cantidad de éstas y restablecer el orden en la zona. No obstante, también hizo una penosa expedición a las salinas de Tarija, el 7 de julio de 1818, que le causaron considerables pérdidas de muertos y prisioneros. Desquitándose en la expedi­ción de 13 de marzo de 1819, que arrolló durante sesenta leguas de marcha cuantas fuerzas enemigas se le presentaron, regresó sin pérdidas de consideración al cuartel general. Tiempo después, el general José de la Serna renunció a su cargo de general en jefe del Ejér­cito en Perú y solicitó permiso para regresar, que el Rey aceptó, nombrándose para sustituirle al general Juan Ramírez, que por entonces ejercía la presidencia de la ciudad de Quito. Ocupó el cargo interinamente el brigadier José de Canterac, encargándose también de la capitanía general de las Provincias del Alto Perú, hasta que el 24 de febrero de 1820, Juan Ramírez se incorporó a Tupiza y asumió el mando. Bajo el mando de Canterac se contabilizaron doce caudi­llos muertos y prisioneros, trece oficiales prisioneros, cuatro piezas de artillería, seiscientos caballos y mu­las, mil setecientas cabezas de ganado vacuno, cuatro mil quinientas llamas y treinta mil de lanar, e ingresó unos diez mil pesos en la caja militar de contraban­dos y decomisos hechos al enemigo. Efectuó además la pacificación de las provincias de Santa Cruz de la Sierra, Chiquisaca, Cochabamba y Valles de Mohoza, logrando aumentar en una tercera parte la Infante­ría y doblando la Caballería, disciplinándola e ins­truyéndola para las marchas, que avitualló con ves­tuario, fornituras, monturas, herraduras y tiendas de campaña. Pero estos esfuerzos por recuperar las tierras americanas se vieron frustrados por el movimiento li­beral en la península, cuando parte del ejército expe­dicionario acantonado en Cádiz, listo para sofocar la insurrección rioplatense, se sublevó comenzando el año 1820 en Las Cabezas de San Juan (Sevilla), que­dando libres Bolívar y San Martín para contraatacar. De hecho, este último apareció en Perú en septiembre de 1820, ordenando a Canterac el virrey Pezuela que abandonara el Alto Perú para defender Lima. Se em­barcó en Arica mandando un escuadrón y dos batallo­nes y el 24 de noviembre de 1820 arribó a Cerro Azul y socorrió la capital. Dos días después ascendió a jefe del Estado Mayor del Ejército. Durante el desempeño de este destino mandó varias operaciones parciales y formó la línea de defensa en Aznapuquio, donde se instaló al pasarse el batallón Numancia al enemigo, lo que unido a las dudas de Pezuela para enfrentarse a San Martín, inquietó a los mandos del Ejército rea­lista. A finales de 1820, el virrey cedió a las pretensio­nes de sus generales y convenció a La Serna que de­sistiera de su marcha. De este modo, se combatiría al enemigo con la vanguardia mandada por Canterac, y el resto del Ejército por La Serna. Pero, cuando el 16 de enero de 1821, Canterac batió a los destacamen­tos enemigos en Chancay, obligando a San Martín a retroceder hasta Huaraz, Pezuela detuvo la salida de La Serna y ordenó el regreso de Canterac. Por este proceder y sus indecisiones en la guerra, los oficia­les encabezados por Canterac, exigieron al virrey su renuncia y la resignación del mando en La Serna, lo que firmó el 29 de enero de 1821. Al día siguiente, La Serna nombró general en jefe del Ejército a Canterac, acompañándole a Punchauca durante la entrevista que mantuvo con San Martín con el fin de negociar algunos acuerdos e intentar la paz.

Canterac atravesó los Andes y ocupó el Valle de Jauja, el 22 de julio de 1821, dedicándose a la for­mación de mandos y reclutamiento e instrucción de tropas. Un par de semanas antes, el virrey La Serna comunicó a San Martín que abandonaba Lima. En cambio, le interesaba proteger El Callao, único ac­ceso que por mar tenían los realistas si lograban rom­per el bloqueo, por lo que ordenó a Canterac, el 25 de agosto de 1821, que atravesara nuevamente Los Andes, para abastecer de armas y víveres al Real Fe­lipe y ayudar al mariscal de campo José de La Mar y Cortázar a repeler el sitio impuesto por las tropas independentistas también en tierra. A mediados de septiembre, sin embargo, al poco de retornar Cante­rac a la Sierra, La Mar firmó con San Martín la en­trega de El Callao, pasándose al enemigo. A pesar de lo cual, Canterac continuó batiendo divisiones ene­migas en Copacabana y en Puruchuco y cruzó nue­vamente los Andes para acantonarse en el Valle de Jauja, persistiendo en el reclutamiento e instrucción de los hombres. En noviembre de 1821, mientras el virrey La Serna pasó a situarse en Cuzco, quedó el general Canterac al mando de un ejército al que le había cambiado el aspecto y con el que alcanzó seña­ladas victorias en el cerro de Pasco, Huariaca, Camas, Indahuari y Pariahuanca. Cuando en marzo de 1822, el general Canterac ascendió a mariscal de campo, se desarrollaron varias acciones decisivas en orden a re­ducir a los indios morochucos, que habían cortado la comunicación del ejército con el virrey y provin­cias de retaguardia, obteniendo en Ica, el 7 de abril de 1822, la batalla más completa, que salvó la situa­ción en el Perú. Dobló sus tropas, que a partir de en­tonces fueron vencedoras en los diferentes combates que siguieron: Paras, La Puntilla, Yanamá, otra vez en Ica, Chinchas Alta, Chupamarca, Pacarón, Sur­cobamba, Huayllay, nuevamente en Chinchas Alta, Tomás, Huacracolla, dos veces en Yaulí, repitiendo también en Huayllay, Altos de Mito y Quebrada de Chupaca, el 30 de septiembre de 1822, poco después de que San Martín se retirara del Perú, nombrando al general Rudecindo Alvarado gran mariscal del Perú y jefe de todas las fuerzas argentinas para la eliminación del Ejército realista. Desembarcaron siete mil enemi­gos de todas las armas en el sur del Perú, y Canterac, tras atravesar trescientas leguas del Perú y los Andes con dos batallones y dos escuadrones, pudo reunirse con las fuerzas del Sur del brigadier Jerónimo Valdés y Sierra y, gracias una acción previa de éste, se puso al mando para culminar la que sería conocida como la batalla de Torata, de 19 de enero de 1823, en la que se destruyó completamente al ejército enemigo mandado por Alvarado, distinguiéndose también el coronel Baldomero Espartero. Esta victoria se com­pletó dos días después con los mismos protagonis­tas en Moquehua, salvando por segunda vez la causa de la Corona en el Perú. Por sus méritos de guerra, Canterac fue ascendido el 1 de febrero de 1823 a te­niente general de los Reales Ejércitos Nacionales. A finales de julio, acudió a socorrer Cuzco, que se en­contraba amenazado por un ejército colombiano que había invadido Arequipa, al tiempo que otro del Perú independiente ocupaba las Provincias del Alto Perú. Impidió la reunión de ambos ejércitos, marchando sobre Arequipa, donde venció al enemigo y persiguió a los colombianos hasta que éstos se embarcaron en el Puerto de Quilea. Después, se estableció de nuevo en el Valle de Jauja con su ejército, que a partir de enton­ces pasó a llamarse del Norte, desde donde trató de debilitar las fuerzas de Bolívar con diversas acciones, a lo largo del mes de diciembre de 1823. Tras suble­varse la guarnición de El Callao a favor del rey, envió Canterac al brigadier José Ramón Rodil a guarnecer la fortaleza y al general Monet a ocupar la capital de Lima. En esto, el Trienio Liberal que se había instau­rado en la península, finalizó oficialmente el 19 de diciembre de 1823 por medio de una Orden general en la que el rey Fernando VII se hacía cargo del po­der absoluto. Precisamente, esta pugna entre libera­les y absolutistas no sólo impidió el anunciado envío de refuerzos desde la metrópoli sino que además se trasladó a tierras americanas. Pues el general realista Pedro Antonio de Olañeta, informado de la restaura­ción absolutista por los cien mil hijos de San Luis, se sublevó en el Alto Perú en enero de 1824 contra la autoridad del virrey La Serna, teniendo a partir de en­tonces el general Canterac que mandar a Valdés que dispusiera de cinco mil de sus hombres para repri­mir dicha rebelión, con la consecuente merma de sus efectivos y capacidad operativa. La defección de Ola­ñeta y consiguiente división del ejército realista fue aprovechada por Bolívar para iniciar el 1 de agosto de 1824 su campaña al mando de unos diez mil hom­bres. Atacó con fuerzas de cuatro regiones al ejército de Canterac, que sin la artillería ni los cazadores, fue derrotado en Junín, el 6 de agosto de 1824, haciendo estériles los heroicos sacrificios por conservar Jauja y aquellas provincias para la Corona. En septiembre de ese mismo año, José de Canterac fue nombrado jefe del Estado Mayor General y se le encomendó la res­ponsabilidad de reemplazar al virrey si la situación así lo demandaba.

El virrey La Serna tomó entonces el mando de los ejércitos de Canterac y Valdés y marcharon con la idea de enfrentarse al general José Antonio de Sucre, que avanzaba con unos seis mil hombres. A partir del 6 de diciembre de 1824, ambos contendientes se buscaron con algunas pequeñas escaramuzas entre sus avanza­dillas. Las fuerzas del virrey ganaron la posición en el cerro de Condorcunca, donde desplegó las divisio­nes de Valdés, Monet y Villalobos, dominando la es­trecha pampa de Ayacucho, donde se establecieron las fuerzas enemigas del general Sucre. En la mañana del 9 de diciembre de 1824, los cañones de Valdés rompieron el fuego, dando comienzo a la batalla de Ayacucho. Pero un batallón del ala izquierda se pre­cipitó en el avance, sin apoyo alguno, antes de que la artillería de Villalobos estuviera en posición, que aprovechó el general Córdoba para destrozarlo, obli­gando a las divisiones de Monet y Villalobos a bajar al llano a combatir en ayuda de los atacados. A pesar de la destacada intervención de la caballería realista, su desfavorable situación causó una gran derrota, siendo el virrey capturado con la casi totalidad de los efecti­vos del ala izquierda y de la reserva. El general Valdés, que con su división formaba el ala derecha, mientras se enfrentaba al general La Mar, comprendió que po­dría ser envuelto y quiso retirarse, pero el pánico y sentimiento de derrota se apoderaron de sus fuerzas, que huyeron en desbandada. Ante esta situación, el general Canterac, que había tomado el mando directo del resto del ejército realista, nada pudo hacer. Con­taba únicamente con cuatrocientos hombres replega­dos del campo de batalla, y en todo lo que había sido el virreinato del Perú no le quedaban más que la guar­nición de Rodil en El Callao, un batallón de reclutas en Cuzco y los escuadrones de Arequipa. Teniendo en cuenta que Olañeta les negaría el auxilio y que el ejército enemigo se iba a reforzar con divisiones de Chile y Colombia, reconoció la urgente necesidad, en ausencia del virrey La Serna pero con el beneplácito de los demás jefes y generales, de presentar una propuesta de capitulación al general Sucre, que aceptó y ambos generales, curiosamente de ascendencia francesa, fir­maron el acuerdo por el que el Perú accedía a su inde­pendencia. Bolívar escribió a Canterac admirando su conducta como militar, que, sin suficientes hombres ni ayuda exterior, habían logrado retrasar la emanci­pación, por lo que podía consolarse con haber cumplido gallardamente con su deber y haber terminado su carrera en América con una capitulación honrosa.

El general Canterac embarcó en el Puerto de Quilca en la fragata francesa Ternaux, el 25 de enero de 1825. Desde Río de Janeiro mandó a través del cón­sul un memorándum explicando la batalla y capitula­ción de Ayacucho al secretario de Estado y Despacho de la Guerra para que fuera trasladado a S. M. el Rey. Arribaron en Burdeos, el 20 de junio de 1825, donde se enteró del fallecimiento de su padre, el barón d’Ornezan, título en el que sucede, por lo que comu­nica ese mismo día para conocimiento de S. M. que debe acudir a recuperar sus bienes en Francia. El 15 de julio de 1825, el rey se da por enterado de todo y cuatro días más tarde, desde Burdeos, Canterac pide audiencia al rey; petición que reitera al día siguiente desde Irún a través del capitán general de Vascongadas. Resultó en vano su súplica a lo largo de los siguientes años, solicitando incluso un Consejo de Guerra. Enseguida percibe la fría acogida de que son objeto los “ayacuchos”, a los que se prohíbe entrar en la Corte, comunicándole el secretario de Despacho de la Guerra, Miguel de Ibarrola, III marqués de Zambrano, su deber de pasar a residir a Vallado­lid. Allí contrajo matrimonio, el 17 de septiembre de 1826, con Manuela Domínguez, nacida en Ceuta el 24 de diciembre de 1808, hija de María del Carmen Navas Padilla y de Pedro Domínguez Llorente, inten­dente del Ejército y de Castilla la Vieja. Durante los siguientes años se dedicó a la jardinería en su finca, que había comprado a las afueras de Valladolid. Ins­tigado por el general Pezuela, a la sazón capitán gene­ral de Madrid, Zambrano le negará sucesivamente un destino, incluso cuando solicita, el 2 de noviembre de 1830, incorporarse como simple soldado voluntario a la lucha contra los revolucionarios. Finalmente, el 4 de mayo de 1832, habiendo estallado el pleito di­nástico al abolir Fernando VII la Ley Sálica, con el infante don Carlos huido a Portugal para movilizar a sus partidarios a la rebelión, pareció conveniente al rey, recordando las repetidas muestras de lealtad de Canterac, rescatarle de su forzoso retiro en Valladolid para, contradiciendo a Zambrano, nombrarle coman­dante general de la segunda división del Ejército de Observación en la Frontera de Portugal. A finales de 1832, la mala salud de Fernando VII, le obligó a dejar los asuntos de la Corona en manos de la reina María Cristina, que sustituyó al marqués de Zambrano por un general “ayacucho”, cual era Juan Antonio Monet y, a su propuesta, la reina nombró al teniente general Canterac, en diciembre de 1832, comandante general del Campo de Gibraltar y sub­delegado de las Rentas Reales de Algeciras. Y, tras los sucesos de La Granja, una vez fallecido el rey, le nombró segundo jefe de Castilla la Nueva, jurando Canterac defender la causa de Isabel II.

A principios de diciembre de 1834, Canterac pi­dió la dirección de la Inspección de Caballería, pero la Reina Gobernadora decidió confiarle la Capitanía General de Castilla la Nueva. En la madrugada del 18 de enero de 1835, horas después de publicarse su nombramiento en el Boletín Oficial de Madrid, un grupo de militares se amotinó en Madrid, siguiendo el plan de los liberales más radicales agrupados en­torno de la sociedad secreta “La Isabelina”, con inten­ción de derribar el gobierno moderado de Francisco Martínez de la Rosa. Ingenuamente consideró Cante­rac que, por disciplina y su prestigio personal, su sola presencia bastaría para aplacar el levantamiento. Este acto de precipitada valentía le costó la vida. Tras una humillante capitulación del ministro Llauder con los sublevados atrincherados en la Casa de Correos, pre­sentada como prueba de la benevolencia de la reina gobernadora, se pudo enterrar su cadáver sin ceremo­nia alguna en un nicho del camposanto extramuros de la Puerta de San Fernando. Le sustituyó su anti­guo subordinado y amigo el teniente general Valdés, más tarde conde de Torata. El 4 de marzo de 1835, la reina gobernadora concedió a la viuda de Canterac que “había sacrificado gloriosamente su vida por sos­tener la subordinación, la disciplina y la obediencia a las leyes”, la pensión de viudedad señalada al empleo de capitán general, “sin perjuicio de recompensar en su momento a su familia de manera correspondiente a sus circunstancias”. Se le conceden dos mil reales al año por cada una de sus cuatro hijas: Carolina, Isabel, María Dolores y Eloísa, y del varón, su homónimo, nacido póstumamente el 10 de agosto de 1835. La pensión se amplió por ley de 1 de febrero de 1839 a veinte mil reales.

El 19 de noviembre de 1843, año en que es decla­rada la mayoría de edad de Isabel II, se concede a la viuda, Manuela Domínguez y Navas, la Banda de Dama Noble de María Luisa y la propia reina, cuatro años más tarde, le concedió mediante Decreto de 3 de julio de 1847 la merced de título de Castilla con la denominación de condesa de Casa de Canterac, por los méritos y servicios de su marido el teniente ge­neral José de Canterac. En esta merced sucedería en 1880, su hijo varón, que fue coronel de Artillería y que, al fallecer soltero y sin descendencia, pasó a la línea femenina y en concreto a su primo José Los­sada y Canterac, hijo de la primogénita, Carolina de Canterac y Domínguez, que fue azafata de la reina Isabel II y casó con el brigadier de Infantería Ángel de Lossada y Litta.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), exp. personal; Servicio Histórico Militar (Madrid), Secc. de Expedientes Militares, Archivo Blake; Archives Départe­mentales de Lot-et-Garone, Fonds Dubois, 5 J 79.A. García Camba, Memorias para la historia de las armas españolas en el Perú, Madrid, Sociedad Tipográfica de Hor­telano y Compañía, 1846; A. S. Lorente, Historia del Perú desde la independencia, Lima, Imprenta Calle de Camaná, 1876; M. de Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, Lima, Enrique Palacios, 1932; J. Valdés, conde de Torata, Documentos para la historia de la Guerra Separatista del Perú, Madrid, Imprenta de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, 1894; J. Arzadun Zabala, Fernando VII y su tiempo, Madrid, Summa, 1942; J. Vigón. Historia de la Artillería Espa­ñola, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1947, 3 vols.; R. Vargas Ugarte, Historia general del Perú, Lima, Carlos Milla Batres, 1971-1984; A. Grisanti, La Batalla, la capitulación y las Actas de Ayacucho, Caracas, Ofi­cina Técnica del Ministerio de Defensa, 1974; E. de Santos Rodrigo, “José Canterac Dorlic y d’Ornezan”, en Ejército, n.º 439 (agosto de 1976), págs. 13-18; V. Calama Rose­lló, “La artillería de las Indias en el siglo XVIII”, en Actas de las Primeras Jornadas de Artillería en Indias, Sevilla, 1986; S. G. Payne, Los militares y la política en la España Contempo­ránea, Madrid, Sarpe, 1986, pág. 35; G. Frontela Carreras, “La artillería en América” y M.ª D. Herrero Fernández-Quesada, “La artillería en la Guerra de la Independencia”, en VV. AA., Al pie de los cañones. La artillería española, Madrid, Ministerio de Defensa-Tabapress, 1993; M. Artola, La Es­paña de Fernando VII, Madrid, Espasa Calpe, 1999; A. Tauro, Enciclopedia ilustrada del Perú, Lima, Peisa, 2001.

 

Ángel de Lossada y de Aymerich, conde de Casa Canterac e Iván F. Moreno de Cózar y Landahl, conde de los Andes

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