Aguilar Ochoa y Correa, Antonio. Marqués de la Vega de Armijo (VIII). Madrid 30.VII.1824 – 13.VI.1907. Político.
Nacido en un hogar muy blasonado y de elevada alcurnia —noble de sangre, Grande de España—, se inició en el estudio en el célebre colegio cordobés de la Asunción —de acreditada solvencia y prestigio desde su fundación, a mediados del siglo XVII—, para pasar luego al no menos famoso de San Felipe Neri, regentado en Cádiz por Alberto Lista, ya en el ocaso de su vida. De allí se trasladó a Sevilla para cursar los años iniciales de la carrera de Derecho, que acabó en Madrid, en cuya alma mater se doctoraría en 1852.
Aunque a la terminación de sus estudios se dedicara al ejercicio de la profesión como abogado de pobres, muy pronto la llamada de la política le imantó con fuerza irresistible para ser el diputado español de más dilatado historial parlamentario, en el que incluiría igualmente varios récords y marcas, como, verbi gratia, la de ser el padre de la patria con más horas de probada permanencia en su escaño congresual o la de contar en diversas legislaturas con mayor número de actas.
Como para muchos integrantes de su generación, fue la “Vicalvarada” su bautizo en la vida pública, representando un papel esencial en el origen del pronunciamiento al ocultar en su casa al general O’Donnell y trasladarlo personalmente al acuartelamiento del entonces pueblo de la proximidad de Madrid. Frustrado, en parte, el levantamiento de la Caballería en el Campo de Guardias, el marqués participó activamente en la preparación del alzamiento popular madrileño a mediados de julio contra el “Ministerio metralla” del duque de Rivas y el general Fernández de Córdoba, siendo elegido a continuación miembro de la Junta de Salvación, Armamento y Defensa de Madrid, constituida al efecto, en la que desplegó un papel primordial, al ocuparse de manera personal del regreso del conde de Lucena a Madrid e impedir el monopolio de la situación por los esparteristas. Después de la defenestración de los moderados, era lógica su entrada —electo por Córdoba— en la Cámara Baja, de la que sería nombrado en 1858 vicepresidente, ya en una situación protagonizada en exclusiva por O’Donnell, quien le tenía en alto precio y al que fue inquebrantablemente fiel, en buena parte por haber interpuesto su decisiva autoridad en contrarrestar en diversas ocasiones la singular y empeñada inquina con que le distinguiera, por razones ocultas, Isabel II. La estima bien probada del caudillo unionista le valió igualmente en el mismo año de 1858 la designación para el Gobierno Civil de la capital de la nación, en cuyo desempeñó descubrió las dotes de rigor, entrega y tenacidad que, a falta de una lúcida inteligencia, esmaltaron su cursus honorum, dentro de un carácter conocido por la reciedumbre y la intemperancia así como por la lealtad numantina a amigos y convicciones. El éxito de su gestión al frente de tan ardua responsabilidad le catapultó, en diciembre de 1861, a una poltrona ministerial. Durante el año en que corriera a su cargo la polivalente cartera de Fomento, cooperó en medida notable al espectacular desarrollo material del país impulsado por los ministerios de la Unión Liberal. Los días finales de esta etapa —17 de enero de 1863 al 3 de marzo de 1863— los vivió como ministro de la Gobernación, en cuya fugaz gestión quizás el hecho más saliente fuese la indisimulable aversión hacia su subsecretario, Antonio Cánovas del Castillo, correspondida por éste, entonces también muy favorecido por el duque de Tetuán. Retornado O’Donnell al poder en junio de 1865 tras la caída del penúltimo gabinete Narváez, Vega de Armijo volvió a ocupar el departamento de Fomento a lo largo de todo el transcurso de la postrera fase gubernamental unionista. El tema de mayor trascendencia abordado en política exterior por el último de los gabinetes del duque de Tetuán radicó, según es bien sabido, en el reconocimiento del reino de Italia, frente a la ardida campaña desencadenada por todos los sectores ultramontanos. Un cuarto de siglo más tarde, el titular de la cartera de Estado en el ministerio que adoptó tan controvertida medida hizo públicas en forma ponderada y municionada las razones que le hicieron aconsejarla.
Exiliado como su jefe, viajó por Francia y Alemania, en donde casóse en 1867. En este período, únicamente aceptó colaborar en la vasta empresa conspiratoria de la oposición emigrada una vez muerto O’Donnell, reacio hasta el final en adherirse al amplio frente antiisabelino orbitado en torno a Prim. La profunda divergencia con el marqués de los Castillejos respecto al candidato más idóneo para el trono español determinó que la carrera política de Vega de Armijo sufriera un prolongado eclipse durante la Septembrina. Componente de la Junta Revolucionario Interina (30 de septiembre 1868) (5 de octubre de 1868) y de la Junta Superior Revolucionaria, de la que sería vicepresidente (5 de octubre, 19 de octubre), su total inclinación, a semejanza de la mayor parte de los antiguos unionistas, por el duque de Montpensier, le enemistó con el general catalán, pese a tener en el regente Francisco Serrano un acendrado amigo. Revalidado una vez en uno de sus dos feudos electorales (Córdoba) como diputado en las muy famosas Constituyentes del 69, su ostracismo político llegó a su fastigio en la Primera República, de cuyo Parlamento estaría ausente por primera y única vez en una andadura parlamentaria de más de medio siglo, según quedó ya anotado. Sus amigos Serrano y Sagasta le rescataron para el primer plano de la vida pública al designarle, en los comienzos de 1874, representante oficioso ante el Gobierno de “El Orden Moral”, donde acreditaría una dotes diplomáticas dignas de estima al lograr bloquear o amortiguar grandemente la ostensible simpatía del Gobierno del presidente MacMahon hacia el pretendiente Carlos y sus seguidores —por aquellas fechas en el culmen de sus aspiraciones por lograr la materialización de sus sueños dinásticos— , y, finalmente, conseguir, en una muy complicada y perspicaz maniobra, el reconocimiento de Francia para el régimen instaurado por Serrano tras el hundimiento de la Primera República. Al igual que otras relevantes figuras de la extinta Unión Liberal, el marqués se alineó en la alborada de la Restauración canovista en las filas del exiguo pero prestigioso Partido del Centro Parlamentario, que tenía como jefe al sobresaliente jurista burgalés Manuel Alonso Martínez, muy pronto atraído por los constitucionalistas de Sagasta, con los que acabaría por formar el partido Fusionista, denominación bien expresiva de su naturaleza y objetivos.
En el lustro que transcurriera hasta su reaparición en el primer escenario político nacional, el laborioso aristócrata se consagró, junto con las labores propiamente parlamentarias y el perfeccionamiento de su cacicato y redes clientelares en Pontevedra y Córdoba, a un intenso comercio con las musas y la muy activa presencia en los trabajos y los días de las Reales Academias de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas, de las que llegara a ser director y presidente, respectivamente, en la primera a la muerte de Cánovas (1897). Tan loable dedicación intelectual adoleció, con gran frecuencia, de una inembridable pulsión por la imitación e incluso por la copia más servil de publicaciones y obras salidas de la pluma de autores extranjeros acerca de los temas más variados, conducta bataneada por Azorín en una de las páginas más buidas y regocijantes de la crítica literaria española contemporánea: “La prensa ha hecho justicia en todas las ocasiones a la integridad, a la entereza y a la consecuencia del ilustre parlamentario. La energía es, en efecto, la cualidad distintiva, característica, en el señor marqués de la Vega de Armijo. Mas lo que nuestros colegas no han divulgado es que el insigne ex ministro liberal es un excelente publicista, que ha dedicado constantemente su atención al estado de las cuestiones sociológicas y morales [...] Lo que seguramente le producirá una sorpresa más templada [al lector] es que el insigne estadista ha sido en todos los momentos de su vida un lector devotísimo de la Revista de Ambos Mundos. Y precisamente estos dos afectos de su vida han sido los que han hecho brotar de su pluma los interesantes trabajos sociológicos que hoy nosotros podemos consultar en las bibliotecas [...] Al ver ayer tarde en el alto sitial de la Cámara Baja al ilustre prócer, con sus patillas de plata, con su gesto de energía, hemos querido dedicar unas líneas a estos trabajos suyos de unos días en que el insigne orador sentía un ardiente entusiasmo por Norteamérica y leía con fruición la Revue de Deux Mondes”. (Cfr. Azorín, Obras Completas, Madrid, 1958, III, págs. 727‑730).
En la primera experiencia gobernante del sagastismo —febrero de 1881 a octubre de 1883—, el marqués desempeñó las altas funciones de ministro de Estado, con una clara —y rara en la elite gobernante de la Restauración de acusada galofilia— inclinación por la Alemania bismarckiana, al unísono con el propio Alfonso XII. En los inicios del otoño de 1883 acompañaría a éste en su famoso viaje a las capitales de los Imperios Centrales, que, en última escala (la parisina) daría lugar a ruidosas manifestaciones contra un “rey pro germano”, censuradas por el marqués con una aspereza no compartida en la intimidad por el joven soberano. En 1887 su designación para la embajada en un Vaticano que asistía a la plenitud del pontificado de León XIII implicó la coronación de su cursus honorum, antes de volver a asumir a las funciones de ministro de Estado en la etapa final del “quinquenio glorioso” (junio de 1888, julio de 1890), mereciendo la máxima confianza del presidente de Gobierno, con el que, pese a ello y debido al fuerte temperamento de su colaborador, tuvo varios desencuentros, todos pasajeros y acabados en la pronta reconciliación de ambos prohombres, estrechamente unidos por la profundidad de su sentimiento liberal y constitucionalista. Ya de manera muy fugaz volvería a habitar el Palacio de Santa Cruz en la que habría de ser su última experiencia ministerial (diciembre de 1892-abril de 1893).
Tan breve estadía al frente de la diplomacia española se debió a la necesidad sentida por su partido de contar en la Presidencia del Congreso con un diputado al par experimentado y enérgico. Y así desde la citada primavera de 1893 hasta marzo de 1895 dirigiría con gran eficacia los trabajos de la Cámara Baja. Lo que volvería a suceder en 1898, 1901 y 1905. Antes de esta última presidencia del Congreso, se descubriría como figura decisiva en los intentos de superar, intramuros del partido liberal, la crisis que le sobreviniera a la muerte de Sagasta. Miembro con Montero Ríos y Moret del triunvirato formado para gestionar la sucesión del político riojano, retiró su candidatura al nuevo liderazgo para presidir la consiguiente e infructuosa votación por falta del quorum necesario, celebrada el 15 de noviembre de 1903. A partir de tal rasgo de generosidad —sus eventuales compromisarios eran muchos, como correspondía al personaje en posesión del mayor ascendiente electoral dentro de la maquinaria del partido—, su respetabilidad y simpatía dentro de las filas de éste fueron máximas, según lo comprobó su postrera estancia al frente del Congreso de los Diputados. El 20 de enero de 1906 se produciría su retirada definitiva de tan elevado sitial, pero no así de la vida política, en la que todavía le esperaba materializar el sueño más anhelado: la Presidencia del Consejo de Ministros. Circunstancia que ocurriría en el mismo año de 1906, al término de la etapa liberal abierta un bienio atrás. Agotada ésta a causa fundamentalmente de las invencibles rencillas entre los primates del partido —Moret, Castelar, López Domínguez, Romanones, Alba [...]— por alzarse con el liderazgo de sus militantes y adheridos, la investidura del viejo prócer, en una situación ya por entero descaecida, fue el reconocimiento a su intachable hoja de servicios al partido y a su inconmovible fe en el porvenir de su destino. En apenas un mes (4 de diciembre de 1906 al 25 de enero de 1907) es claro que su mandato presidencial no podía ofrecer abundantes y serondos frutos. No obstante, cumplió con la misión que se le encargara a un gabinete de evidente trámite al mantener izada la bandera significada por la polémica Ley de Asociaciones Religiosas —finalmente aprobada en tiempos de Canalejas— y promulgar, conforme a las insistentes y acaloradas peticiones del lado de todas las fuerzas política al margen del turnismo, una ley de amnistía por delitos políticos, muy criticada, empero, por Maura, al considerarla como moneda de cambio para sacar adelante el correspondiente presupuesto hacendístico anual.
Quizá falto del oxígeno de las cumbres de la política que casi desde la niñez respirara, aquel mismo año moriría en la misma ciudad en que viniese al mundo y por cuya modernización y engrandecimiento tantas batallas peleara.
Obras de ~: Apuntes sobre el establecimiento de una casa de educación correccional de jóvenes en Madrid en 1861, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1861; Las relaciones entre el Pontificado y el Reino de Italia, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1864; Necesidad y urgencia de mejorar el sistema carcelario y penitenciario en España, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1968; La Huelga en los ferrocarriles de los Estados Unidos en 1877, Madrid, Eduardo Martínez, 1879; Necrología de D. José Posada Herrera, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1883; El periodismo en los Estados Unidos, Madrid, Tipografía Gutenberg, 1884; Los nihilistas, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1885.
Bibl.: A. Salvador y Rogrigáñez, Necrología del Excmo. Sr. D. Antonio Aguilar y Correa, marqués de la Vega de Armijo, presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, leída ante la misma en su sesión del día 19 de octubre de 1909 por el Excmo. Sr. D [...]. Madrid, Establecimiento Tipográfico de Jaime Ratés, 1909; G. Maura Gamazo y M. Fernández Almagro, Por qué cayó Alfonso XIII. Evolución y disolución de los partidos históricos durante su reinado, Madrid, Ediciones Ambos Mundos, 1948; J. Salom Costa, España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1967; J. Pabón, España y la Cuestión romana, Madrid, Moneda y Crédito, 1972; C. García Monerris, J. S. Pérez Garzón, “Las barricadas de julio de 1854. Análisis sociológico”, Anales del Instituto de Estudios Madrileños, t. XII, (1976), págs. 1-25; L. Ramírez de las Casas Deza, Biografía y memorias especialmente literarias de Don Luis de las Casas Deza, entre los Arcades de Roma Ramillo Tartesiaco, individuo correspondiente de la Real Academia Española, Córdoba, Instituto de Historia de Andalucía, 1977; I. Casanovas Aguilar, “Las Constituyentes de 1854. Origen y fisonomía general”, en Revista de Estudios Políticos, 38 (1984), págs. 135-172; E. Aguilar Gavilán, Vida política y procesos electorales en la Córdoba isabelina (1834‑1868), Córdoba, Cajasur, 1991; S. Forner, Canalejas y el Partido Liberal Democrático, Madrid, Cátedra, 1993; J. M. Cuenca y S. Miranda, El Poder y sus hombres. Por quiénes hemos sigo gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas, 1998; M. J. Ramos Rovi, Andalucía en el Parlamento español (1876‑1902), Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2000; C. Seco Serrano, Historia del conservadurismo español. Una línea política integradora en el siglo XIX, Madrid, Temas de Hoy. Historia, 2000; C. Darde Morales, Alfonso XII, Madrid, Arlanza Ediciones, 2001; G. Rueda Hernanz, Isabel II, Madrid, 2001; J. R. Urquijo Goitia, Gobiernos y ministros españoles (1808‑2000), Madrid, Arlanza Ediciones, 2001; J. Valera, Correspondencia. Volumen I. 1847‑1861, Madrid, Edición de L. Romero de Tobar, Madrid, 2002; C. Seco Serrano, La España de Alfonso XIII. El Estado. La política. Los movimientos sociales, Madrid, Espasa Calpe, 2002; B. Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, págs. 371-372.
José Manuel Cuenca Toribio