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Juan Manrique de Lara

Biografía

Manrique de Lara, Juan. ?, 1507 – San Leonardo de Yagüe (Soria), 21.VI.1570. Embajador y consejero de Carlos V y Felipe II.

Hijo segundón de Antonio Manrique, II duque de Nájera, conde de Treviño, caballero del Toisón, y de Juana de Cardona, hija del duque de Cardona. Según fray Prudencio de Sandoval, fue “caballero notable en valor, virtud cristiana, y gran servidor del César y de su hijo”. En efecto, emprendió la carrera militar a temprana edad, pues siendo adolescente tuvo ocasión de participar, aportando quinientos soldados, en la debelación de los comuneros defendiendo las banderas de Carlos V. Así, intervino junto a las tropas que protagonizaron la toma de Tordesillas y, más tarde, tuvo parte en la batalla de Villalar. Como coronel elegido por vizcaínos y guipuzcoanos, al poco tiempo prestó sus servicios en la campaña de Navarra contra los franceses. Algo después, ingresó en la casa de Borgoña tras la reforma efectuada hacia 1523-1524, como gentilhombre de casa, con 24 sueldos diarios de gajes, una categoría codiciada por los hijos de la nobleza castellana como primer escalón de su encumbramiento cortesano. Esta ocupación le permitió acompañar desde entonces a Carlos V, tanto en su servicio doméstico como en viajes y misiones políticas y militares. Dado que era un segundón que debía hacer fortuna, contó con el apoyo fundamental de su padre, el duque de Nájera. Como su hermano primogénito habría de heredar el ducado como III duque, Antonio procuró que su segundogénito Juan también disfrutara de diversos nombramientos y obtuviera mercedes. Así, en julio de 1529 el II duque de Nájera adquirió para Juan Manrique de Lara el título de contador mayor de Cuentas, al comprarlo a Isabel de Quintanilla, esposa y apoderada del licenciado Coalla.

La compra del oficio, que tenía un significado de tipo cortesano y honorífico, además de importantes salarios y aranceles, más que obligar al ejercicio de funciones administrativas, que quedaban en manos de los lugartenientes, se efectuó por un montante de 10.500 ducados (3.937.500 maravedís), que el duque de Nájera abonó en nombre de su hijo en tercios hasta 1532. Como era previsible, durante las décadas siguientes Manrique de Lara percibió sus quitaciones y demás beneficios y dejó los problemas y diligencias propios de la Contaduría Mayor de Cuentas en manos de sus tenientes, que sucesivamente fueron Alonso de Vozmediano, Pedro de Ávila y Juan Muñoz de Salazar, hasta que se desprendió del cargo en 1560.

Mientras tanto, durante estas décadas Juan Manrique de Lara se dedicó preferentemente a asuntos diplomáticos, cortesanos y militares. Enviado por su padre en 1530 para exponer una queja relacionada con el casamiento de su hermano, desde entonces acompañó a Carlos V y permaneció a su lado durante los lustros siguientes aprendiendo los pormenores de la diplomacia y de la logística imperial. De esta guisa intervino en episodios militares donde demostró su valor sobradamente, como la defensa de Viena contra los turcos, en 1532, y en la toma de Túnez en 1535.

Como premio a sus servicios este año recibió el cargo de ensayador mayor de la Casa de la Moneda de Sevilla, cargo lucrativo que no suponía responsabilidades directas. Su condición nobiliaria mejoró en 1541, cuando recibió título de caballero de la Orden de Calatrava.

Adquiría así mayor distinción social, mientras que las obligaciones del hábito eran ya fundamentalmente militares. En esta Orden no tardó en prosperar, pues obtuvo la encomienda de Corral de Caraquel el 31 de julio de 1546, y el título de clavero mayor el 30 de mayo de 1550.

Al mismo tiempo se elevó su responsabilidad en el servicio palatino de Carlos V. Tras haber pasado a gentilhombre de boca, con 36 sueldos diarios, su siguiente cargo en la casa de Borgoña del Emperador se efectuó el 1 de diciembre de 1544, cuando fue promocionado al puesto de mayordomo. Sus gajes se elevaron así a 48 sueldos diarios, además de otros derechos de despensa, y asumía importantes responsabilidades de administración en el servicio palatino de Carlos V. En esta década apenas se separó del lado del Emperador, cuya confianza se había granjeado año tras año. En su séquito era uno de los caballeros de más alta estima, tanto por los servicios que acumulaba, por su linaje, y por sus indudables dotes cortesanas, demostradas en repetidas ocasiones durante las ceremonias y festejos que acompañaron al viaje del príncipe Felipe de 1548-1551. De esta manera, no resulta sorprendente que, en el último sexenio de su reinado, el Emperador empleara a Juan Manrique de Lara en importantes embajadas y misiones.

Estando en Ausgburgo, en 1551, al fallecer el papa Pablo III y acceder al solio Julio III, en julio fue enviado por Carlos V como embajador extraordinario a Roma. Llegado en septiembre, las instrucciones que portaba eran de enjundia, pues debía negociar las gracias eclesiásticas, los nuevos capelos, la continuidad del Concilio de Trento, y la concordia con Octavio Farnese. Cumplida su misión, Manrique de Lara partió a Milán, con el mandato de Carlos V de reforzar las tropas y recursos que estaban a disposición de Fernando de Gonzaga. Asimismo, entre diciembre de 1551 y febrero de 1552 se encargó de inspeccionar las cuentas del ejército allí estacionado bajo el mando de Gonzaga y los gastos que habían sido efectuados desde 1546, al parecer sin demasiado cuidado. Tras culminar esta labor, retornó al lado de Carlos V, quien, necesitado de consejeros de confianza y experiencia, no tardó en encomendarle un nuevo encargo.

Se avecinaban tiempos aciagos para los designios del Emperador. Alentados por el rey Enrique II de Francia, los príncipes luteranos acosaron al séquito de Carlos V, que en marzo de 1552 tuvo que pasar de Augsburgo a Innsbruck. A finales de este mes, en penuria y con el crédito casi agotado, el Emperador decidió enviar a Manrique de Lara a Valladolid, con una trascendental y angustiosa carta que exponía al príncipe Felipe, en funciones de regente, su delicada situación y su perentoria petición de ayuda. Viajó presto el emisario de Alemania a Génova y de aquí a España, y, el príncipe Felipe, después de congregar a los Consejos de Estado y de Hacienda y de contrastar el agotamiento de las fuentes financieras disponibles, logró reunir 500.000 ducados que fueron enviados a Carlos V en junio con el propio Manrique de Lara.

Tras el desastre de la huida de Carlos V de Innsbruck en mayo, estos fondos se aplicaron a restaurar la reputación imperial en Alemania, mas la cantidad no podía por menos que resultar insuficiente.

Fueron años de dificultades hacendísticas y militares que Carlos V pudo superar con la ayuda de consejeros como Juan Manrique de Lara. En sustitución de Diego Hurtado de Mendoza, que había sido nombrado virrey de Aragón, en abril de 1553 fue enviado a Roma con la misión de defender los intereses diplomáticos de Carlos V y del príncipe Felipe no sólo en la Ciudad Eterna, sino en toda Italia, puestos en peligro durante la guerra de Parma (1551-1552) y la rebelión de Siena (1552). Su actuación respecto a la crisis de la casa Colonna fue dubitativa, ya que la iniciativa en la reconstrucción de la hegemonía hispana recaía sobre Pedro Pacheco, cardenal de Jaén, nombrado ese año virrey de Nápoles, cuyos consejos a veces asombraban a Manrique de Lara. La posición de Manrique de Lara en estas embajadas estaba, en realidad, limitada por las contradicciones que surgían entre las instrucciones de Carlos V y los objetivos de su heredero y rey de Nápoles desde 1554, Felipe II. En la cuestión de Siena se percibieron tales conflictos de intereses, pues si el Emperador encargó a su embajador Manrique de Lara que ante Julio III se mostrara proclive a respetar la independencia de esta república, Felipe II impuso el control militar sabiendo que el reino de Nápoles se resentiría de posibles muestras de debilidad. A la postre Manrique de Lara se esforzó en reunir y organizar tropas, y su actitud fue fundamental para que, tras muchas dificultades, en abril de 1555 se restituyera al fin el dominio español sobre Siena. Fue un importante ejemplo para los potentados de Italia, y contribuyó al fortalecimiento de la posición de Felipe II en la Península.

Mientras se hallaba en la república sienesa, el 23 de marzo fallecía Julio III. El embajador Manrique de Lara se aprestó a regresar a Roma, adonde llegó el 8 de abril de 1555, un día antes de que resultara elegido pontífice Marcelo II. El nuevo papa no tuvo apenas ocasión de dar trabajo al embajador imperial, pues falleció el 30 de abril, y, aunque Manrique de Lara, enfermo, ayudado en el desempeño de sus labores diplomáticas por Juan de Acuña Vela, procuró con denuedo evitar la elección del cardenal Gian Pietro Caraffa, dada su animadversión hacia la casa de Austria, no pudo evitar que éste accediera al solio como Pablo IV. Se avecinaban tiempos de guerra.

Hacia julio de este año Manrique de Lara fue relevado en la Ciudad Eterna por Fernán Ruiz de Castro y Portugal, marqués de Sarria. Predispuesta la guerra contra Pablo IV, Manrique de Lara fue despachado a Alemania para levar grueso número de infantería y caballería.

Mientras que se prolongaba el conflicto bélico contra Francia y el Papa, en Bruselas, entre octubre de 1555 y enero de 1556 tuvieron lugar las abdicaciones de Carlos V. En premio a sus servicios después de tantos años, el Emperador, el 12 de enero, concedió a Manrique de Lara, entre diversas mercedes, una ayuda de costa de 12.000 ducados. A continuación, Manrique de Lara se aprestó para seguir a disposición del nuevo Soberano. Enseguida ingresó como mayordomo en la casa de Borgoña de Felipe II, quien no tardó, asimismo, en darle entrada en el Consejo de Estado. El Rey estaba madurando la formación del Consejo desde meses atrás, y no hubo de resultar sorprendente que, entre la docena de miembros que recibieron ratificación o nombramiento en enero de 1556, se encontrara Manrique de Lara. Por entonces, era un prestigioso experto en asuntos políticos, diplomáticos y militares. Años antes, en 1551, había recibido nombramiento de capitán general de artillería, en reconocimiento de sus dotes de organización armamentista.

En este inicio de 1556 la reorganización del Consejo de Estado incluía un número de miembros bastante elevado, que respondía a la necesidad de Felipe II de contar con los veteranos ministros de su padre, como Manrique de Lara, como de los consejeros que habían permanecido a su lado desde que comenzó a instruirse en el gobierno.

Si sus opiniones políticas y sus cualidades cortesanas eran estimadas y reconocidas, no por ello dejó de empuñar las armas en la guerra contra el rey francés.

Ocasión propicia para distinguirse fue la batalla de San Quintín, en la que intervino de manera señalada en el asalto final. Al año siguiente, Felipe II decidió enviarle de nuevo a Italia. En mayo de 1558 fue nombrado virrey de Nápoles, hasta la llegada del nuevo titular del cargo, Per Afán de Ribera, duque de Alcalá, que había estado al frente del virreinato de Cataluña.

A este respecto, aunque fueron pocos los meses de su estancia en Nápoles, Manrique de Lara tuvo que hacer frente al peligro de una armada otomana que se aventuró por el Mediterráneo con seria amenaza para las costas napolitanas. En este cometido demostró de nuevo su capacidad de organización de tropas y pertrechos.

Con el regreso de la Corte a Castilla, recibió título de mayordomo mayor de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II desde febrero de 1560. Tras superar una enfermedad que le mantuvo retirado de la Corte, asumió este puesto que le confería una amplia gama de patronazgo en la casa de la Reina y, al mismo tiempo, le abrió las puertas de diversas misiones que desempeñó en los años siguientes. A finales de 1560 fue enviado en embajada extraordinaria a la Corte francesa. Llegado a París el 20 de enero de 1561, debía representar el pesar de Felipe II por la muerte de Francisco II, acaecida el 5 de diciembre del año anterior, y encarecer a la regente, la reina madre Catalina, la importancia de mantener la ortodoxia católica en el reino galo. En sus informaciones sobre la situación en Francia, Juan se mostró bastante pesimista, y los hechos no tardarían en darle la razón. Tras la proclamación de la mayoría de edad de Carlos IX, Catalina de Médicis decidió acercarse a la frontera con España para entrevistarse con su hija Isabel, esposa de Felipe II. Así que, de nuevo, acudió Manrique de Lara a Francia en 1565, a las conocidas “vistas de Bayona”, junto con el duque de Alba. Esta vinculación de Manrique de Lara con los asuntos franceses hubo de terminar en 1568, pues Isabel de Valois falleció el 3 de octubre.

Entre tanto, durante esta década Manrique de Lara también se ocupó de su cometido de asesorar como consejero de Estado y Guerra, aunque sus embajadas extraordinarias y el servicio en la casa de la reina Isabel le mantenían ocupado y le impidieron, por ejemplo, acudir con el séquito real a las Cortes de Monzón de 1563-1564. Pero, sin duda, se encontraba en un reducido círculo de personajes que gozaban de la confianza de Felipe II, y que apoyaban a la facción cortesana del príncipe de Éboli. Cuando en 1565 se produjo una renovación del Consejo de Estado, Manrique de Lara fue ratificado en su condición de consejero. Se avecinaban, precisamente, años de gran responsabilidad del Consejo de Estado, y por aquellos años Manrique de Lara era, después del duque de Alba, la voz de más experiencia y autoridad. Según parece, hacia julio de 1566 Juan, hasta entonces partidario del príncipe de Éboli, se decantó por el duque de Alba, con quien ya había compartido la misma percepción respecto a la política francesa. No en vano, ambos habían vivido los años más intensos de las pugnas Habsburgo-Valois, y percibían la relación que podía surgir entre esta cuestión y la incipiente revuelta de los Países Bajos. La intención inicial de Felipe II de visitar aquellos Estados estaba en entredicho, y la solución militar estaba a punto de imponerse en la Corte del Rey. El 29 de octubre de 1566 Felipe II convocó a sus principales consejeros en El Escorial, y los debates se centraron en el grado de fuerza que se debía ejercer y en quién sería la persona que lo haría. Tras las opiniones conciliadoras del conde de Chinchón, de Ruy Gómez de Silva y del presidente del Consejo Real, Diego de Espinosa, partidarias del viaje de Felipe II, habló Manrique de Lara. Ejemplos puso de Tiberio y de Carlos V, para sentenciar que la opción de la expedición de Felipe II no parecía conveniente: el trayecto resultaba imposible tanto por mar, como a través de Francia. Era preferible enviar un general al mando de un ejército que garantizara la restitución del orden político y, después, preparar el viaje del Rey. La opinión de Manrique de Lara, después apuntalada por el duque de Alba, fue la que finalmente convenció a Felipe II una vez que se sosegó del fragor de las discusiones del Consejo de Estado.

Por otra parte, durante estos años Manrique de Lara también procuró acrecentar su patrimonio nobiliario y su linaje. Entre 1561 y 1563 compró al monasterio de San Pedro de Arlanza los derechos señoriales y las villas de San Leonardo, Miranda del Pinar, Hontoria, Canicosa, Cabezón, La Gallega, y Regumiel.

Años después, el 9 de mayo de 1566 adquirió al señor de Castrillo la villa de Rabanera. Con estas propiedades formó el núcleo de su mayorazgo el 24 de enero de 1567. Mientras, se había asegurado descendencia.

Tras enviudar de su primer matrimonio con Juana de Castro y Noroña, dama que había sido de la emperatriz Isabel de Portugal, en 1561 casó con Ana Fajardo, hija del marqués de Los Vélez. Fruto del matrimonio fueron Antonio Manrique de Lara, que fallecería sin descendencia legítima, y Juana Manrique, que se habría de convertir en la heredera. Además, tuvo Juan una hija natural, Isabel, que profesó en un convento.

La muerte de la reina Isabel en 1568, hecho acaecido casi al mismo tiempo que el fallecimiento de su esposa, motivó el deseo de Manrique de Lara de abandonar la Corte, tras vencer una grave enfermedad que sufrió durante los primeros meses de 1569. Previamente a su partida, el 2 de julio, Felipe II le otorgó la encomienda de Castilleras de la Orden de Calatrava, con permiso para traspasarla a su hijo Antonio. Su marcha de la Corte en el verano de 1569 tuvo como justificación la realización de una inspección del estado de las fortificaciones de las fronteras vasca y navarra, que llevó a cabo hasta septiembre. Debía intuir que se trataba de una marcha definitiva, como se comprueba por la venta de todos sus bienes muebles en Madrid. Y, efectivamente, tras la visita, se encaminó a la fortaleza que se hacía construir en San Leonardo (Soria). Allí esperó el momento de su muerte, el 21 de junio de 1570, con sesenta y tres años de edad. En sus órdenes testamentarias dejó consignados 1.000 ducados anuales hasta que la construcción fuera completada, y expresó su deseo de ser enterrado en la capilla.

 

Bibl.: J. C. Calvete de Estrella, El felisíssimo viaje del muy alto y poderoso Príncipe don Phelippe, Madrid, en casa de Martin Nucio, 1552 (Madrid, 2001); L. de Salazar y Castro, Historia genealógica de la Casa de Lara, Madrid, 1696 (reed., 1988, t. II, libr. IX, págs. 252-262); A. González de Amezúa y Mayo, Isabel de Valois, reina de España (1456-1568), Madrid, 1949, 2 vols.; P. de Sandoval, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, Madrid, Atlas, 1955-1956; F. Chabod, Carlos V y su imperio, Madrid, Fondeo de Cultura Económica, 1992; R. M.ª Montero Tejada, Nobleza y sociedad en Castilla. El linaje Manrique (siglos XIV-XVI), Madrid, Caja de Madrid, 1996; L. Cabrera de Córdoba, Historia de Felipe II, rey de España, ed. de J. Martínez Millán y C. J. Carlos Morales, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1998; S. Fernández Conti, Los consejos de Estado y Guerra de Felipe II, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1998; M. A. Ochoa Brun, Historia de la diplomacia española. La Diplomacia de Carlos V, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1999; J. Martínez Millán (dir.), La corte de Carlos V, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000.

 

Carlos Javier de Carlos Morales