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Tomás de Zumalacárregui e Imaz

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Biografía

Zumalacárregui e Imaz, Tomás de. Duque de la Victoria de las Amézcuas (I) y conde de Zumalacárregui (I). Ormaiztegui (Guipúzcoa), 29.XII.1788 – Cegama (Guipúzcoa), 24.VI.1835. General carlista.

Penúltimo de los catorce hijos del escribano real y acaudalado propietario de Ormaiztegui, Antonio Zumalacárregui, y de María Ana de Imaz Altolaguirre. “A la nobleza de su corazón —escribe Madrazo— reunió desde la cuna la nobleza de sangre, pues la casa solariega de los Zumalacárregui que existe en el concejo de Ichaso es una de las más nobles y más antiguas”. Por la rama materna era sobrino del militar y caballero de la orden de Calatrava, José de Imaz. Huérfano de padre desde antes de cumplir los cuatro años, a los cinco comenzó a asistir a la escuela, donde adquirió un admirable conocimiento del latín y se destacó por su afición a los juegos bélicos. A los trece años abandonó el domicilio familiar y se estableció en Idiazabal, donde fue empleado por un primo escribano. Tres años más tarde marchó varios meses a Pamplona para instruirse en la curia eclesiástica, alojándose en casa del procurador Francisco Javier de Ollo, donde tuvo ocasión de conocer a su hija Pancracia, con quien se casaría en 1820.

Al producirse el alzamiento contra los franceses, Zumalacárregui, al igual que otros muchos jóvenes navarros, se dirigió a Zaragoza para colaborar en su defensa, alistándose en el quinto batallón de zaragozanos, después denominado batallón del Portillo, en cuyas filas participó en el primer sitio de Zaragoza. Estuvo después en la acción de Tudela, participando asimismo en el segundo sitio de Zaragoza, cayendo prisionero de los franceses el 31 de diciembre de 1808, y fugándose hacia Navarra pocos días más tarde. Incorporado a la partida de Gaspar de Jáuregui, conocido como el Pastor, ejerció como su secretario y lugarteniente, combatiendo en numerosas acciones. A principios de abril de 1810, se incorporó como oficial al primer regimiento de infantería de Guipúzcoa, en cuyas filas combatió hasta el fin de la guerra. A finales de 1812 fue comisionado por el general Mendizábal para marchar a Cádiz con documentos que acreditasen “los servicios extraordinarios que ha hecho la Provincia en el armamento de los batallones y demás, como también la puntualidad en la publicación y jura de la Constitución”. La designación tal vez no fuera ajena al hecho de que su hermano Miguel fuese diputado por Guipúzcoa. Tuvo pues Zumalacárregui ocasión de conocer las famosas Cortes de Cádiz y, según Madrazo, utilizó los servicios de su hermano para conseguir el ascenso a capitán.

Tras la batalla de San Marcial, en cuya carga a la bayoneta tomó parte, quedó de guarnición en San Sebastián donde aprovechó el tiempo disponible para dedicarse al estudio de la táctica y la estrategia militar. Tras ejercer como capitán archivero junto al general Areizaga pasó a mandar una compañía del regimiento de Borbón, y disuelto este en 1818 se incorporó al de Vitoria. En marzo de 1821, fue destinado al de las Órdenes Militares, de guarnición en Zamora, que al producirse el alzamiento realista de Navarra a finales del mismo año fue trasladado a Pamplona. A principios de 1822 logró ponerse en contacto con los generales absolutistas Eguía y Quesada, “con el objeto de entregar si era posible aquella plaza a las armas realistas, o pasarse en otro caso con la mayor parte de la fuerza que le fuere posible”, según consta en su expediente personal del Servicio Histórico Militar. Sin embargo, su actividad le hizo sospechoso a varios de sus compañeros de armas, que le denunciaron repetidas veces por desafección al sistema, motivo por el cual se le separó del mando y se le ordenó trasladarse a Vitoria, lo que aprovechó para incorporarse a las partidas realistas. No obstante, Quesada decidió que sería más útil si podía seguir trabajando en el seno del enemigo, por lo que le hizo pasar por prisionero de guerra y le dejó en libertad bajo palabra para que regresase a Pamplona, donde la estrecha vigilancia a que fue sometido motivó su fuga a las filas realistas el 18 de agosto acompañado por un par de oficiales de su mismo cuerpo.

Nada más incorporarse a las filas realistas, Zumalacárregui fue puesto a la cabeza del segundo batallón de la división de Navarra, puesto en el que continuó hasta que fue disuelto una vez acabada la guerra. “En la pasada lucha —puede leerse en su hoja de servicios— se ha hallado en las acciones de guerra ocurridas contra los enemigos de la Religión y el Trono los días 3 de septiembre en Bolea, 18 de id. en Benavarre, en la que fue recomendado por el comandante general D. Vicente Quesada, hasta cuya fecha fue perseguido continuamente el batallón día y noche por una columna de superiores fuerzas al mando del coronel Tabuenca. En la marcha rápida desde Cataluña a Navarra en la que ocurrieron las acciones del día 14 de octubre en Tous y Barbastro, 15 de id. Casbas, 16 de id. en las alturas de Bentric. En la del 27 del mismo en Nazar. En las del 7 de enero de 1823 en Muniain, 9 de id. en Estella, 2 de marzo en Abaurrea Alta. Entrada en Francia a armar el batallón, en 11 del mismo y salida el 22 del mismo, en la acción del 26 de marzo en Larrasoaña hasta cuyo día se vio en una incesante y cruel persecución por columnas más numerosas de fuerzas al mando de los generales Espinosa y Torrijos, obligado por estos el batallón a refugiarse a las montañas más ásperas y dormir acampados en varias ocasiones a la inclemencia del rigor del invierno careciendo al propio tiempo de raciones y demás recursos interceptados por el enemigo.

En el bloqueo de Pamplona desde 29 de dicho mes de marzo hasta 17 de abril. Desde este día hasta mediados de mayo a vanguardia del ejército aliado en el bloqueo de Monzón desde el 18 del mismo hasta el 26 de id. Desde este día hasta el 26 de septiembre en Tamarite de observación a la plaza de Lérida, habiéndose hallado en la acción del 17 de junio y en varias expediciones contra los enemigos que salían de esta a invadir la comarca. En la persecución de una columna de caballería desde dicho día 26 hasta el 11 de octubre que fue derrotada, habiendo estado acampado en las orillas del Cinca siete días guardando las barcas y vados. En el bloqueo de Lérida desde 13 del dicho octubre hasta el 31 del mismo, que fue su rendición”.

Ascendido a coronel en el transcurso de la campaña, se encontró, al igual que otros muchos de sus compañeros de armas, con problemas para revalidar su grado, pues en opinión del inspector general de infantería sus servicios quedarían sobradamente recompensados con el nombramiento de primer comandante. Tal opinión se halló con la réplica del general Carlos O’Donnell, quien representó al Gobierno alegando que no reconocer los empleos dados por la Regencia y las demás autoridades realistas “valdría tanto como declarar: me habéis servido bien y lealmente; pero ahora que no os necesito tanto os quito los empleos que servisteis y dejadlos para otros. V.E. conoce que el Gobierno que adoptase un principio semejante por norma de su conducta deberá perecer infaliblemente; porque colocándose fuera de los hombres y de las nociones sensible de lo justo, se hallaría sin hombres que los sostuviesen y sin base cierta para establecerse”. Finalmente, el 9 de agosto de 1824 se le reconoció el grado de teniente coronel.

Disuelta la división de Navarra, Zumalacárregui recibió el encargo de formar con aquellos de sus componentes que quisieran continuar en el servicio de las armas un batallón de infantería ligera, labor a la que dio comienzo en marzo de 1824. Según informe del virrey marqués de Lazán aunque eran muy pocos los que inicialmente habían decidido seguir sobre las armas Zumalacárregui consiguió reunir quinientos hombres “tan sólo por la opinión que se ha granjeado en toda Navarra la buena constitución de este cuerpo. El referido comandante ha puesto el mejor trabajo y esmero en la organización de su batallón, tanto que en el día puede igualarse al mejor de los cuerpos del ejército realista de España, así por su instrucción como por su disciplina, todo lo que ha conseguido a fuerza de una aplicación constante y de mantener la más rígida subordinación, tanto en la clase de los soldados como en la de los oficiales”.

Curiosamente Zumalacárregui no fue destinado a la unidad que acababa de formar, sino que una vez recibido el nombramiento de teniente coronel fue trasladado al regimentó de infantería Cazadores del Rey, de guarnición en Huesca. A principios de 1828 pasó con el mismo grado al regimiento del Príncipe, sito en Zaragoza, cuyo coronel le encargó de la instrucción de la tropa, aspecto en el que se distinguió notablemente. Al pasar por la ciudad Fernando VII, de vuelta de su viaje a Cataluña, tuvo ocasión de ver evolucionar el regimiento, lo que no tardó en traducirse en el ascenso a coronel de Zumalacárregui, a quien se entregó el mando del regimiento ligero de voluntarios de Gerona el 1 de febrero de 1829. El 16 de marzo del mismo año se le comisionó para que se hiciera cargo de los cuerpos de inválidos del reino de Valencia, en cuya capital consiguió de nuevo que sus tropas destacaran por su habilidad en la instrucción. En diciembre de 1829 concurrió con su regimiento a la parada celebrada con motivo de los esponsales de Fernando VII y María Cristina de Borbón, siendo el único de los coroneles presentes a la cabeza de su regimiento que no fue ascendido a brigadier, lo que le molestó extraordinariamente.

Nombrado coronel de regimiento de Extremadura, de guarnición en Ferrol, Zumalacárregui fue designado gobernador de plaza por el capitán general de Galicia, el teniente general Nazario Eguía. Se trataba del primer gobernador procedente del ejército de tierra que tenía la plaza en el siglo XIX, lo que dio lugar a fricciones con el brigadier Roque Guruceta, que se encontraba al frente de las dependencias de la armada. Allí tuvo que hacer frente a la poderosa partida de bandoleros mandada por Sopiñas, cuyos orígenes se remontaban a la guerra de la Independencia, y entre cuyos miembros no faltaban personas de gran renombre y consideración social: “Los principales agentes de esta sociedad son hombres riquísimos [...] que estaban en relaciones de amistad con lo mejor del pueblo, tanto que eran los dueños de él; y el terror que llegaron a imponer en todas estas inmediaciones unido al mucho oro que poseen y al favor que siempre han encontrado, les ha abierto en todas ocasiones un vasto campo para robar impunemente a cuantos querían, sin que nadie se atreviese a desplegar sus labios para delatarlos, no obstante de ser conocidos públicamente por tales ladrones. Esta canalla tenía sus reglas y estatutos, su administración para el gobierno de los intereses, salarios fijos, dotaciones y pensiones para las viudas”. Tras una minuciosa vigilancia Zumalacárregui dividió sus tropas en cuarenta y dos pelotones que procedieron de forma simultánea al arresto de los principales implicados.

El 20 de octubre de 1832, como consecuencia de una denuncia presentada al brigadier Guruceta anunciándole que Zumalacárregui se iba a sublevar al día siguiente en contra de la sucesión femenina, las tropas de marina se pusieron sobre las armas. Aunque la situación se resolvió sin incidentes sirvió de pretexto al nuevo capitán general de Galicia, Morillo, para separar del Gobierno de El Ferrol a Zumalacárregui, quien consideró que tanto los incidentes como su cese se debieron a los manejos de los bandidos a los que había perseguido, varios de los cuales eran aforados de marina, aunque él mismo reconoce que iguales rumores corrieron en La Coruña y Santiago antes de la llegada del conde de Cartagena con el propósito de hacerle creer que en Galicia existía una red subversiva. En la entrevista mantenida posteriormente con Morillo éste pareció quedar convencido de su inocencia, por lo que le repuso al frente de su regimiento, ordenándole que pasara de guarnición a Vigo. Sin embargo, cuando se hallaba organizando el traslado se le comunicó la separación de su destino y su paso al regimiento de África, medida que le indignó sobremanera por relacionarla con los incidentes anteriores: “Si no merezco confianza para mandar un cuerpo de dos batallones como es éste, ¿por qué se me confía un regimiento de tres?”, escribe a su hermano Miguel. La observación era lógica, tanto que el inspector de infantería, general Llauder, representó contra el nuevo nombramiento tan pronto como tuvo noticia del mismo, a lo que se unieron nuevos informes alarmantes remitidos por Morillo, lo que motivo se le dejara sin mando.

En diciembre de 1832 y abril de 1833 Zumalacárregui permaneció en Madrid esperando se aclarase la sumaria instruida por los mencionados sucesos. Nombrose mientras a Quesada nuevo inspector de infantería, y Zumalacárregui acudió de inmediato a su antiguo jefe de la campaña realista, pero le encontró frío y distante. Pese a que la sumaria se sustanció con notas elogiosas para él a principios de abril, Quesada le comunicó que tenía instrucciones de no darle ningún mando. Durante su estancia en la capital Zumalacárregui mantuvo una entrevista secreta con don Carlos, a quien contó la persecución de que era objeto, y a cuya disposición se puso, comunicándole pensaba establecerse en Pamplona: “marcha con tan buenas intenciones —le dijo el infante— y permaneciendo en ellas, procura no mostrarte partidario mío mientras no ocurra el fallecimiento de mi hermano.” Al llegar a Navarra, Zumalacárregui entró en contacto con el brigadier Eraso y el coronel Sarasa, que se hallaban coordinando el levantamiento que debía producirse en aquel reino cuando falleciera Fernando VII. Tan pronto tuvo noticia de la muerte del monarca Zumalacárregui vistió su uniforme con el propósito de salir a la plaza del Castillo y proclamar en ella a Carlos (V), pues daba por hecho que la guarnición se sublevaría, y a duras penas pudo ser disuadido por sus familiares. Quedó pues en espera de que se le enviaran instrucciones para unirse a las filas legitimistas, pero como estas no llegaran ofició a Eraso, que tras el fracaso del alzamiento inicial se había visto obligado a pasar a Francia. Al mismo tiempo que recibió su respuesta invitándole a unirse a las filas legitimistas, recibió otra misiva del general Uranga, que se había sublevado en Salvatierra, en que le pedía se incorporase a sus filas.

Con estos antecedentes Zumalacárregui abandonó Pamplona el 1 de noviembre y el día 5 se presentaba al coronel Iturralde, que en ausencia de Eraso se había hecho cargo del mando de los carlistas navarros. La entrevista no debió ser demasiado cordial, pues Iturralde comentó a su segundo: “¿Sabes que ha venido Zumalacárregui? ¡Y con qué pretensiones!, con las de tomar el mando ahora que todo ha concluido; le he mandado a Vitoria con la comisión de proporcionar armas a los desarmados.” Ni en Vitoria ni en Bilbao Zumalacárregui consiguió los recursos que necesitaba, y aunque en ambas ciudades le ofrecieron un puesto en sus tropas, prefirió volver a Navarra. Una vez de regreso de nada sirvieron las peticiones que públicamente dirigió Sarasa a Iturralde para que dejara el mando en manos de Zumalacárregui, pues frente a la mayor graduación de éste en el ejército, aquél alegaba su mayor antigüedad en las filas carlistas. De nada sirvió que la junta de civiles y militares convocada por Iturralde para tratar el tema decidiese entregar el mando a Zumalacárregui, pues Iturralde volvió a negarse. Cuando Zumalacárregui se disponía a marchar a Vitoria para aceptar el ofrecimiento de Verástegui, Sarasa y otros oficiales se comprometieron a arreglar la cuestión. Acto seguido mandaron formar las tropas y Sarasa les dio a conocer el nombramiento de Zumalacárregui como comandante general interino de Navarra. Detenido en su propio alojamiento Iturralde nada pudo ni quiso hacer para oponerse, y al aceptar el puesto de segundo de Zumalacárregui la situación quedo definitivamente arreglada.

La ofensiva isabelina de noviembre de 1833, que puso Bilbao y Vitoria en manos de las tropas de la Reina, hizo que muchos de los que aún conservaban las armas se replegaran sobre Navarra, y el 7 de diciembre las diputaciones vascas colocaron sus hombres bajo las órdenes de Zumalacárregui, que sin embargo prefirió que los batallones de cada provincia continuaran haciendo la guerra en su patria, aglutinándose tan sólo para las empresas que lo hicieran necesario. Zumalacárregui evitó cuidadosamente los enfrentamientos con el enemigo hasta que consideró que sus tropas tenían la instrucción necesaria para hacerle frente. Por fin, el 29 de diciembre, presentó batalla en las fuertes posiciones de Nazar y Asarta, y aunque hubo de ceder el campo sus tropas se condujeron con el mayor orden, batiéndose de igual a igual con las de Isabel II: “El resultado de esta acción —escribió Zumalacárregui a la Diputación de Navarra—, aunque la costumbre la gradúa de pérdida por haber dejado el campo al enemigo, no es así si se atiende al daño de las partes, pues estoy firmemente persuadido de que tuvo muchos más muertos y heridos el enemigo que nuestras tropas [...] siendo el más favorable resultado el haber recogido después de la acción y formado los cuerpos sin que falta cosa de consideración en cuanto a la dispersión que en semejantes casos sufren”.

Como base de operaciones Zumalacárregui escogió el valle de la Amézcoa, situado a tres leguas de Estella y Salvatierra y seis de Vitoria, de accesos escasos y fácilmente defendibles, y capaz de sostener con su ganadería y agricultura a las tropas que en él se refugiaran. Tras asegurar los valles pirenaicos que permitían la comunicación con Francia, Zumalacárregui se descolgó de improviso sobre la fábrica de armas de Orbaiceta, donde se apoderó de un cañón, más de cincuenta mil cartuchos y doscientos excelentes fusiles, “efectos de una importancia suma para quien no tenía almacenes, ni otros recursos para continuar la guerra, que aquéllos que a viva fuerza pudiera tomar a sus enemigos.” El acontecimiento fue de suficiente relevancia para llamar la atención del general Valdés, jefe del ejército del Norte, que al frente de cinco o seis mil hombres emprendió la persecución de Zumalacárregui, que le presentó batalla en La Huesa, y que fue desalojado de sus posiciones, pero sin sufrir excesivas pérdidas. El 18 de febrero una sorpresa nocturna sobre las tropas de Oráa, acantonadas en Urdaniz y Zubiri, sirvió para aumentar su prestigio.

El 22 de febrero de 1834 el general Quesada se hizo cargo de las fuerzas cristinas que combatían en el Norte de España. Se trataba del escenario de sus antiguas correrías como jefe realista, y había de enfrentarse a los mismos que durante el Trienio Liberal había comandado. Prevalido de su ascendencia sobre varios de los jefes carlistas, y utilizando también a Miguel de Zumalacárregui, Quesada inició conversaciones de paz ofreciendo a los sublevados deponer las armas a cambio de la libertad y de la vida. Para que los jefes carlistas pudieran estudiar el ofrecimiento se ofreció una tregua, aceptada por Zumalacárregui para “ganar tiempo y batir mejor al enemigo”, como demuestra el hecho de que el 7 de marzo, el día anterior a la reunión que celebraron los jefes legitimistas para discutir la propuesta, respondiera a Quesada rechazando sus proposiciones. No obstante Zumalacárregui reunión a sus oficiales tal y como estaba previsto y les pregunto su opinión, que fue unánime a favor de los derechos de don Carlos. Considerándose burlado Quesada dio un bando adoptando draconianas medidas contra los legitimistas y quienes colaborasen con ellos.

El 16 de marzo, Zumalacárregui intentó sorprender Vitoria, pero la guarnición rechazó el ataque fusilando a varios de los prisioneros, motivo por el cual los carlistas fusilaron a 118 “peseteros” que habían sido hechos prisioneros cuando acudían en socorro de la ciudad. El 29 de marzo Zumalacárregui derrotó a Lorenzo en Abárzuza, y el 9 de abril atravesaba el Ebro y penetraba en Calahorra, logrando regresar a sus bases a pesar de la activa persecución de los isabelinos. El 22 de abril se batieron en Alsasua las fuerzas de Zumalacárregui y Quesada, que hubo de retirarse con grandes pérdidas. Una incursión de Quesada en las Amézcoas concluyó a finales de abril con el ataque nocturno de los carlistas a sus cantones. Quesada trató entonces de dar un golpe de efecto apoderándose de la Junta Carlista de Navarra, establecida en el Baztán, pero esta fue debidamente advertida y Quesada hubo de hacer frente al acoso de las tropas de Zumalacárregui. Pensó sin embargo que aún podía obtener ventajas de la empresa y solicitó el apoyo de las tropas que se hallaban en Pamplona, pero los legitimistas tuvieron noticias de su marcha y presentaron batalla en Gulina, retirándose en buen orden tras consumir sus municiones.

La derrota de don Miguel en Portugal hizo que las tropas españolas que combatían en el vecino país al mando de Rodil pudieran dirigirse al Norte. La situación era crítica, y el propio Zumalacárregui estaba convencido de que en caso de no recibir armas y dinero tan sólo cabía sucumbir con honor. El 8 de julio Rodil, que acababa de llegar con más de diez mil hombres de refuerzo, se hizo cargo del ejército del Norte. No recibió entonces Zumalacárregui las armas y el dinero que necesita, pero si el imprevisto refuerzo de “un faccioso más”, el propio don Carlos, que había logrado fugarse de Inglaterra. Rodil, que procedió a fortificar numerosos puntos para realizar una ocupación militar del escenario de la guerra, mandó parte de sus tropas en persecución de Zumalacárregui, mientras que él en persona se dedicó a perseguir a don Carlos por los más intrincados vericuetos, sin otro resultado que cansar a sus tropas. Por su parte, el 19 de agosto Zumalacárregui sorprendía en las Peñas de San Fausto a la columna del barón de Carondelet, al que días más tarde batió de nuevo en Viana, ocasión en que el propio general carlista encabezó una carga de los lanceros de Navarra. Ante tales fracasos el Gobierno dividió en dos el ejército del Norte, nombrando a Osma para dirigir las tropas de las provincias vascas y a Espoz y Mina para que operara en Navarra, donde tanto se había distinguido en la guerra de la Independencia.

Su mando no comenzó con buenos augurios, pues el 27 de octubre Zumalacárregui derrotaba a O’Doyle en Alegría, haciéndole prisionero junto a la mayor parte de sus hombres. El intento de Osma de socorrerle culminó en un nuevo desastre. Sin embargo poco después la guerra parecía cambiar de aspecto, pues Córdoba derrotaba a los carlistas en Orbizu y Zúñiga y Lorenzo hacia lo propio en Unzúe. Pese a todo Zumalacárregui reunió cuantas fuerzas le fue posible y decidió presentar batalla en Mendaza a las columnas de Oráa y Córdoba, que pensaba batir por medio de un movimiento envolvente. Un prematuro movimiento de Iturralde puso en evidencia sus propósitos y sólo la rápida reacción del centro, al mando de Zumalacárregui, pudo evitar un desastre. Un intento fallido de Córdoba y Oráa por invadir las Amézcoas elevó la moral de los carlistas. A principios de 1835 Zumalacárregui se enfrentaba con éxito en Ormaiztegui a varias columnas que habían logrado coparle y poco más tarde Oráa y Lorenzo trataron de batirle sin éxito en el Puente de Arquijas.

El 22 de febrero Zumalacárregui estrenaba su incipiente artillería contra el fuerte de Los Arcos, en el que no logró abrir brecha, por lo que para evitar un fracaso permitió que la guarnición se fugara durante la noche. Era la primera vez que los carlistas lograban apoderarse de unos de los fuertes establecidos por el enemigo. Un intento similar sobre Maestu hizo que Oráa acudiera en ayuda de los sitiados y levantara la guarnición, cuya proximidad a las Amézcoas importunaba enormemente a los realistas. El 12 de marzo Zumalacárregui acometió a Mina en Larremiar cuando se disponía a socorrer a la guarnición de Elizondo, aunque el jefe isabelino logró zafarse del cerco que se cernía sobre él. El 19 Zumalacárregui se apoderaba de Echarri-Aranaz, cuya guarnición se integró en las filas carlistas. El 8 de abril, pocos días después de haber mandado quemar el pueblo de Lecaroz y fusilar a varios de sus habitantes por no haber querido decirle el lugar en que los carlistas habían ocultado un cañón, Mina presentó su renuncia, siendo enviado para sustituirle el general Valdés.

Nada más llegar, Valdés, al frente de treinta y dos batallones, se dirigió contra las Amézcoas, pero la magnitud de su ejército no sirvió sino para dificultar sus movimientos. Hostilizado desde que penetró en el valle, y desordenadas sus tropas en el puente de Artaza (22 de abril de 1835), logró a duras penas refugiarse en Estella. Pocos días más tarde, y merced a la mediación inglesa, Valdés y Zumalacárregui firmaban el denominado Convenio Elliot, por el que se ponía fin a los fusilamientos indiscriminados de prisioneros y se establecía su canje periódico. La medida suponía de manera implícita el reconocimiento por parte del Gobierno isabelino de que en España había una guerra civil.

Sitiada por los carlistas Villafranca, Valdés envió en su socorro a Oráa y Espartero, que fueron batidos por sus oponentes, por lo que consciente de que no podía ya ser socorrida la guarnición capituló el 3 de junio. En Tolosa, abandonada por los liberales, los carlistas locales se hicieron con el poder, y en días sucesivos cayeron Vergara, Eibar, Durango y Ochandiano, quedando así en poder de los legitimistas gran cantidad de armas y municiones al tiempo que sus filas se engrosaban con buena parte de los soldados de sus guarniciones. De forma paralela Oráa evacuaba el Baztán y recogía los destacamentos de Santesteban, Oyoregui, Elizondo y Urdax en una expedición que acabó con su derrota en Belate.

No podía ser más positivo el balance del último mes de campaña, pues los carlistas habían ganado el control militar del Norte, y los liberales, que tan sólo mantenían muy escasas guarniciones, replegaron a Miranda de Ebro el grueso de sus tropas. Pero lo más difícil estaba aún por hacer. Hasta entonces Zumalacárregui no había seguido un sistema determinado de guerra, y sus operaciones se habían subordinado constantemente a las de sus enemigos. No tenía interés en conquistar ni mantener posiciones, pues su único fin era producir el mayor número de bajas al ejército gubernamental, y una vez aniquilado, emprender el camino de Madrid. Cumplido en buena medida el primero de sus designios quedaba por ver hasta qué punto era capaz de llevar a cabo el segundo.

Los ojos de Zumalacárregui se volvieron entonces hacia Vitoria, pues contaba con la complicidad del jefe de uno de los fuertes que la defendían. Su conquista habría supuesto la extensión del área geográfica controlada por los carlistas, abriendo también las puertas a una posible incursión por Castilla. Pero las guerras no las ganan sólo las acciones militares, sino también las políticas, y los ministros de don Carlos consideraron más oportuno que se apoderara de Bilbao, de cuya posesión se pensaban conseguir grandes resultados diplomáticos y financieros. No era este el parecer de Zumalacárregui, pero no se opuso excesivamente ni pensó que fuera una tarea imposible, pues el 10 de junio escribía al barón de los Valles que contaba con estar en Bilbao antes de tres días, “y antes de doce en Vitoria”. Herido el 15 de junio de un balazo en la pierna cuando contemplaba las operaciones del sitio insistió en ser conducido a Cegama, lo que sin duda le afectó negativamente, como también el empeño que puso en dejar su curación en manos de un curandero llamado Petriquillo, que auxiliado por varios médicos envío su alma a Dios el 24 de junio de 1835, perdiendo así don Carlos al más capaz de sus defensores.

El 24 de mayo de 1836 don Carlos le concedió —con Grandeza de España— el ducado de la Victoria (que en 1954 añadiría a su denominación “de las Amézcuas”) y el condado de Zumalacárregui.

 

Fuentes y bibl.: Servicio Histórico Militar (Madrid), Expedientes personales, rollo 54.

M. Volcatha, Zumalacarreguy et l’Espagne, ou précis des évenements militaires que se sont passés dans les Provincies Basques depuis 1831, Nancy, Hinzelin, 1835; C. F. Henningsen, The most strikings events of a twelvemonth’s campaign with Zumalacarregui, in Navarre and the Basque Provinces, London, John Murray, 1836; A. Sabatier, Tio Tomas. Souvenirs d’un soldat de Charles V, Bordeaux, Chez Granet, 1836; F. de P. Madrazo, Historia militar y política de Zumalacárregui y de los sucesos de las guerras de las provincias del Norte enlazados a su época y a su nombre, Madrid, Imprenta de la Sociedad de Operarios del mismo Arte, 1844; J. A. Zaratiegui, Vida y hechos de don Tomás de Zumalacárregui, nombrado por el señor don Carlos María Isidro de Borbón, capitán general del ejército realista, duque de la Victoria y conde de Zumalacárregui, Madrid, Imprenta de D. José de Rebolledo, 1845; T. Wisdom [F. Navarro Villoslada], Estudio histórico militar de Zumalacárregui y Cabrera, Madrid, Biblioteca de la Fe, 1890; E. Mariategui, “Zumalacárregui. Estudio militar”, en Memorial de ingenieros del ejército, 1917; B. Jarnés, Zumalacárregui, el caudillo romántico, Madrid, Espasa Calpe, 1931; J. M. González de Echávarri, Centenario de la campaña carlista. Zumalacárregui. Estudios críticos a la luz de documentos inéditos, Valladolid, Casa Martín, 1935; A. Risco, Zumalacárregui en campaña, Madrid, Imprenta de José Murillo, 1935; J. del Río Sainz, Zumalacárregui, Madrid, Atlas, 1943; J. M. Azcona, Zumalacárregui. Estudio crítico de las fuentes históricas de su tiempo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1946; M. Nuñez de Cepeda, El hogar, la espada y la pluma del general Zumalacárregui, Vitoria, Montepío Diocesano, 1963; M. Tudela, Zumalacárregui. La primera guerra del norte, Madrid, Sílex, 1985; VV. AA., en Aportes. Revista de Historia Contemporánea, 11 (1989), y 13 (1990), [n.os monográf. dedicados a Zumalacárregui]; M. Alberdi, Zumalacárregui, San Sebastián, Elkarlanean, 1999.

 

Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera

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