Fernández-Miranda y Hevia, Torcuato. Gijón (Asturias), 10.XI.1915 – Londres (Reino Unido), 19.VI.1980. Estadista, catedrático de Derecho Político, presidente de las Cortes, presidente del Gobierno en funciones.
Del matrimonio de Manuel Fernández-Miranda, inspector de ferrocarriles de vía estrecha, y María Purificación Hevia, que tenía el título de maestra, nacieron diez hijos, el sexto de los cuales fue bautizado en la parroquia de San Lorenzo, a las cuarenta y ocho horas de su nacimiento, con el nombre de Torcuato.
Estudió el bachillerato en el Colegio de los PP. Jesuitas de Gijón y recibió orientaciones y enseñanzas de su tío Samuel Fernández-Miranda, canónigo en Covadonga y años después en la catedral ovetense. Estudiante de Derecho en la Universidad de Oviedo, vivió a sus dieciocho años —como sus contemporáneos Francisco Labadie Otermin (1917), Jesús López-Cancio Fernández (1918) o Sabino Fernández Campo (1918)— los sucesos de la revolución de octubre de 1934, durante los cuales fue incendiada la Universidad y desaparecieron sus dos espléndidas bibliotecas.
La trágica paradoja de que aquella Universidad que había sido ejemplar en la “extensión universitaria” y en el reformismo con que abordó la “cuestión social” fuera destruida por algunos destinatarios de sus inquietudes produjo honda impresión en Fernández- Miranda, de modo que su vocación por el estudio del Derecho que configura el Estado y su vocación más específicamente política surgieron enraizadas en una misma preocupación: la de lograr para los españoles un Estado en el que el poder esté sometido a la Ley y en el que todos tengan libertad política y mediante la educación, la profesión y la propiedad puedan considerarse socios efectivos de una sociedad abierta, cuyo progreso sea progreso para todos.
Presidente de la Asociación de Estudiantes Católicos de su Facultad en 1935, la Guerra Civil de 1936 interrumpe su carrera y le convierte en “estudiante soldado” que se incorpora al Ejército como alférez provisional. Herido en la batalla del Ebro en el año 1938, es hospitalizado en Zaragoza, siendo mencionado en la Orden del día 3 de noviembre por su arrojo y valor.
Reincorporado a sus estudios, durante el curso 1939-1940 es jefe del Sindicato Español Universitario (SEU) de Oviedo y en junio de este segundo año obtiene la licenciatura en Derecho, con Premio Extraordinario. Entre 1943 y 1944 estudia en Roma y pasa sus estancias en España en el Colegio Mayor Jiménez de Cisneros. En julio de 1945 gana por oposición la cátedra de Derecho político de la Universidad de Oviedo y el 24 de abril de 1946 contrae matrimonio en Gijón con María del Carmen Lozana Abeo. El matrimonio tuvo ocho hijos, el primero de los cuales, Santiago, falleció a los dos meses. Le siguieron Pilar, Enrique, María del Carmen, Jesús, Fernando, Pablo y Guzmán. En julio de 1946 fue nombrado director del Colegio Mayor Valdés Salas, cargo que ocupó hasta febrero de 1952 y del que surgió su interés por estas instituciones universitarias que consideraba fundamentales para que la Universidad cumpliera íntegramente su misión. En el verano de 1949 dirigió en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander un curso sobre problemas políticos contemporáneos en el que intervinieron, entre otros, José Antonio Maravall, Enrique Tierno Galván o José María García Escudero, y en el que él mismo impartió cinco conferencias que revelaron a un joven pensador con decidida vocación política.
El resumen de su planteamiento era que el problema político de nuestro tiempo consistía en lograr la liberación económica de todos los hombres, como el socialismo propone, pero sin destruir la intimidad, la libertad de cada hombre para cumplir su propio destino. En el verano siguiente dirigió el Curso de Problemas Contemporáneos, en el que abordó el tema “Destino humano y organización política” y en 1951 participó en el Curso de periodismo que dirigía Fernando Martín-Sánchez Juliá con una conferencia titulada “La Libertad de prensa en las Constituciones políticas modernas”.
El nombramiento de Joaquín Ruiz-Giménez como ministro de Educación, en julio de 1951, provocó una gran renovación, que se tradujo en la inmediata sustitución de ocho de los doce rectores de universidad entonces existentes, designando a Pedro Laín Entralgo en Madrid, Antonio Tovar Llorente en Salamanca, Luis Sánchez Agesta en Granada, Emilio Díaz-Caneja y Candanedo en Valladolid, José Corts Grau en Valencia, Alberto Navarro González en La Laguna, Francisco Buscarons Úbeda en Barcelona y Torcuato Fernández-Miranda y Hevia en Oviedo, donde afrontó, a sus treinta y seis años, la difícil sustitución de Sabino Álvarez Gendín, que la había regido durante catorce años, que había evitado su desaparición y que la había reconstruido, mereciendo con toda justicia el título de refundador de la misma.
Durante los tres años que duró su rectorado, completó el cuadro de profesores, logrando que se cubrieran mediante oposición las cátedras que estaban interinamente ocupadas, recuperó la “extensión universitaria”, puso las bases de lo que sería el Colegio Mayor América pensando en los emigrantes asturianos que deseaban que sus descendientes estudiaran en España, provocó la aparición de las revistas de las tres facultades que existían entonces en Oviedo, creó la cátedra Feijoo y organizó, no sin dificultades dado el ambiente de la época, el centenario del nacimiento de Clarín, que él mismo inauguró con una conferencia que constituyó un acontecimiento cultural, social y político y que produjo en la sociedad ovetense de mayo de 1952 un impacto extraordinario. Esa conferencia y la que pronunció nueve años después en el Colegio Mayor Diego de Covarrubias sobre “Introducción a Camus: El tema de la esperanza y el testimonio de los cristianos” acreditaron su perfil de intelectual católico y su afán de vivir el catolicismo con pleno sentido de la modernidad. Era buen conocedor de Guardini, de Congar, de Maritain y de Danielou.
En octubre de 1954, el ministro Ruiz-Giménez le incorpora a su equipo como director general de Enseñanza Media, con la responsabilidad de aplicar la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media, que había sido promulgada el 26 de febrero de 1953. En los dieciséis meses de su gestión el número de alumnos de ese grado de enseñanza aumentó en 31.305 (lo que suponía una elevación del 13 por ciento), prestándose especial atención a la renovación metodológica y a la formación del profesorado. Tras la crisis de febrero de 1956, el nuevo ministro Jesús Rubio García-Mina encarga a Fernández-Miranda de la Dirección General de Enseñanza Universitaria, cargo que ocupa hasta julio de 1962. Son seis años de dificultades en que empiezan a extenderse las discrepancias estudiantiles y en los que es preciso serenar las universidades, cuya dignidad invoca constantemente su director general para evitar que sean utilizadas.
Precisamente la época en que Fernández-Miranda ocupa la Dirección General de Enseñanza Universitaria es el momento en que se estructuran los estudios superiores en España de don Juan Carlos de Borbón y de Borbón y se designan doce profesores, entre los que se encuentra él. Esta relación profesor-alumno se mantendría siempre y resultaría decisiva para el futuro.
Cuando en julio de 1962 Rubio García-Mina es sustituido por Manuel Lora Tamayo, Fernández- Miranda cesa en su cargo y regresa a su cátedra de Oviedo, donde empieza efectivamente el curso, pero en noviembre de ese mismo año el ministro de Trabajo, Jesús Romeo Gorría, le encarga de la Dirección General de Promoción Social, cargo desde el que se ocupa intensamente de hacer realidad su firme creencia en que la profesión y la cultura son factores fundamentales para la integración en la sociedad, volcándose en perfeccionar e intensificar la acción de las Universidades Laborales y de la Promoción Profesional Obrera (PPO). En julio de 1966 cesa en esa Dirección General y es designado por José Solís, delegado nacional de Cultura y Formación de la Secretaría General del Movimiento.
Desde ese cargo participa en la formulación de la Ley Orgánica del Estado de 1967.
En la primavera de 1968, tras las correspondientes oposiciones, Fernández-Miranda obtiene por unanimidad la cátedra de Derecho Político de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid y es objeto de un resonante homenaje. En julio de 1969 Franco designa sucesor y don Juan Carlos de Borbón consulta con su antiguo profesor el discurso que debe pronunciar. Desde esa conversación queda claro que la aceptación por el futuro Rey de la legitimidad del 18 de julio no es incompatible con las reformas que sean precisas en las Leyes Fundamentales para llegar a la Monarquía de todos.
En la crisis de octubre de ese mismo año, Fernández- Miranda, que hubiera preferido ser nombrado ministro de Educación, se encarga de la Secretaría General de Movimiento, cuando está planteada con toda crudeza la cuestión de las asociaciones políticas.
Consta, por diversos testimonios, que el nuevo ministro pensaba en una democracia atemperada, que aceptaba las asociaciones dentro del Movimiento y hasta que, previendo que alguna vez dieran paso a los partidos políticos, proponía una cláusula “a la alemana” sobre la prohibición del comunismo. Es seguro que su equipo redactó un proyecto en una reunión de trabajo que tuvo lugar en el Parador de Jarandilla, pero no es menos cierto que la modernización que introdujo en símbolos y ritos no alcanzó al pluralismo que, al menos en el seno del Movimiento, se advertía ya como una necesidad nacional. Las pretensiones de algunos sectores de extender el asociacionismo al exterior del Movimiento y las resistencias de los defensores a ultranza de la ortodoxia del Régimen —que, por supuesto, se consideraban amparados por el propio jefe del Estado— hicieron ver a Fernández-Miranda, ya desde la primavera de 1970, la inviabilidad de su intento y durante los tres años siguientes vive lo que su propia hija Pilar ha llamado “el tortuoso calvario de la política del asociacionismo”. Son los años en que su excepcional capacidad dialéctica se emplea en aplazar sin rechazarlo el problema de las asociaciones con enigmáticas referencias al “pluriformismo” y sorprendentes alusiones a las “trampas saduceas” o al “pastel de liebre sin liebre”. Los observadores más lúcidos e independientes advirtieron que trataba de ganar tiempo para no perder la parcela de poder que le otorgaba su presencia en el Gobierno y mantenerla en el ya perceptible momento sucesorio.
Esa pretensión se ve frustrada de manera terminante con el asesinato del presidente Carrero el 20 de diciembre de 1973, precisamente el día en que tenía citado al Consejo de Ministros para celebrar una de las sesiones monográficas que se venían dedicando a un anteproyecto de Ley general de participación política de los españoles que preparaba Fernández-Miranda.
El crimen convirtió a éste en presidente del Gobierno en funciones y fueron muchos los ministros que pensaban, a la vista de la serenidad, la autoridad y el talento que acreditó durante aquella semana, que sería designado sucesor, pero el nombramiento recayó en Carlos Arias Navarro.
Fernández-Miranda acepta la presidencia del Banco de Crédito Local, donde vuelve a sus reflexiones, concluye su último libro y se prepara para mantener su influencia en quien va a tener que adoptar pronto importantes decisiones que, efectivamente, muy pocos días después de ser proclamado Rey de España obtiene del Consejo del Reino una terna para designar presidente de las Cortes y del propio Consejo en la que figura en primer lugar Torcuato Fernández-Miranda.
Ya en su toma de posesión pronuncia una frase sumamente expresiva: “Me siento total y absolutamente responsable de todo mi pasado. Soy fiel a él, pero no me ata, porque el servicio a la Patria y al Rey son una empresa de esperanza y de futuro”.
Defensor del imperio de la ley y de la posibilidad de su pacífica evolución y convencido de que “las leyes obligan, pero no encadenan”, culminó su biografía política diseñando la operación histórica de transformar un régimen político, a través precisamente de las leyes y de las instituciones que se trataba de sustituir y realizando ese proyecto con precisión de relojería. A Fernández-Miranda se debió, sin duda alguna, la instrumentación jurídica y política de la reforma.
Una de sus primeras medidas fue la reforma del reglamento de las Cortes introduciendo en él un procedimiento de urgencia que se revelaría indispensable para lograr la aprobación de una Ley cuyo borrador entregó el propio Fernández-Miranda al presidente del Gobierno Adolfo Suárez el 23 de agosto de 1976.
Se trataba de la Ley para la Reforma Política que consistía esencialmente en la elección por sufragio universal del Congreso de los Diputados y del Senado, con la trascendental afirmación, que fue añadida en las Cortes, de que los derechos humanos y las libertades políticas contenidas en la Declaración Universal obligaban también a los poderes públicos españoles.
Después de tres tensas sesiones del Pleno de las Cortes, que Fernández-Miranda condujo con mano maestra, pudo declarar aprobado el Proyecto de Ley el 18 de noviembre de 1976, que se aprobó también en referéndum nacional el 15 de diciembre siguiente.
A partir de ese momento, comenzó el acelerado proceso de preparación de las elecciones generales del 15 de junio de 1977 que deberían redactar la nueva Constitución y comenzaron también las discrepancias del presidente de las Cortes con las decisiones que el presidente Suárez iba adoptando de cara a aquellos trascendentales comicios. Quince días antes de su celebración, el 1.º de junio, Fernández-Miranda presenta su dimisión al Rey precisamente para demostrar que las nuevas Cortes necesitaban nuevo presidente.
Don Juan Carlos I le otorga el título de duque de Fernández- Miranda con grandeza de España y le concede el Toisón de Oro en reconocimiento a los grandes servicios prestados a la Corona. Unos días después, le incluye entre los cuarenta y un senadores que la Ley para la Reforma Política permitía designar al Rey.
Tales muestras de gratitud permiten a Fernández-Miranda continuar manteniendo conversaciones con don Juan Carlos y remitirle notas con sus puntos de vista sobre la nueva situación surgida de las elecciones: la posición del Rey y la nueva figura del presidente del Gobierno, ahora líder de un partido; la relación Cortes-Gobierno de partido; o la necesidad de sustituir el Consejo del Reino por un Consejo de la Corona son temas que inquietan al antiguo profesor del Rey y de los que le hace partícipe por escrito.
Las desavenencias con el presidente del Gobierno antes aludidas se agudizan durante la elaboración de la Constitución y Fernández-Miranda no disimula su disconformidad radical con las ambigüedades que se aceptan para lograr consensos. El “arquitecto de la reforma política” no estaba de acuerdo con la marcha de las obras. Como claro ejemplo de discrepancia se puede citar la inclusión de la palabra “nacionalidades” en el texto constitucional. “Yo creo —llegaría a decir en una entrevista el 23 de julio de 1978— que una Constitución que un pueblo acepta con carácter común y generalizado debe tener, al menos, claridad. Me temo que a fuerza de ambigüedades de este calibre no se logre su propósito y finalidad” [...] “La palabra ‘nacionalidades’ viene unida, desde mediados del siglo XIX al llamado ‘principio de las nacionalidades’, el cual sostenía que toda nación tiene derecho a constituirse en Estado independiente y soberano y parece ser que algunos, cuando emplean la palabra ‘nacionalidad’ están pensando en el referido principio. Y entonces, a mi juicio, el término deja de ser ambiguo para transformarse en destructivo. Sí, destructivo de la historia de España, si se acepta, con Ortega y Gasset, que ‘la historia ascendente de un pueblo es un largo proceso de integración y la historia decadente de un pueblo es el proceso inverso de desintegración’. Yo a esto, naturalmente —sentenciaba Fernández-Miranda—, le pediría un poco de claridad si no es mucho pedir.” Fernández-Miranda marcó distancias con la Unión de Centro Democrático (UCD) durante el debate constitucional en el Senado y, de hecho, en agosto de aquel año se fue de su Grupo Parlamentario y pasó al Grupo Mixto porque llegaron a negarle la libertad de palabra. Es lo cierto que Torcuato Fernández-Miranda y Hevia no firma la Constitución y que la casilla que le corresponde en el original refrendado por el Rey que se exhibe en el Congreso de los Diputados está, bien expresivamente, en blanco.
Falleció a los sesenta y cuatro años en el St. Mary’s Hospital de Londres. Visitaba con su esposa a su hijo Enrique, licenciado en Medicina, que realizaba allí un curso de especialización cuando sufrió el ataque cardíaco que llevó a la muerte a quien había sido artífice de la transición española a la democracia. Con ese motivo fueron muchos los contemporáneos que subrayaron su austeridad, su rigurosa honestidad en el manejo de los fondos públicos, sus deslumbrantes exposiciones verbales y el rigor de su dialéctica y, sobre todo, el talento y la capacidad que demostró para imaginar y llevar a cabo, bajo el amparo del Rey y con la colaboración de su Gobierno, la portentosa operación de convertir un régimen autoritario en una democracia liberal a través de los procedimientos instituidos por el primero o, como el mismo acostumbraba a decir, “de la Ley a la Ley”.
Obras de ~: “Régimen jurídico de minas”, en Revista de la Universidad de Oviedo, 1940; La justificación del Estado, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1946; El problema político de nuestro tiempo, Madrid, Alférez, 1950; El concepto de lo social y otros ensayos (Estudios de Teoría de la Sociedad), Oviedo, Idag, 1951; Concepto de situación social. Introducción a una sociología de la situación, Oviedo, Universidad, 1957; El hombre y la sociedad, Madrid, Doncel, 1960; La libertad: Aspecto sociológico, en La libertad, Madrid, Doncel, 1960, págs. 157-210; Estado y Constitución, Madrid, Espasa Calpe, 1975; Éxito y verdad (Las raíces de la ciencia política), en la Revista Filosofía y Derecho, Universidad de Valencia, 1977.
Bibl.: E. Romero, Retratos de época, Barcelona, Plaza y Janés, 1955; J. L. Alcocer, Fernández-Miranda: Agonía de un Estado, Barcelona, Planeta, 1986; P. y A. Fernández-Miranda, Lo que el Rey me ha pedido, Madrid, Plaza y Janés, 1995.
Fernando Suárez González