Nozaleda Villa, Bernardino. San Andrés de Cuenya (Asturias), 22.V.1844 – Madrid, 5.X.1927. Dominico (OP), arzobispo de Manila.
Realizó los primeros estudios en el Convento-Colegio de Santo Domingo de Ocaña y tomó el hábito el día 21 de agosto de 1860. Emitió la profesión religiosa en el año siguiente. Cursó allí con gran brillantez los estudios de Filosofía y Teología. Permaneció asignado a dicho convento siendo profesor de Filosofía desde 1865 hasta 1873. En ese año fue destinado a Filipinas. Se embarcó en Cádiz el día 1 de junio de 1873 y llegó a Manila el día 31 de julio del mismo año. En Manila siguió dedicándose a la enseñanza. Obtuvo el doctorado en Filosofía y después el de Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás. Enseñó Derecho Canónico desde 1874 hasta 1890. Fue prior del Convento de Santo Domingo de Manila desde el 13 de marzo de 1876 hasta julio de 1878. El Capítulo Provincial de 1882 le nombró vicerrector de la Universidad. En 1886 fue nombrado rector y presidente del Colegio de San Juan de Letrán.
El día 27 de mayo de 1889, el papa León XIII le nombró arzobispo de Manila. Junto con el padre Hevia, que había sido nombrado para la diócesis de Nueva Segovia, partió para España. El día 13 de abril de 1890 fueron consagrados en la Catedral de Oviedo por el cardenal Ceferino González, de su misma Orden. Tomó posesión de la archidiócesis por procurador el 29 de noviembre de 1890. Hizo su entrada solemne en la misma el día 10 de febrero de 1891. Había sido consejero de su predecesor, el también dominico padre Pedro Payo, y por tanto conocía muy bien los problemas y el estado general de la archidiócesis.
Sin descuidar su labor pastoral, visitó su archidiócesis, predicó con frecuencia, y llevó a cabo tareas humanitarias. Cuando se enteró de la condena a muerte del doctor José Rizal, pidió al gobernador general, Polavieja, que le concediese el indulto aunque éste no le hizo caso. También se distinguió por sus obras de caridad, especialmente durante el asedio de Manila por parte de la Armada americana desde el día 1 de mayo de 1898 hasta el día 13 de agosto del mismo año, ayudando a los prisioneros y a las víctimas de la insurrección.
En ese tiempo publicó una pastoral en la que advertía de los graves peligros que amenazaban al catolicismo en Filipinas, lo que le trajo graves problemas, porque después de que los americanos entraran en Manila y consolidaran el dominio sobre Filipinas comenzaron a fundarse diarios tendenciosos y anticlericales, como El Progreso y La Democracia, que comenzaron a atacar al arzobispo con motivo de dicha pastoral, a las órdenes religiosas y a toda la Iglesia en general. Monseñor Nozaleda convenció a los profesores de la Universidad de Santo Tomás de Manila de la necesidad de fundar un periódico católico. Nació así el diario Libertas. Se publicaron muchísimos artículos con ese fin, pero los ataques de los adversarios no cesaron, especialmente los que iban dirigidos contra su persona. Ante tal situación, creyó que lo más conveniente era renunciar a su cargo ante la Santa Sede. Salió de Manila el día 25 de septiembre de 1900. En Roma presentó de nuevo su renuncia, que no fue aceptada hasta el día 4 de febrero de 1902 con gran disgusto del papa León XIII, según la comunicación del cardenal Rampolla. El Gobierno de Madrid, presidido por Antonio Maura, se precipitó, según el parecer de la Santa Sede, y le propuso para el Arzobispado de Valencia. El caso saltó a la prensa que lo publicó el 31 de diciembre de 1903. La Nunciatura en España no sabía nada. Se produjeron violentas manifestaciones callejeras, fomentadas por toda la oposición al Gobierno, en Madrid y Valencia contra el nombramiento. El nuncio pidió que no se publicara el nombramiento en La Gaceta antes de obtener la aprobación del Papa y comenzó una feroz campaña en la prensa contra monseñor Nozaleda.
En su Defensa obligada contra acusaciones gratuitas afirmaba que lo hacía más por salvar el honor del episcopado y de la Iglesia que por el suyo propio. La campaña en su contra a nivel nacional la comenzó El País y le siguieron El Imparcial, El Liberal, El Heraldo de Madrid, El Globo, La Correspondencia Militar y El Diario Universal. Señaló los días que en ellos había aparecido alguna información en su contra y recogió todas las acusaciones que le hicieron en el orden que creía de mayor importancia: haber sido traidor a la patria y un mal español por haber tenido trato con los americanos durante el cerco de Manila y haber negociado con el almirante Dewey la entrega de la plaza, por medio del capellán católico del Olimpia; haber abogado calurosamente en la Juntas de Autoridades y singularmente en la habida después del segundo ultimátum, para que se rindiera la plaza, determinando con su voto y con su influencia el acuerdo de capitular; haber influido sobre las autoridades españolas para la formación de milicias filipinas, disposición que equivalía a la pérdida de la isla; haber huido cobardemente de la ciudad sitiada, embarcándose en un buque alemán; haber demostrado un patriotismo tibio y dudoso, no facilitando auxilios espirituales a los soldados que luchaban en las trincheras, ni procurado víveres a los defensores de la plaza y al vecindario de Manila que padecía hambre; haber salido al encuentro de los americanos vencedores, para saludarlos; haber negado ante los yanquis victoriosos su condición de español, diciendo que sólo dependía del Papa, haber negociado la nacionalidad americana, no haber querido nacionalizarse español porque cobraba de los americanos; haber protestado del alojamiento de los soldados españoles en las iglesias y conventos después de la capitulación, y haberse presentado al general americano para conseguir de él que los arrojara de los templos; visitar diariamente a los americanos, haber ido a Cavite con el capellán del Olimpia y haber bendecido a los buques yanquis y haber felicitado a los americanos en el aniversario de su triunfo sobre nuestra escuadra pronunciando un discurso de salutación; haber permanecido en el puesto de arzobispo de Manila, ejerciendo autoridad y jurisdicción, después de terminada la soberanía española y bajo la inmediata dependencia de un gobierno extranjero, por lo que dicen perdió su nacionalidad española; haber prescindido del clero español, entendiéndose enseguida con el clero indígena distribuyéndole curatos, y haber organizado cultos para los católicos americanos después de la toma de Manila y haber hecho que la procesión del Corpus fuese escoltada por las tropas americanas; no haber salido de Filipinas hasta que los americanos dejaron de pagarle y le echaron de Filipinas, y entonces, en vez de venir directamente a España, haberse ido a Roma, como representante de las órdenes religiosas para defender allí sus cuantiosos bienes; haber conspirado contra el general Blanco y haber intrigado para su relevo; haber sido cruel y sanguinario, induciendo al general Polavieja a fusilar a Rojas y Rizal, de quien le llamaron asesino; haber sido un déspota irritante, provocando con esa conducta el odio de los clérigos filipinos a España; haber imposibilitado la pacificación del país después del pacto de Biacnabató, por defender los derechos de los frailes con los naturales.
Constataba que sus detractores no habían aducido ninguna prueba. En su defensa a las primeras acusaciones de ser traidor a la patria se admiraba de que ninguna autoridad civil o militar de Manila le hubiese castigado por ello o, al menos, le hubieran denunciado ante el Gobierno español. El capellán americano, con permiso de las autoridades españolas, había ido a verle con una carta de presentación de su obispo para que le concediera permiso para celebrar los oficios religiosos para los soldados católicos que estaban en su barco. Concedió el permiso, pero no hubo Junta de Autoridades como afirmaban sus detractores, ni se tomó ningún acuerdo, ni se trató de la rendición de Manila. Además asistieron personas que no eran miembros de la Junta. Y sólo se les había convocado para oír su parecer sobre el estado de opinión en Manila. Tenía un carácter simplemente consultivo. Para probarlo aducía el texto de las Actas de la reunión. El general Jaúdenes les había convocado para conocer la opinión del pueblo ante la amenaza de los generales Merrit y Dewey, hecha el día anterior, concediendo un plazo de cuarenta y ocho horas para que se pusieran a salvo las personas no combatientes, pues, acabado ese plazo, podía empezar en cualquier momento el ataque combinado de la Armada y el Ejército de tierra contra la ciudad. Los sitiados no combatientes eran más de treinta mil. No había ninguna posibilidad de evacuarlos por tierra. Estaban rodeados por más de cincuenta mil filipinos. Los americanos no se opusieron a que se refugiaran en los barcos mercantes, pero esta posibilidad sólo salvaba a unas mil personas. El general quería tener un argumento para contestar a los americanos.
El periódico El País había escrito el día 21 de junio de 1898, antes de la rendición, y con el título La Rendición de Manila, lo siguiente: “Sentar como regla invariable que todo gobernador de una plaza sitiada se ha de enterrar literalmente en los escombros de sus muros como en Numancia, es una ferocidad que ninguna falta hace a las que desgraciadamente envuelve la guerra [...] La guarnición de Manila es posible que capitule, y no por eso habrá de sufrir tacha en su honra, ni quedar quebrantado el honor nacional [...] sin municiones ni vituallas, aislada de toda comunicación con las comarcas fieles, y sin esperanza de próximos auxilios, la situación de esta ciudad, por mucho que sea el valor y constancia de sus defensores, es verdaderamente desesperada. No hay que hacerse ilusiones, ni debemos engañar al país: la rendición de Manila, si ya no ha tenido lugar, será un hecho en plazo breve, sin que puedan evitarla los tardíos refuerzos que se le destinen”. Cinco años después ese mismo periódico acusaba a monseñor Nozaleda como el máximo y único responsable de la pérdida de Manila.
En el tema de la creación de las milicias filipinas afirmaba que, dada la situación en que se encontraba Manila, hubo que recurrir a medidas extraordinarias. Una de ellas fue la creación de esas milicias. Fueron los cabecillas filipinos quienes se ofrecieron voluntariamente. En ese asunto lo único que hizo fue pedir que se pusieran al mando filipinos que hubieran sido siempre fieles a España. Con respecto a su huida de Manila, subrayaba la contradicción y malicia en que incurrían sus detractores. Si se fugó de Manila, no pudo negociar la rendición. Creyó que le endosaron a él el hecho de que el obispo de Nueva Cáceres, Arsenio del Campo, por prescripción médica y con licencia del capitán general Agustín, salió para Hong-Kong durante el bloqueo. Sus deberes durante la guerra fueron responder a la confianza que las autoridades depositaron en él nombrándole presidente de la Junta Civil. Con la ayuda de los vocales de esa Junta, citó los nombres, confiando en la fidelidad de los filipinos, evacuaron a las comunidades religiosas femeninas, los colegios de niñas y los enfermos de los hospitales. Lograron que un barco trajese vacas y que la carne se vendiera a precio de coste. Se limpiaron y llenaron todos los aljibes de la ciudad. Hicieron todo lo posible para avituallar a los soldados en las trincheras. En eso contribuyeron generosamente las órdenes religiosas.
Frente a las acusaciones de haber sido mal español, afirmó lo contrario a lo escrito hasta entonces. Era un invento que saliera a recibir al Ejército americano, que negara su nacionalidad española y mucho más que negociara la americana. Nunca intentó desalojar a los soldados del único alojamiento que tenían que eran las iglesias y las casas religiosas. Admitió que tuvo trato con los americanos por razón de su cargo y sus deberes, igual que otras autoridades españolas. Eran los americanos quienes mandaban en Manila, los que suministraban víveres, los que inspeccionaban todos los servicios; no quedaba más remedio que entenderse con ellos. Logró que el almirante Dewey enviase un barco de guerra a liberar a los soldados españoles sitiados en Baler. La expedición fracasó. Negó, igualmente, las últimas acusaciones.
El cardenal arzobispo de Toledo, Sancha, protestó el 15 de enero de 1904 al jefe del Gobierno por la campaña difamatoria contra la religión, la Iglesia, la Monarquía y el padre Nozaleda. Lo mismo hicieron, el día 26 de enero, el vicario capitular y todo el Cabildo de Valencia por la campaña difamatoria contra Nozaleda. El caso se convirtió en asunto político entre el Gobierno y la oposición. Hubo en el Congreso enconadísimas discusiones sobre el tema. La oposición utilizó las acusaciones aparecidas en la prensa y veladas amenazas personales si Nozaleda iba a Valencia. El Gobierno, sobre todo Maura, le defendió brillantemente. Pero la situación no mejoró. La Santa Sede no quería asumir la responsabilidad de las consecuencias de su nombramiento ante la opinión pública. Aceptaba el nombramiento si el Gobierno se comprometía a garantizar la seguridad de Nozaleda y defender su autoridad.
La situación cambió cuando el nuevo Gobierno, presidido por Fernández Villaverde, después de la crisis del mes de enero, pidió formalmente a la Santa Sede la renuncia de monseñor Nozaleda para evitar mayores complicaciones políticas. Nozaleda presentó la renuncia el día 15 de mayo de 1905 y fue aceptada inmediatamente. El papa Pío X, alabó su gesto y le nombró arzobispo titular de Petra y el padre Nozaleda pudo vivir tranquilo muchos años en el Convento de Santo Tomás de Ávila y luego en el del Rosario de Madrid, donde murió como Arzobispo de Petra. Fue senador por el Arzobispado de Valencia en la legislatura de 1922-1923.
Obras de ~: Discurso de apertura de estudios en la Universidad de Santo Tomás de Manila, Manila, Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1874; Patrocinio científico de Santo Tomás de Aquino, Manila, 1881; Concepto de ley, Manila, Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1882; El magisterio de la Iglesia, Manila, Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1883; Los temblores de tierra, Manila, Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1885; Cartas Pastorales, Manila, Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1893, 1894 y 1898; Defensa obligada contra acusaciones gratuitas, Madrid, Est. Tipográfico de H. de J. A. García, 1904 (adjunta 19 documentos sobre el tema).
Bibl.: S. Aznar, El “affaire” Nozaleda, Zaragoza, Librería Francisco Buendía, 1804; P. Lasoti, “El Sr. Nozaleda y los prisioneros españoles”, en América y España, 2 (1903), págs. 101-107; B. García de Paredes, La cuestión Nozaleda, Vergara, 1904; A. Maura y Montaner, La cuestión de Nozaleda ante las Cortes, Madrid, M. Romero, 1904; G. Martínez, “El ‘motín de los periódicos’ y el P. Nozaleda”, en América y España, 4 (1904) pág. 8090; M. Velasco, Ensayo de Bibliografía de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, vol. V, Manila, 1960, págs. 69-95; V. Vicente, “Nozaleda, Bernardino”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1973, pág. 1782; V. Cárcel Orti, “Nombramiento y renuncia del Arzobispo de Valencia Fr. Bernardino Nozaleda y Villa”, en Archivo Dominicano, 8 (1987) págs. 193-314 [aporta 80 documentos sobre el tema]; M. González Poza, “Episcopologio dominicano de Filipinas”, en Studium, 30 (1990), págs. 447-483; H. Ocio y E. Neira, Misioneros dominicos en el Extremo Oriente, vol. II, Manila, Misioneros Dominicos del Rosario, 2000, págs. 171-172.
Teodoro González García, OP