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Juan Zúñiga Avellaneda y Cárdenas

Biografía

Zúñiga Avellaneda y Cárdenas, Juan. Conde de Miranda del Castañar (VI) y duque de Peñaranda de Duero (I). ?, 1541 – Peñaranda de Duero (Burgos), 4.IX.1608. Político y hombre de Estado en los reinados de Felipe II y Felipe III.

Hijo de Francisco de Zúñiga, IV conde de Miranda, y de María de Bazán. Gentilhombre de la Cámara del príncipe don Carlos, inició su carrera militar a las órdenes de Juan de Austria, como capitán de Infantería española en la armada de la Santa Liga (1571). Obtuvo el título de conde de Miranda del Castañar al contraer matrimonio con su sobrina María de Zúñiga Avellaneda y Bazán, hija de su hermano Pedro de Zúñiga Avellaneda y Bazán, V conde. En 1582, Felipe II le nombró virrey de Cataluña, tomando posesión de su cargo en Barcelona el 16 de marzo de 1583. Su virreinato se caracterizó por una acción decidida para impermeabilizar la frontera pirenaica e impedir la infiltración de herejes y contrabando, se preocupó también de las defensas del principado y de la protección del litoral frente a los piratas berberiscos. Su misión principal fue la de preparar al territorio para recibir al soberano en su viaje a los estados de la Corona de Aragón y la celebración de las Cortes generales de Monzón en 1585. Presidió las Cortes y obtuvo de los catalanes un servicio de 500.000 lliures (libras) fruto de la buena gestión del virrey que dejó huella cómo afecto y simpático a los catalanes, promotor de la compilación de las constituciones de Cataluña, acordadas durante la visita de Felipe II a Barcelona en mayo de 1585.

Por sus buenos servicios el Rey le promocionó a virrey de Nápoles, ocupando el cargo entre 1586 y 1595. Durante su mandato se acentuó la enajenación del patrimonio de la corona y la venta de oficios públicos, venta que alcanzó cotas escandalosas y que fue muy criticada por el reino durante el Parlamento de 1595. En 1586, nada más tomar posesión de su cargo, trató de llevar a cabo un modesto programa de reformas, protegiendo a los campesinos de la violencia de los barones, limitando la autoridad de los comisarios reales sobre los municipios e implementando una mejora moral de los tribunales para atenuar la corrupción que imperaba en la administración de justicia. En 1590 hizo publicar las leyes y pragmáticas del reino para poner al día la legislación y dotar a los tribunales de un código actualizado que se mantuvo vigente hasta 1623.

A pesar de los buenos propósitos con que comenzó su mandato, que presentó como un cambio respecto a su antecesor el duque de Osuna, demasiado indulgente con los barones y a quien se consideraba que había cedido demasiado ante sus presiones, Zúñiga acabó por abandonar su tímido impulso reformista. Entre 1589 y 1591 las malas cosechas y la carestía provocaron una profunda crisis en el reino. La mala situación y el carácter benévolo demostrado por el virrey en sus primeras disposiciones llevó a los campesinos de Terra di Lavoro, Calabria, Puglia y Abruzzo a solicitar su intervención para que los señores laicos y eclesiásticos rebajasen las tasas que imponían a sus vasallos, amenazando con negarse a pagar los cánones que se les exigían. La situación era delicada porque el baronazgo era el principal sostén del gobierno y el virrey no podía limitar drásticamente sus ingresos. Sugirió una moratoria de las deudas hasta que llegaran tiempos mejores, la cual fue ignorada por los feudatarios. El arresto masivo de deudores provocó motines y estallidos populares, siendo especialmente preocupantes en la Puglia, que quedó fuera de control. La represión no hizo sino empeorar las cosas, dado que dio lugar a un extraordinario incremento del bandolerismo.

El virrey organizó auténticas expediciones militares de represión y castigo en Calabria y la Puglia, las cuales no dieron los frutos deseados, haciendo que creciera el malestar social y la impopularidad del gobierno. Las poblaciones hubieron de sufrir los alojamientos de soldados y los abusos de la tropa, según consta en diversas denuncias efectuadas ante el Consejo Collateral en marzo de 1589. No obstante, Zúñiga, horrorizado por el asesinato del barón de Colonella y su familia no dudó en incrementar la represión, sosteniendo la necesidad de una política de mano dura aún más severa ordenando que se actuara no sólo contra las bandas de forajidos sino contra los lugares donde operaban habitualmente; así, en junio de 1590 dio poderes extraordinarios a los gobernadores provinciales para que organizaran milicias auxiliares con el fin de proceder a despoblar aldeas y caseríos: se obligaba a desalojar todo núcleo habitado con menos de diez familias. Con estas medidas se ampliaba la tradicional persecución de la parentela de los bandidos para proceder también contra sus lugares destruyendo totalmente el entorno donde encontraban cobijo, suministros e información. Al mismo tiempo, Zúñiga consignó “delegaciones” a los señores autorizándoles a contratar esbirros para proceder ellos mismos a pacificar sus señoríos. Hay que señalar, en honor a la verdad, que el conde de Miranda fue renuente a tomar dicha medida, pues era consciente de que con esta concesión afianzaba la independencia y poder de los señores, dándoles cobertura legal para cometer todo tipo de abusos y atropellos. Pero, pese a sus dudas, la escasez de recursos y el temor a perder el control del territorio, le llevó a echar mano de un expediente desesperado, toda vez que la ola de bandolerismo había trasladado la inseguridad de los campos al corazón de las ciudades. Tales medidas tampoco resultaron efectivas, al final de su mandato la extraordinaria ola de violencia que asolaba el reino paralizaba las actividades normales de la vida económica, administrativa y social, baste como ejemplo la renuncia de los obispos de Aversa, Potenza, Larino, Nola y Salerno a efectuar en 1594 las visitas ad limina en sus diócesis por el riesgo que comportaban.

El virrey no fue muy optimista respecto a los remedios que podrían emplearse y, poco antes de dejar el cargo en 1595, redactó sus impresiones en un Advertimiento para el Conde de Olivares, un aviso para su sucesor en el cargo en el que le ponía al día de lo que se iba a encontrar. A su juicio, uno de los factores que propiciaban la situación de desorden del reino radicaba en la debilidad del poder real, existían demasiadas jurisdicciones privilegiadas, inmunes a la intervención del gobierno, que no sólo no se sometían a ningún control sino que rara vez cooperaban subordinándose a las directrices del virrey. Además, tampoco los oficiales reales se caracterizaban por su ejemplaridad, aún era necesario que a las “justas y prudentes leyes” del reino le correspondiera un sistema judicial que las hiciera efectivas, proponiendo Castilla como modelo a seguir.

Se ha especulado sobre si la falta de sintonía con los poderes privilegiados provocó su cese al frente del virreinato, pero más bien cabría pensar lo contrario, el final de su mandato fue debido a la promoción hacia un puesto en el que tendría en sus manos todos los asuntos italianos, la presidencia del Consejo de Italia y desde ese puesto debería coordinar la actividad del gobierno de Nápoles, Sicilia y Milán.

Durante los años del virreinato, la política napolitana no hizo perder de vista a Zúñiga los avatares de la Corte de Madrid. Se contaba entre los allegados a Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, hombre de confianza del príncipe Felipe, cuya amistad consolidó con el parentesco, casando a su primogénito con una hija de quien, más tarde, sería duque de Lerma y valido de Felipe III. Su aproximación a este personaje no estuvo exenta de un fino sentido de la supervivencia política a largo plazo, el rey anciano y enfermo comenzaba a dar síntomas de decrepitud, no tardaría en producirse la sucesión y era conveniente situarse en el círculo de amigos y consejeros del príncipe heredero.

En 1596 Felipe II delegó su firma en su hijo, lo cual significó que los hombres de confianza del príncipe comenzaron a tomar posiciones en los oficios del gobierno y la administración de la Monarquía. Fue en esta coyuntura cuando se llamó al conde de Miranda para ejercer la presidencia del Consejo de Italia (título concedido con fecha de 5 de diciembre de 1596). Su ascenso y encumbramiento estuvo ligado a su devoción al marqués de Denia, de modo que al instaurarse el nuevo régimen se situó entre los hombres más poderosos de la Monarquía, como “creación manifiesta” del valido. El caso del conde de Miranda al frente de los negocios de Italia los dos últimos años del reinado de Felipe II y los dos primeros del de su sucesor, ilustra como el nuevo reinado confirmó y reafirmó las directrices que en el gobierno y la administración habían estado imponiéndose desde hacía dos décadas, y que venían ya marcadas por los individuos que dirigirían la política en la nueva coyuntura.

Durante su presidencia (que concluyó en 1600 al ser promocionado a la del Consejo Real de Castilla), se asentó la estructura vertical del Consejo de Italia, fuertemente centralizada en la figura del presidente (apuntada tras la reforma de la Secretaría realizada por el conde de Chinchón en 1595) siendo éste prácticamente la voz y la representación del organismo. Además, con Miranda, y tal vez como consecuencia de su larga experiencia al frente del virreinato de Nápoles, el gobierno de Italia adquirió un talante “nobiliario”, acentuándose la tendencia ya manifestada en las décadas anteriores. Los virreyes fueron considerados y revalorizados en su dimensión de nobles al servicio de la corona, por lo que, y esa sería una característica del periodo de Lerma, éstos gozaron de una gran independencia y autonomía.

Su ascenso a la presidencia de Castilla en 1600 le perfilaba como uno de los hombres del valido, Lerma necesitaba en el desempeño de este puesto a un hombre de absoluta confianza. Acumuló un poder extraordinario, en 1602 el rey le dio autoridad suficiente como para decidir los candidatos a los puestos vacantes en Castilla, su voto en la Cámara de Castilla recibió carácter determinante en las concesiones. Su devoción al valido fue bien recompensada con cargos y honores, siendo la concesión del título de duque de Peñaranda (por Decreto Real fechado el 22 de mayo de 1608) una de los más apreciados, por el honor y las rentas. Para entonces su vida comenzó a declinar, sintiéndose enfermo e impedido por la fiebre decidió retirarse para morir en paz. Abandonó la Corte camino de sus estados al comienzo del verano de 1608, falleciendo el 4 de septiembre.

 

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Manuel Rivero Rodríguez