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Francisco López Gascón

Biografía

López Gascón, Francisco. Francisco de Carvajal. El demonio de los Andes. Rágama (Salamanca), c. 1470 – (Perú), 10.IV.1548. Conquistador en México y Perú, maestre de campo de Gonzalo Pizarro durante su gran rebelión (1544-1548).

El verdadero nombre de Francisco de Carbajal —como ya lo anotaron los historiadores peruanos Rafael Loredo y Raúl Porras— fue Francisco López Gascón. Nació hacia 1470 en la aldea de Rágama, de la localidad de Arévalo, que es tierra de Ávila. Desde temprana edad, Francisco, demostró viva inteligencia e ingenio. Esto dio lugar a que sus padres pensaran en hacerlo “hombre de iglesia o letrado”. Con dicha intención lo enviaron a Salamanca para que estudiara Leyes en su renombrada Universidad. Hasta ella llegó en “hábito de estudiante”, pero con pocas ganas de estudiar. Por esos días, la de Salamanca estaba reputada como “la primera Universidad de las Españas”. Eran los viejos claustros fundados por el rey Alfonso IX en 1239 y que Alfonso X el Sabio dotó de cátedras de Medicina, Retórica, Lenguas y Música, amén de los estudios teológicos y jurídicos ordinarios. Había allí una nutrida biblioteca donde se traducían al latín las mejores obras de griegos y árabes.

Francisco López Gascón inició sus estudios de Leyes, que prosiguió a lo largo de cinco o seis años. Pero el educando no demostraba la menor afición por el latín ni la retórica jurídica. Prefería, más bien, la “dobladilla” y otros juegos de azar que siempre iban aparejados con la alegre compañía que proporcionaban las mozas que colmaban las numerosas mancebías de la ciudad.

Francisco vivía con un condiscípulo y paisano llamado Juan de Arévalo. Ambos, en lugar de concurrir a las clases, iban a la puerta del río, “en el corral de Hércules”, donde con muchos otros “se juntaban a comer y jugar y esgrimir y hacer otras travesuras de mancebos”. Luego, al caer la tarde, proseguían sus inquietudes a la vera del Tormes, en los parajes que Garcilaso inmortalizó con sus versos.

Cuentan que cuando alguien quería ubicar a Francisco tenía que ser “en partes que no eran convenientes para el estudio, así en casas de mujeres como de hombres traviesos”. Sus padres, ignorando su mala conducta, lo atendían en todo momento, enviándole dinero para sus gastos, ropa y libros. También consta “que ayende de lo que le daba el padre le enviaba la madre muchas otras cosas para su gasto en secreto del dicho su padre”, dinero éste que también gastaba en “vicios y juegos excesivamente y en mujeres”.

La vida disipada de Francisco López hizo que adquiriera numerosas deudas que no pudo solventar. Pronto se vio perseguido por los alguaciles, que, finalmente, lo llevaron a la cárcel. Este suceso no pudo ocultarse y el honrado Bartolomé Gascón, padre de Francisco, tuvo que acudir a Salamanca y pagar cerca de 14.000 maravedís para que su hijo quedara en libertad.

Al salir de la prisión, Francisco confesó a su padre las escandalosas aventuras que le habían puesto en tan humillante estado. Su padre escuchó las razones de su hijo y antes de marcharse le dijo quedo: “No esperes más de mí”. El turbulento estudiante, ahora desprovisto del apoyo paterno, decidió sentar plaza de soldado en los ejércitos españoles que por entonces combatían en Italia. Una mañana cualquiera dio el adiós a la ciudad de las “tres colinas”, la “Roma chica”, así llamada por sus moradores. No imaginaría entonces que, con el correr de los años, ingresaría a Roma “la de las siete colinas”, entre sangre y fuego, siguiendo las banderas del condestable de Borbón.

En Italia permaneció “mucho tiempo”, bajo las órdenes del Gran Capitán y del cardenal Bernardino de Carbajal, de quien presumiblemente adoptó el apellido. Italia vivía el apogeo del Renacimiento; pero no todo era arte y ciencias rescatadas de la antigüedad clásica. Los hombres de entonces vivían en una atmósfera de violencia, de pasiones desencadenadas, de crímenes. Por esos días, Gonzalo Fernández de Córdoba, el “Gran Capitán”, participaba activamente en los asuntos de Italia, teniendo como lema: “España, para las armas; Italia, para la pluma”.

Francisco López Gascón tuvo el privilegio de participar en las campañas más importantes del ejército imperial y allí aprendió toda la ciencia militar que más tarde luciría sobre la inmensidad geográfica de los Andes. Pudo en tierras americanas poner en práctica la innovación del orden oblicuo —que vio inventar al marqués de Pescara— e imitar los famosos “despliegues” que por primera vez en la historia se efectuaron en la batalla de Pavía (1525), donde él también se batió. En Italia, igualmente, debió perfeccionarse en el “danzar e tañer”, menesteres a los que era aficionadísimo.

Mas entre campaña y campaña, se dio tiempo para volver a la casa paterna “con un mancebo que llamaban Moreta, con una mujer e una moza e una mona”, convirtiéndose el simio en motivo de admiración y curiosidad para todo el pueblo. No permaneció mucho tiempo en Rágama, pues regresó pronto a Italia; tan sólo se quedó “una quaresma e le gastaron largamente (al padre) porque saben que comyan carne”. En esa oportunidad, la conducta de Francisco López nada tuvo de ejemplar y cuentan que muchos se escandalizaban de que hubiera llevado consigo a una mujer que vivía de su cuerpo, es decir, “una mujer del mundo”, según el lenguaje de la época.

El bueno de Bartolomé Gascón, sintiendo próximo su fin, hizo testamento. Consta en el documento (otorgado en Rágama, el sábado 19 de abril de 1522) que la madre de Francisco había fallecido con anterioridad a esa fecha. El padre debió de morir al poco tiempo, pues en 1524 se realizó el reparto de bienes entre los tres hermanos presentes. Francisco, por entonces, debía estar aún en Italia. Mucho afectó a Gascón la mala conducta de su hijo mayor, pues en su testamento no le hace ningún legado y sólo lo toma en cuenta como heredero forzoso. Francisco volvió a Rágama después de la muerte de su padre, luciendo arrogante los trofeos obtenidos en el “saco” de Roma. Por entonces se hablaba de las riquezas incalculables de los aztecas y de las hazañas de Cortés para ganarlas. Encandilado por las perspectivas de fortuna, honra y fama que le ofrecía el Nuevo Mundo, este personaje marchó a Sevilla para embarcarse a las Indias, más precisamente a la Nueva España, primer escenario de sus hechos en América y “donde dicen se llamaba por muy público, Francisco de Carbajal”.

En México, Francisco de Carbajal contrajo matrimonio con Catalina de Leitón, una mujer con la que vivía en concubinato; el virrey Antonio de Mendoza le obligó a regularizar esa relación. Debió de pasar al Perú por 1536 o 1537, con otros elementos que acudían en socorro de Francisco Pizarro y su hueste, puesta en grave aprieto por la rebelión de Manco Inca. Muy pronto se hizo notorio por sus grandes conocimientos castrenses y también por su humor sarcástico que no tenía contemplaciones con nada ni con nadie.

El clan de los Pizarro acogió con simpatía y generosidad a Francisco de Carbajal. Le agradaba su pericia en armas y su talante desenfadado, que no parecía el de un hombre de tan avanzada edad. Carbajal se radicó en el Cuzco, como vecino, y en 1541 fue elegido alcalde ordinario. Fue en estas circunstancias en las que se vio obligado a aceptar a Diego de Almagro el Mozo como gobernador de Perú. Sin embargo, apenas le fue posible, se fugó de la capital de los incas para ir en busca del licenciado Cristóbal Vaca de Castro, en torno al cual se habían reunido los pizarristas. Vaca de Castro, reconociendo la pericia de Carbajal en el arte de la guerra, lo nombró inmediatamente sargento mayor y, en este carácter, participó en la batalla de Chupas, donde dio reiteradas muestras de valor. Mientras la artillería almagrista inquietaba a los leales, Carbajal, hombre corpulento, se despojó de sus armas defensivas y al grito de “Verguença, verguença, caballeros del Cuzco”, los obligó a marchar contra el enemigo.

Después de que la paz retornó pasajeramente a Perú, Carbajal decidió regresar a España con la pequeña fortuna que había reunido en los años pasados en tierra americana. Por esos días —1544— cundió el desasosiego al conocerse el texto de las llamadas Leyes Nuevas, que perjudicaban los intereses de los encomenderos. Carbajal, con olfato político, sabía que el problema sólo podía solucionarse con las armas y él no quería participar en una nueva guerra. Acompañado de su esposa, buscó, sin suerte, un navío que lo llevara a Panamá o Nueva España. Al fracasar en su intento en puertos del sur de Perú, contramarchó hasta Arequipa, donde fue alojado por Miguel Cornejo. Ya Gonzalo Pizarro había levantado banderas rebeldes y mandó a Pedro Alonso de Hinojosa para que llevara ante su presencia, en Cuzco, a Francisco de Carbajal. Hubiera podido regresar a España como un acaudalado perulero, pero habría de convertirse en el temido y cruel Demonio de los Andes.

Ya junto con Gonzalo Pizarro, Francisco de Carbajal daría cumplida muestra de su capacidad política, de su pragmatismo y de su infatigable actividad. Carbajal decía con verdad que el oro y la plata eran “los nervios de la guerra” y por eso puso gran diligencia en allegar para los Pizarro la mayor cantidad posible de caudales. Desde Chuquisaca Carbajal le escribía a Gonzalo: “En lo que vuestra señoría me escribió a mandar acerca de las minas que se diesen a su señoría, es la más grande cosa del mundo que vuestra señoría, me tenga por tan descuidado. Antes que vuestra señoría me lo enviese a mandar, tiene vuestra señoría minas en Potosí que valen más que toda Castilla”.

Carbajal sabía perfectamente la importancia que tenía el control del mar, sobre todo a partir de Panamá, y por eso escribía al menor de los Pizarro: “A vuestra señoría suplico tenga memoria de mandar mirar por su armada.... reforzándola con hacerla más gruesa y poderosa”. También el maestre de campo, cargo que le otorgó Gonzalo Pizarro a Carbajal, no cesaba de fabricar armas ofensivas y defensivas de la mejor calidad, utilizando a los excelentes armeros huancas. Desde Andahuaylas le escribía a su jefe: “Llevan de armas (sus hombres de confianza) ochenta coseletes y un arnés entero, y una cota y unas escarcelas de la cota, y dos pares de coracinas, y tres celadas de hierro [...] Además doscientas y cincuenta picas, que son todas las que están hechas”.

Como hombre que había vivido y visto las grandezas y miserias en el Viejo y en el Nuevo Mundo, Carbajal le decía a Gonzalo Pizarro, a propósito de los vecinos de Arequipa, que habían protegido a Diego Centeno: “[...] vuestra señoría crea esta cibdad (Arequipa) es traidora generalmente toda, y que no hay pared en ella que no sea traidora, y traidor el río, el traidor el sol que la alumbra, y el aire que la sostiene”.

Tampoco Carbajal creyó nunca en los perdones que pregonaba el licenciado Pedro de la Gasca y, por ello, le escribió cartas violentas, llenas de agravios e ironías que, generalmente, concluían con estas palabras: “Nuestro Señor la reverenda persona y capellanía de vuestra reverencia conserve, con permitir por su santísima clemencia que vuestros pecados os traigan a mis manos, porque acabéis ya de hacer tanto mal por el mundo”.

Dos fueron los rivales que plantaron cara a Gonzalo Pizarro y su maestre de campo Francisco de Carbajal: el virrey Blasco Núñez Vela y Diego Centeno. Ambos fueron derrotados. El primero en la batalla de Iñaquito, cerca de Quito, perdió, además, la vida (18 de enero de 1546). Las correrías en persecución de Centeno fueron admirables. Un hombre de más de ochenta años de edad, caballero en una mula bermeja y escoltado por dos esclavos negros portadores de un garrote para hacer justicia sumaria, lo acompañaron a través de los helados riscos de los Andes, de Chuquisaca (actual Bolivia) a Quito (actual Ecuador). Carbajal no conocía de fatigas ni desalientos, jamás claudicó su lealtad a Gonzalo Pizarro. Su mejor momento, sin duda alguna, se dio en la campaña de Huarina.

El 18 de octubre de 1547 los hombres de Diego Centeno llegaron a los llanos de Huarina, a la vera del lago sagrado de los incas y allí permanecieron en espera del pequeño ejército gonzalista. Éste se movilizó en pos del enemigo desde el cercano Umasuyo. Los “cuadrilleros” reforzaron algo a sus hombres y caminaron hasta colocarse a sólo cuatro leguas de su objetivo.

Por la noche, los capitanes y el clérigo Diego Martín, mayordomo de Pizarro, repartieron arcabuces, pólvora y plomo para que se fabricaran las mortíferas pelotas de alambre. También se herraron los caballos y afilaron las picas. Se tenía la certeza de la batalla y Carbajal no descansaba ordenándolo todo. El viejo maestre de campo ya había comunicado a sus capitanes la forma que dispondría sus efectivos. Carbajal quería un escuadrón cuadrado, en cuya delantera estuviesen los más expertos arcabuceros, oficiando de sobresalientes.

Para emplear su diminuta caballería, Carbajal hizo un escuadroncillo, dirigido por Gonzalo Pizarro, el licenciado Diego de Cepeda y el gigantesco Juan de Acosta, deudo de Carbajal. En la consulta, que tuvieron esa noche en el toldo del caudillo rebelde, no faltaron opiniones que pronosticaban un fracaso y sugerían escapar por otra ruta. Sin embargo, los más, se aferraban a la experiencia y serenidad de Carbajal como última esperanza. Francisco de Carbajal, al igual que el marqués de Pescara en Pavía, sostuvo implacable la idea de dar batalla, contra los consejos tímidos de sus colegas, que aseguraban la más catastrófica derrota.

Apenas apuntó el nuevo día, reemprendieron el camino, “sin temor ni recelo alguno, al son de los tambores, su poco a poco, por no desordenarse, y de quando en quando se tocauan las trompetas y se tañían las chirimías y el sacaboche. Yua en la banguardia desta desesperada gente, y junto a la bandera de Francisco de Carbajal, un atambor que se llamaba Pedro de Retamales, el qual yua cantando unos cantarcicos muy colorados, sucios y feos y los soldados respondían a boz en grito lo que el otro cantaua, dando palmadas con entrambas manos, haziendo demostración de tener mucho plazer y contento, de tal manera que mas parecían que yuan a bodas que a dar batalla”. Como se ve en esta pintoresca descripción de Gutiérrez de Santa Clara, el estado anímico de los gonzalistas no podía ser mejor.

La noche del 18 de octubre de 1547, acamparon a vistas del Ejército leal. Al cuarto de vela, un pelotón de sesenta arcabuceros pizarristas, al mando de Luis de Almao, fue al campamento de Centeno a “darles arma”. Iban tremolando la fatídica bandera negra de Carbajal y haciendo sonar sus trompetas. Sin embargo, no lograron desordenar el escuadrón realista y, luego de media hora de “escaramuza verbal”, regresaron a sus toldos.

El día 19 por la mañana, Gonzalo envió al padre Herrera, su capellán para que parlamentase con Centeno y le pidiera paso libre a Chile. Se sabe que el caudillo rebelde le propuso en matrimonio a su sobrina doña Francisca, la hija del difunto marqués gobernador y heredera de cuantiosos bienes. Dicen que Francisco de Carbajal se mofaba de los intentos pacíficos de su jefe y no podía contener su impaciencia por entrar en acción. Los leales y, sobre todo, el obispo Loayza, rechazaron todo intento conciliatorio. En última instancia, el mensajero fue tomado como rehén. No quedaba sino combatir.

El 20 de octubre de 1547, día de las Once Mil Vírgenes, muy de mañana, ambos ejércitos estaban frente a frente. Carbajal había colocado sus dos escuadrones en la forma ya descrita. Los leales se emplazaron al pie del pequeño arroyo y aguardaron el ataque enemigo. Cristóbal de Herbás, viejo soldado de Alonso de Mendoza y sargento mayor, ordenó estarse quietos.

Sabía que toda la fuerza de los rebeldes estaba en su arcabucería y, en esas condiciones, lo más prudente era esperar el ataque. El viejo mílite no podía caminar, por estar buboso, e iba en una silla de manos sostenida por dos esclavos negros.

Carbajal, que había provisto de dos y tres arcabuces a cada uno de sus cuatrocientos ochenta y siete infantes, captó de inmediato la intención de los contrarios. Mandó que el escuadrón marchara diez pasos y luego hiciera alto. Los de Centeno cayeron en la trampa. Viendo el éxito de su estratagema, Carbajal ordenó que se disparasen algunos arcabuces, para enardecerlos aún más. Los de Centeno replicaron con una descarga que se perdió en el aire y, sin tener tiempo a volver a municionar sus armas, continuaron la carrera en pos del cuerpo a cuerpo.

Cuando Carbajal tuvo al enemigo a ciento veinte pasos, ordenó una descarga cerrada, que mató a más de cien soldados y dos capitanes, que iban en la vanguardia. Pese a esto, los leales continuaron corriendo con la seguridad de que antes de la segunda descarga ya estarían sobre el enemigo. Pero cada gonzalista tenía dos y tres arcabuces. Arrojando al suelo el ya utilizado, volvieron a hacer puntería y una nueva descarga terminó de romper el escuadrón realista. Fue tal la sorpresa y el pánico de los centenistas, que volvieron espaldas y dejaron el campo en desordenada fuga.

En ese momento, la caballería centenista, dirigida por Luis de Ribera, cargó sobre el escuadrón de jinetes pizarristas. El encuentro fue violentísimo y casi todos los rebeldes cayeron en tierra. El propio Gonzalo, fue sacado de la silla por un certero golpe de lanza que le propinó Ribera. Sus magníficas armas defensivas le salvaron la vida, pero estaba en peligro de ser rendido por sus adversarios.

Aún quedaba la Infantería y quedaba Carbajal. El maestre de campo movió a sus hombres hasta ponerse a tiro del lugar en donde la caballería leal ya casi rendía a los pizarristas. “Llegó luego allí Carbajal, y como los vio tan revueltos, llamó a todos los arcabuceros y díjoles: “ca, señores, a todos, a todos, a amigos y enemigos, que así conviene”. En efecto, la descarga fue tan mortífera, que los centenistas sólo atinaron a volver grupas y escapar a uña de caballo para salvar la vida.

Dice el Inca Garcilaso que cuando Gonzalo —ya vencedor— marchaba hacia los toldos de Centeno, “iba santiguándose y diciendo a voz alta: ¡Jesús, que vitoria! ¡Jesús que vitoria!, repitiéndolo muchas veces”. El campo estaba cubierto de muertos, heridos expirantes y más de cien caballos caídos y revueltos en dantesco cuadro.

Mucho se ha escrito sobre el mérito notable que tuvo Carbajal, convirtiendo una derrota segura en un rotundo triunfo. Lo cierto es que Carbajal no sólo aprovechó los errores del enemigo, sino que introdujo en la batalla nuevas tácticas que nos hablan de su alta capacidad castrense. Utilizó pelotas de alambre, que destrozaron las picas rivales. Ordenó disparar a la altura de las piernas, consiguiendo así un mayor número de bajas. Finalmente, revolucionó la conformación del escuadrón de infantes. En la Edad Media se creyó que la Infantería era inútil ante las demás armas, hasta que los suizos demostraron lo contrario y, desde ese momento, pasó a ser el arma básica de los ejércitos. Gonzalo Fernández de Córdoba, tipificó a los tres combatientes del Escuadrón de Infantería: los piqueros, los rodeleros con espada y los arcabuceros. Con el arcabuz se escaramuzaba desde lejos, con la pica se chocaba y, con rodela y espada se combatía en el cuerpo a cuerpo. Ahora bien, este cuadro de combate se observaba en todos los ejércitos europeos. En la milicia indiana hay algunas diferencias. Así, por ejemplo, Centeno, traía piqueros, arcabuceros y ballesteros, arma esta última ya totalmente pasada de moda en Europa. Los rodeleros leales eran también muy escasos. Pero lo importante fue la forma en que Carbajal equipó a su ejército. Todos eran arcabuceros. Una verdadera muralla de fuego, teniendo cada hombre hasta dos o tres de estas armas, como atrás queda dicho. Esta innovación resultó fundamental para el resultado de la batalla. Los leales, muy superiores en número, no pudieron llegar a las manos con el enemigo. En Huarina, las armas de fuego, por primera vez en América y quizá en el mundo, destruían un ejército sin que los contrincantes pudieran verse las caras.

La victoria de Huarina fue el “canto del cisne” de Francisco de Carbajal y su caudillo Gonzalo Pizarro. El trabajo del licenciado Pedro de la Gasca, cauto, silencioso, eficaz, fue resquebrajando día a día la lealtad que muchos hombres habían jurado al gobernador de facto. Venció el sentimiento de temor y acatamiento al Monarca, tan inmerso en el espíritu de los súbditos de Carlos V en el siglo XVI.

Carbajal, imponiendo el terror, ejecutando hombres, mujeres y hasta sacerdotes no pudo impedir las deserciones, que ocurrieron en masa en el campo de Jaquijahuana, el 9 de abril de 1548, día de santa Casilda. Allí no hubo batalla entre leales y gonzalistas, sino un desbande de estos últimos en pos de un perdón que les salvara la vida. Gonzalo Pizarro y sus más fieles capitanes fueron hechos prisioneros y ejecutados al día siguiente en el mismo lugar. Carbajal pretendió escapar. La versión del cronista Pero López difiere un tanto de las muy conocidas de Diego Fernández el Palentino, Pedro Gutiérrez de Santa Clara, Agustín de Zárate, etc. Pero López dice: “En este tiempo (después del desbande de Jaquijahuana) se ponía gran diligencia en buscar a Carbajal, el maese de campo. El cual como salió huyendo de la batalla, se metió por una ciénagas fuera del camino en una mula, apeándose de ella como cinco leguas del campo por unos espadanales se metió, esperando la noche. Fue visto de un hombre, criado de un caballero que se llama Antonio de Quiñones, su labrador. El cual —Carvajal— se llegó a él y le conoció y dijo que quién había vencido la batalla. Respondióle que el presidente Gasca. Rogóle que tuviese secreto hasta que viniese la noche y le trujese algo de comer. Dióle una cruz de cinco esmeraldas que valían más de cien mil ducados y otras cinco piezas que llevaba en una bolsa de poco menos valor, para que le tuviese secreto, como digo.

El villano hizo lo que debía a quien era. Dijo iba por comida y asegurarle si le había visto alguno, que se estuviese quedo hasta que él volviese. Cabalgó en una yegua y a todo el más correr que pudo fue a Jaquijahuana y dio aviso al presidente (Gasca) de cómo le dejaba y dónde. Holgóse mucho de ello. Envió cincuenta hombres con la más presteza que pudo. Tardaron en ir y volver el labrador y los caballeros menos de cuatro horas. Estas cosas hacían con gran diligencia. Llegaron a donde el Carvajal estaba y lleváronle preso. Llegaron a Jaquijaguana a dos horas de noche.

Aquella noche se confesó (Carvajal). A la mañana le leyeron la sentencia, la cual fue que fuese arrastrado y hecho cuartos por traidor. Oyóla con gran denuedo y con ninguna muestra de cobardía. Llegaron a le poner en una rastra para sacarlo. Dijo muchas gracias y chistes y con una última palabra cuando se metía en ella: ‘Aína cuando chico, aína a la vejez, para esto nací, de morir había’. Antes de esto el capitán Diego Centeno se llegó a él y le dijo: ‘Señor Carvajal, ¿conóceme vuestra merced?’; con buen celo para le servir como hizo con Gonzalo Pizarro y aún con él después. Respondióle: ‘Cómo quiere vuestra merced que le conozca, que no me acuerdo haberle visto sino por las espaldas’; motejándole de haberle huído siempre. Díjole más si había en algo en qué le servir, que lo haría muy de veras, también como cualquiera hermano de los suyos. Respondióle el Carvajal que si le podía dar la vida. Díjole que no, que sólo al señor presidente le tocaba hacerle merced o justicia. Respondióle que, pues no le podía dar la vida, que para qué se le ofrecía, que no podía más, pues al presente él no había menester otra cosa.

Antes de su fin, llamó —Carvajal— al arzobispo Loaysa y le dijo le trajese o mandase venir aquél labrador que había dado noticia de él. El cual le trajeron ante sí y le dijo el Carvajal en presencia del arzobispo y de muchos otros caballeros: ‘Villano, cómo hiciste lo que te mandé. Vuélveme el premio que te dí, pues no cumpliste conmigo. Dáselo aquí a Su Señoría Reverendísima para que haga algún bien por mi ánima’; el cual declaró allí las piezas que eran. El campesino se disculpó diciendo que no era tal. El arzobispo, con alguna cólera y más codicia, echó mano del labrador y le dijo que le prometía si luego a la hora no daba lo que Carvajal decía de hacerle ahorcar. Y para mayor temor ponerle, mandó llamar al verdugo. Visto esto el villano se desabrochó y sacó del seno las esmeraldas y cruz, las cuales después quiso haber el presidente y por estar en poder del arzobispo disimuló con ellas. Y también entiendo que para sacarlas de su poder fuera tan malo y tan trabajoso como fue conquistar a Pizarro, según con sus palabras y codicia las defendía.

Este Carvajal fue hombre de grandes hechos de guerra. Venció en cinco batallas campales. Dio muchos reencuentros contra los servidores de Su Majestad. Hizo grandes crueldades, ahorcó mujeres, frailes, clérigos, comendadores de todo género de orden. A ninguno perdonaba que a su señor enojase, que solo de los hechos de estos tiranos se podría escribir un gran libro, el cual creo se escribirá algún día”.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Indias (Sevilla), Secc. Justicia, 1069; Patronato, 90, n.º 1, ramo 31, 90, n.º 1, ramo 36, 105, n.º 1, ramo 13, 109, n.º 1, ramo 10, 120, n.º 2, ramo 6, 131, n.º 2, ramo 5; Audiencia de Lima, 118.

P. Cieza de León, “Guerra de Chupas”, en Guerras Civiles del Perú, Madrid, Librería de la Viuda de Rico, s. f.; P. Gutiérrez de Santa Clara, Historia de las Guerras Civiles del Perú, Madrid, Imprenta Idamor Moreno, 1904-1928; “Guerra de Quito”, en Historiadores de Indias, Madrid, Imprenta Bailly Baillière, 1909; D. Fernández, El Palentino, Historia del Perú, Madrid, Imprenta Pérez de Velasco, 1913; R. Loredo Mendívil, Alardes y Derramas, Lima, Imprenta Gil, 1942; A. Zárate, Historia del Descubrimiento y Conquista del Perú, Lima, Imprenta Miranda, 1944; R. Loredo Mendívil, Los Repartos, Lima, Imprenta D. Miranda, 1958; G. Inca de la Vega, Los Comentarios Reales de los Incas, Librería Internacional del Perú, 1960; M. Bataillon, Interés Hispánico del Movimiento Pizarrista (1544-1548), Oxford, The Dolphin Book Co Ltda., 1964; J. Pérez de Tudela Bueso, Documentos relativos a don Pedro de la Gasca y a Gonzalo Pizarro (Dos Volúmenes), Madrid, Archivo Documental Español publicado por la Real Academia de la Historia, 1964; H. López Martínez, Diego Centeno y la rebelión de los encomenderos, Lima, Talleres Gráficos P. L. Villanueva, 1970; P. López, Rutas de Cartagena de Indias a Buenos Aires y Sublevaciones de Pizarro, Castilla y Hernández Girón, 1540-1570, Madrid, Ediciones Atlas, 1970; H. López Martínez, Rebeliones de mestizos y otros temas quinientistas, Lima, Edición Pablo Villanueva, 1972; G. Lohmann Villena, Las Ideas Jurídico-Políticas en la Rebelión de Gonzalo Pizarro, Valladolid, Seminario Americanista de la Universidad, 1977; T. Hampe Martínez, Don Pedro de la Gasca: su obra política en España y América, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1990.

 

Héctor López Martínez

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