Núñez Vela, Blasco. Ávila, c. 1490 – Añaquito (Perú), 18.I.1546. Primer virrey del Perú.
Blasco Núñez de Vela nació en el seno de una familia noble. El mayorazgo había sido fundado en la ciudad de Ávila, el 24 de febrero de 1451, por su abuelo Blasco Núñez Vela, hijo de Vela Núñez y Toribia Jiménez, del linaje de Blasco Jimeno, sobre “unas casas a la puerta de Montenegro, el lugar, término y torre de Tabladillo, la heredad y término de Canales, [...] casas, lagares y troxes en Gutierremuñoz”, en favor de su hijo Alfonso, a quien impuso la obligación de llevar las armas sin mezclar, que deberían ser tres bandas blancas con armiños negros, dos cuarteles, cinco panelas blancas en campo colorado y tres barras azules en oro, y el sobrenombre de Vela Núñez. Por la muerte prematura del primogénito, heredó el mayorazgo su hermano Juan Velázquez Vela Núñez, el cual, al morir sin sucesión, dejó como heredero a su sobrino Blasco Nuñez Vela, hijo mayor de su hermano Luis y de Isabel de Villalba. Después de un largo pleito, Francisco de Villalba, en nombre y como curador del futuro virrey del Perú Blasco Núñez Vela, tomaba posesión de las casas principales del mayorazgo de Tabladillo, situadas en la puerta de Montenegro de la ciudad de Ávila, el 19 de octubre de 1515.
Núñez Vela estaba casado con Brianda de Acuña, hija del licenciado Acuña y de Isabel Dávalos, y tuvieron varios hijos: Antonio Vela Núñez; Cristóbal Vela, que fue arzobispo de Burgos; Juan de Acuña Vela, que ingresó como caballero de la Orden de Alcántara; Diego Vela Núñez, también caballero pero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Luis Vela, caballero de la Orden de Santiago, y María Vela, casada con Bernardino de Avellaneda. Le sucedió en su casa de Ávila su hijo Antonio Vela, el primogénito, casado con María Tavera, hija de Francisco Tavera y de María Ponce de León. Fueron padres de Francisco Vela Núñez, quien contrajo matrimonio en Toledo con Juana Carrillo Osorio. En 1627, su descendiente Juan de Acuña Urría, primer vizconde de Requena, recibía el título de conde de Requena. Hoy en día, la casa es la sede de la Audiencia Provincial de Ávila.
Blasco Núñez, antes de pasar a América, fue corregidor en Málaga y Cuenca, inspector general de la frontera de Navarra, caballero de la Orden de Santiago y capitán general de las Guardias de Carlos I. El 1 de marzo de 1543 fue nombrado primer virrey y gobernador de Nueva Castilla y sus provincias.
Es sabido que, tras la conquista del Perú, se abrió un nuevo período que se caracterizó por los continuos enfrentamientos entre los castellanos. Si bien es verdad que la lucha civil, con más o menos virulencia, estuvo latente en toda la conquista de América, en ninguna parte llegó a organizarse en forma de verdaderas guerras, ni con tanta frecuencia, como en el Perú. La explicación de estas luchas hay que buscarla en varias causas.
La primera guerra tuvo su origen en el contrato tripartito de Panamá, entre el presbítero Hernando de Luque y los dos capitanes extremeños, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, en el carácter de los dos, absorbente el primero y envidioso el segundo. Las capitulaciones de Toledo (Carlos V-Pizarro, 1529), la conducta recelosa de los hermanos Pizarro, y la intransigencia de éste en no conceder nada del Perú a Almagro, determinaron su ruptura, y con ella la primera guerra civil.
La segunda fue una consecuencia de la primera, provocada por el aislamiento de “los de Chile”, y la tercera fue el resultado del poco tacto e imprudencia del primer virrey del Perú, Núñez Vela, al exigir el cumplimiento de las Leyes Nuevas, sobre todo en lo tocante a la encomienda. Las restantes, cuarta y quinta, fueron consecuencias de la anterior.
En el imperio español, fueron los virreyes de México y del Perú los funcionarios de mayor categoría. Gozaron de un enorme y complejo número de atribuciones. Eran la encarnación suprema del Estado, verdaderos alter ego de los Monarcas, que por su medio actuaban sobre los vastos territorios de Ultramar. Su acción de gobierno, por la inmensidad de las distancias, la dificultad de las comunicaciones y la urgencia de resolver problemas apremiantes, tuvieron en muchos casos facultad casi absoluta, al margen de la consulta con los organismos peninsulares. Por ello, era fundamental para la marcha del nuevo mundo incorporado a la Corona castellana, el tener acierto en la capacidad de los hombres escogidos para regir sus destinos. Por eso, durante muchos años, el Consejo Supremo de Indias buscó por su propia iniciativa a las personas más cualificadas para sobrellevar tarea tan delicada. En el caso del Perú, como se trataba de hacer importantes innovaciones en el Gobierno, se creyó preferible enviar a un virrey que no tuviera que luchar con resentimientos personales y que, procediendo directamente de la Corte y revestido de facultades extraordinarias, pudiera presentarse con mayor autoridad de la que tendría otro a quien el pueblo se había acostumbrado a ver desempeñando un cargo inferior.
Blasco Núñez Vela se había desempeñado bien como capitán de Armada en varios viajes a las Indias, pero carecía totalmente de la habilidad política que Antonio de Mendoza estaba demostrando entonces como virrey de México, pues hizo suspender las ordenanzas hasta que la Corona se enterase de los resultados que iban a producir, y así se salvó México de una revolución.
Hacia finales de 1543 se difundieron en el Perú los alcances de las Leyes Nuevas, promulgadas oficialmente en Valladolid el 4 de junio, provocando una oleada de indignación en los dominios indianos, y sobre todo en Perú al conocerse la idiosincrasia del encargado de aplicarlas en esas comarcas. La persona elegida para este empleo importante fue Núñez Vela, de antigua familia, aunque algo avanzado en años, y reputado por valiente y devoto. Corrió la voz de que el primer virrey, Blasco Núñez Vela, pasaba a “hacer mal a todos y a ninguno bien”. Blasco Núñez Vela fue descrito como “un hombre valiente, pero áspero, rudo y empedernido”, de ninguna manera el tipo de gobernante necesario para poner en vigor las Leyes Nuevas recientemente promulgadas en favor de los indios, y, así, ocurrió lo inevitable. La promulgación de las Leyes Nuevas sólo le provocó oposición en Lima, hasta de la misma Audiencia.
Los Cabildos, recogiendo el clamor popular, no tardaron en movilizarse para coordinar un frente común, y, así, el 9 de marzo de 1544 acreditaban a Francisco de Carvajal para que se trasladara a España y expusiera ante la Corte la expoliación que representaban tan severas normas, especialmente graves en Perú.
Blasco Núñez Vela se embarcó en Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543, acompañado de los cuatro jueces de la Audiencia y de un numeroso séquito para que pudiese presentarse con la ostentación correspondiente a su alta categoría. A mediados de enero de 1544 desembarcó en Nombre de Dios (hoy Puerto Bastimentos). Su primer acto al desembarcar fue embargar un buque cargado de plata que iba a España, por contener productos de trabajo de esclavos. Después de esta medida extraordinaria, adoptada en oposición al dictamen de la Audiencia, Núñez Vela cruzó el istmo de Panamá. Allí dio una muestra de su futura política haciendo que trescientos indios del Perú, que sus propietarios habían llevado hasta ese lugar, fuesen puestos en libertad y restituidos a su país. Los jueces le suplicaron que esperase hasta llegar a Perú y recabar informes respecto al país y al estado de los ánimos de los pueblos, antes de tomar decisiones. Pero Blasco Núñez replicó que “había venido no para interpretar las leyes ni discutir su conveniencia, sino para ejecutarlas, y que las ejecutaría a la letra, cualesquiera que fuesen las consecuencias”.
El 4 de marzo de 1544, el virrey llegaba a Perú, desembarcando en Túmbez, y dirigiéndose hacia Lima. En este viaje se mostró la irritación que entre los colonos despertaba su conducta, desde el mismo momento que desembarcó, pues aprovechó la primera ocasión para dar libertad a un gran número de esclavos indios, a instancias de sus caciques, y siguiendo camino hacia el Sur hizo que su equipaje fuese llevado por mulas donde esto era practicable, y donde fuera necesario valerse de los indios, dispuso que se les pagase bien sus servicios.
Los alcaldes de las principales ciudades nombraron delegados para que se entrevistaran con el virrey y le suplicaran que sobreseyese la aplicación de las disposiciones, por lo menos hasta que el Monarca fuese informado, pero distintas circunstancias impidieron que esos agentes llevaran a efecto su cometido. Los acontecimientos se sucedieron. El impetuoso Núñez Vela, a su paso por las ciudades de Piura y Trujillo, había hecho pregonar el 29 de marzo y el 20 de abril respectivamente, en medio de la rechifla unánime, las odiadas ordenanzas, de cuyo contenido elevaron protesta inmediata las correspondientes corporaciones municipales.
La conducta del virrey hizo que se celebraran reuniones en las distintas ciudades, discutiéndose la conveniencia de oponerse a su viaje, pero Vaca de Castro (representante real hasta la llegada de Núñez Vela) logró que los habitantes de Lima recibieran al virrey con los honores correspondientes, en la confianza de que, examinadas las cosas con más detenimiento, aplazaría la ejecución de la Ley hasta nueva decisión de la Corona. Sin embargo, la gran mayoría de los españoles tenían poca confianza en que esto se produjese y se dirigieron a Gonzalo Pizarro pidiéndole que tomara el cargo de protector de la colonia, y así lo hizo, se presentó en Cuzco, donde fue recibido con el título de procurador general del Perú, título confirmado por el Ayuntamiento de la ciudad, el cual le invitó a presidir una diputación que debía enviarse a Lima para exponer sus quejas al virrey y solicitar la suspensión de las ordenanzas. Pero la ambición de Pizarro iba más allá, y solicitó ser nombrado capitán general para organizar una fuerza armada, y aunque el Ayuntamiento de Cuzco se negó al principio, concedieron finalmente el mando militar a que aspiraba.
Núñez Vela entró en Lima con gran ostentación bajo palio de paño carmesí con fuertes varas de plata que llevaron los individuos del Ayuntamiento. Una vez en Lima, el virrey tomó posesión el 17 de mayo de 1544 siendo recibido por el concejo, cuyos privilegios prometió respetar. Su primer acto fue anunciar su determinación respecto a las ordenanzas. El 22 de ese mes, el licenciado Rodrigo Niño, letrado, en representación y en nombre de todo Perú, sometió al gobernante un extenso memorial, que concluía con el ruego de suspender la aplicación de los puntos más perniciosos de las Leyes Nuevas. Estas peticiones fueron desestimadas y el virrey dictaminó que las normas cuestionadas, así como sus complementarias, debían de ponerse en ejercicio sin mayores dilaciones. Al día siguiente, el pregonero voceaba en la Plaza Mayor el conjunto de ordenanzas que precipitaron la borrasca en que se vio envuelto el propio Núñez Vela. Mientras, Pizarro seguía armándose y reuniendo hombres, por lo que Blasco Núñez empezó a convencerse de que se hallaba en una posición crítica, empezando a sospechar de todo el mundo, incluido el propio Vaca de Castro, al que mandó prender y conducirle a un buque anclado en el puerto, seguido de la prisión de otros muchos caballeros.
Este marcado carácter intransigente no auguraba un desenlace feliz para la misión encomendada al primer virrey del Perú que, lejos de tener en cuenta las peculiaridades imperantes en el terreno a gobernar, decidió aplicar las normativas de las Leyes Nuevas de la manera más literal posible. El virrey era colérico y despótico, incluso podría decirse que fue escogido por sus pésimas cualidades humanas para atemorizar a españoles e indios. Su comienzo no pudo ser peor: hizo prender al licenciado Cristóbal Vaca de Castro enviándole a España con grilletes; mandó matar al factor real Illán Suárez de Carvajal, hermano del secretario del marqués, hundiendo él mismo una daga en su pecho, muerte que acabó con la paciencia de los habitantes de Lima. Esta actitud provocó un gran descontento, realizándose duros retratos de Núñez Vela como el de Pedro Cieza de León: “De vivo juicio, salvo que no tenía asentado [...] creyese siempre muy ligero; no tenía confianza de los que le seguían [...] la ira reinaba en él mucho y era súpito”.
Ante las proporciones que iba adquiriendo la revuelta, Núñez Vela consideró adecuado confiar al regente de los dominicos, fray Tomás de San Martín, la misión de entrar en contacto con los insurgentes, proponiéndoles el ofrecimiento de un cuantioso donativo al Emperador, a fin de granjearse su benevolencia y obtener la reconsideración de las Leyes Nuevas. El 20 de junio partía también con rumbo al Cuzco, el arzobispo Loaysa, como persona de mayor autoridad, sin obtener resultados, pues la revocación de las normas legales cuestionadas debía de efectuarse sin condiciones.
El 16 de agosto se promulgó el auto de suspensión de las Leyes Nuevas, aunque Núñez Vela protestó y dijo aplicarlas de nuevo, tan pronto se restableciera el orden perturbado, aunque revocó el auto enseguida, desatino que se divulgó al instante. A continuación, y a espaldas de la Audiencia, emprendió una última intentona de negociar con los rebeldes, enviando a Cuzco el 13 de septiembre, al clérigo Baltasar de Loaysa, negociación que volvió a fracasar. Así, con la oposición de los jueces de la Audiencia, abandonado de sus amigos, vendido por sus soldados, con Gonzalo Pizarro que avanzaba hacia Lima, se dio cuenta de lo triste de su posición. Intentó abandonar la capital y retirarse a Trujillo, dejando Lima sin víveres para cuando llegase Pizarro. Los oidores se negaron, alegando que no tenían facultades para dar semejante paso. Cinco días después, estalló el golpe de Estado fraguado por los tres oidores (Álvarez, Vázquez de Cepeda y Lissón de Tejada), que culminó con el apresamiento, deposición y ostracismo del virrey; el palacio fue invadido y saqueado.
Blasco Núñez, abandonado de todos excepto de unos cuantos amigos fieles, no opuso resistencia, se rindió, fue conducido ante los jueces y confinado en una estrecha prisión. Lo primero que hicieron los jueces fue enviarle con una fuerte guardia a una isla inmediata, hasta que se decidiese lo que se debía hacer con él. Se conserva el relato de lo sucedido a través de la protestación que hizo Agustín de Zárate acerca de la prisión del virrey otorgada ante escribano, hecha en Los Reyes el 25 de septiembre de 1544. En ella, “Agustín de Zárate, contador general de cuentas de estos reinos, que por cuanto el miércoles pasado por la mañana que se contaron diecisiete días del mes de setiembre [...] ciertos vecinos de esta ciudad, llevando por capitanes a los licenciados Cepeda y Álvarez Alonso y el doctor Tejada, oidores de esta Real Audiencia fueron a la posada del señor virrey Blasco Núñez Velasco con ciertas capitanías de gente de guerra con sus banderas tendidas, los cuales salieron de la posada del dicho señor licenciado Cepeda y entraron en la casa del señor virrey por fuerza de armas y le tomaron en su poder su persona y lo llevaron a casa del dicho licenciado, donde estuvo hasta que le llevaron a una isla y de allí le han embarcado, en la cual prisión con detenimiento y en todo lo que sobre ella sucedió yo no me hallé ni quise hallar e me estuve en mi posada [...] según los dichos oidores e la gente de guerra estos están alterados y les complace lo hecho y se jactan de ello, no dejan a nadie libertad de lo poder contradecir directa ni indirectamente sin gran peligro para su persona”.
Se proclamó a Vázquez de Cepeda como presidente, gobernador y capitán general; Ortiz de Zárate y Lissón de Tejada retuvieron la misión de administrar justicia y Álvarez se ocuparía en amañar una probanza, a fin de atribuir visos de legalidad a la asonada. Su primer acto fue suspender la ejecución de las ordenanzas hasta recibir instrucciones de la Corte. Asimismo, se libró una carta-orden en la que se conminaba a Gonzalo Pizarro a disolver sus tropas, pero ya era tarde; en los primeros días de septiembre Pizarro había iniciado la marcha que le conduciría a la cúspide del poder, entrando en Lima el 28 de octubre de 1544 con su ejército. Los jueces de la Audiencia tomaron juramento a Pizarro, proclamándole gobernador y capitán general del Perú. Al día siguiente, el Cabildo de la ciudad reconocía en su nuevo cargo a Pizarro. Al tiempo, los oidores descubrieron en Lima una conspiración urdida por leales al virrey, que proyectaban destronar a Vázquez de Cepeda.
El juez Álvarez, que debía regresar a España con Blasco Núñez, le dijo que estaba en libertad y puso el buque a su disposición. El virrey, ante la idea de volver a España en desgracia, decidió desembarcar en Túmbez a mediados de octubre de 1545 y reunir sus tropas. Así, se dirigió a Quito y luego tomó posición en la ciudad de San Miguel, donde consiguió reunir cerca de quinientos hombres, entre caballería e infantería. Enterado Pizarro, pensó que había llegado el momento de obrar y vencerle, y salió a su encuentro, persiguiéndole por donde el virrey se desplazaba, hasta que éste llegó a la provincia gobernada por Benalcázar, que se le unió.
Después de diferentes escaramuzas, el 18 de enero de 1546, Blasco Núñez salió a la cabeza de su pequeño ejército de la ciudad de Quito y en las llanuras de Añaquito se produjo la batalla, que no duró mucho, pues aunque las fuerzas eran casi iguales en número por ambas partes, la caballería del virrey, cansada, no podía competir con la de Pizarro. A Blasco Núñez, ya herido, le derribó aturdido del caballo un golpe de hacha que le dio un soldado en la cabeza. Fue reconocido y Francisco Carbajal ordenó a un esclavo negro que iba con él que cortara la cabeza al virrey. La cabeza fue clavada en una pica, y algunos arrancaron los pelos de su barba blanca y los pusieron en sus gorras como trofeos de la victoria. Jamás, ni antes, ni después, hasta el período revolucionario, casi tres siglos más tarde, cayó tan bajo la autoridad real en Perú. Pizarro se manifestó enojado por las injurias hechas al virrey, cuyos destrozados restos mandó que fuesen sepultados en la Catedral de Quito con todos los honores debidos a su categoría, y él mismo presidió el duelo vestido de luto.
El régimen de Pizarro se había consolidado al precio de un magnicidio que, en aquel entonces, nadie podía dejar de calificar, en términos legales, como un delito contra la representación visible del Soberano, y por ello, difícilmente indultable. Pizarro y los suyos habían tenido la precaución de cubrirse formalmente de tal cargo, esgrimiendo como circunstancia eximente que la responsabilidad incumbía a la Audiencia, cuyo mandato obedecían, pero ello no los liberaba del desconocimiento de los alcances de su conducta. Al intento, se había coaccionado a los oidores para que libraran una provisión real, cuya validez era más que dudosa, por la que, en vista de que Núñez Vela, olvidándose de que se hallaba exonerado de su cargo y había sido embarcado con destino a España para que informase al Emperador, a la cabeza de un ejército trastornaba la paz y asolaba la tierra, se confiaba a Pizarro la misión de marchar contra el virrey.
El encuentro decisivo tuvo lugar en la tarde del 18 de enero de 1546, en el llano de Añaquito, cerca de Quito. Gonzalo Pizarro, Blasco Núñez Vela y Benalcázar se enfrentaron. El virrey quiso pasar inadvertido y se puso una túnica india sobre la armadura para no ser reconocido. Fue herido con un hacha, cayendo al suelo casi sin vida sin ser socorrido, a causa de su disfraz. Núñez Vela fue reconocido en la desbandada de retirada al verse derrotados. Benito Suárez de Carvajal, hermano de Illán, se acercó a él con intención de vengar la muerte de su hermano. Mandó que fuera decapitado por un negro esclavo, mientras varios de sus enemigos le sujetaban las extremidades, hincando su cabeza en una lanza que se expuso en la picota de Quito. Pizarro, se sintió molesto por la venganza del secretario del marqués y ordenó que la cabeza fuese retirada de la picota en que se encontraba y que, junto a los restos de Núñez de Vela, fueran sepultados donde se levantaría la ermita de Santa Prisca. De este modo, acabaron los días del obstinado primer virrey del Perú, obstinación que provocó la tercera guerra civil del nuevo territorio, que se comenzó en 1544, y se prolongó tras su muerte hasta 1548.
Para justificar a posteriori semejante extralimitación, Pizarro amañó una probanza, encaminada a demostrar que el virrey había constituido un factor de perturbación de la tranquilidad pública y que en consecuencia su acción punitiva, respaldada por una disposición de la Audiencia, se desarrolló dentro del marco legal del restablecimiento del orden alterado por un elemento extraño. Dicho expediente, tramitado en Lima en noviembre- diciembre de 1546, complementa, con igual carga tendenciosa la información realizada en septiembre de 1544, que sólo tuvo como objetivo disimular la arbitrariedad de la destitución de Núñez Vela. En esta segunda probanza se descubre un propósito hábilmente planeado de desacreditar del todo al virrey y, como contraste, revelar la situación de bienestar que imperaba bajo el mandato de Pizarro, rodeado de la adhesión general. Se echa en cara al desaparecido gobernante haber reclutado tropas para enfrentarlas al pueblo, sin causa suficiente; la malversación de los dineros reales y, principalmente, su desdén por los oidores y la renuencia a compartir el poder con ellos. Maliciosamente se hizo hincapié sobre todo aquello que trascendiera a desgobierno y autoritarismo, en suma, cuanto pudiera caracterizar un talante tiránico, de tal forma que cualquier paso contra el mismo equivaliera a un retorno a la normalidad y al imperio de las leyes.
La ambición desmedida de Pizarro, por un lado, y la obcecación de Núñez Vela, por otro, sin olvidar la actuación de tres de los cuatro oidores, frustraron toda solución que no fuese la de empuñar las armas.
Las noticias que llegaban a la Península eran confusas y contradictorias. Ante las protestas que llovieron sobre la Corte desde todos los dominios ultramarinos, el Emperador revocó por Provisión de 20 de octubre de 1545 varias disposiciones de las Leyes Nuevas.
Para solucionar este problema, el Rey nombró a Pedro de La Gasca consejero del Tribunal del Santo Oficio, como pacificador del Perú. Designado además presidente de la Audiencia con amplísimos poderes, para conseguir que por vía diplomática Gonzalo Pizarro se sometiera a la Corona. Pedro de La Gasca conminó a Pizarro a abdicar de las funciones gubernamentales que desempañaba a disgusto de la voluntad mayestática. Pizarro se negó argumentando que en ningún momento se había propuesto desobedecer al Emperador, sino restablecer el orden alterado por los procedimientos del virrey. Sin embargo, no pudo ser y por ello el ejército pizarrista y el realista tuvieron que enfrentarse en Xaquixahuana. Gonzalo Pizarro, Carbajal y los capitanes pizarristas fueron ejecutados y su ejército sometido. Solucionada la rebelión de Pizarro, La Gasca dictó una provisión de escribanía para resolver el problema de las encomiendas.
Fuentes y bibl.: Archivo de la Real Chancillería de Valladolid, Pleitos Civiles. Quevedo (F); C. 2569-1; Pleito del mayorazgo de Tabladillo.
A. de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista de la provincia del Perú y de las guerras y cosas señaladas en ella, acaecidas hasta el advenimiento de Gonzalo Pizarro y sus secuaces, que en ella se rebelaron contra su Magestad, Madrid, 1853 (Biblioteca de Autores Españoles, t. XXVI); M. A. Fuentes, Memorias de los Virreyes que han gobernado el Perú durante el tiempo del Coloniaje Español, Lima, 1859; B. de Las Casas, Historia de las Indias, lib. III, Madrid, 1875; M. de Mendiburu, Diccionario Histórico-Biográfico del Perú, Lima, 1888; P. de Cieza de León, La Guerra de Quito. Tecero libro de las guerras civiles del Perú, ed. de M. M. Serrano y Sanz, Madrid, Bailly Baillière e Hijos, 1909 (Nueva Biblioteca de Autores, 15, Historiadores de Indias, t. II); R. Levillier, Gobernantes del Perú: cartas y papeles siglo xvi: documentos del Archivo de Indias, Madrid, 1921; “Sobre el virrey Núñez Vela y su hermano”, en Revista del Archivo Nacional del Perú, XVIII (1944), págs. 45-50; E. Schäfer, Índice de la Colección de documentos inéditos de Indias, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Gonzalo de Oviedo, 1946; R. Porras Barrenechea, Fuentes históricas del Perú, Lima, 1951; J. de La Riva Agüero, La Historia en el Perú, ed. del marqués del Saltillo, M. Lasso de la Vega, Madrid, 1952 (2.ª ed.); R. Porras Barrenechea, Los cronistas del Perú, Lima, 1962; M. Ballesteros Gaibrois, Descubrimiento y conquista del Perú, Barcelona, Salvat Editores, 1963; G. Lohmann Villena, Las ideas jurídico-políticas en la rebelión de Gonzalo Pizarro. La tramoya doctrinal del levantamiento contra las Leyes Nuevas en el Perú, Valladolid, Casa-Museo de Colón, Seminario Americanista de la Universidad de Valladolid, 1977; L. Hanke, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria. Perú, t. I, Madrid, Ediciones Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, 1978; W. H. Prescott, Historia de la conquista del Perú, Madrid, Ediciones Itsmo, 1986; J. Urrea (dir.), Casas y palacios de Castilla y León, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002.
Jesús Varela Marcos