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Diego de Landa

Biografía

Landa, Diego de. El misionero de la Cruz. Cifuentes (Guadalajara), XI.1524 – Mérida de Yucatán (México), 29.IV.1579. Religioso franciscano (OFM), obispo de Yucatán e historiador.

Nació en el seno de la noble e ilustre familia Calderón, conociéndose sólo el nombre de su abuelo, Iván de Quirós Calderón, descendiente de cristianos viejos que, procedentes de las montañas del norte, repoblaron la región alcarreña en tiempos de Alfonso VIII, estableciéndose en la villa de Cifuentes, del antiguo reino de Toledo. Siendo Landa todavía adolescente, con dieciséis o diecisiete años, optó por tomar el hábito de la Orden de San Francisco, ingresando en el convento de San Juan de los Reyes, donde cursó los estudios de Humanidades, Filosofía, Historia, Teología y Derecho Pontificio. Una vez ordenado sacerdote, salió de este convento para iniciar su vida de misionero, al incorporarse al grupo de religiosos que fray Nicolás de Albalate, como procurador de la congregación seráfica de Yucatán, se había encargado de reunir para cuidar de la instrucción y conservación de las naturales de la península maya.

Los frailes llegaron a la provincia yucateca en agosto de 1549, poco antes de que se erigiera oficialmente la Custodia de San José de Yucatán, ya que ésta se aprobó en el primer Capítulo Custodial celebrado el 29 de septiembre de 1549 en la ciudad de Mérida.

Fray Luis de Villalpando fue elegido para el cargo de custodio, siendo Diego de Landa asignado al convento de Izamal, junto a fray Lorenzo de Bienvenida, que fue nombrado primer guardián de dicho convento.

Muy pronto destacó Diego de Landa por su facilidad para aprender la lengua maya, hasta el punto de que el cronista López de Cogolludo señala que fue el que con mayor rapidez y perfección la dominó. En tal labor fue ayudado por fray Luis de Villalpando, considerado el proto-lingüista maya, ya que fue el primero en estudiar el idioma yucateco, reduciéndolo a una serie de reglas con el fin de facilitar su aprendizaje.

Sin embargo, Diego de Landa logró superar al maestro en tal arte, al revisar y añadir otras reglas, llegando a componer todo un sistema de normas que resultaron tan perfectas que para el cronista Lizana no dejaba de ser “cosa misteriosa” que los religiosos que llegaban de España en sólo dos meses pudieran aprender y dominar la lengua para predicar a los naturales.

Como autor del Arte perfeccionado, se convirtió en un verdadero maestro del idioma maya, lo que posibilitó que, con el permiso de sus superiores, se dedicara a recorrer las diferentes zonas por las que se repartían los indígenas en la península yucateca, con el fin de darles a conocer la religión católica. Penetró así por el oriente en las provincias de Valladolid hasta las orillas del mar, y por el sur superó serranías y atravesó bosques, impulsado por el deseo de extender su labor apostólica hasta los más recónditos lugares. Los frutos de su ardua y en muchos casos penosa acción evangelizadora se plasmaron no sólo en la multitud de indios a los que logró catequizar y bautizar, sino también en la fundación de numerosos pueblos donde congregar a los mayas, dispersos por los montes en diferentes rancherías, con el objetivo de facilitar su adoctrinamiento y de constituir “repúblicas” semejantes a las villas españolas.

El Misionero de la Cruz —nombre con el que Landa era también reconocido en la provincia— fue convocado en 1551 a la celebración del segundo Capítulo en el convento mayor de Mérida, de donde salió elegido como cuarto definidor con residencia en el convento de Conkal. En su nueva ubicación se dedicó con la misma intensidad a la actividad misional, dando testimonio con su vida de oración, penitencia y sacrificios. Los cronistas Bernardo de Lizana y López de Cogolludo no dudaron en resaltar la entereza de su carácter, así como el valor apostólico y el rigor doctrinal que desplegó en su labor evangélica, destacando las milagrosas conversiones que por su celo y perseverancia obtuvo. Lo cual contrasta con los juicios adversos que, como se verá, mereció su actuación misional en la provincia tanto a quienes compartieron con él las vicisitudes de la época, como a los historiadores que posteriormente han procedido a valorarla.

Su incansable entrega al sagrado ministerio mereció un nuevo reconocimiento en el capítulo de la Orden celebrado en 1553, al resultar electo como guardián del convento de Izamal. Para entonces, dicho convento sólo estaba constituido por unas chozas de paja donde moraban los religiosos, por lo que recibió el expreso encargo de proceder a su edificación. Al parecer, decidió situarlo en el cerro más alto de la zona, donde en la época prehispánica había estado ubicado un centro de culto a los dioses mayas, iniciando la fábrica del convento, bajo la advocación de San Antonio, y también del Santuario de Nuestra Señora de Izamal. Aunque dichas obras serían culminadas en 1561, siendo custodio fray Francisco de la Torre, fue sin duda Diego de Landa el gran impulsor de su construcción, contribuyendo también a la misma con su trabajo personal, toda vez que se desplazaba a los montes, junto con los indígenas, para cortar la madera y reunir las piedras que se necesitaban para erigir el monasterio y santuario.

Precisamente fue durante su estancia en Izamal cuando tuvo lugar otro de los hechos más relevantes de su vida pastoral. Y es que se produjo en ese tiempo una gran carestía de maíz por la pérdida de las cosechas y, como consecuencia, se generalizó el hambre por toda la región, afectando tanto a los naturales como a los españoles. Lizana y López de Cogolludo refieren cómo Diego de Landa, ante la dura situación, ordenó distribuir el maíz que los religiosos tenían para su sustento entre los pobres que lo solicitasen. Lo extraordinario fue que el maíz del granero de los frailes, que no debía de ser abundante, sirvió para socorrer tanto a los indígenas del pueblo como a los forasteros que llegaban atraídos por la posibilidad de suplir su necesidad, ya que el maíz no se agotó durante los seis meses que duró el hambre. Hecho éste en el que también aflora la controversia que ha concitado el célebre franciscano en torno a su persona y actuación misional, pues lo que para Lizana y Cogolludo fue un prodigio e, incluso, un verdadero milagro, y para algunos historiadores, como Carrillo y Ancona, una prueba del talento previsor, buena economía y gran caridad del Landa, para otros autores contemporáneos, como Jiménez Villalba en su edición de la obra de Lizana, sólo constituyó una muestra de su cruel explotación de los indígenas, dado que la acumulación de gran cantidad de maíz fue resultado de las excesivas obvenciones que requería a los mayas.

Los testimonios de la época no parecen, sin embargo, confirmar que en Yucatán se tuviera tan denigrante concepto del padre guardián de Izamal, a pesar de los conflictos que surgieron entre Landa y los vecinos españoles. En realidad, el religioso seráfico se vio obligado a dejar Izamal y trasladarse a Mérida, al resultar elegido custodio y primer definidor de la provincia en el siguiente Capítulo Custodial de la Orden celebrado en 1556. Como tal comisario apostólico, y ante la ausencia de obispo en Yucatán, se consideró investido de la autoridad diocesana competente para actuar tanto en el ámbito religioso —frailes y clero secular— como en el civil, tratando de remediar los problemas que afectaban a los indios y censurando la conducta moral y religiosa de los españoles. Se preocupó por ello de moderar las cargas tributarias y laborales que soportaban los indígenas, al tiempo que trató de combatir las malas costumbres y los vicios públicos. Sus constantes e implacables disposiciones, aun tendiendo a un loable fin, provocaron grandes alarmas entre los vecinos y pobladores por considerar que emanaban de una autoridad incompetente.

Sus preceptos, considerados despóticos, le acarrearon fuertes críticas y numerosas enemistades. Por otra parte, la creación de nuevas doctrinas a cargo de franciscanos sembró las primeras semillas del litigio que enfrentaría por largo tiempo a frailes y clérigos en esta diócesis.

Lo cierto es que Diego de Landa, en su calidad de prelado de los franciscanos, mantuvo una actitud de atenta vigilancia del proceso colonizador, con el fin de ensamblar armoniosamente los diferentes elementos que confluían en la recién constituida sociedad.

Por ello viajó a Guatemala para informar a la Audiencia de los Confines, de la que entonces dependía Yucatán, de los abusos que padecían los mayas.

Su gestión propició el envío del oidor García Jofre de Loaíza (1560-1561) como visitador de la provincia, quien llegaría a moderar el tributo que anualmente pagaban los indígenas a los encomenderos o al Rey.

Pero de 1560 a 1561 los acontecimientos se sucederían tanto en el terreno civil como en el religioso. Y es que desde enero de 1560 las provincias de Yucatán y Tabasco quedarían definitivamente incorporadas a la jurisdicción de la Audiencia de México, al tiempo que la Corona nombraba en febrero de ese año al que había de ser el último alcalde mayor de Yucatán, el doctor Diego Quijada, dado que, en adelante, todos los que asumirían el gobierno de la provincia lo harían con título de gobernador. En el ámbito religioso, tendría lugar en noviembre de 1560 el quinto Capítulo Custodial de la Orden, siendo esta vez electo como custodio fray Francisco de la Torre, mientras que Landa pasaba a ocupar el puesto de guardián del convento mayor de Mérida. Poco tiempo después regresaría a Yucatán fray Lorenzo de Bienvenida, tras asistir al Capítulo General de la Orden de San Francisco, celebrado en Aquila (Italia) en 1559, donde había conseguido que las custodias de Yucatán y Guatemala se erigieran como provincia separada de la del Santo Evangelio de México, con la condición de que se alternasen los Capítulos Provinciales en Yucatán y Guatemala y que la primera elección se hiciese entre los religiosos yucatecos. Ante la nueva situación se convocó en Mérida para septiembre de 1561 el primer Capítulo Provincial, en el que se eligió a fray Diego de Landa primer provincial de Yucatán y Guatemala.

Sin embargo, la unión de las dos custodias en una sola provincia no se mantendría durante mucho tiempo, pues los múltiples inconvenientes que de ello resultaban acabarían imponiendo en 1565 la separación en dos provincias franciscanas diferentes: la de San José de Yucatán y la del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala.

En 1561, por tanto, el padre Landa había alcanzado el más alto honor dentro de la Orden en la provincia yucateca. Es más, al no haber llegado todavía ningún obispo a la misma, él se constituía en el prelado de mayor consideración. Para entonces el número de frailes había crecido, al incorporarse los diez que acompañaron a Lorenzo de Bienvenida en su regreso a Yucatán en 1561. La mayor disponibilidad de religiosos facilitó la expansión del área de misiones, contándose para esas fechas con las guardianías de Campeche, Mérida, Maní, Conkal, Izamal y las recién creadas de Homun y Calkiní. De esta forma, los misioneros podían ejercer más eficazmente su labor evangelizadora, centrada en buena parte en combatir la influencia de la clase sacerdotal nativa y en debilitar la lealtad de los indios a sus dioses tradicionales.

Los más experimentados, como Diego de Landa, eran conscientes de que su escaso número frente a la gran población maya y el poco tiempo transcurrido desde el inicio de la colonización constituían serios obstáculos a la hora de conseguir que la religión cristiana arraigase en la vida de los indios. No dejaban de reconocer la antinomia que existía entre los antiguos ritos indígenas y las enseñanzas cristianas y percibían, por tanto, el peligro latente de la apostasía.

Ello puede explicar la preocupación de las autoridades religiosas ante cualquier surgimiento de idolatrías y también, en cierto modo, la reacción de Landa ante el descubrimiento de ritos idolátricos en Maní.

Los acontecimientos se desataron cuando en mayo de 1562, ocho meses después de la elección del provincial, se encontraron por casualidad en una cueva cercana al pueblo de Maní numerosos ídolos ensangrentados que evidenciaban el ofrecimiento de sacrificios a las divinidades paganas. El descubrimiento realizado por los indios fue de inmediato comunicado al guardián del convento de Maní, quien, a su vez, lo puso en conocimiento del provincial. En la creencia de que la práctica de la idolatría estaba peligrosamente extendida, fray Diego de Landa decidió asumir su responsabilidad como juez eclesiástico y desplazarse personalmente al lugar de los hechos. No obstante, dio a conocer la situación al alcalde mayor Diego Quijada, quien ya se encontraba al frente del gobierno, tras su llegada a Mérida en junio de 1561. Quijada decidió brindar al provincial el apoyo de la autoridad civil, dadas las implicaciones políticas de las prácticas idolátricas, pues no ignoraba el alcalde mayor la gran influencia que la clase sacerdotal nativa había ejercido en el gobierno de los diferentes estados prehispánicos de las Indias, hasta el punto de que en muchas partes las funciones sacerdotales y políticas se habían aunado de tal forma que era muy difícil diferenciarlas. De ahí que el retorno al ceremonial aborigen se considerara no sólo como una amenaza al proyecto misionero, sino también como un indicio de incipiente rebeldía a la dominación española. En Yucatán, concretamente, no se olvidaba que la sublevación de 1546, en la que perecieron unos veinte españoles y unos cientos de indios, había estado impulsada por motivos religiosos y políticos. Por ello las autoridades provinciales, tanto civiles como religiosas, podían temer otra sublevación.

Landa llegó a Maní en junio de 1562 y, ante la aparente implicación de muchos de los caciques, principales, sacerdotes y maestros de escuela, procedió a incoar un proceso de carácter inquisitorial. Tras estudiar el provincial la situación y establecer con los religiosos los métodos a seguir, se acordó tomar declaración al pueblo en general y resolver la causa en un solo proceso, con el fin de excusar costos y obviar la demora que supondría un proceso a cada indígena. En todo caso, sólo con “los principales” se procedería por vía inquisitorial individual, alegándose para ello varias razones: el que hubieran vuelto a la idolatría y renegado de la fe católica, que hubieran practicado los ritos idolátricos en lugares sagrados, que hubieran pactado con el demonio y que hubieran corrompido la cristianización de la gente simple. Contaba Landa para el desarrollo de la causa con la colaboración de Bartolomé de Bohórquez, quien, como alguacil mayor de la Inquisición ordinaria propuesto por Quijada, debía ejecutar sus órdenes de prender a los indios idólatras y hacer que se cumplieran sus autos y sentencias. Por último, se decidió que varios frailes se repartiesen por los pueblos próximos a Maní con el fin de averiguar la propagación de las prácticas idolátricas y castigar a los inculpados, debiendo enviar a los más culpables a Maní, donde quedarían como jueces inquisitoriales, junto a Landa, fray Pedro de Ciudad Rodrigo, fray Miguel de la Puebla y fray Juan Pizarro.

Comenzaba así uno de los procesos más célebres de persecución de idolatrías acaecidos en la América hispana.

La investigación se llevó a cabo activamente y los resultados no se hicieron esperar, aunque los métodos empleados por los frailes para obtener las confesiones despertaron una creciente hostilidad entre los indios, a pesar de ser los propios de la época. Las informaciones de los indígenas, otorgadas voluntariamente o conseguidas mediante la tortura, pusieron de relieve los diferentes ritos que, con diversas peculiaridades según los pueblos, venían practicándose desde dos, tres y hasta cinco años atrás. Destacaban entre ellos los sacrificios de muchachos y muchachas, y en algunos casos de niños de corta edad, procedentes de otros pueblos, que eran comprados o robados para ser sacrificados. Otras ofrendas a los dioses, menos ofensivas y graves, se reducían a sacrificar animales o quemar copal y cirios de cera. El secreto en que se habían mantenido dichos cultos explica el desconcierto de los misioneros ante la expansión y dimensiones que habían alcanzado tales ritos idolátricos y ante la responsabilidad que en ello tenían aquellos que consideraban mejor preparados en la nueva fe.

Como resultado de los exámenes e informaciones obtenidas de los indios, se procedió al arresto de un gran número de principales y caciques o gobernadores de diferentes pueblos. Una vez terminados todos los procedimientos, el 11 de julio de 1562 el provincial dictó las sentencias. La mayoría de los indios fueron acusados de ofensas menores y, por tanto, condenados a pagar pequeñas multas, a ser trasquilados o a recibir algunos azotes. Otros fueron desterrados de sus pueblos, imponiéndoseles como castigo la obligación de servir en conventos o casas de españoles durante varios años, en función del grado de culpabilidad.

Contra los principales más implicados se instituyeron procesos formales y se les aplicaron penas más severas, sumándoseles los azotes, la privación de sus cargos, el destierro y los servicios forzados. Como culminación del proceso, el 12 de julio se celebró el famoso Auto de Fe de Maní, al que debieron asistir todos los indios inculpados para oír públicamente las sentencias y en el que el alcalde mayor se comprometió a la ejecución de las mismas por haber sido dadas en justicia y derecho. Algunos de los condenados más prominentes fueron trasladados posteriormente a Mérida para aguardar la resolución final de sus procesos.

Nadie duda de que los hechos de Maní constituyen el eje alrededor del cual gira toda la polémica en torno a la controvertida personalidad del religioso franciscano, tanto por la gran repercusión que entonces tuvieron en Yucatán y en España, como por la trascendencia que alcanzarían siglos después, al valorarse las consecuencias históricas de los mismos. Y es que Diego de Landa, movido por su celo religioso, no dudó en destruir y quemar durante el proceso inquisitorial muchos ídolos y objetos labrados mayas, además de numerosos manuscritos y valiosos códices con jeroglíficos, haciendo así desaparecer, irreparablemente, inapreciables fuentes de la antigua cultura mesoamericana.

Con todo, tras el proceso de Maní, las investigaciones de los religiosos prosiguieron, extendiéndose a los cacicazgos aledaños de Hocaba-Homun y Sotuta, adoptándose los mismos métodos y aplicándose sentencias similares. Pero, antes de que el provincial pudiera completar toda la investigación, se recibió la noticia de la llegada a Campeche del obispo fray Francisco de Toral, quien debía hacerse cargo de la sede episcopal recién creada, dado que en diciembre de 1561 Pío V había instituido el nuevo obispado de Yucatán, bajo cuyos límites se integraría también la provincia de Tabasco.

A su llegada a la diócesis, en agosto de 1562, fray Francisco de Toral fue rápidamente informado sobre lo acaecido en Maní y sobre las investigaciones que se estaban llevando a cabo en los pueblos colindantes.

El nuevo obispo se encontró una población indígena muy intranquila y una sociedad sumamente alterada, al haberse dividido la comunidad española en dos bandos contrapuestos: uno integrado por los franciscanos y el alcalde mayor Diego Quijada con sus partidarios, y el otro conformado por vecinos influyentes y algunos clérigos que no aprobaban los métodos de Landa y de los frailes que lo seguían. Toral asumió de inmediato las investigaciones que se estaban realizando en las localidades vecinas, desautorizando lo realizado hasta entonces por el provincial y los religiosos y preocupándose de la resolución del proceso inquisitorial. El mismo Landa refiere cómo el obispo “deshizo lo que los frailes tenían hecho y mandó soltar los presos y que sobre esto agravió al provincial”. Y es que, según Toral, “en lugar de doctrina han tenido estos miserables [los indios] tormento; y en lugar de les dar a conocer a Dios, les han hecho desesperar; y en lugar de los atraer al gremio de nuestra madre la Santa Iglesia de Roma, los han echado a los montes”.

Todo ello provocó una relación tirante y hostil entre ambas autoridades eclesiásticas que desembocaría en un agrio enfrentamiento personal, dado el apasionado temperamento del obispo y del provincial.

Era evidente que se contraponían dos formas de entender el problema de la idolatría y los procedimientos para erradicarla. Diego de Landa defendía el empleo de la tortura como único medio de conocer con exactitud la magnitud de las prácticas idolátricas, aunque negaba que los tormentos hubieran sido tan duros como se había denunciado. En cambio, el obispo Toral, conmovido por los crueles castigos infligidos a los indios, creía que éstos eran demasiado neófitos como para someterlos a tales suplicios y que tan excesivo rigor podía, además, acabar destruyendo su precaria cristianización y echando por tierra los objetivos de la evangelización. En ello radica, por tanto, la clave de la controversia, ya que, frente a los que entonces y ahora censuran los severos métodos de Landa, se sitúan los autores que recuerdan que la tortura estaba entonces ampliamente extendida como instrumento de procedimiento judicial y que, en consecuencia, tanto el provincial como los franciscanos actuaron de forma coherente con sus ideas y con el proyecto misional franciscano. Ello quizá explique que un autor tan prestigioso, como Eric Thompson, mantenga que fray Diego de Landa “no fue sino un producto de las circunstancias que reflejan, además, los puntos de vista de su tiempo”.

Lo cierto es que ante la conflictiva situación generada en Yucatán y, sobre todo, ante las informaciones y acusaciones que el obispo Francisco de Toral había hecho al Rey, Diego de Landa decidió viajar a España para defender personalmente su causa y la de sus hermanos frente a las autoridades civiles y religiosas de la metrópoli. Logró presentar en el Consejo de Indias una serie de testimonios, probanzas y cartas que avalaban su versión de lo sucedido frente a las imputaciones del obispo. De hecho, Landa redactó su Relación de las cosas de Yucatán cuando estaba en España aguardando la resolución del proceso que se le promovió ante los informes del obispo Toral y los cargos de abuso que de los mismos se derivaban. De ahí que se entienda su escrito como un alegato ante el Rey y el Consejo de Indias, realizado con el fin de ordenar y documentar los hechos y poder así utilizarlos como argumentos y testimonios para su defensa.

Lo que se cuestionaba era si Landa se había excedido al asumir una autoridad que no le correspondía, hasta el punto de que en el Consejo, según su Relación, “le afearon mucho que hubiese usurpado el oficio de obispo y de inquisidor”. Frente a ello, el provincial se defendió presentando copias de las bulas de Adriano VI, León X y Pablo III, que fijaban los poderes y privilegios de los prelados de las Órdenes religiosas en las provincias indianas donde no hubiese obispo residente, sobre las que había basado su actuación jurisdiccional, así como una real provisión de la Audiencia de los Confines, en la que se reconocía específicamente la autoridad de los prelados de los franciscanos en Yucatán para ejercer como jueces eclesiásticos. Sus argumentos eran contundentes y así debió de entenderlo el Consejo de Indias, porque ante el problema legal planteado remitió en 1565 la causa al provincial franciscano de Castilla, quien, a su vez, encargó a fray Francisco de Guzmán, definidor de la provincia, que hiciese los cargos y descargos pertinentes. Las opiniones de los canonistas y el favorable informe del padre Guzmán, presentado el 2 de mayo de 1565, promovieron la absolución de Landa en 1569, al considerarse que no se había excedido en el ejercicio de la autoridad asumida como juez eclesiástico e inquisidor, ni en los castigos a los indios idólatras. Como consecuencia, fray Diego de Landa fue absuelto de todos los cargos que se habían hecho contra él.

Durante su estancia en España, Diego de Landa residió en el convento de Ocaña y en el de Guadalajara, siendo después nombrado maestro de novicios del convento de San Juan de los Reyes de Toledo, donde precisamente él había tomado los hábitos. Posteriormente sería nombrado guardián del convento de San Antonio de la Cabrera. Fue en este período, mientras esperaba la sentencia final de su causa, cuando redactó su famosa Relación de las cosas de Yucatán. La obra, que se mantuvo oculta hasta que la descubrió el abate Brasseur de Bourbourg y procedió a su primera publicación en París en 1864, constituye sin duda alguna la fuente más antigua y completa para el estudio y conocimiento de la cultura maya, al ser una verdadera mina de información no sólo del medio geográfico y ecológico en que se desenvolvieron las antiguas comunidades mayas, sino también de sus costumbres, creencias religiosas, monumentos, historia y, sobre todo, de su calendario y escritura jeroglífica.

Se comprende, por tanto, que Thompson considere que es “lo que más se aproxima a una especie de piedra de Rosetta de esta cultura”. De ahí que se pueda afirma que Diego de Landa representa la gran paradoja de haber sido el responsable de la destrucción de valiosos testimonios de la vieja civilización maya y, al mismo tiempo, el autor de una obra fundamental para el conocimiento del más antiguo pasado de la región yucateca.

Es posible que los hechos y recuerdos que Diego de Landa recogió en su Relación para apoyar sus vindicaciones pudieran haber contribuido a su posterior promoción al obispado de Yucatán, aunque también debieron influir las consideraciones de Francisco de Guzmán acerca de que “el Rey le había de mandar volver, pues es tan gentil lengua y tan gran experiencia tiene en aquellas provincias”. Lo cierto es que en 1572, tras la muerte de fray Francisco de Toral en 1571, Felipe II expidió la Real Cédula que lo proponía para el obispado de Yucatán. Después de ser confirmado por el Papa y consagrado en Sevilla, embarcó en la flota de Nueva España a fines junio de 1573, llegando a Campeche en octubre de ese año. Le acompañaban los treinta franciscanos que había solicitado al Rey para cubrir las necesidades de su obispado.

Su llegada fue recibida con gran alborozo, tanto por los vecinos de la villa como por los indígenas que le salían al encuentro en el trayecto de Campeche a Mérida. En la capital le esperaban las autoridades civiles y eclesiásticas y muchos vecinos principales, pareciendo que se habían olvidado las antiguas divisiones en torno a su persona.

Como obispo, Landa se preocupó de organizar la estructura interna de la Iglesia en su diócesis, fortaleciéndola mediante una serie de normas para el control de los curas párrocos y doctrineros, a los que exigía el conocimiento de la lengua maya. Sus visitas pastorales le permitieron conocer las necesidades de la Iglesia en Yucatán y Tabasco y proceder en función de las mismas. Aunque su carácter parecía haberse serenado tras su estancia en la metrópoli, supo reaccionar con energía ante cualquier desacato a la autoridad episcopal, ante los abusos que los indios seguían padeciendo o ante las faltas y hechicerías de éstos, lo que de nuevo le acarreó enfrentamientos con la autoridad gubernativa, con los españoles que veían lesionados sus intereses y con los propios indios. Es más, ante sus desavenencias con el gobernador llegaría a solicitar al Rey su mediación por el bien de su diócesis y de los indígenas. La respuesta real se plasmaría en una Real Cédula de 25 de agosto de 1578, pidiendo al gobernador que procurara tener con el obispo “toda conformidad y paz” y que no dudara en ayudar y favorecer a los religiosos.

Pero la cédula llegó a Yucatán a principios de 1579, cuando faltaban pocos meses para la muerte de Diego de Landa, ya que el asma que padecía desde el comienzo de su apostolado, combinada con su vida de mortificación y penitencia, acabaría minando sus fuerzas, hasta el punto de no poder superar la grave enfermedad que le aquejó después de la Semana Santa de ese año. Moría, así, el 29 de abril de 1579, a los cincuenta y cuatro años de edad. Fue enterrado en la iglesia del convento capitular de San Francisco, siendo posteriormente trasladados sus restos al panteón fundado por su familia en la villa de Cifuentes.

 

Obras de ~: Relación de las cosas de Yucatán, c. 1565 (Relation des choses de Yucatán de Diego de Landa, texte espagnol et traduction française en regard [...] par l’abbè Brasseur du Bourbourg, Paris, A. Durand, 1864; Landa’s Relación de las cosas de Yucatán, trad. de A. M. Tozzer, Cambridge, Mass., 1941 [Papers of the Peabody Museum American Archaeology and Ethnology, vol. XVIII], Relación de las cosas de Yucatán, intr. de Á. M.ª Garibay, México, 1982; Relación de las cosas de Yucatán, ed. de M. Rivera, Madrid, 1985.

 

Bibl.: C. Carrillo y Ancona, El obispado de Yucatán, Mérida, Yucatán, 1892; P. Sánchez de Aguilar, Informe contra idolorum cultores del obispado de Yucatán, Mérida, Yucatán, 1937, 3.ª ed.; F. V. Scholes y E. Adams, Don Diego Quijada. Alcalde Mayor de Yucatán, 1561-1565, México, 1938, 2 vols.; F. V. Scholes, “Franciscan Missionary Scholars in colonial Central America”, en The Americas, 8 (1951), págs. 391-416; D. López Cogolludo, Historia de Yucatán, México, Editorial Academia Literaria, 1957; S. M. González Cicero, Perspectiva religiosa en Yucatán, 1517-1571, México, El Colegio de México, 1978; J. E. S. T hompson, Historia y religión de los mayas, México, Siglo XXI Editores, 1979, 3.ª ed.; M. C. García Bernal, “Los franciscanos y la defensa del indio yucateco”, en Temas Americanistas (Sevilla), 1 (1982), págs. 8-11; B. de Lizana, Historia de Yucatán, ed. de F. Jiménez Villalba, Madrid, Historia 16, 1988; S. M. González Cicero, “Datos biográficos de Fray Diego de Landa” y “Fray Diego de Landa: un hombre de su tiempo”, en Reflexiones sobre el acontecer histórico de Yucatán, Mérida, Yucatán, 2001, págs. 171-187 y págs. 189-206, respect.

 

Manuela Cristina García Bernal