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Francisco Domingo Ruiz de Castro

Biografía

Ruiz de Castro, Francisco Domingo. Conde de Lemos (VIII), duque de Taurisano (I), en el Reino de Nápoles. Madrid, 25.V.1579 baut. – 1637. Grande de España, virrey interino de Nápoles, embajador en Venecia y Roma, virrey de Sicilia, miembro del Consejo Colateral y del Consejo de Estado y Guerra.

Fue bautizado en la parroquia de San Ginés de Madrid, el 25 de mayo del mismo año. Era el segundo hijo de Fernando Ruiz de Castro y de Catalina de Zúñiga y Sandoval —hermana del duque de Lerma—, VI condes de Lemos. Sucedió a su hermano, Pedro Fernández de Castro, en 1622. A pesar del protagonismo que tuvo el VII conde de Lemos durante el reinado de Felipe III, Francisco de Castro ocupó, también, puestos relevantes en el gobierno y vinculó al linaje con la casa de Gattinara por su matrimonio con Lucrecia Legnano de Gattinara, condesa de Castro y baronesa de la Mota de Santa Ágata y duquesa de Taurisano.

Lucrecia era la única heredera de Alejandro Gattinara y de Lucrecia Caracciolo, hermana del marqués de Vico. Con este matrimonio, se ampliaba la estrategia de alianzas con algunas de las casas más importantes de Italia, como los marqueses de Vico o los príncipes de San Severo, los Caracciolo y los Sangro. Tuvieron una amplia descendencia —siete hijos, aunque cuatro de ellos murieron en la niñez—.

Francisco de Castro acudió con sus dos hermanos al Colegio de jesuitas de Monforte —fundación de su tío, el cardenal Rodrigo de Castro— como parte de su formación. Los autores refieren que los tres hijos de los VI condes estudiaban en el palacio con maestros particulares, pero, también, fueron enviados a las clases ordinarias. La docencia se inició en el curso 1593-1594, aunque su presencia no está constatada antes de 1595. En este curso, ya habían empezado a impartirse las asignaturas de Humanidades, y la comunidad contaba con doce miembros, entre ellos, Hernán Gómez de Robles era el rector; Simón López, el confesor; Diego García, el lector de mayores; Juan Pérez de Navarra, el maestro de niños; Diego Poveda, el lector de medianos, y Miguel Rubio, el de menores.

Según las fuentes, los tres hermanos aprovecharon mucho, y “el día de la distribución de premios”, se lee en las crónicas, “y estando presentes sus padres, se le entregó —a Francisco de Castro— la prima laurea, no por benevolencia, sino por méritos”. Pedro Fernández de Castro también había destacado en varias disciplinas —Latín y Gramática— y era capaz de componer versos. Y, de Fernando, el más pequeño, decían los jesuitas que había asistido a las clases de “humanas letras, continuando y oyendo todas las lecciones de nuestros maestros con cuidado y sumisión que tuviera el hijo de un hombre particular que hubiera de pretender por las letras”. En general, decían, “salieron en ello muy aventajados”.

A mediados de la década de 1590, mientras el VI conde estaba ocupado en los asuntos financieros de su casa y en prestar ayuda militar y económica a Felipe II, sus hijos pasaban largas temporadas en el señorío de Monforte con su madre. Por la correspondencia privada se sabe que su tiempo transcurría entre las lecciones, el estudio en palacio y en el Colegio de los jesuitas y en otras actividades lúdicas propias de la nobleza.

Participaban en los juegos de cañas y saraos que se organizaban con motivo de fiestas locales o acontecimientos religiosos, paseaban por las tierras de sus estados e iban de caza con frecuencia. Todavía Francisco de Castro era un joven de dieciséis años, aunque no tardaría en asumir mayores responsabilidades. Tres años más tarde —según las noticias de F. Fernández de Bethencourt— recibió el hábito de Santiago.

En 1598 murió Felipe II, y el cambio de reinado iba a favorecer a los Sandoval-Lemos. Los VI condes, después de asistir a las bodas reales de Valencia, en 1599, embarcaron hacia Italia. La trayectoria de Fernando Ruiz de Castro culminaría con el nombramiento de virrey de Nápoles. Francisco de Castro viajó con sus padres y se ocupó del gobierno durante los meses que los VI condes tuvieron que desplazarse a Roma. En dos ocasiones más tendría que hacerse cargo de las cuestiones del Reino. Especialmente delicada fue la coyuntura después de la muerte de su padre, en octubre de 1601. En las exequias, el noble tuvo un lugar central en las ceremonias y asistió a todos los actos, según la costumbre y como marcaba la etiqueta —en ella se apreciaron gestos similares a los usos de la realeza, como el del ocultamiento real—. A pesar de las maniobras y de la influencia de la VI condesa de Lemos, la interinidad no se hizo efectiva. Juan Alfonso Pimentel, VIII conde de Benavente, era elegido virrey, y Francisco de Castro era nombrado embajador en Venecia. El duque de Taurisano viajaría en compañía de uno de los grandes apoyos del linaje en el Reino napolitano, Fabrizio del Sangro, duque de Vietri.

Más tarde, cuando su hermano, el VII conde de Lemos, fuera promovido para el virreinato de Nápoles, en 1610, Francisco Ruiz de Castro sería nombrado embajador en Roma. Allí desplegaría toda su inteligencia, astucia y experiencia para estrechar alianzas y conseguir hacer prevalecer los intereses de la Monarquía hispánica. También, pudo obtener favores y mercedes para los miembros de su linaje y su círculo más cercano. En el Archivo Duques de Alba y en el Archivo Histórico Nacional se conserva toda una valiosa documentación de estos años. El padre Varela elaboró un Memorial en el que se esbozaban las claves del éxito de un buen diplomático, según las teorías estoicas del momento, en las que traslucía una concepción pesimista de la naturaleza del hombre. El control de los afectos, el disimulo y el juego de dar y recibir, de favor y recompensa salpicaba toda la filosofía del comportamiento cortesano de mediados de la centuria. La habilidad política debía ir acompañada de la educación y el talento. Entre la diversa utilidad de la cultura —las artes, las letras, la música, la danza, los idiomas—, el sentido político de sus manifestaciones no pasaba inadvertido en la época. Las fiestas y banquetes eran momentos idóneos para sellar amistades y alianzas. La villa de Tívoli se convirtió en un lugar apreciado por la sociedad romana.

Entre las cuentas de la casa del embajador, duque de Taurisano, se encuentran los recibos que se pagaban a pintores —como Horacio Borgianni—, libreros y autores de comedias, que estaban al servicio de la casa. Como su hermano, el duque fue un gran aficionado a las artes y las letras y parece que, también, llegó a cultivar la poesía. En la residencia romana, los duques ofrecían representaciones teatrales a cargo de la compañía de Pedro Pérez y tenían relación con libreros, especialmente, con Gasparo Vinario, que les conseguía las últimas ediciones. Según la documentación, por ejemplo, el 12 de septiembre de 1612, se pagaba a “Pedro Pérez y compañeros 100 escudos por diez comedias que han representado en esta casa, las ocho en el mes pasado de agosto, y las dos a 2 y 6 del presente”. Estos pagos se realizaban a lo largo de todo el año —y en los meses estivales en la villa de recreo de Tívoli—, lo que demuestra la afición cortesana al teatro en los inicios del siglo XVII —que se iría acentuando a lo largo de la centuria—. En Roma, los duques también tenían un maestro de danza, Pompeo Farrufino, que “comenzó a enseñar a los hijos de Su Excelencia, desde el 19 de septiembre de 1611”, según las fuentes. Por aquellas fechas, tanto Horacio Borgianni, como Juan di Gers recibían pagos ocasionales por pinturas —de tema religioso, preferentemente, pero también de naturalezas muertas y retratos—.

De hecho, autores, como A. E. Pérez Sánchez o M. Gallo, por citar algunos nombres relevantes, han estudiado la labor de mecenazgo y, concretamente, la relación de los condes de Castro con el pintor romano Horacio Borgianni. Entre los cuadros del inventario de los Lemos, en 1628, se citaba un San Cristóbal, original del pintor.

La cultura era, entre otras cosas, una fórmula específica de traducción política del sistema clientelar y la sociedad cortesana del momento. Pero el mecenazgo era sólo un capítulo —aunque importante— en el amplio campo del gobierno.

Lerma tuvo en Pedro Fernández de Castro y en Francisco de Castro dos colaboradores esenciales en la política italiana. De hecho, en 1616, cuando su privanza pasaba por momentos delicados, el VII conde de Lemos tuvo que regresar a Madrid y se convirtió en su principal defensor. Las luchas intestinas en la facción lermista —liderada ya por el duque de Uceda— se iban a trasladar a los demás Reinos de la Monarquía. En Italia, la batalla se saldaba con el triunfo de los belicistas. El marqués de Villafranca, Bedmar y el duque de Osuna mostraban otra actitud —diferente a la política de paz y reformas— para salvar el prestigio de la Corona. Todavía Lerma tendría cierto margen de maniobra, a pesar del acceso del duque de Osuna al virreinato de Nápoles —había fomentado las críticas contra Lemos y había enviado a Quevedo como agente para garantizar su nombramiento—.

Por otro lado, Francisco de Castro, duque de Taurisano, accedía al virreinato de Sicilia. Antes de la toma de posesión del duque de Osuna, ocupó la interinidad de Nápoles por tercera vez.

Cuando murió su hermano, en octubre de 1622, pasó a ser VIII conde de Lemos. En Zaragoza, un año más tarde, en 1623, su mujer Lucrecia Legnano de Gattinara moría en el parto.

A pesar de haber formado parte de uno de los linajes más influyentes del reinado de Felipe III, cuando Felipe IV subió al Trono, Francisco de Castro consiguió mantenerse entre los nobles influyentes, gracias a su cargo de consejero de Estado y Guerra, según refiere F. Fernández de Bethencourt. En 1626, hay constancia de cómo se organizaba su casa de Monforte y Madrid, quiénes formaban parte de ella, cuánto se les entregaba de sueldo y raciones a los criados, secretarios y gentileshombres. En total sumaban unas ciento veintiocho personas. La estructura reproducía el molde de la Casa Real y era similar a la de otros representantes de la alta nobleza. Con ello, se pretendían cubrir las necesidades de la vida cotidiana y de servicio personal, con los diversos oficiales de la cámara y recámara, botillería, cocina, botica y caballeriza.

El duque de Taurisano contaba con veinticinco gentileshombres con sus criados, un capellán, once pajes y su criado, tres ayudas de cámara, un escribano de ración, un caballerizo, un cochero, seis lacayos, un mozo de caballos, un portero, un botiller y un mozo, un despensero y ayudante, un guardarropa y mozo, un repostero de estado, un mozo de retrete, un cocinero mayor, su ayudante y un mozo, una cocinera, un cocinero de estado, un barbero, una enfermera, varias criadas y siete esclavos. Entre el personal, también se hacía referencia a un músico, y consta que tenía cuenta abierta en una librería de Madrid para la adquisición esporádica de libros. De hecho, se especifica en los documentos de que dispone que un tal Carlos era el encargado de supervisar los pedidos y compra de libros, tal y como hicieron los duques durante su estancia en Roma. Esta información ejemplifica el estilo de vida nobiliario y corrobora otras noticias sobre la suntuosidad y los gastos adicionales que debía tener el segundo estamento. Los gastos para mantener el ritmo diario de una casa nobiliaria, según las cuentas del VIII conde de Lemos, ascendían a casi 20.000 ducados anuales —entre sueldos, raciones, aceite, velas, nieve y carbón, herrajes de los caballos, comidas diarias y sueldo del médico—, que era una cantidad estimable. Por estas fechas, y tal y como se refleja en las fuentes, el noble intentó reducir las diversas partidas y contener el gasto —se redujo el número de criados—. Otros estudios han hecho hincapié en el progresivo endeudamiento de las elites a lo largo del Seiscientos.

A pesar de la importancia del linaje, del sentido del deber propio de la mentalidad nobiliaria frente al clan y frente a la sociedad —eran espejos de virtud y modelo social— y de la dilatada experiencia en el gobierno de la Monarquía, el duque no iba a continuar su carrera política por mucho tiempo. Su hermano había muerto en 1622, su mujer un año después y su madre en 1628. La decisión era firme.

Francisco de Castro tomaba los hábitos de la Orden benedictina con el nombre de fray Agustín de Castro y se recluía en el Monasterio de Sahagún, el 19 de septiembre de 1629. Murió casi diez años más tarde, en 1637. Y, según las noticias de F. de Bethencourt, fue enterrado en la iglesia de San Vicente del Pino de Monforte.

Su hijo, Francisco Fernández de Castro, se hizo cargo del título y la Casa desde su renuncia, en 1629.

Ese mismo año, se casó con la hija del III duque de Osuna, Antonia Girón.

 

Bibl.: D. A. Parrino, Teatro eroico e politico dei goberno dei viceré del Regno di Napoli dal tempo del Re Ferdinando il catolico fino al presente, Napoli, 1692; F. Fernández de Bethencourt, Historia genealógica y heráldica de la Monarquía española, Madrid, Est. Tipográfico de Enrique Teodoro, 1902; A. E. Pérez Sánchez, Borgianni, Cavarozzi y Nardi en España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Diego Velázquez, 1964; H. E. Wethey, “Orazio Borgianni in Italy and in Spain”, en Burlington Magazine (1964), págs. 147-159; A. Moir, The Italian Followers of Caravaggio, Cambridge, Harvard University Press, 1967; M. Morán Turina y F. Checa Cremades, El coleccionismo en España. De la cámara de maravillas a la galería de pinturas, Madrid, Cátedra, 1985; A. Morales, “Un nuevo San Cristóbal de Horacio Borgiani”, en Archivo Español de Arte, n.º 236 (1986), págs. 415-417; E. Rivera Álvarez, Galicia y los jesuitas, La Coruña, 1989; G. Vázquez, Historia de Monforte y su tierra de Lemos, León, 1990; L. Vázquez Fernández, Documentos da Historia de Monforte no seculo de ouro, Lugo, Diputación Provincial, 1991; G. Papi, Orazio Borgiani, Soncino, 1993; M. Morán Turina y J. Portús Pérez, La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Akal, 1997; G. Galasso, En la periferia del imperio. La monarquía hispánica y el Reino de Nápoles, Barcelona, Península, 2000; A. Musi, L’Italia dei Viceré. Integrazione e resistenza nel sistema imperiale spagnolo, Salerno, Avagliano, 2000; M. Gallo, Orazio Borgiani, pittore romano, Rome, 2003; A. E. Pérez Sánchez y B. Navarrete (dirs.), De Herrera a Velázquez. El primer naturalismo en Sevilla, Sevilla y Bilbao, Funadción Focus Abengoa y Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2006.

 

Isabel Enciso Alonso-Muñumer