López de Solís, Luis. Salamanca, 1535 – Lima (Perú), 5.VI.1606. Religioso agustino (OSA), prior, catedrático de Teología, obispo.
Hijo del hidalgo Francisco de los Ríos y María López. Tuvo al menos un hermano. Tras una infancia que pasa inadvertida para los historiadores, cursó estudios de Teología en la Universidad de su ciudad natal, donde trabó amistad con Juan de Ovando, que llegaría a ser presidente del Consejo de Indias. En 1552 ingresó en el convento de San Agustín de Salamanca. El 9 de mayo de 1553 hizo profesión religiosa, recibiendo sus votos del subprior fray Antonio de Solís, de quien pudo tomar el apellido. En el convento salmantino coincidió con algunos de los grandes misioneros agustinos que partieron al Nuevo Mundo, entre ellos: fray Agustín de Coruña, uno de los primeros agustinos que pasó a Indias y obispo de Popoyán; fray Andrés de Salazar, prior de la expedición de los doce primeros agustinos enviados a Perú en 1551; fray Juan de Estacio, confesor del virrey Antonio de Mendoza en México y que pasó posteriormente a Perú; fray Luis Álvarez de Toledo y fray Gabriel Saona, que serían enviados por el propio Solís a fundar la provincia de Quito. En 1555, fray Pedro de Cepeda, uno de aquellos doce primeros apóstoles peruanos, regresó a España a fin de reclutar nuevos misioneros. Así lo hizo, y el 6 de febrero de 1558 se embarcaban en Sanlúcar de Barrameda el propio Cepeda, Diego Gutiérrez, Juan de Vivero, Diego de Carvajal, Luis de Córdoba, Diego Hernández, Diego de Valverde, Andrés de Villarreal, Diego de Dueñas, Hernando de la Cruz, Cristóbal Vadillo y Luis López de Solís, que, al ser el más joven y aún diácono, se encargó de preparar el matalotaje.
Cuando llegó a Lima, ya habían tomado el hábito agustiniano muchos jóvenes españoles y algunos criollos, síntoma de la rápida expansión que experimentaría la provincia agustiniana del Perú, que, en menos de veinte años, se extendió por los actuales países de Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Chile. Al poco tiempo, ese amplio territorio se dividiría en tres provincias más: la de Chile, la de Nuestra Señora de Gracia del Nuevo Reino de Granada y la de San Miguel de Quito. Pocos meses después, aún con veinticuatro años, fue ordenado sacerdote por el primer arzobispo de la Ciudad de los Reyes, el dominico Jerónimo de Loaysa, tras lo cual se le encargó dictar un curso de Filosofía en su propio convento. Por sus buenas dotes para el magisterio fue destinado a impartir Teología en el noviciado de Trujillo. Pronto cambió la labor docente por la misional entre los indios uros de la provincia de Paria (hoy, departamento de Oruro, Bolivia), lo que le obligó a aprender la lengua nativa. A continuación se le destinó a la doctrina de Capinota (hoy departamento de Cochabamba). Aunque allí tuvo peores resultados que en Paria, no se desanimó; más al contrario, estos años sirvieron para forjar su conocimiento profundo de la realidad indígena y su acendrado espíritu misional.
En el Capítulo Provincial de la Orden celebrado en Lima en 1563 fue elegido tercer definidor provincial y pasó a desempeñar el oficio de lector de Teología en el estudio del convento de San Agustín de Lima. A los tres años, en 1566, fue elegido prior del convento de Chuquisaca (hoy, Sucre) y definidor provincial de Charcas. Chuquisaca, también conocida entonces como Ciudad de la Plata, era ya sede de Audiencia y su convento de Nuestra Señora de Gracia era de los mejores y mayores de la provincia. De él regresó fray Luis al convento de Lima en 1569, ya en calidad de prior, cargo que volvió a desempeñar en cinco ocasiones más antes de ser designado obispo. Allí compaginó su labor de gobierno con la docencia de la Teología. En 1571, a la edad de treinta y cinco años, el Capítulo agustiniano lo designó prior provincial, el cargo de mayor responsabilidad de toda la provincia. En este su primer provincialato, la Orden incorporó los conventos de Arequipa y Abancay, y se fundaron los de Cotabambas, Omasayos y Quito, asentando en éste la base de la que llegaría a ser la nueva provincia agustiniana de San Miguel, con casas en Cuenca, Guayaquil, Latacunga, Loja, Ibarra, Túqueres, Pasto y Papayán. Se trasladó además desde su primitiva ubicación, en la que fue parroquia de San Marcelo, el convento principal de Lima, a un nuevo edificio con cinco claustros, que desde el primer momento fue sede de noviciado y de estudios de Gramática, Artes y Teología, y que llegó a albergar a más de doscientos religiosos. Finalizado su primer período como provincial, culminó su formación académica al recibir del Capítulo de su Orden el grado de maestro en Teología en 1576 y, al año siguiente, el grado de doctor por la Real Universidad de San Marcos de Lima. Designado por el virrey Toledo para cubrir la vacante de la cátedra de Vísperas en esa Universidad, desempeñó el oficio durante catorce años, si bien el reconocimiento general de su competente magisterio le hizo valedor de la cátedra a título de perpetuidad. Durante estos años actuó también como calificador del Santo Tribunal de la Inquisición de Lima, interviniendo en la valoración de las doctrinas heréticas defendidas por fray Francisco de la Cruz en 1574 y en el proceso al alumbrado padre Miguel de Fuentes, en 1579.
En respuesta a las disposiciones emanadas del Concilio de Trento, el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo convocó en 1583 el III Concilio Provincial de Lima. Con más repercusión e influencia sobre todo el continente que ningún otro de los que se habían celebrado hasta entonces, este Concilio vino a cerrar la etapa fundacional de la Iglesia peruana y tuvo entre sus principales logros la traducción del catecismo latino a las lenguas castellana, quechua y aimara. López de Solís fue invitado a participar como teólogo cualificado por el mismo arzobispo y recibió, además, junto al jesuita José de Acosta, la delicada misión de calificar el conflicto surgido con el obispo de Cuzco a cuenta de la convocatoria del propio Concilio. Su distinguida intervención le hizo ganar más fama de hombre sabio y prudente de la que ya entonces tenía y, en el futuro, le haría valedor de su elección para las sedes de Quito y Charcas. Antes volvió a ser reelegido provincial de la Orden de San Agustín entre 1583 y 1587, y prior del convento limeño entre 1587 y 1591. Durante su segundo provincialato, fray Luis, de acuerdo con el virrey Toledo, el arzobispo Santo Toribio y el Capítulo de su Orden, renunció a favor del clero secular a veinticinco doctrinas de las más ricas de la provincia. Admitió la incorporación de los conventos de Potosí y Huánuco de Los Caballeros y, asimismo, tomó posesión del santuario de Nuestra Señora de Copacabana, a orillas del lago Titicaca.
El año de 1591 marcó un hito en su brillante carrera eclesiástica. Fue nombrado juez sinodal, participó en el IV Concilio Provincial de Lima, fue preconizado obispo de Asunción (Paraguay) y, en espera de sus bulas, recibió del virrey marqués de Cañete el encargo de visitar la Audiencia de Charcas, encargo que saldó con la suspensión de uno de los oidores. Estando en Chuquisaca ultimando la visita, y sin haber tomado posesión aún de su sede paraguaya, recibió una Real Cédula por la que era promovido al obispado de Quito. El 3 de abril, Domingo de Ramos, de 1594 fue ordenado obispo en la ciudad de Trujillo, donde Santo Toribio de Mogrovejo se encontraba de visita pastoral. En junio de 1594 llegó a Quito, ciudad populosa, sede de Audiencia y cuyo obispado llevaba vacante catorce años. El principal objetivo de fray Luis en el gobierno episcopal fue la aplicación de las directrices pastorales emanadas del Concilio de Trento y del III Concilio Provincial de Lima, labor a la que se consagró con un recto sentido de la responsabilidad, como prueba el lema que escogió para su blasón: Deus autem intuetur cor (Dios está mirando el interior del corazón). La primera medida concreta consistió en la convocatoria de un sínodo diocesano a menos de dos meses de su llegada. Entre las soluciones sinodales, se prestó especial atención a la formación del clero, el establecimiento de pueblos y la defensa y catequesis de los indios. Asimismo, se verificó la erección jurídica de la iglesia catedral.
Resultado de este primer Sínodo y de su vocación docente fue la fundación del Colegio-seminario de San Luis de Quito, que abrió sus puertas a cuarenta colegiales en octubre de 1594. Se convirtió este seminario en la obra predilecta de fray Luis y en motivo de orgullo y satisfacción. Sus estatutos regulaban la admisión de estudiantes sin recursos económicos, para los que estableció un sistema de becas que contó, entre otras ayudas, con la cantidad de 4.000 pesos dotados directamente por el rey Felipe III. Poco después adscribió a este seminario de españoles otro destinado a los hijos de caciques e indios principales, que tanto abundaban en Quito y “de quienes —decía fray Luis— se pueda tener esperanza [...] que hicieran más fruto con los indios que todos los que vinimos de España por la afición con que oyen la propia lengua”. Esta clara predisposición a favor de la ordenación de indígenas contrariaba la práctica general del momento y aun las restricciones impuestas en el II Concilio de Lima de 1567. De hecho, la ordenación sacerdotal de los indios fue siempre una cuestión polémica que suscitó opiniones enfrentadas y consultas por parte de algunos obispos a la Santa Sede y al Rey, patrono de la Iglesia de Indias. Precisamente fray Luis hubo de enfrentar la solicitud de diversos informes por parte del Rey y, aunque haya constancia de que ordenó sacerdotes mestizos, sólo se puede sospechar que llegara a ordenar indígenas, pues no existen pruebas documentales que ofrezcan certeza. Ambos seminarios fueron encomendados a la Compañía de Jesús.
Otras de sus grandes preocupaciones fue el conocimiento directo de su extenso obispado. Año y medio empleó en la primera visita general y, aún sin haberla concluido, convocó en la ciudad de Loja un segundo Sínodo diocesano en 1596. La distancia con respecto a Quito motivó que la asistencia fuese más reducida que en el primer sínodo celebrado. Además de ratificar las sinodales de 1594, se insistió en el culto litúrgico, en la disciplina eclesiástica y, sobre todo, en la evangelización y buen trato al indígena. Si bien, la aplicación de este documento pastoral no fue fácil, como tampoco lo había sido en la anterior ocasión, entre otros motivos, por el largo tiempo que demoró su aprobación el Consejo de Indias. Precisamente fue esta causa la que decidió a fray Luis a no volver a celebrar ningún otro Sínodo diocesano.
No obstante, su espíritu organizador y su responsabilidad con la mitra recibida impulsaron la consolidación de la Iglesia quiteña. Dividió el territorio del obispado en demarcaciones menores, a fin de poder encomendar su visita a vicarios de su confianza, de forma periódica y eficaz. Estableció las misiones de Napo y Marañón en la vertiente oriental de la cordillera andina, tierra de difícil acceso y poblada por indios belicosos. Aprovechando el clero bien formado en el seminario de San Luis, fundó nuevas parroquias rurales. En Quito levantó las de San Marcos, Santa Prisca, San Roque, San Juan de Machángara y Machangarilla, en los barrios por donde iba creciendo la población. Asimismo apoyó decididamente en sus primeros años al convento de monjas de Nuestra Señora de la Concepción y respaldó la fundación de otros dos cenobios femeninos, el dominicano de Santa Catalina de Siena y el de Santa Clara, bajo la obediencia franciscana. Los conventos fundados directamente por fray Luis pertenecieron a la Orden de la Concepción, como el de Pasto, el de Loja, el de Riobamba y el de Cuenca. En los alrededores de Quito, en 1595, restauró y amplió la capilla dedicada a la Virgen de Guadalupe, la que con el tiempo sería conocida como santuario de Nuestra Señora de Guápulo, advocación por la que fray Luis sentía una especial devoción. En 1604 levantó, en el pueblo del Quinche, el santuario de Nuestra Señora de la Presentación, que antes se veneraba en Oyacachi. Su faceta de fundador se completó con el establecimiento de la Casa de Santa Marta de Quito, según Calancha, “un recogimiento de mujeres divorciadas y solteras de peligroso vivir, donde recogidas no pudiesen ser tropiezo de las almas”, cuya creación y mantenimiento sostuvo a costa de su propia hacienda. El celo pastoral de fray Luis corrió parejo a su preocupación por la elevación de la cultura en su diócesis. Se esmeró en la puesta en marcha de la Facultad, concedida con licencia regia a la Orden de San Agustín para conferir los grados de bachiller, licenciado y doctor en Teología y Derecho Canónico. Asimismo insistió al Rey para que elevara dicha Facultad a la categoría de Universidad, como previamente ya había autorizado una bula de Sixto V, de fecha 20 de agosto de 1586.
Muchos son los testimonios favorables acerca de los años que pasó López de Solís como obispo de Quito, y muy contados los pleitos que mantuvo. Aparte de los conflictos de convivencia con los miembros del Cabildo diocesano, sólo halló detractores en aquellos clérigos a los que tuvo que corregir, como el deán Francisco Galavís o el párroco Diego de Agüero. No obstante, el conflicto más grave que hubo de afrontar fue el que se desató en cierta ocasión en que un indio delincuente se refugió en la catedral. Sin respetar el derecho de asilo ni el fuero de la Iglesia, los alguaciles sacaron al indio por la fuerza. Ante la negativa de devolución del reo y después de los oportunos avisos, el obispo amenazó con la excomunión, publicando la bula In coena Domini, que decretaba dicha pena a quienes atentaban contra la jurisdicción eclesiástica. Este asunto motivó un serio enfrentamiento con los oidores de la Real Audiencia y con su presidente Miguel de Ibarra que, finalmente, se resolvió sin mayores consecuencias.
A la edad de setenta y dos años presentó su renuncia al obispado de Quito alegando su quebrantada salud, sin que su solicitud llegase a ser aceptada. Muy al contrario, el 18 de julio de 1605 fue nombrado arzobispo de Charcas, región que conocía mejor que cualquier otro candidato. Empeñado en su merecido retiro, partió hacia Lima sin aceptar oficialmente el nombramiento. Sintiéndose mal en el viaje, hizo testamento y renunció a su sede de Quito, llegando a Lima el 28 de junio. Como en Madrid se había conocido la noticia de la muerte del arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, llegó al convento de San Agustín carta del duque de Lerma encareciendo a fray Luis no marchar a Chuquisaca, pues pronto habría de llegar su nombramiento como sucesor en la sede de la Ciudad de los Reyes. Sin que su enfermedad concediera más demora, murió el día 5 de julio de 1606.
Bibl.: F. Carmona Moreno, Fray Luis López de Solís, O.S.A.; figura estelar de la evangelización de América, Madrid, Revista Agustiniana, 1993; F. Campo del Pozo y F. Carmona Moreno (ed. crít.), Sínodos de Quito 1594 y Loja 1596, pról. de R. Lazcano González, Madrid, Revista Agustiniana, 1996.
Jaime J. Lacueva Muñoz