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Miguel de Ibarra

Biografía

Ibarra, Miguel de. Eíbar (Guipúzcoa), c. 1550 – Quito (Ecuador), 29.IV.1608. Presidente de la Audiencia de Quito, fundador de la industria textil.

Se licenció en Leyes, en Salamanca, el 19 de febrero de 1582. Y fue nombrado por Felipe II oidor en Santa Fe del reino de Granada. La Nueva Granada había pasado por un período muy irregular en las últimas décadas del siglo xvi, tanto que el arzobispo de Bogotá, Lobo Guerrero, escribió a Felipe II: “Esta tierra es la más estragada en costumbres y en todo género de vicios de cuantas tiene S.M.” Ante este desconcierto, Felipe II pensó en enviar gobernantes intachables: al doctor Antonio González, de su Consejo, como presidente; y entre otros oidores, al licenciado Miguel de Ibarra, a quien nombró el 23 de octubre de 1591. Al saberlo, el presidente González escribió al secretario del Rey, Juan de Ibarra, hermano mayor de Miguel: “La venida del Sr. Ldo. Miguel de Ibarra ha sido para mí de grandísimo contentamiento, por tener un compañero de tanta nobleza y virtud. Al Señor Licenciado traiga Dios con bien, que en esta Santa Fe se le hará el regalo que yo pudiere” (14 de abril de 1592).

Desembarcó en Cartagena y subió a Bogotá, con mala impresión de la tierra, como lo vemos por sus cartas, como ésta dirigida a su hermano Juan, caballero de Calatrava y secretario de Felipe II para asuntos de las Indias: “Aquí se pasa mucho trabajo, porque la tierra está acabada y pobre. Después de Navidad, según me dice el Sr. Presidente, yo habré de salir a la Visita general del distrito de Sta. Fe.; y no deja de darme harto cuidado. Por lo que digo, y por la gente de por acá tan peligrosa y libre, estoy muy descontento de la asistencia aquí. Y holgaría que v.m. tratara para que yo vaya a Lima” (10 de septiembre de 1592). Ventajosamente, no se trató de su traslado a Lima.

Y poco a poco, el oidor Miguel fue adaptándose a la tierra y mejorando de parecer y sentimientos.

La visita: el distrito de Santafé contaba con noventa y cinco pueblos de indígenas, y en ellos, con diecinueve mil ciento sesenta y un tributarios, sujetos a cincuenta y un encomenderos, que cobraban para sí los tributos de sus encomendados, en horas de trabajo, porque aún no se habían ejecutado las “Leyes Nuevas”, que mandaban pagar en dinero a los jornaleros y recibir también tributo en dinero. Debía el encomendero velar por el bienestar temporal y espiritual de sus indios.

Las visitas se encaminaban a buscar el bienestar de los naturales, como decía la Recopilación: “Porque Nos sepamos cómo son regidos nuestros vasallos y puedan más fácilmente alcanzar justicia y tengan remedio de daños y agravios que recibieren, mandamos que de todas las audiencias de las Indias salga un oidor a visitar la tierra de su distrito” (L. 2-Lit. 31).

Durante treinta años no se había visitado el distrito; era posible que se hubieran introducido muchos abusos. El visitador tenía que enfrentarse con los encomenderos, los caciques, los brujos, y la indolencia de los indígenas. Era muy comprensible que el oidor Ibarra estuviera con harto cuidado. Por eso se preparó lo mejor posible para la visita, que duró desde 1593 hasta 1595.

Se conserva el Memorial de la visita, escrito de su mano, por lo que se sabe lo que encontró y los remedios que dictó. Reunía a los indios de cada encomienda y, mediante intérpretes, les explicaba que venía a velar por sus derechos, y que ellos podían presentar sus quejas en secreto. Los encomenderos fueron retirados a la ciudad. Reparó e hizo justicia de los agravios de inmediato. Disminuyó notablemente los tributos indígenas, lo mismo que la mita. Ordenó que las piedras y las vigas se transportaran en carretas y no a hombros. Sobre todo, impuso la ley que prohibía el “servicio personal”: el trabajo se debía pagar en dinero, igual que el tributo. El indígena pasaba a ser jornalero y, además, jornalero voluntario.

El presidente González informó a la Corte: “Se fue Ibarra a la visita, haciendo mucho servicio a Dios y a S.M. Deja compuestas ambas repúblicas de españoles y de indios, haciendo justicia distributiva, dando a cada uno lo que le pertenece, sin causar pleitos ni quejas. De que estoy muy contento. Para su oficio de Oidor y para mayores cosas parece muy a propósito” (19 de abril de 1595).

Presidente de Quito: por los informes tan elogiosos, Felipe III lo eligió para presidente de la Audiencia de Quito, que había pasado por graves tropiezos por la revolución de las Alcabalas y sus consecuencias. La Cédula decía: “Conviene proveer el dicho cargo en persona de las letras, experiencia y prudencia que se requiere. Y por éstas y otras buenas partes que concurren en la de Vos; y acatando a lo que me habéis servido, es mi merced que seáis mi Presidente de la dicha mi Real Audiencia de Quito. 12 de abril de 1599. Yo el Rey. Refrendada por Joan de Ybarra” (Archivo General de Indias, Quito, Cedulario).

Agradeció Miguel, en septiembre, e informaba que ese mes se pondría en camino. El 23 de febrero de 1600, la Audiencia y la ciudad entera lo recibieron con los honores consabidos. Y el obispo Luis López de Solís celebró los ritos usuales con el nuevo presidente. Meses después, escribió al Rey: “El Licenciado Miguel de Ibarra es muy gran cristiano y celoso del servicio de Dios y de V.M. Espero ha de ser muy importante su venida para remedio de muchas cosas que esta tierra padecía. Era muy deseada su venida” (10 de abril de 1600).

La ciudad, debido a la revuelta de las Alcabalas, había perdido varios de sus privilegios y derechos, como informaba el presidente al Rey: “El Virrey en lo que puede desautoriza a esta Audiencia, no le dejando mano para cosa alguna. Nos sometemos y lo cumplimos de buena voluntad” (10 de abril de 1600).

El Cabildo había perdido sus alcaldes; y no logró Ibarra que se los devolvieran; al menos dispuso que nadie fuera molestado por haber intervenido en la pasada revuelta. Todos eran considerados fieles vasallos. La Audiencia disponía de tres oidores; era fiscal Blas de Torres Altamirano, persona fogoza y extremista. La ciudad tenía un millar de personas; treinta encomenderos. Los mestizos iban creciendo y ocupaban cargos y hasta encomiendas.

Se quejaba de ellos Altamirano ante el Rey: “Son inquietos; se van apoderando de los frutos de la república y de muchos cargos; conviene que V.M. provea de remedio”. Ibarra los defendió: “No tenía quejas de ellos, y sería muy inconveniente mostrarles desconfianza y despojarles de cuanto han obtenido legalmente”. Lo aprobó el Rey. Así, pues, los criollos y gente de la tierra iba tomando la industria y el comercio.

La población indígena crecía, y, al parecer, en los términos de Quito existían treinta y cinco mil indios. Informaba el virrey Velasco: “Desde que se fundó la ciudad nunca ha habido tantos indios como al presente. Y casi todos tienen sus caballos”.

Solicitó Ibarra que las Casas Reales fueran trasladadas a la Plaza Mayor, lo que consiguió su sucesor. La ciudad iba mejorando de aspecto; se construían templos y conventos suntuosos con colaboración de todos, aun de los indios; y mansiones con soberbias fachadas de piedra. Empezaba, como dice Juan de Velasco, el “Siglo de Oro”: se consiguió el mejor astillero del Pacífico y la industria textil fue la más notable de las Indias. Se conquistaron y cristianizaron los habitantes del territorio del río Amazonas.

La personas de raza negra no eran muy numerosas, y residían principalmente en el valle subtropical del Chota, trabajando en las numerosas haciendas cañeras de religiosos y seglares. Provenían de Cartagena, civilizados y cristianizados por los sucesores del jesuita san Pedro Claver, pero esclavos.

En cambio, los negros y mulatos de la provincia costera de Esmeraldas eran libres. Al saber la llegada de Ibarra, el 6 de julio de 1600, entró en Quito una comitiva de mulatos, encabezados por los capitanes Sebastián y Antonio Illescas; les acompañaba un grupo de náufragos, rescatados por ellos de las tribus de Manabas antropófagas. Los dos capitanes cabalgaban muy engalanados con orejeras, narigueras y collares de oro. Prestaron obediencia al Rey en manos del presidente, que confirmó su libertad, el derecho a gobernarse y cobrar tributos, a la vez que perdonó, como se lo pedían, los desafueros que hubieran cometido en los cuarenta años pasados en Esmeraldas, desde que sus padres escaparon de un barco sevillano que encalló en esas playas.

Los pueblos indígenas, además de por los corregidores, eran gobernados por sus antiguos caciques, provenientes de los primitivos pueblos preincas. Varios de éstos pretendieron perpetuarse en el poder y asimilarse a los hidalgos, en el vestido y el derecho a llevar espada y daga, y equipararse a los encomenderos.

Pedían además autoridad para instalar obrajes. Exponían sus méritos; eran ladinos, gobernantes capaces, buenos cristianos. Sus padres habían apoyado eficazmente la conquista de Benalcázar contra la tiranía del cuzqueño Rumiñahui. El presidente y la Audiencia los recomendaron ante el Rey, que aceptó estos privilegios a favor de Pedro de Zámbiza, de Chapi —cacique de Manta, Portoviejo y Guayaquil— y de Cayancela, en el centro del país.

Economía del país: Ibarra advirtió que no abundaban las minas de metales preciosos como en el norte. En cambio, había muchos rebaños de ovejas finas, y también gente experta en el arte de tejer, de modo que escribió al Rey: “La industria textil es la cosa de más importancia en esta provincia, y que más perpetuidad promete” (4 de abril de 1604).

En el mismo año el Cabildo se dirigía al Monarca pidiendo que autorizara a los particulares el establecimiento de fábricas de textiles, de obrajes y le exponían las conveniencias. Lo dejó al Rey en manos del virrey.

Gravísimas dificultades se oponían al otorgamiento de este permiso. Sin embargo, Miguel de Ibarra logró establecer una floreciente industria textil, con seguridad la más poderosa de todas las Indias.

Cuando Ibarra llegó a Quito, encontró que la industria textil estaba en sus albores; existían unos pocos obrajes de comunidad, pertenecientes a los pueblos indígenas, dirigidos por caciques y más aún por administradores puestos por el virrey a favor de sus criados. Eran poco rentables. Existían obrajuelos domésticos en la ciudad. Los quiso destruir Altamirano, con apoyo del virrey, pero Ibarra los defendió y logró conservarlos.

Los tejedores peninsulares apoyaban su industria con tenacidad, y lograron de la Corona varias cédulas que prohibían la instalación de obrajes particulares de telas de lana, en las Indias. Se conocen especialmente las de 1577 y 1601. Sin embargo, los virreyes Toledo y Velasco, siguiendo el parecer de importantes consejeros, se permitieron sobreseer, y suspender la Orden Real; y en cambio impusieron una sabia y estricta legislación obrera que protegiera al trabajador, y aún lo privilegiara. Se conservaron los obrajes y se añadieron algunos más, especialmente en Perú. No se podía establecer obraje alguno sin permiso del Rey o su virrey.

De pronto surgió una oportunidad. Falleció el virrey, conde de Monterrey, el 2 de abril de 1606. De acuerdo a la ley, el presidente Ibarra asumió solemnemente el Gobierno y la Capitanía General, con autoridad virreinal, llegando así a ser el primer gobernante autónomo de Quito. Con esa autoridad permitió, con las debidas seguridades, la instalación de obrajes a diecisiete personas, pero siempre que se sometieran a las normas establecidas por los virreyes Toledo y Velasco: los indígenas serían obreros libres, atraídos por la buena paga y el trato digno. El horario de trabajo era de sol a sol, con interrupción para el almuerzo, y se les daba ayuda en alimento de carne y sal. Tenían vacaciones, cuidado de la salud y atención espiritual por un capellán, a costa del patrón.

Llegó la industria textil quiteña a ser la más potente de las Indias; exportó sus paños a las provincias vecinas en gran cantidad. Duró esta bonanza durante siglo y medio, y fue en aumento, consiguiendo protección de los sucesivos presidentes, especialmente de Antonio de Munive (1681), que tuvo que defenderla de peninsulares codiciosos, que se valieron de la calumnia de que los patrones de obrajes abusaban bárbaramente de sus obreros y los mataban de trabajo y hambre. Así se propalaron en 1747, las llamadas “Noticias Secretas”, que han sido refutadas totalmente por varios historiadores, especialmente por el doctor Luis Ramos (Las Noticias Secretas de América, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1985). Munive rechazó las calumnias y defendió, con éxito, la industria quiteña. Mina de Zaruma: esta mina de plata fue descubierta en 1592, y no se trabajó en ella por falta de obreros. En 1606 se presentó Pedro de Veraza ante el presidente Ibarra, para informarle que había descubierto el método de las “fresadillas”, gracias al cual las minas que producían 9.000 pesos, producirían 40.000. Ibarra aceptó su propuesta y concedió obreros mitayos.

Fundación de la villa de San Miguel de Ibarra: los españoles que residían en el valle de Carangue solicitaron al virrey la fundación de una villa, para disponer de los beneficios de un Cabildo y una parroquia. Fue Ibarra quien lo realizó, tanto más que esa villa sería un lazo para las comunicaciones con Popayán y Bogotá y, sobre todo, con el océano Pacífico y Panamá. Envió como juez fundador a Cristóbal de Troya: “En nombre de Dios y de la Virgen Santísima María, El Licenciado Miguel de Ibarra del Consejo de S. M. su Presidente de la Audiencia y Chancillería de la Audiencia de Quito, Gobernador y Capitán en el distrito de ella. Por los poderes que tengo de su Real Persona tengo por bien se haga la población en el Valle de Carangue. Y para ello os mando que, luego que esta mi provisión os fuere entregada, con vara alta de la real justicia os partáis al dicho sitio de Carangue, y ordenéis que los españoles que están en él se reduzcan y pueblen en el sitio donde tiene su estancia Antonio Cordero. Acomodaréis a los pobladores en el mejor orden que pareciere convenir, señalando solares, donde puedan edificar sus casas; y ante todo, sitios para la iglesia mayor, casas de Cabildo, cárcel y plazas, todo ello en forma de pueblo. Le podréis por nombre: La Villa de San Miguel de Ibarra: El Juez Fundador debe señalar sitio para ranchos de los indios que vendrán a servir en ella; ejidos, molinos, horno de ladrillos. Y luego nombraréis Alcaldes, alguacil mayor, regidores y demás oficiales, Los recaudos de lo cual me enviaréis, para que yo, en nombre del Rey los confirme y apruebe. Dada en Quito, 23 de septiembre de 1606. El Licenciado Miguel de Ibarra”.

El 28 de septiembre de 1606 el juez fundador Cristóbal de Troya, armado de arriba a abajo y de punta en blanco, se dirigió al sitio de la plaza mayor, seguido de lucida cabalgata, treinta hidalgos representantes de los ciento sesenta nuevos vecinos, fray Gabriel de Saona, agustino, y fray Pedro Bedón, OP. Ante el rollo, el escribano Pedro Carballo leyó el Acta de Fundación. Se nombró por alcaldes al capitán Rodrigo de Miño y a Juan de León Avendaño (Libro de Cabildos de Ibarra, Cristóbal Tobar Subía, Monografía de Ibarra, Quito, 1950).

Fundada la villa, se pensó en realizar una antigua aspiración, que era abrir camino a la Mar del Sur, que permitiera comunicación permanente con Panamá y España, pues la vía a Guayaquil se cerraba durante el invierno por las inundaciones anuales. Lo refiere el mismo presidente Ibarra, en carta a Felipe III. Es la última carta suya, de puño y letra, pues ese mismo día, 15 de abril de 1608, cayó enfermo con su última dolencia.

“En otras ocasiones he dado aviso a V.M. cómo por muerte del Virrey Don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, y en conformidad con vuestras reales cédulas, tomé el Gobierno de esta Provincia de Quito, en la cual han ocurrido algunas cosas de importancia, como fue la fundación que mandé hacer de la Villa de San Miguel de Ibarra. También le di a V.M. de cómo Hernán González dio memoriales a favor de que se abriese camino a la Mar del Sur, por aquella provincia. Pareciéndome cosa acertada. El Capitán Cristóbal de Troya se ofreció a abrir el camino conveniente; y se lo cometí. De lo sucedido, el dicho Cristóbal de Troya me trajo la relación que con ésta envío a V.M. Espero en Nuestro Señor que ha de ser de mucha consideración este descubrimiento, por la paz que desto se consigue a los mulatos e indios de esa provincia; demás de la breve correspondencia que se tendrá con el Reino de Tierra Firme”.

Ya desde 1606 Miguel de Ibarra había pedido permiso para ordenarse sacerdote. El Consejo de Indias informó al Rey: “El Ldo. Miguel de Ibarra Presidente de Quito ha presentado que, desde que comenzó a estudiar, ha tenido propósito de ser clerigo presbitero, y en él ha permanecido siempre.

Y porque desea cumplirle, hallándose ya en edad de cerca de sesenta años suplica a V.M. le mande dar licencia para que se pueda ordenar. Para él será de mucho consuelo. Ha parecido que es justo concederle lo que pide, con que antes se pida el Breve de Su Santidad, para que pueda conocer de causas criminales. Porque en la Audiencia de Quito, por no haber Alcaldes, el Presidente y los Oidores conocen de ellas. Madrid, a 9 de octubre, 1608”.

El Rey lo aprobó; pero el trámite era largo, y el permiso llegó tarde.

La gravedad del “mal de orina”, como se decía entonces, creció y acabó con la vida de Miguel de Ibarra el 29 de abril de 1608.

El obispo de Quito, Salvador de Ribera, manifestó al Rey: “Fue Nuestro Señor servido de llevarnos a este santo Presidente, que murió con la santidad con que vivió, y mereció, por su gran virtud, partir de este mundo dejando a V.M. esta Provincia que le había encomendado, en la quietud que le he referido”.

Falleció el presidente, pero permaneció su obra y su nombre en la ciudad que perpetúa su apellido. Se encontró en el convento de San Francisco su lápida tumbal, donde la Audiencia perpetuó su escudo de armas y su título singular de presidente, gobernador y capitán general de la Audiencia de Quito.

 

Bibl.: A. Ballesteros y Beretta, Historia de España y su influencia en la historia universal, vol. IV, 2.ª parte, Barcelona, Salvat Editores, 1949; J. Villalba Freire (SJ), Miguel de Ibarra, Presidente de Quito, 1600-1608, Quito, Centro de Publicaciones (PUCE), 1991.

 

Jorge Villalba Freire