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Antolín Monescillo y Viso

Biografía

Monescillo y Viso, Antolín. Corral de Calatrava (Ciudad Real), 2.IX.1811 – Toledo, 11.VIII.1897. Canónigo, obispo de Calahorra-La Calzada y de Jaén, arzobispo de Toledo, cardenal, diputado y senador, escritor.

Manchego por nacimiento y por ser el único cardenal con este origen y toledano por su formación y porque allí acabó sus días siendo primado. En su carrera eclesiástica recorrió buena parte del escalafón. Tuvo una buena formación intelectual, gracias a la ayuda de su paisano, el deán de Toledo, Lorenzo Hernández Alba. Ordenado sacerdote en 1836, se doctoró en Teología (1840) con sobresaliente y obtuvo un curato con muy buena calificación. Realizó sus estudios en los años finales del reinado de Fernando VII y primeros de las regencias, años de la exclaustración, desamortización de Mendizábal y matanza de frailes. No eran años fáciles y tampoco lo fueron los siguientes a su ordenación. Tras la muerte del cardenal Inguanzo, se opuso a que ocupase la sede primada Pedro González Vallejo, no aceptado por Roma y, a su muerte, su vicario Golfanguer. Perseguido, debió esconderse hasta que se presentó a la autoridad en Madrid. Le desterraron a San Sebastián y de allí huyó a Francia.

Volvió en 1843, reinando ya Isabel II.

Al no haber podido ocupar el curato que había conseguido ni poder optar a una canonjía en Toledo, se trasladó a Madrid, desde donde realizó una fecunda actividad intelectual, en parte con amigos y compañeros de estudio en Toledo: León Carbonero y Sol, Manuel de Jesús Rodríguez, Juan González el Chantre, los hermanos Lobo (Francisco de Paula y Juan Nepomuceno, que acabarían como jesuitas), Pedro de Madrazo, Moreno Nieto y el poeta José Zorrilla. Fue este grupo el germen del primer periodismo católico en España. Monescillo, además, emprendió una tarea intelectual de amplios vuelos. Quiso poner a disposición de los sacerdotes obras solventes, que él tradujo y con frecuencia completó. Los autores escogidos pertenecían a una gama ideológica amplia: la Teodicea de Maret, la Simbólica de Moehler, la Refutación de las herejías, de Ligorio, la Historia del Concilio de Trento, de Sforza Pallavicino, la Historia elemental de la Filosofía de Bouvier y el Diccionario Teológico de Bergier.

Este último era el comienzo de una Biblioteca Eclesiástica, en la que se publicaron, además, dos volúmenes de un Tratado histórico y dogmático de la verdadera religión. Publicó también la Teología Universal de fray Tomás de Charmes, un Tractatus de Religione, de varios autores y otras obras menores: su Manual del Seminarista y Los deberes de los niños, dedicados a los hijos de los marqueses de Malpica, de los que era preceptor. En proyecto quedaron otros títulos: la Historia General de la Iglesia Católica de Berault-Bercastel, prolongada por el barón Henrion, un Manual de confesores de varios autores y tres obras más de Bergier: el Deísmo refutado por sí mismo, Certeza de las pruebas del cristianismo y Apología de la Religión Católica.

Todo ello mostraba su convicción de que era urgente responder al ambiente con un clero instruido.

Cuando la mayoría de los católicos españoles contemporáneos sesteaban al amparo del moderantismo oficial, Monescillo intuía el reto intelectual que se le presentaba a la Iglesia.

Estos proyectos quedaron truncados cuando comenzó su carrera jerárquica. En 1849 el marqués de Valmediano, señor de Estepa, le presentó para la Vicaría nullius de Estepa, cargo cuasi episcopal, pues contaba con territorio propio separado, dependiente directamente de la sede apostólica. Publicó pastorales y escribió en revistas. La vicaría nullius era un anacronismo con el que acabó el Concordato de 1851.

Monescillo permaneció tres años en Estepa y en 1852 obtuvo una canonjía en Granada, que permutó muy pronto por una de Toledo. Siguió utilizando el título de vicario de Estepa, ya que no se nombró sucesor y el vicariato continuó hasta 1874. De sus años estepeños quedan algunas pastorales, el comienzo de su colaboración con La Cruz y su correspondencia publicada con Donoso Cortés.

En su nueva etapa toledana su actividad se centró en tres campos: el sacerdotal con su concreción como canónigo y predicador, el de profesor en el seminario y la publicación de libros: Catecismo sobre la unidad religiosa, el primero de una serie, dedicado a un tema que le ocupó mucho, el Devocionario mozárabe y Filosofía para niños. También se recrudecieron sus problemas de salud. Entonces se hablaba de epilepsia, aunque con probabilidad no se diagnosticaba lo que hoy se entiende. Se puede hablar con más seguridad de trastornos nerviosos. De hecho, cuando se le propuso para obispo de Calahorra, la salud no fue inconveniente.

Consagrado obispo en 1861 partió para Calahorra- La Calzada. Diez años antes el Concordato había determinado que, para crear la de Vitoria, la diócesis cediese más de la mitad de su territorio, es decir, de sus ingresos y la mayor parte de sus seminaristas y que la sede se trasladase a Logroño. Ambos problemas y la situación de salud colaboraron a que su paso por Calahorra tuviese más de pena que de gloria. Su nombre saltó fuera de las fronteras diocesanas con motivo de su Pastoral sobre la tolerancia (1 de enero de 1862) y por el discurso que le encargó la Real Academia Española sobre Cervantes el mismo año o la Cruz de Isabel la Católica que le concedieron (1863). Publicó el prólogo a la edición bilingüe del De regimine principum que realizó Carbonero y Sol, la Analogía Veteris et Novi Testamenti del jesuita P. Martín Becano (1864), presentó una nueva edición de su Catecismo sobre la unidad religiosa (1864) y colaboró en el Almanaque Católico para 1865.

En 1865 fue trasladado a Jaén. Su estancia se prolongó hasta 1877 y en ella comenzó a gozar de un nombre que superaba las fronteras diocesanas. Baste decir que cuando en 1873 publicó su mejor obra, Pensamientos, como autor aparece sólo “el obispo de Jaén”. Todos sabían quien era. Contribuyeron a esta popularidad dos acontecimientos, español uno y eclesial el otro: la Revolución Gloriosa (1868) y el sexenio que la siguió, y el Concilio Vaticano I. Tomó postura frente a la actitud de la Revolución con la Iglesia y participó también en el debate político: fue elegido por sufragio popular diputado por Ciudad Real para las Cortes Constituyentes de 1869. Fue a ella con otros dos eclesiásticos —el arzobispo de Compostela García Cuesta y el canónigo de Vitoria Manterota— con el solo fin de apoyar la unidad católica y de oponerse a la libertad religiosa. Fue muy celebrado su discurso en torno al artículo 21: al acabar la primera parte de él fue acompañado a la casa en la que residía entre ovaciones y al llegar allí, de rodillas, los acompañantes recibieron su bendición.

Respecto al mismo asunto presentó en el Congreso más de tres millones de firmas en apoyo de las tesis eclesiales. Presentarse como diputado, ser elegido por sufragio universal y presentar firmas eran signos de reconocimiento del sistema democrático. Junto a esto la comisión negociadora de la Constitución dialogó con él y con los demás diputados eclesiásticos.

Concluido el debate sobre la unidad religiosa, abandonó el Congreso, aunque participó en el desagravio motivado por la “Sesión de las blasfemias”. Fue elegido senador por Vizcaya en 1871 y lo fue desde 1877 al ser arzobispo. Participó también en el Concilio Vaticano I, aunque su intervención fue escasa: miembro de la Diputación De Fide y un discurso sobre el Catecismo. En la diócesis organizó un sínodo diocesano en 1872, año difícil. Su producción escrita fue abundante en este período: además de las pastorales y circulares (1.276 páginas en sus Obras), empleó géneros nuevos, los “Artículos” (pastorales abreviadas), las Veladas, otras colaboraciones en revistas y periódicos y sus sermones. Publicó además dos Catecismos (sobre la autoridad de la Iglesia y la libertad de cultos), dos tratados (Jesucristo, Maestro divino de las Naciones; El Camino la Verdad y la Vida) además del ya citado Pensamientos y de dos colecciones de sermones y de escritos pastorales. En 1874 el general Serrano quiso proponerle para la sede primada, con evidente agrado suyo. Pero Roma no reconoció el derecho de patronato a este Gobierno.

En 1875, en una exposición al Rey presionó a favor de la unidad católica y su escrito fue utilizado por algunos carlistas.

Pese a estos deslices, Pío IX lo trasladó a Valencia en 1877, movido por presiones gubernamentales y palaciegas.

Aunque llegó a la ciudad del Turia con sesenta y seis años y salud nada fuerte, desplegó gran energía los primeros siete años: visitas pastorales, atención al Cabildo y a las asociaciones religiosas, cuidado especial del seminario, que contaba con un claustro de buen nivel. Consiguió el título de basílica para la catedral, gracias espirituales para la capilla de la Virgen de los Desamparados y su proclamación como patrona de Valencia. Se ocupó de personalidades ligadas a la archidiócesis: pidió que se nombrase doctor de la Iglesia a santo Tomás de Villanueva, celebró en 1881 el III Centenario de San Luis Beltrán, logró la beatificación de sor Inés de Beniganin y comenzó los trámites para el proceso de la vizcondesa de Jorbalán, fundadora de las Adoratrices, fallecida en Valencia en 1865, atendiendo a los enfermos de cólera. Y convocó un concilio provincial en 1889. Sus escritos son también numerosos en los quince años de pontificado valentino. A las 1.500 páginas de sus pastorales, hay que sumar sus sermones, sus discursos en el Senado —en los que acuñó la divisa Pan y Catecismo como la solución cristiana a la cuestión social—, el tratado Rafael y Tobías y la Oración fúnebre en el Centenario de Calderón (1881). Participó activamente en la redacción de mensajes del episcopado español al Papa, en la respuesta de la Iglesia al problema social (en Valencia vivía el padre Antonio Vicent Dolz y allí se extendieron los Círculos Obreros Católicos) y en la gran cuestión del integrismo o la división de los católicos por cuestiones partidistas. Organizó la respuesta de la Iglesia a nuevas epidemias de cólera en 1885 y 1890.

En 1884 León XIII le nombró cardenal. A partir de entonces la salud le creó problemas y debió disminuir su actividad.

Consiguió en Roma el nombramiento de un obispo auxiliar (Áureo Carrasco), pero fue tal la oposición que suscitó, que no se llevó a cabo. Anciano, enfermo, sin ayuda y con una oposición creciente en la diócesis, pues gobernaba a través de sus ayudantes, al producirse la vacante de Toledo por muerte del cardenal Payá, aceptó encantado la vuelta a su ciudad en 1892.

Sus últimos años de vida fueron ya un ocaso manifiesto.

No salió casi de la capital y no pudo realizar visitas pastorales. Logró que le nombrasen un auxiliar, José Ramón de Quesada. Quiso convocar una conferencia de sufragáneos, pero se limitó a un intercambio de escritos. Estuvo ausente de las grandes realizaciones eclesiales de España: los congresos católicos. Y creó algunos problemas oponiéndose a El Movimiento Católico o criticando veladamente a la Reina Regente.

Siguió publicando, aunque menos que antes. En estos años comenzó la recopilación de sus obras, sus Documentos y Escritos Doctrinales, de los que aparecieron siete tomos hasta 1905, aunque estaban planificados diez. La publicación continuó tras su muerte, ocurrida a las pocas horas del asesinato de Cánovas del Castillo.

Lo más notable de sus intervenciones pastorales tuvo que ver con las relaciones Iglesia-Estado, en las que intervino siempre en primera línea. Sus intervenciones permiten seguir la evolución de estas relaciones durante casi medio siglo, la segunda mitad del xix. Al no existir entonces la Conferencia Episcopal, cada obispo tomaba postura individual. Monescillo era siempre de los primeros en publicar y marcaba el camino a sus hermanos en el episcopado. Su pensamiento religioso y político no fue original, pero sí coherente y fundamentado. Aspiraba, en sintonía con los ideales de León XIII, a que Iglesia y Estado fuesen independientes pero colaborasen. Desde esta perspectiva se relacionó con los gobiernos de Isabel II a partir de 1861, con los del Sexenio que siguió a la Gloriosa y con los de la Restauración hasta 1897. Fue siempre claro y nítido en sus planteamientos, que expuso en sus documentos pastorales, en sus artículos y en sus actuaciones como diputado y senador. La cuestión social le preocupó ya desde sus años de Estepa —escribió una larga carta a Carbonero y Sol sobre ella, que apareció en La Cruz—, aunque no fue tan original en sus planteamientos como León XIII.

Sus actuaciones más destacadas se dieron en dos campos: la defensa de la unidad católica y la postura ante la división de los católicos españoles. Defendía la unidad católica, sancionada en el Concordato de 1851, desde la perspectiva eclesial de entonces: el error no tiene derechos y la unidad de fe es un bien social. No llegó a plantear el asunto —tampoco lo hicieron ni los hombres de Iglesia de su tiempo ni los políticos y pensadores liberales— desde la conciencia individual. Pero creía firmemente, y así lo expresó en las Cortes Constituyentes de 1869, en que venía del “campo de la libertad”, aunque la libertad se debía subordinar a la verdad. Al no creer que todas las religiones positivas son iguales, como argumentaban los defensores de la libertad de cultos, pensaba que el Estado debía amparar a la verdadera. Lo defendió desde su Pastoral sobre la Tolerancia al comienzo de su vida episcopal (1861) hasta las protestas por la apertura de un templo protestante en Madrid (1892) y la consagración episcopal de un sacerdote católico convertido al protestantismo en su ocaso toledano (1894), pasando por su discurso en las Cortes de 1869.

La unidad de los católicos fue un problema para la Iglesia española y para Monescillo a partir de su pontificado valenciano. La controversia surgió cuando Cánovas convenció a algunos carlistas, liderados por Alejandro Pidal, para que se uniesen a su partido, ya que la política canovista apoyaba algunos postulados religiosos de la Comunión Tradicionalista. Nació así la Unión Católica. Como reacción ante ella, Cándido y Ramón Nocedal levantaron la bandera del integrismo. Argumentaban sobre la base de la condena papal del liberalismo, inmatizada hasta entonces.

Como todos los partidos dinásticos en España eran liberales, concluían que el católico que quisiera seguir la doctrina papal íntegra (de ahí el nombre) tenía necesariamente que ser carlista. Monescillo había mirado con aprensión, frente a la complacencia de Roma y de la mayoría de los obispos, a la Unión Católica. Fue mucho más tajante en su oposición al integrismo, pues pensaba que los Nocedal no tenían capacidad para expedir certificados de catolicismo o no-catolicismo. Su enfrentamiento con ellos fue tajante.

Se apoyaba en varias razones: la preeminencia de la jerarquía en cuestiones morales, la necesidad de la unión de los católicos y los males de la discordia azuzada por los integristas, la decisión de no unir a la Iglesia con la política de un único partido y la obligación de obedecer a la autoridad civil, cuestionada por los íntegros. Acertó fundamentalmente en su postura, pese a que el problema le superaba. La jerarquía tardó en concretar a qué liberalismo se oponía y en distinguir un sistema político de la negación del lugar que correspondía a Dios en la vida pública. El integrismo era, además, un movimiento seglar y debía permitírsele alguna autonomía, aunque no la de determinar la obligación de todos los católicos. Monescillo estaba cerca de algunos ideales carlistas (la unidad católica, los Estados Pontificios) pero no en la cuestión dinástica.

Esta cercanía no le llevó a acercarse al integrismo sino, en cambio, a oponerse a algunos miembros de la Compañía de Jesús, especialmente en Valencia y Toledo, llegando a suspender a divinis al santo misionero popular padre Francisco de Paula Tarín en los últimos años de su vida, cuando la salud y la claridad mental le abandonaron con frecuencia. Al margen de esta última etapa de decrepitud, fue líder del episcopado español durante casi medio siglo por su formación y valentía al tomar postura.

 

Obras de ~: Manual del Seminarista, Madrid, Imp. de Mariano Díaz, 1848; Carta del presbítero Antolín Monescillo al Sr. Marqués de Valdegamas, Madrid, Imp. de Mariano Díaz, 1849; Catecismo sobre la unidad religiosa, Madrid, 1855 (2.ª ed. Logroño, 1864); Devocionario Mozárabe, Madrid, Imp. de José de Cea, 1856; Filosofía de los niños o reglas filosófico- cristianas puestas al alcance de los niños, Madrid, 1856; Colección de escritos pastorales, Colección de Circulares y Conducta del obispo de Jaén durante el Gobierno Provisional, Jaén, 1868; Colección de Sermones, Jaén, 1868-1874; Meditaciones piadosas en honor de la Santísima Virgen, Madrid, 1871; Pensamientos del obispo de Jaén sobre el carácter de los errores modernos, Jaén, Rubio, 1873; Jesucristo, Maestro Divino de las naciones, Madrid, Imprenta de Policarpo López, 1876 (2.ª ed. Madrid, 1879); El Camino, la Verdad y la Vida. Comentario piadoso a la Imitación de Cristo, Madrid, Imprenta de Policarpo López, 1876 (2.ª ed. Madrid, 1879); Rafael y Tobías: cuadros morales y políticos, Valencia, Imp. de la Viuda de Ayeldi, 1878; La Ilustración de los niños, Valencia, 1882; Documentos y Escritos Doctrinales del Excmo. Sr. Cardenal [...], Toledo, Menor Hermanos, 1896-1905, 7 ts. (aparecen individualizados en R. M.ª Sanz de Diego, Medio siglo de relaciones Iglesia-Estado: el Cardenal Antolín Monescillo y Viso [1811-1897], Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1979).

 

Bibl.: [L. Carbonero y Sol], Biografía del Excmo. Sr. D. Antolín Monescillo y Viso, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Arzobispo de Toledo, Primado de España, Madrid, Rivadeneyra, 1895; Homenaje literario que en honor a la memoria del Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo Dr. D. Antolín Monescillo y Viso y para conmemorar el Primer Centenario de su nacimiento se ha celebrado en Corral de Calatrava, 3 de septiembre de 1911, Ciudad Real, 1911; B. Villazán Adánez, “Ensayo biográfico del Cardenal Monescillo [...]”, en Cuadernos de Estudios Manchegos, 12 (1962); J. Martín Tejedor, “Monescillo y Viso, Antolín”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (eds.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, t. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1973, págs. 1721-1723; R. M.ª Sanz de Diego, Medio siglo de relaciones Iglesia-Estado: el Cardenal Antolín Monescillo y Viso (1811-1897), Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1979; Antolín Monescillo y Viso (1811-1897), Cardenal de La Mancha, Actas del I Congreso de Historia de Castilla-La Mancha, IX, Ciudad Real, 1985, págs. 255-261; E. Sáinz Ripa, “Antolín Monescillo y Viso, obispo de Calahorra (1861-1865). Antecedentes doctrinales político-religiosos”, en Berceo, n.º 116-117 (1989), págs. 129-142; R. M.ª Sanz de Diego, “Monescillo y Viso, Antolín (1811-18097)”, en M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, t. IV, Madrid, Alianza Editorial, 1991, págs. 581-582; F. Alía Miranda y A. de Juan García (coords.), Centenario del Cardenal Monescillo (1897-1997), Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1997, 2 vols.

 

Rafael María Sanz de Diego , SI