Gante, Pedro de. Yguen (Bélgica), c. 1486 – Ciudad de México (México), 20.IV.1572. Misionero franciscano (OFM) de México, educador.
Éste es el nombre españolizado de uno de los más célebres misioneros de México, considerado como el máximo educador de la América española del siglo xvi. A pesar de ello, son pocos los datos biográficos seguros que se conocen acerca de él con anterioridad a su incardinación en la evangelización mexicana en 1523.
Él mismo afirma en 1529 que había nacido en “la ciudad de Yguen, situada en la provincia de Burdadae”, es decir, en una pedanía de Gante, identificada por algunos con la aldea de Sint-Pieters-Aaiguem, aun cuando en ocasiones afirme también, para hacerse comprender mejor y a imitación de otros muchos personajes de su tiempo, que había nacido en la misma ciudad de Gante, versión que él mismo terminó haciendo suya definitivamente y que es la que desde 1523 se ha generalizado.
El año de su nacimiento parece haber sido 1486.
Por lo que se refiere a su familia, él mismo se autodenominó también en alguna ocasión Pieter de Mura, apellido latinizado que posiblemente correspondiera a los flamencos de Muer o Van den Moeren.
Se sabe que nació en el seno de una familia noble emparentada con el emperador Carlos V, del que algunos lo consideran hijo, mientras que otros lo hacen descender de Felipe el Hermoso o de de Maximiliano I, archiduque de Austria, mientras que unos terceros solamente lo consideran primo del Emperador.
Se sabe también que era “por naturaleza” tartamudo, hasta el punto de que, una vez en México, sus compañeros no lo entendían ni en castellano ni en náhuatl.
En virtud de esta nobleza de origen, con anterioridad a su ingreso en la Orden franciscana empleó su juventud, como él mismo dice, “en cosas tocantes al servicio de la Corona real”.
El hecho de que no llegara a ser sacerdote más el dato de que el historiador Jerónimo de Mendieta, compañero suyo, lo catalogue en una ocasión entre los religiosos “pobres y sin letras” ha inducido a más de un biógrafo a opinar que su preparación intelectual debió ser más bien escasa.
Esta opinión no se conjuga con el hecho de que el mismo Mendieta afirme en otro pasaje que “aunque por su suficiencia pudiera ser del coro, no quiso sino ser lego, por su mucha caridad y maciza cristiandad”, razón que otros hacen consistir en su humildad o en su tendencia a padecer escrúpulos o problemas de conciencia.
Para otros, en cambio, esa formación intelectual debió ser esmerada si se tienen en cuenta su alcurnia, el desempeño de altos cargos en la Corte, las variadas y poderosas presiones que se le hicieron para que se ordenara de sacerdote y el dato aun más fundamental de que dominaba el latín, puesto que escribió cartas en ese idioma.
Siendo ya franciscano, Carlos V recibió una carta de Hernán Cortés en la que le informaba de la conquista de Tenochtitlan y le pedía que enviara misioneros para la evangelización de la futura Nueva España, a la que el Emperador accedió enviándole, “como primicia de su imperio”, a tres voluntarios franciscanos residentes en Gante: Johann Dekkers (españolizado, Juan de Tecto), superior de la casa, confesor del Emperador y exprofesor de la Sorbona; Johannn van der Awera (Juan de Aora), y el propio fray Pedro de Gante, quienes desembarcaron en Veracruz en agosto de 1523.
La circunstancia de que emprendieran este viaje seleccionados y autorizados únicamente por Carlos V, sin intervención del Papa o de algún superior de la Orden, hizo que muchos puristas de entonces no los consideraran como los primeros evangelizadores de México por carecer de la denominada “misión canónica”, aunque en realidad sí lo fueron.
A partir de su llegada a México, su actividad evangelizadora consistió, según el historiador Jerónimo de Mendieta, compañero suyo, en desarrollar su especialísima capacidad docente, en interesarse por el culto religioso y en dedicarse a la construcción de iglesias, de manera que “en estas obras y otras semejantes se ocupó los cincuenta años que vivió en esta tierra con grandísimo ejemplo y honestidad de su persona y con una libertad apostólica sin pretender otro interés más que la gloria y honra de Dios y la edificación de las almas mediante la cual fueron sin número las que ganó para Cristo”.
Tanto él como sus otros dos compañeros comenzaron estableciéndose de momento en Texcoco, pero con la diferencia de que mientras sus dos compañeros murieron en 1523 en el curso de la expedición que Hernán Cortés realizó a Las Hibueras (Honduras), él permaneció en esta ciudad tres años y medio, dedicado a aprender el castellano y el náhuatl.
Este aprendizaje lo tomó con tanto empeño que en 1527 envió ya a Flandes un catecismo escrito por él en náhuatl que fue editado en 1528, gesto al que en 1529 añadió la confesión propia de que solamente hablaba el náhuatl y el castellano, olvidado totalmente del flamenco, y comenzó muy pronto a evangelizar tanto en Texcoco como en Tlaxcala, así como a alfabetizar a los niños en la escuela elemental que fundó en la primera de esas dos ciudades.
Su estancia en Tlaxcala, adonde se desplazó por orden de sus superiores, fue breve pero lo suficiente para que al abandonar la ciudad muchos de sus habitantes salieran a recibirlo en la laguna grande de Texcoco “con una hermosa flota de canoas, haciéndole una hermosa fiesta, a manera de guerra naval, con sumo regocijo”.
Una vez destinado a la ciudad de México, hizo construir junto a la iglesia y convento franciscanos la tan célebre como “suntuosa y solemne” capilla de San José, con capacidad para casi cien mil personas, la cual estuvo a su cargo y le sirvió de modelo para levantar otro centenar de ellas en diversos lugares.
Al lado también de este mismo convento de San Francisco, fundó un hospital con capacidad para cuatrocientos enfermos, inducido no sólo por razones de caridad, sino también porque la práctica de esta virtud “ayuda —dice él— a la conversión”.
Al mismo tiempo, fundó también otra “gran” escuela de primera enseñanza para la alfabetización y cristianización de los niños, tanto en español como en latín, así como para iniciarlos en el canto, en régimen de internado.
No satisfecho con ello, levantó junto a la capilla de San José una serie de “aposentos” o locales destinados a que los jóvenes aprendieran o se perfeccionaran en los oficios “más comunes”, como eran los de cantero, sastre, zapatero, carpintero y pintor, e incluso otros de “mayor sutileza” que sin él y por diversas circunstancias nunca hubieran aprendido o terminarían olvidando si es que alguna vez los habían practicado.
Debido al doble hecho de que estos oficios resultaban económicamente provechosos y al de que los indígenas eran tan despiertos “como monas”, los indios no sólo los aprendían rápidamente, sino que se los “hurtaban” a los profesionales que llegaban de España en la creencia de que en México no encontrarían competidores.
Por añadidura, junto a esta escuela de artes y oficios, hizo edificar una habitación para él “recogerse a ratos entre día y allí se daba a la oración y lección y a otros ejercicios espirituales y a ratos salía a ver lo que los indios hacían”.
Por lo que se refiere al canto, el mismo Mendieta especifica que, una vez que aprendieron a escribir, los niños “comenzaron a pautar y apuntar así en canto llano como canto de órgano, y de ambos cantos hicieron gentiles libros y salterios de letra grande para los coros de los frailes y para sus coros de ellos con sus letras grandes muy iluminadas”.
En su entusiasmo por estos hechos, el mismo Mendieta añade que lo más notable de todo esto era que esos alumnos no necesitaban de nadie para que, por ejemplo, les encuadernase esos libros porque ellos mismos aprendieron a encuadernarlos.
Finalmente y respondiendo a las burlas que al tercer año de este aprendizaje hacían los españoles sobre la incapacidad de los nativos para el canto, reconoce que los indígenas no podían tener voces “tan recias ni tan suaves” como los españoles porque andaban descalzos, mal vestidos y desnutridos, pero que aun así no faltaban tampoco buenos cantores entre ellos.
En lo que se refiere al apostolado popular, es decir, entre los españoles, a pesar de que no era sacerdote se preocupaba personalmente de examinar a los que se disponían a contraer matrimonio (prueba irrefutable de su buena preparación intelectual) y de prepararlos para que se confesasen y comulgasen antes de recibir ese sacramento.
Incluso predicaba en la iglesia cuando, por la razón que fuera, no había ningún religioso que dominase el náhutal, dándose la (¿sospechosa?) “maravilla” de que, a diferencia de sus compañeros, “los indios lo entendían en su lengua como si fuera uno de ellos”.
En este mismo orden de cosas, él fue también el fundador de numerosas cofradías o hermandades entre los indios, se preocupó siempre por todos los aspectos del culto, como la debida actuación de los cantores y ministriles, la conservación y limpieza de los ornamentos para la celebración de las funciones religiosas en la capilla de San José, así como de las andas, cruces y ciriales necesarios para las procesiones.
En cuanto al apostolado ente los indígenas, él mismo afirma en 1529 que durante el día enseñaba a leer y a cantar, mientras que durante la noche enseñaba el catecismo y predicaba, a lo que en otra carta de ese mismo año añadía (con cifras más bien ponderativas) que él, junto con sus compañeros, habían bautizado en la provincia de México a más de doscientos mil indígenas, reconociendo expresamente que eran tantos que resultaba muy difícil determinar su número exacto.
A continuación, añadía que muchas veces bautizaban en un solo día a catorce mil y, en otros, a diez mil u ocho mil nativos.
Este apostolado no siempre lo realizaba él solo, sino que muchas veces lo hacía acompañado de los niños de su escuela.
En palabras suyas, también de 1529, en la ciudad de México tenía a su cargo a más de quinientos niños, de entre los cuales escogía a los cincuenta más capaces, a los que durante la semana ejercitaba en el sermón que ellos mismos debían pronunciar el domingo siguiente, ya que todos los domingos salían estos niños a predicar a lugares situados a “cuatro, ocho, diez y aun veinte o treinta leguas” de distancia de la capital, en las que, además de predicar, preparaban también a los nativos para el bautismo.
Refiriéndose a estos mismos niños, el obispo de México, fray Juan de Zumárraga, también franciscano, comunicaba en 1531 al Capítulo General de la Orden que se estaba celebrando en Toulouse (Francia) que “muchos de estos niños y otros mayores, saben bien leer, escribir, cantar y hacer punto de canto.
Y con grande alegría predican la palabra de Dios a sus padres, industriados para ello por los religiosos. Levántanse a media noche a los maitines y dicen el oficio entero de Nuestra Señora. Acechan con mucho cuidado donde tienen sus padres escondidos los ídolos y se los hurtan, y con fidelidad los traen a nuestros religiosos, por lo cual algunos han sido muertos inhumanamente por sus propios padres. Cada convento de los nuestros tiene [a iniciativa de Gante] otra casa junto para enseñar en ella a los niños, donde hay escuela, dormitorio, refectorio y su devota capilla”.
En otra ocasión añade que eran también los que informaban “a los mozos y mozas que se han de casar en las cosas de nuestra santa fe cristiana y cómo se han de haber en el santo matrimonio”.
Las esperanzas del propio Zumárraga en este sistema de educación las revela el hecho de que él mismo, cuando aún no existía la imprenta que él llegó a fomentar, encargó en 1538 a un profesional de Alcalá la impresión de doce mil cartillas.
A pesar de las muchas presiones que recibió para que se ordenara de sacerdote, nadie consiguió convencerlo, aunque entre quienes intervinieron en ello figuraron el papa Pablo III; el superior general de la Orden franciscana, Vicente Lunel, y el nuncio pontificio en España, mientras que Carlos V se proponía que, una vez ordenado, el Papa lo nombrara arzobispo.
Firme en su humilde estado de hermano lego pero amado y admirado por los indígenas, falleció en la ciudad de México en 1572.
Todavía viviendo él, el arzobispo de México, Alonso de Montúfar, lo definió diciendo: “Yo no soy arzobispo de México, sino Fr. Pedro de Gante, lego de San Francisco”.
Como escritor, fue autor, además de varias cartas ya publicadas, de una Doctrina cristiana en lengua mexicana, editada en México en 1553, calificada por Mendieta de “copiosa doctrina”, aunque él era hermano lego, más una Cartilla para enseñar a leer nuevamente enmendada y quitadas todas las abreviaturas que antes tenía (sorprendente en un flamenco), unos Versos religiosos en mexicano, que permanecen inéditos, y sobre todo el celebérrimo Catecismo en pictogramas (hasta hace poco denominado Catecismo en jeroglíficos) del que de conservan dos ejemplares en Madrid, uno de los cuales está integrado por 88 páginas de 8 por 7,5 centímetros y un total de 1162 figuras, mientras que el otro lo integran 1102.
En ambos se representan los principales aspectos del cristianismo, como la señal de la cruz, los mandamientos, los sacramentos, las obras de misericordia, varias oraciones y un brevísimo resumen de la doctrina cristiana por preguntas y respuestas.
Obras de ~: Cartas de fray Pedro de Gante (ed. F. de J. Chauvet, México, C.E.H. Fr. Bernardino de Sahagún, 1951); Doctrina christiana en lengua mexicana, México, 1553 (ed. facs. de E. de la Torre Villar, México, C. E. H., Fr. Bernardino de Sahagún, 1982); Cartilla para enseñar a leer, nuevamente enmendada y quitadas todas las abreviaturas que antes tenía, México, 1569; El catecismo en pictogramas de fray Pedro de Gante (ed. de J. Cortés Cabanillas, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1987); Versos religiosos en mexicano (inéd.).
Bibl.: E. Chávez, Fray Pedro de Gante. El ambiente geográfico, histórico y social de su vida y su obra, México, Jus, 1943; M. Rodríguez Pazos, “Los franciscanos y la educación literaria de los indios mejicanos”, en Archivo Ibero-Americano, (Madrid), 13 (1953), págs. 1-59; Fray Pedro de Gante y la evangelización de los indios, México, Jus, 1962; “Los misioneros franciscanos de Méjico y la enseñanza técnica que dieron a los niños”, en Archivo Ibero-Americano (AIA) (Madrid), 33 (1973), págs. 149-190; E. de la Torre Villar, Fr. Pedro de Gante, maestro y civilizador de América, México, Seminario de Cultura Mexicana, 1973; V. Martínez Gracia, Fr. Pedro de Gante, primer maestro del continente iberoamericano, Valencia, Unión Misional Franciscana, 1989; J. González Rodríguez, “Los franciscanos y la cultura en México”, en AIA (Madrid), 52 (2002), págs. 1-224.
Pedro Borges Morán