Olmos, Andrés de. Comarca de Oña (Burgos), c. 1485 – Tampico (México), 8.X.1571. Misionero franciscano (OFM) de México, etnógrafo y políglota indigenista.
Según su primer y lacónico biógrafo, el historiador franciscano Jerónimo de Mendieta, compañero suyo, “fue natural de la tierra de Burgos, cerca de Oña, hijo de honestos y muy cristianos padres”, sin que hasta el momento se haya podido identificar ese lugar concreto, como tampoco se ha podido concretar el año de su nacimiento porque tampoco lo especifica su biógrafo, el cual solamente consigna el dato cronológico de que, tras su llegada a México en 1528 permaneció en Nueva España durante cuarenta y tres años.
Esta misma circunstancia obliga a opinar que sus padres debieron de fallecer prematuramente, puesto que pasó parte de su niñez con una hermana suya que vivía, casada, en la localidad vallisoletana de Olmos, de la que él tomó siempre su apellido, que es toponímico, no patronímico.
Parece asimismo que esta hermana debía de disfrutar de una buena situación económica porque sólo así se explica que su hermano pudiera dedicar su juventud a estudiar (tampoco se especifica dónde ni cuánto tiempo) Cánones y Leyes, es decir, lo que hoy se denominan Derecho Eclesiástico y Derecho Civil, estudio que, si tenía carácter universitario, lo más probable es que lo realizara en la Universidad de Valladolid o incluso en la de Salamanca.
Sin que se sepa tampoco si llegó a concluir o no estos estudios, a la edad de veinte años ingresó en la Orden Franciscana en el Convento que esta Orden tenía en Valladolid, cuya proximidad al también franciscano del Abrojo (Burgos) le permitió conocer a fray Juan de Zumárraga, superior del Convento burgalés, el cual, autorizado por el oficio de la Inquisición, lo asoció a su labor de “castigar a las brujas de Vizcaya”, de la misma manera que, concluida esta labor, lo escogió también para que lo acompañara a México cuando en 1528 se dirigió a esta ciudad, con el carácter de nuevo y primer obispo de la misma, para tomar posesión de su sede.
A pesar de ello, parece que, una vez en México, la relación amistosa entre ellos debió de enfriarse o tal vez no encontró ya ocasiones de manifestarse porque ambos se vieron obligados a seguir caminos totalmente distintos. Sin embargo, también es cierto que, como excepción, el nuevo obispo Zumárraga volvió a recurrir a él en 1534 para que, especializado como estaba en estos menesteres después de su pasada actuación en Vizcaya, estudiara en Cuernavaca el caso de quienes afirmaban con aparente seriedad que habían visto al demonio disfrazado de cacique indígena.
Poco tiempo después de su llegada a México emprendió un viaje a Guatemala, donde permaneció poco tiempo, durante el cual pudo entrevistarse en 1529 con el también franciscano Toribio de Benavente o Motolinia, futuro etnógrafo como él.
En su calidad de misionero de Nueva España, labor a la que consagró los cuarenta y tres años restantes de su vida, una de sus primeras actividades consistió en firmar en 1533 una carta colectiva de todos los franciscanos contra la práctica de esclavizar a los indios.
Sin embargo, su característica principal fue la dedicación al estudio de las lenguas indígenas como medio indispensable para la evangelización, razón por la cual desde el primer momento se propuso aprender los idiomas más extendidos en las principales regiones novohispanas, que fueron, en lenguaje de Mendieta, el mexicano, el totonaca, el tepehua y el huasteca.
Su dedicación a esta faceta del apostolado le creó la fama de que llegó a ser el mejor conocedor de los idiomas indígenas novohispanos contemporáneos suyos, conocimiento que, además de capacitarlo para evangelizar en su propia lengua a los hablantes de los varios idiomas que conocía, le permitió elaborar en uno de ellos, concretamente en el mexicano, la gramática o “arte más copioso y provechoso de [todos] los que se han hecho”, así como un vocabulario y otras muchas obras, lo mismo que hizo en la lengua totonaca, en la huasteca y la chichimeca porque permaneció mucho tiempo entre esta tribu.
Precisamente “por ser la mejor lengua mexicana que entonces había”, el presidente de la segunda Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal, y el superior de los franciscanos de ese mismo territorio, Martín de Valencia, le encargaron tan pronto como en 1533, es decir, a los cinco años de su llegada a México, que elaborase “un libro” o tratado en el que recogiera las “antigüedades”, es decir, las tradiciones, costumbres y creencias de los indígenas, prestando especial atención a las de los habitantes de las ciudades de México o Tenochtitlan, Tezcoco y Tlaxcala, es decir, a las más importantes de la región central de Nueva España, para que “de ello hubiese alguna memoria”.
El objetivo de esta investigación era triple: “Para que de ello hubiese alguna memoria”, para que “lo malo y fuera de tino se pudiese mejor refutar” y para que “si algo bueno se hallase se pudiese notar, como se notan y tienen en memoria muchas cosas de otros gentiles”.
De este “libro” o tratado tomó el propio Mendieta las descripciones que inserta en 1596 en su Historia Eclesiástica Indiana de las creencias religiosas de los indígenas, de la creación del primer hombre, del sol y del resto de las criaturas, así como de lo referente a la muerte de los dioses y, como cabe de suponer, de la llegada a México de los indígenas y de su historia.
Este Tratado de las Antigüedades Mexicanas lo concluyó en Tepepulco en 1539 después de seis años de trabajo, realizado a base, como él mismo afirma, de “todas las pinturas que los caciques y principales de esas provincias tenían de sus antiguallas”, así como de las respuestas que le dieron a todas sus preguntas los más ancianos de la región, pero siguiendo el criterio de no dar por válidas sino aquellas respuestas en cuyo contenido coincidían plenamente todos los interrogados sin que se hubieran puesto de acuerdo anticipadamente.
Respecto de estas últimas, el propio Olmos confesaba que la que más satisfacción le produjo fue la de un indio principal de Tezcoco ya avanzado de edad y llamado don Andrés, el cual, ante la pregunta sobre qué sabía acerca de la llegada de sus ancestros al territorio, le relató pormenorizadamente la historia de su pueblo. En este mismo orden de cosas, él mismo pudo comprobar también cómo en una ocasión le habían dado en Tezcoco una versión sobre la creación del primer hombre que no coincidía con la que otro interlocutor le proporcionó posteriormente a base de las pinturas que le mostró.
Una vez concluida la labor investigadora, elaboró hacia 1539 un volumen muy “copioso” del que, como medida de precaución, además del original hizo de él tres o cuatro copias, ejemplares que, por razones que se ignoran, los remitió a España, a pesar de que se los habían encargado el presidente de la Audiencia mexicana y el superior de los franciscanos con los tres objetivos concretos ya aludidos anteriormente y aplicables más bien en Nueva España que en la Península, pero no llegaron a esta última porque se perdieron en el trayecto.
Incomprensiblemente, igual suerte corrió el original, el cual desapareció tras habérselo entregado a un religioso no especificado que se disponía a viajar a España, con lo que el propio autor se quedó sin ningún ejemplar.
Su labor habría resultado totalmente nula si no hubiera sido porque, transcurridos varios años, algunos importantes personajes españoles, entre ellos un obispo, sabedores de que había elaborado dicho tratado, acudieron a él en demanda de un ejemplar, razón por la cual elaboró un resumen o “recopilación” de lo que había escrito anteriormente, lo que pudo hacer porque recordaba perfectamente lo escrito “por haberlo inquirido diversas veces con mucho cuidado y haberlo escrito y tratado de ello en largo tiempo muchas veces”.
Este resumen es el que obró en poder de Jerónimo de Mendieta, y a base del cual y de otras fuentes, como los escritos de esta misma índole del también franciscano Toribio de Benavente o Motolinia, recogió las noticias que proporciona en su Historia eclesiástica indiana sobre las creencias de los mexicanos acerca de sus dioses o demonios, de la creación del mundo y de sus leyendas o relatos de carácter histórico.
Otra faceta de su labor evangelizadora la constituyó su enseñanza del Latín (se ignora asimismo cuándo y durante cuánto tiempo) en su calidad de profesor de esta asignatura en el célebre Colegio-Seminario de Tlatelolco para jóvenes indígenas inaugurado en las afueras de las capital mexicana por los franciscanos el 6 de enero de 1536, labor en la que estuvo precedido por los también franciscanos Arnaldo de Bassacio y Bernardino de Sahagún.
De su labor directamente evangelizadora, es decir, de la dedicada a la conversión de los indígenas mediante la predicación del Evangelio, se sabe que de 1539 a 1554 se dedicó a la evangelización de los indios en Hueytlalpan, donde además fundó un hospital, colaboró en la construcción del Convento franciscano de Tecamachalco, procesó por idólatra y polígamo al cacique de una población cercana y elaboró su Arte de la lengua totonaca, la que dominaba a la perfección.
Tras haber evangelizado en las sierras de Tuzapan, desde 1554 en adelante lo hizo en la costa de la Huasteca o golfo de México y más concretamente en las comarcas de Pánuco y Tampico, para llegar finalmente hasta los chichimecas. En esta misma región de la Huasteca, de la que se considera el apóstol por antonomasia, fundó hacia esa misma fecha en las riberas del río Pánuco la denominada Custodia de Tampico, circunscripción geográfica de la Orden Franciscana que, por carecer de personal suficiente para ello, no alcanzaba la categoría de provincia. Aunque tampoco se dice, teniendo en cuenta su carácter de fundador cabe pensar que en un principio fue también superior de los restantes franciscanos que evangelizaran dentro de los límites de esa circunscripción, así como que permaneciera en ese cargo hasta su fallecimiento, ya que la duración en el mismo era entonces de tres años como mínimo.
Paradójicamente, la evangelización de esta última tribu de chichimecas se convirtió en una tragedia para él porque el posterior levantamiento de estos indígenas a los que él había convertido le hicieron incurrir en una enfermedad que aquel mismo año de 1571 lo llevó a la muerte en Tampico, al reventársele una “apotegma”, causada por sus muchos y continuos trabajos. Aparte de una extraña traducción al castellano de la obra De haeresibus, del también franciscano Alonso de Castro, hecha “con gran cuidado y artificio, con mucha erudición y doctrina” (Mendieta), y de “dos espístolas de dos judíos rabíes”, labor emprendida para que ningún compañero suyo incurriese en la ociosidad, fue autor de “muchos tratados en diversas lenguas”.
En lengua mexicana o náhuatl, elaboró en 1547 un Arte de la lengua mexicana, calificado por Mendieta como “el arte más copioso y provechoso de los que se han hecho”, en el cual distingue las “maneras de hablar comunes”, las “maneras de hablar que tenían los viejos en sus pláticas antiguas” y “la plática que hace el padre al hijo amonestándole que sea bueno”; un Vocabulario de la lengua mexicana; un Auto del juicio final, compuesto en 1553, que fue representado en México ante el virrey, Antonio de Mendoza, el obispo, fray Juan de Zumárraga, y un numeroso auditorio indígena; un Libro de los siete sermones principales sobre los siete pecados mortales, escrito entre 1551 y 1552, pero que es una refundición en náhuatl de otro sermonario de san Vicente Ferrer; un Tratado de los sacramentos; un Tratado de los sacrilegios; un Tratado de las hechicerias y sortilegios, escrito en Hueytlapan en 1533 e inspirado en el Tratado muy sutil y bien fundado de las supersticiones, hechicerías y varios conjuros y abusiones, del también franciscano Martín de Castañeda; y finalmente unas Pláticas (o huehuetlatolli) que los padres y madres hicieron a sus hijos y a sus hijas y los señores a sus vasallos, todas llenas de doctrina moral, y política, editadas en México en 1599.
En otras lenguas mexicanas distintas del náhuatl escribió un Arte, un Vocabulario, un Confesonario y una Doctrina en lengua huasteca, más un Arte y un Vocabulario de la lengua totonaca.
Jerónimo de Mendieta lo describe físicamente como de mediana estatura y buena complexión, apto para cualquier trabajo y sufrimiento corporal, por lo que pudo escoger para su labor evangelizadora las tierras más ásperas y más necesitadas de misioneros, las que recorrió siempre a pie y a costa de trabajos y calores “insufribles”. En cuanto a sus cualidades morales afirma que, si se examinan detenidamente su vida, sus penitencias y sus obras heroicas, “se hallará haber sido uno de los muy perfectos religiosos que ha tenido esta Nueva España”.
Por su parte, el dominico fray Bartolomé de las Casas, con el que Olmos mantenía correspondencia, afirma de él que, según una carta que le había escrito en 1555, había hecho “gran fruto en los indios, mayormente en los que tienen tierra más trabajosa y otra donde no es para fraile que lo pueda sufrir” por las asperezas de la tierra y la fiereza de sus habitantes, táctica que se corresponde con la aludida también por Mendieta y que iba dirigida a evitar que los religiosos de su misma provincia lo nombraran prelado.
Obras de ~: Tratado de las hechicerias y sortilegios, Hueytlapan, 1533; Tratado de las antigüedades mexicanas, Tepepulco, 1539 (desapar.); Arte de la lengua mexicana, 1547; Auto del juicio final, 1553; Pláticas (o huehuetlatolli) que los padres y las madres hicieron a sus hijos y sus hijas y los señores a sus vasallos, todas llenas de doctrina moral y política, México, 1599; Pláticas (o huehuetlatolli) que los padres y madres hicieron a sus hijos y a sus hijas y los señores a sus vasallos, todas llenas de doctrina moral, y política, México, 1599; Gramática de la lengua mexicana (en francés), París, 1875; Vocabulario de la lengua mexicana (en francés), París, 1875 (México, 1889); Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos, texto náhuatl, con ed., intr. y notas de Jorge Baudot, México, Ed. Libros de México, 1979; Historia eclesiástica indiana, s. f.; Arte de la lengua totonaca, s. f.; Vocabulario de la lengua mexicana, s. f.; Libro de los siete sermones principales sobre los siete pecados mortales, s. f.; Tratado de los sacramentos, s. f.; Tratado de los sacrilegios, s. f.; Arte, Vocabulario, Confesonario y doctrina en lengua huasteca, s. f.; Arte y Vocabulario de la lengua totonaca, s. f.
Bibl.: J. Meade, “Fr. Andrés de Olmos, OFM”, en Memorias de la Academia Mejicana de la Historia (MAMH) (México) 9 (1950), págs. 374-465; M. E. de Jonghe, “Histoire du Mexique. Manuscrit francais inédit du xvi siècle, traduit par A. Thevet”, en MAMH, 20 (1961), págs. 183-210; G. Baudot, “Apariciones diabólicas en un texo náhuatl de Fr. Andrés de Olmos”, en Estudios de Cultura Náhuatl (México), 10 (1972), págs. 349-357; J. K. Wilkerson, The ethnographic works of Andrés de Olmos, precursor and contemporary of Sahagún, Albuquerque, Unversity of New México, 1974; G. Baudot, “Fr. Andrés de Olmos y su Tratado de los pecados mortales en lengua náhuatl”, en Estudios de Cultura Náhuatl (ECN) (México), 12 (1976), págs. 33-59; J. García Quintana, “Exhortación de un padre a su hijo. Texto recogido por Andrés de Olmos” y L. Manrique Castañeda, “Fr. Andrés de Olmos. Notas críticas sobre su lingüística”, en ECN, 15 (1982); A. L. López, “Breve semblanza del franciscano oniense Fr. Andrés de Olmos, políglota de lenguas indígenas, escritor, santo”, en VV. AA., Evangelización y Cultura en la América del siglo xvi. Población y evangelización en Hispanoamérica, Burgos, Aldecoa, 1987, págs. 299-317; R. Gullón (dir.), Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana, Madrid, Alianza Editorial, 1993, págs. 1166-1167.
Pedro Borges Morán