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Martín de Valencia

Biografía

Valencia, Martín de. Valencia de Don Juan (León), 1474 – Ciudad de México (México), 1534. Franciscano (OFM), iniciador de la evangelización de México.

Nació en 1574 en Valencia de Don Juan (León), lugar del que tomó su apellido. Ingresó en la Orden Franciscana en el Convento de Mayorga, en el que, siendo aún novicio, leyó la obra titulada Libro de las conformidades de San Francisco, lectura que lo indujo a practicar la pobreza franciscana en el máximo grado posible, para lo cual recorrió varios conventos de Galicia, Extremadura y Portugal hasta que terminó estableciéndose en la aldea cacereña de Belvís de Monroy.

En ella fundó un convento en el que permaneció seis años y desde el cual en 1511 intentó trasladarse a Marruecos para sufrir el martirio pero que, disuadido de ello, en 1516 fundó la austerísima custodia franciscana de San Gabriel de Extremadura (elevada a provincia en 1518), futuro plantel de evangelizadores mexicanos de los que él mismo comenzaría siendo el protagonista y del que además fue elegido superior.

Su incardinación en este proceso evangelizador obedeció a circunstancias especiales. Durante algún tiempo se creyó que lo originó una carta de Hernán Cortés en la que solicitaba franciscanos para México, opinión expresamente refutada por el historiador franciscano Jerónimo de Mendieta, biógrafo y compañero suyo. La incardinación obedeció a que los también franciscanos Juan Clapion, flamenco, y Francisco de los Ángeles Quiñones, hermano del conde Luna, solicitaron del superior general de la Orden Franciscana y luego del Papa licencia para dirigirse a México en calidad de misioneros. La petición les fue otorgada por el Papa en abril de 1521, por lo que se dirigieron inmediatamente a España para embarcarse con destino a México, lo que no pudieron hacer, entre otras causas, porque, con sorpresa para él mismo, Quiñones fue elegido superior general de toda la Orden y Clapion murió en ese intervalo. Ante ello, Quiñones escogió para que viajara en su lugar a fray Martín de Valencia, superior de la provincia de San Gabriel, del que tenía óptimas referencias.

Adoptada esta decisión, Quiñones se dirigió a Belvís para comunicársela al interesado y encargarle que reuniera a otros once franciscanos (para completar el número de doce, como los apóstoles) para dirigirse a México. Una vez completada esta cifra, fray Martín viajó al Convento de Hornachuelos (Córdoba), donde le esperaba Quiñones para entregarle en mano una instrucción sobre lo que debían hacer él y sus compañeros, así como una “obediencia” o documento oficial mediante el cual le daba carácter oficial al viaje de sus destinatarios.

La instrucción, redactada en castellano y firmada en Hornachuelos el 4 de octubre de 1523, dedica su primera mitad a consideraciones de índole espiritual para luego impartirles una serie de preceptos: primero, que fueran conscientes de que iban enviados “por el mérito de la santa obediencia”; segundo, que su conducta no se apartara del objetivo al que iban destinados; tercero, que su superior se denominaría “custodio [superior] de la custodia [circunscripción geográfica] del Santo Evangelio”; cuarto, que quienes fueran remitidos a España por el custodio fueran recibidos en su antigua provincia como hijos de ella, es decir, como si no la hubieran abandonado; quinto, que cuando el custodio cumpliera el trienio de su oficio se eligiera a otro en conformidad con determinadas normas, que se especifican; sexto, que vivieran todos, a poder ser, en una misma ciudad o al menos de dos en dos o de cuatro en cuatro; y séptimo, que para no perder el mérito de la santa obediencia cuando viajaran dos de ellos juntos, nombrara el custodio a uno ellos prelado de su compañero. El documento termina advirtiendo que omite otras “peculiaridades” hasta conocer mejor lo que conviniera legislar.

La “obediencia”, redactada en latín y traducida por Mendieta, está fechada en Hornachuelos el 3 de octubre de 1523 y comienza enumerando a sus doce destinatarios.

Sus nombres y apellidos son estos: Francisco de Soto, Martín de La Coruña, José de La Coruña, Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo y Toribio de Benavente, “predicadores y también confesores doctos”; García de Cisneros y Luis de Fuensalida, “predicadores”; Juan de Ribas y Francisco Jiménez, “sacerdotes”; Andrés de Córdoba y Bernardino de la Torre, “religiosos legos devotos”, de los que el último no llegó a viajar “porque pareció que no era digno del apostolado” y fue sustituido por Juan de Palos, con lo que se recuperó el número de los apóstoles y se consagró definitivamente su denominación de “los Doce”, locución que se comenzó a emplear desde entonces para designarlos de manera conjunta.

A continuación se detiene en varias consideraciones religiosas para finalmente pasar a la parte dispositiva, en la que: en primer lugar, los envía oficialmente a evangelizar en México; en segundo término, los declara subordinados a fray Martín de Valencia “como a su pastor y verdadero prelado”; a este último, en tercer lugar, lo nombra (como en la instrucción) “custodio”, es decir, superior de toda la Orden en México, directamente dependiente del superior general de toda la Orden y, en determinados asuntos, también del comisario de España; como cuarta disposición, ordena a todos los expedicionarios que obedecieran a fray Martín de Valencia; y en quinto lugar, delega en este último todas las facultades propias del superior general de toda la Orden, con la única excepción de dos casos concretos: el de recibir a mujeres para ingresar en la Orden de las clarisas y el de absolver de las consecuencias derivadas de la pena de excomunión a los que les fuera impuesta. Llegado el momento se dirigieron a Sanlúcar de Barrameda, donde se hicieron a la mar el día 25 de enero de 1524. Desde allí se dirigieron a la isla canaria de la Gomera y, tras una segunda escala en San Juan de Puerto Rico, de una tercera en La Española (República Dominicana) y una cuarta en Cuba, desembarcaron en San Juan de Ulúa (México) el día 13 de mayo de 1524.

Al tener noticia de la llegada de la expedición a ese último puerto, Hernán Cortés, que desde hacía tres años estaba a la espera de que le enviaran misioneros franciscanos, envió al encuentro de los Doce a uno de sus criados llamado Juan de Velázquez con el objeto de que les diera la bienvenida y les ayudara en lo que necesitaran para recorrer las sesenta leguas que los separaban de la Ciudad de México. Simultáneamente convocó a su presencia a los caciques y principales de las mayores ciudades del centro de la región para ordenarles que acudieran a recibir a los Doce a su llegada a Tenochtitlan.

Estos últimos, tras detenerse unos días en Tlaxcala y sorprender con su atuendo y comportamiento a los indígenas que iban encontrando por el camino, llegaron a la capital azteca el 17 de junio de 1524. Allí, ante una multitud de nativos nobles y plebeyos, fueron recibidos por Hernán Cortés, quien, hincado de rodillas, fue besando la mano a cada uno de los religiosos, lo que hicieron también el célebre Pedro de Alvarado y los restantes españoles que estaban presentes, en un gesto que los contemporáneos, incluido el célebre historiador Bernal Díaz del Castillo, no se cansan de elogiar y que actualmente se suele interpretar como una iniciativa genial desde el punto de vista psicológico. Acto seguido, tomó la palabra él y, dirigiéndose a los a los atónitos indígenas, les advirtió que no se maravillaran de ese recibimiento, puesto que él mismo, no obstante ser capitán general, gobernador y lugarteniente del emperador del mundo, les rendía también obediencia y se sometía a ellos. Posteriormente ordenó a los caciques y principales de la ciudad que se congregaran para escuchar a los religiosos, quienes, por medio del intérprete Jerónimo de Aguilar, explicaron a los indígenas la finalidad evangelizadora de su llegada a México. Luego, en días sucesivos les fueron explicando “toda la doctrina que de nuevo se debía enseñar a los indios” en una serie de “pláticas” (así denominadas desde entonces) que posteriormente fueron recogidas por el también franciscano Bernardino de Sahagún.

En realidad, estas “pláticas” no fueron los primeros sermones pronunciados en México porque estos Doce estuvieron precedidos por los también franciscanos Diego Altamirano y Pedro de Melgarejo, que habían llegado con Cortés, así como por los flamencos Juan Dekkers o de Tecto, profesor de Teología durante catorce años en la Sorbona, Juan de Awera o Ahora y Pedro de Gante, quienes se establecieron en Texcoco. Sin embargo, no son ellos sino los Doce a los que se les suele aplicar el calificativo de padres de la Iglesia mexicana, porque los primeros no gozaron de la denominada misión canónica para evangelizar por no haber llegado a México autorizados por el Papa.

Un comienzo tan favorable para la evangelización no duró más que seis meses, porque, al ausentarse Cortés de México en ese mismo año, los españoles residentes en la ciudad se declararon la guerra entre sí por intereses personales hasta el punto de poner la tierra en peligro, al mismo tiempo que se vieron libres de trabas para abusar de los indígenas.

La gravísima situación creada por este motivo obligó a los franciscanos a intervenir, lo cual indujo a esos mismos españoles a enemistarse con ellos y a tratar de desprestigiarlos por todos los medios, incluso ante la Corona, por lo que fray Martín se vio obligado a amenazarlos con las facultades de delegado pontificio de las que disponía, si bien al final prefirió que los Doce se volcaran más bien en los indígenas que en los españoles para así recuperar la tranquilidad. Probablemente fue la autoridad dimanada de esas facultades y de su cargo de custodio lo que le abrió el camino para presidir (y tal vez, convocar) la primera junta apostólica de México, celebrada a finales de 1524, a la que asistieron Hernán Cortés, varios franciscanos, cinco sacerdotes seculares y tres o cuatro letrados. En ella se abordó el principal problema que en ese momento se planteaba en México, que era el de la metodología misional, por lo que se estudiaron los temas de la administración de los sacramentos del bautismo, confirmación y comunión, así como el modo de proceder en la enseñanza de la doctrina cristiana. Por esta misma razón también convocó y presidió la junta apostólica de 1526, en la que participaron otros cinco franciscanos, todos ellos superiores de su respectivo convento, en la que se abordó el delicado problema de los repartimientos y encomiendas. También en su calidad de custodio estuvo presente en la junta eclesiástica de 1531 acompañado de otros dos franciscanos, a pesar de que en ésta ya participaron dos obispos, uno de los cuales era el también franciscano Juan de Zumárraga.

Normalizada la situación, fray Martín, en su calidad de superior de todos los franciscanos destacados en México, los reunió para que eligieran a otro custodio, a lo que ellos se negaron, razón por la cual él mismo tomó en 1525 la decisión de quedarse en la capital con cuatro y distribuir a los restantes por las ciudades de Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo, a los que desde entonces él fue a visitar con frecuencia. Lo que no pudo hacer fue dedicarse él personal y directamente a la evangelización de los adultos porque, dada su edad de cincuenta años, no se sentía capacitado para aprender el náhuatl, por lo que se dedicaba a alfabetizar a los niños y a catequizarlos a ellos y a los adultos por medio de intérpretes. Por indicación suya, sus compañeros y subordinados iniciaron la evangelización comenzando por la educación y cristianización de los niños de la nobleza, como ya habían hecho también a comienzos de siglo los franciscanos de La Española y como se hizo en adelante en toda la América española, labor docente que se simultaneó con la erradicación de la idolatría, tarea en la que los religiosos estuvieron acompañados por esos mismos niños, algunos de los cuales hasta llegaron a perder la vida por ello.

Refiriéndose a esta evangelización inicial el propio fray Martín afirma en una carta de 1531 que para esa fecha todos los franciscanos habían aprendido “diversas lenguas” indígenas, en las que predicaban; que en unos conventos educaban a quinientos niños y en otros a más; y que, sin exagerar, calculaba en más de un millón el número de indígenas bautizados por los franciscanos hasta entonces. A partir de este momento, su vida ya sólo es conocida a retazos. En este sentido cabe deducir que permaneció en su oficio de superior o custodio, que duraba tres años, hasta 1527, razón por la cual podía ser en 1529 superior del convento de Tlaxcala, así como titularse de nuevo custodio en 1531. En este mismo sentido, fray Toribio de Benavente o Motolinía, que fue uno de los Doce, afirma que fray Martín vivió en Nueva España diez años, de los que durante seis fue provincial (técnicamente, custodio) y durante los restantes cuatro superior del Convento de Tlaxcala, edificado por él mismo y en el que enseñaba a leer a los niños incluso en latín Por idéntica razón, en 1533 podía titularse de nuevo custodio y delegar en otro el oficio para trasladarse al puerto de Tehuantepec a fin de embarcarse para China junto con otros siete compañeros, confiado en la promesa que le hizo Cortés de que le proporcionaría las naves necesarias para ello, promesa que no pudo cumplir, por lo que a los siete meses se vio obligado a regresar a su lugar de residencia, en este momento, Tlalmanalco, viaje que por ser cuaresma lo realizó a pie, “descalzo, la pierna arrastrando y los pies corriendo sangre”.

Poco después, ahora ya en la capital, tras haber sufrido un alarmante dolor de cabeza, falleció de “un dolor de costado” en 1534. Aunque no ha sido canonizado, todos sus contemporáneos lo consideraron santo y así lo denominan cuando se refieren a él.

 

Bibl.: J. M. Pou y Martí, “El libro perdido de las pláticas o coloquios de los doce primeros misioneros de México”, en Miscellanea Francesco Ehrle, vol. III, Roma, 1924, págs. 281-333; A. López, “Vida de Fr. Martín de Valencia escrita por su compañero Fr. Francisco Jiménez”, en Archivo Ibero-Americano (Madrid) 21 (1926), págs. 48-83; B. Salazar, Los doce primeros apóstoles franciscanos en Méjico, México, Porrúa, 1943; S. Escalante Plancarte, Fr. Martín de Valencia, México, Porrúa, 1945; J. Meseguer Fernández, “Contenido misionológico de la Obediencia e Instrucción de Fr. Francisco de los Angeles”, en The Americas (Washington), 11 (1954-1955), págs. 473-500; E. Gutiérrez, Los doce apóstoles de Méjico, Madrid, Espasa Calpe, 1961; P. de Pobladura, Fray Martín y México, León, 1980; S. Rodicio García, “Obediencia e Instrucción a los doce apóstoles de Méjico según el MS. 1.600 de Viena”, en Congreso Franciscanos extremeños en el Nuevo Mundo. Actas y estudios, Guadalupe, Monasterio, 1986, págs. 295-434; M. Andrés Martín, “Antropología de los doce apóstoles de Méjico y su vinculación con Extremadura”, en VV. AA., Hernán Cortés y su tiempo (congreso), vol. I, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1987, págs. 448-460; “La espiritualidad de los doce apóstoles de México en Extremadura y en Nueva España”, en VV. AA., Actas del Congreso Franciscanos extremeños en el Nuevo Mundo, Guadalupe, Monasterio, 1987; “En torno a la últimas interpretaciones de la primitiva acción evangelizadora franciscana en México”, en J. I. Saranyana (dir.), Evangelización y teología en América (siglo xvi), vol. II, Pamplona, Universidad de Navarra, 1990, págs. 1345-1370.

 

Pedro Borges Morán