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Pío Tristán y Moscoso

Biografía

Tristán y Moscoso, Pío. Arequipa (Perú), 11.VII.1773 – 1860. Militar, último virrey del Perú y, años más tarde, presidente del Estado Sud-Peruano.

Hijo de militar, nacido en una familia tradicional y de fortuna, era descendiente de los Borja de Valencia y estaba muy orgulloso de su pertenencia a este linaje de papas y cardenales, incluyendo un santo como san Francisco de Borja, duque de Gandía y virrey de Cataluña antes de entrar en la Compañía de Jesús, así como un virrey del Perú, Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache.

Personaje controvertido, complejo, parece extraído de una novela latinoamericana, con una personalidad elusiva, sus actos están siempre impregnados de ambigüedad y son susceptibles de diferentes y hasta contradictorias interpretaciones que se balancean entre el servicio del interés público y el beneficio del interés privado, la lealtad y el acomodo, la generosidad y la ambición económica, la fidelidad a la ley y la manipulación jurídica.

Pasó a España con su regimiento con el grado de subteniente. Su hermano mayor, Mariano, quien residía en Madrid, aprovechó para enviarlo a estudiar a Francia a fin de que recibiera una educación científica. La Revolución lo obligó a retornar a España.

Entró a formar parte de las guardias valonas y participó en la guerra del Rosellón donde fue nombrado capitán. Decide regresar al Perú, pero en el camino se queda en Buenos Aires como ayudante del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena, sirviéndole con una lealtad a toda prueba durante varios años hasta la trágica muerte del virrey por un accidente de cabalgadura. Tristán pasa a establecerse en el Perú, donde formó parte del Ejército realista comandado por su primo, general José Manuel de Goyeneche, en su campaña al Alto Perú en 1811.

Esta campaña fue al mismo tiempo exitosa y desafortunada para Tristán. Aun cuando el Alto Perú (hoy Bolivia) había sido por entonces desprendido del Perú e incorporado a la jurisdicción del Virreinato de La Plata, el virrey del Perú, José Fernando de Abascal y Souza, decidió anexar de nuevo esa zona temporalmente al Perú a fin de evitar que cayera en manos de los exitosos revolucionarios platenses y que ello a su vez pusiera en peligro el virreinato peruano. Para este efecto, encomendó al general Goyeneche que se encargara de debelar las revueltas de La Paz (hoy Bolivia) y de hacer retroceder a las fuerzas argentinas. La batalla más importante tuvo lugar en Guaqui el 20 de mayo de 1811 y después de una ardua y valiente lucha de ambos lados, venció el Ejército realista. Tristán participó en ella con el rango de mayor general y comandó una división que tuvo un papel decisivo en la lucha. Mendiburu califica su actuación como de “mucha intrepidez” y agrega que ella “contribuyó eficazmente a la victoria” de las fuerzas realistas. Esta victoria hizo merecedor a Goyeneche del título de conde de Guaqui.

A partir de ahí el avance realista fue fácil y Goyeneche entró en forma triunfal en La Paz y Oruro. Al dirigirse a Cochabamba, fue emboscado por los insurgentes en Sipe Sipe. Sin embargo, nuevamente con la ayuda decidida de Tristán, ya ascendido a brigadier, quien comandaba una de las alas, se produjo una segunda victoria realista. Más tarde el Ejército realista entraba en Potosí.

Tristán asumió el mando de una división de vanguardia conformada por cuatro batallones, mil doscientos caballos y diez piezas de artillería. Debido a su exceso de celo en la defensa de la Corona y a su audacia militar, decidió avanzar con su ejército hasta Tucumán sin haber recibido la orden de Goyeneche y aun cuando el virrey Abascal era de opinión de no seguir adelante. A su paso encontró la tierra arrasada, sin caballos ni ganado ni granos, por órdenes del jefe insurgente, general Belgrano. Le faltaba agua y aprovisionamiento. Dado su temperamento aguerrido, las derrotas del camino excitaron su ánimo en vez de darle la oportunidad de confrontar la realidad de la comprometida situación. En estas condiciones, al intentar la toma de Tucumán el 22 septiembre de 1812, se produjo el fracaso del Ejército realista frente al Ejército argentino. Según el P. Vargas Ugarte, fue gracias a la serenidad de Tristán que la retirada pudo realizarse ordenadamente. Pero, no contento con ello, enfrentó nuevamente al Ejército argentino en Salta en aún peores condiciones. Sus tropas no lo secundaron y se inició el desbande, siendo vencido el 20 de febrero de 1813. Tristán tuvo que aceptar la capitulación que le ofrecía Belgrano; pero ésta fue rechazada por el virrey Abascal. Sin embargo, dice el P. Vargas Ugarte que no hubo deshonra en ello y califica más bien a Tristán como “valiente jefe arequipeño”. Pero tanto Goyeneche como Tristán caen en desgracia frente al virrey y, por instrucciones de Abascal, Goyeneche separa del ejército a Tristán. Luego, el mismo Goyeneche renuncia y pasa a España. Tristán, por su parte decide regresar a Arequipa para dedicarse a la vida privada.

Sin embargo, un año más tarde participó en la defensa de su ciudad contra el movimiento independentista de Pumacahua. Arequipa no resistió y Tristán tuvo que huir hasta que fue retomada por las fuerzas realistas. En 1815 fue nombrado intendente de Arequipa y dio apoyo a las posiciones realistas en Puno. En realidad, a pesar de las derrotas en territorio argentino, la acción de estas tropas realistas en el Sur fue tan eficiente en la defensa del Virreinato del Perú que los insurgentes de Buenos Aires no pudieron, en casi diez años, ingresar a territorio peruano por la vía del Alto Perú. Es por ello que San Martín ideará la estrategia de cruzar la Cordillera a la altura de Chile y luego embarcarse para venir a atacar el Virreinato del Perú por el mar.

La fidelidad de Pío Tristán al Rey hizo que en 1816 fuera nombrado presidente interino de la Audiencia del Cuzco (cargo que antes había ejercido su antiguo jefe militar, Juan Manuel de Goyeneche) y, en 1823, el virrey La Serna lo asciende a mariscal de campo.

En ese entonces, Tristán tiene un gran prestigio moral que es reconocido no sólo por los realistas sino también por sus enemigos, los forjadores de la independencia americana. Es así como el 20 de agosto de 1823, el general José Antonio de Sucre —perteneciente por su bisabuelo, Charles de Succre, a una noble familia valona de Bélgica— le envía una carta a Pío Tristán (Archivo personal de Fernando de Trazegnies; [AFT]), en la que le dice que, si bien no se conocen personalmente, considera que siendo los dos americanos y amantes de su patria, pueden dispensarse cualquier confianza. Le indica además que, aun cuando Tristán ha sido un ferviente realista, tiene también muchos amigos en el Ejército Libertador, lo que sienta las bases de una amistad que él, Sucre, considera un deber hacer progresar. En el fondo, le dice que es un patriota porque el americanismo lo lleva en la sangre, pero tiene hasta ahora la delicadeza de no romper los vínculos contraídos en la infancia; quizá, agrega, ha llegado el momento de hacerlo para que pueda servir a la República con todas sus importantes capacidades. Le confiesa el general Sucre en esa misma carta que si logra atraer a Pío Tristán a la República, esto le significará personalmente más que una victoria bélica. Y termina diciéndole que le gustaría titularse como su amigo. El final de Sucre es ritual, pero resulta extraño leerlo en la carta de uno de los protagonistas de la Independencia respecto de un prominente realista: “su muy humilde y afectísimo Servidor que su mano besa”.

En 1824, cuando la independencia del Perú ya había sido proclamada tres años antes en Lima por San Martín pero continuaba la resistencia realista en el Sur, se produce la batalla de Ayacucho, en la que pierde definitivamente el Ejército realista, y el virrey La Serna, herido en combate, es tomado prisionero. Como consecuencia de ello, la Audiencia del Cuzco —que era la única que seguía fiel al Rey— y la Junta Extraordinaria de Corporaciones, nombran como virrey interino del Perú a Pío Tristán, asumiendo éste por breves semanas un “mando ya imaginario”, según la expresión de Mendiburu.

El general realista Antonio María Álvarez envía una carta a Tristán (AFT), con fecha 11 de diciembre de 1824, instándolo a asumir en forma efectiva el mando del virreinato y resistir frente a las fuerzas republicanas. Le dice que en “las circunstancias de haber perecido todo nuestro Exército en las inmediaciones de Guamanga, quedando herido y prisionero el Virrey, todos los Generales y la fuerza que defendía al Perú llaman a V. E. al mando supremo del Virreynato”. Álvarez admite que “es una carga nada apetecible aun antes de estas circunstancias”. Pero le pide a Tristán que acepte el sacrificio teniendo en cuenta que la suerte de los españoles americanos depende de lo que él decida. Las fuerzas de que dispone la resistencia realista son exiguas: Álvarez personalmente cuenta con mil hombres; a ellos hay que agregar los que se encuentran en Chincheros que son ochocientos, más los que andan dispersos por Abancay. Eso parece ser todo.

Para ese entonces, Tristán no había recibido aún noticia oficial alguna de la capitulación de Ayacucho. Sin embargo, el 24 de diciembre le envía a Bolívar una carta (AFT: copia del remitente) cuyo tenor puede ser objeto de lecturas diversas. En ella le dice que “La fama ha publicado antes de ahora que V.E. en las ocasiones en que ha sido coronado por la victoria, ha dado muestras inequívocas de que sabe apreciar el valor, y compadecerse de los desgraciados a quienes ha sido adversa la fortuna en los campos de batalla”. Le dice también que cree que sus intenciones —las de Bolívar— no son otras que “hacer libres y felices” a estos pueblos, “evitar la inútil efusión de sangre y minorar en lo posible los estragos de la guerra”. Después de señalar que “el desgraciado Perú” ha sufrido demasiado tiempo, Tristán ensaya una excusa para su anterior participación en el Ejército del Rey: “si mi deber me comprometió por algún tiempo en detener la revolución que creí tan prematura como ominosa a este país, mi sensibilidad ha tenido en vista las calamidades de una guerra fratricida”. Por eso ahora, prosigue, “el buen sentido, la humanidad y aun la justicia misma reclaman la terminación de una lucha que continuada consumaría de un modo espantoso la desolación de un país tan privilegiado”. Luego le pide que le reconozca su responsabilidad y sus virtudes militares —las de Tristán— para terminar preguntándole si efectivamente respetará la suerte de su país (y, puede leerse entre líneas, la suya propia). Si es así, dice estar dispuesto a “no omitir sacrificio alguno por el bien de mi patria” y a no hacer uso de los medios de defensa, siempre que la transacción no afecte su “pundonor ante la Nación a quien he servido y ante el mundo imparcial”. Si todo ello se realiza de la manera propuesta por Tristán, reflexiona éste que “El Perú entonces presentará el hermoso espectáculo de la unión, de la sabiduría y de las virtudes y la Europa entera contemplará en V.E. la moderación y el heroísmo de los grandes genios destinados a enjugar las lágrimas de la humanidad y hacer venturosos a los Pueblos”.

Cuatro días más tarde recibe una comunicación del general Juan Bautista de Lavalle, fechada en 29 de diciembre de 1824 (AFT), a la que éste adjunta un ejemplar de la capitulación y el original de una carta del comisionado coronel Francisco Paula Otero para recibir las provincias del Sur en nombre de la República con arreglo a dicha capitulación. La carta de Lavalle termina con un dilema existencial y político: “Ud., con vista de todo, resolverá lo conveniente”. Lavalle adjunta además la comunicación de un prominente realista, el mariscal de campo Gerónimo Valdés, comisionado por Canterac para el cumplimiento de la capitulación en las provincias del Sur, quien lo urge a tomar decisiones y a velar por lo que no se puede comprar en forma alguna, como es la seguridad de las personas que han capitulado.

Tristán, a estas alturas y con la guerra perdida, no duda. Ese mismo día emite una proclama (AFT) en la que hace referencia a que la propia capitulación establece que “debe terminar la guerra cuyos estragos contra la humanidad son ya insoportables” y, dado que ha asumido el mando superior interino de estas provincias, ordena que se pase a todas las autoridades la decisión de acatar dicha capitulación reclamando la anuencia de ellas “por el bien de la humanidad y la felicidad de América”. Y va aún más lejos. Le pide al obispo que “se solemnice con repique de campanas” este hecho y dispone además que posteriormente se convenga con el general Otero, quién se hará cargo de la provincia a nombre de la República del Perú, “las demostraciones de regocijo correspondientes a tan plausible suceso [...] en celebridad del Juramento de la Independencia”.

Es solamente el 2 de febrero de 1825 cuando Bolívar contesta a Tristán (AFT) la carta antes reseñada. Pero no lo hace directamente sino por intermedio del ministro en el Despacho de Guerra y Marina de la República del Perú, quien le comunica que ha dado cuenta de la carta de Tristán a “S.E. el Libertador encargado del poder dictatorial”. La respuesta contiene un deje de ironía. Le hace saber que el Libertador ha visto con aprecio “los buenos sentimientos” que manifiesta Tristán y que “bien lejos de dudar de la sinceridad de ellos”, está seguro de que Tristán “los acreditará en cuantas ocasiones se le presenten”. Y termina diciéndole que si la buena suerte se aúna a “los vehementos deseos de S. E. por la felicidad de la Nación”, algún día el Perú llegará a ser un país muy grande y poderoso.

Pío Tristán sirvió a la República como prefecto de Arequipa y, más tarde, llegó a la paradoja de que un antiguo virrey asumiera la presidencia de uno de los nuevos Estados independientes, el Estado Sud-Peruano, durante la época de la Confederación Perú- Boliviana.  Uno de los aspectos más discutidos de su personalidad y de su vida se relaciona con el trato que dio a su sobrina, Flora Tristán, fundadora del obrerismo y del feminismo en Francia y abuela del pintor Paul Gauguin.

Su hermano mayor, Mariano, quien vivió mucho tiempo en Europa, había conocido en Bilbao a una francesa, Therese Lainé, con quien a partir de entonces vivió como pareja. La hija que tuvieron, Flora Tristán, aseguró siempre que ellos se casaron religiosamente en España, pero que tuvieron que hacerlo en forma clandestina debido a ciertos obstáculos que se oponían a su unión; sin embargo, como señala Emilia Romero, los argumentos que presenta son muy débiles y nunca pudo probar la verdad del enlace, por lo que es probable que fuera una unión libre. En 1805, la pareja recibía en su casa de la rue de Vaugirard en París a personajes que tendrían una relación importante con el futuro de América, como el joven venezolano Simón Bolívar o el distinguido sabio alemán, barón von Humboldt. Sin embargo, Mariano murió repentinamente de una apoplejía y, no habiendo regularizado su matrimonio, la esposa y los dos hijos quedaron en una situación precaria; particularmente si se tiene en cuenta que Mariano Tristán sólo había pagado en parte la casa en que vivía y que además, trece meses más tarde, el Gobierno napoleónico la confiscó por ser propiedad de un español, en razón de la guerra existente entre ambos países.

Flora parece haber sido una mujer difícil. Un primo de su padre que residía en Francia, Mariano de Goyeneche, conociendo su penosa situación la invitó a vivir en su casa donde quedó durante varios meses y fue tratada con afecto de pariente y particular distinción, según declara ella misma. Sin embargo, dice también Flora que no veía la hora de salir de esa casa por una cuestión de disgusto social frente a una clase alta a la que no quería pertenecer y de orgullo personal. Escribió varias cartas a su tío Pío Tristán en Arequipa sobre el tema de la herencia de su padre y sólo recibió una respuesta amable pero bastante desalentadora. En 1833 decide venir al Perú; Pío de Tristán la trata con la misma ambivalencia que encontramos en todos los aspectos de su vida. De un lado, la acoge, la aloja espléndidamente, la considera públicamente como su sobrina, la presenta así a toda la familia y a los importantes amigos de Arequipa. Pero no le reconoce ningún derecho a la herencia de su hermano aduciendo que no se ha probado que hubiera contraído matrimonio legítimo con su madre. Frustrada, Flora decide regresar a Francia donde tendrá un notorio papel en la formación de los movimientos sociales franceses.

Sin embargo, a pesar de esta dureza legal frente a la sobrina, Pío Tristán no parece haber sido un desalmado y avariento tío porque al parecer le entrega importantes sumas de dinero a Flora; pero siempre como una magnanimidad de su parte, sin reconocerle derecho alguno sobre los bienes familiares. Por otra parte, otros hechos demostrarían que fue un hombre caritativo y preocupado por los que sufren, pues contribuyó en forma decisiva, económicamente y con servicios, a la erección del Hospital de Mujeres de San Juan de Dios de Arequipa.

Pío de Tristán y Moscoso falleció en Arequipa en 1860.

 

Bibl.: M. de Mendiburu, Diccionario histórico biográfico del Perú, Lima, Lib. e imp. Gil, 1934 (2.ª ed.); F. de Trazegnies, “El Gran Mariscal de Ayacucho Don Antonio José de Sucre fue descendiente de una antigua y noble familia belga”, en Boletín de la Sociedad Geográfica “Sucre”, Sucre (Bolivia), t. XXXVI, n.º 362-364 (diciembre de 1940), págs. 1-4; F. Tristán, Peregrinaciones de una paria, trad. y notas de E. Romero, pról. de J. Basadre, Lima, Editorial Cultura Antártica, 1946; R. Vargas Ugarte, SJ, Historia General del Perú, Lima, Editor Carlos Milla Batres, 1966.

 

Fernando de Trazegnies y Granda, marqués de Torrebermeja

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