Grimaldo y Gutiérrez de Solórzano, José de. Marqués de Grimaldo (I). Madrid, ¿13.VII.1660? – 3.VII.1733. Primer secretario de Estado y del Despacho de Estado.
Nació en Madrid en el seno de una familia de burócratas procedentes de Vizcaya. Hijo de José Martínez de Grimaldo y María Gutiérrez de Solórzano. Su abuelo y su padre habían trabajado, como oficiales, en la Secretaría del Consejo de Indias, donde él comenzó su carrera a los catorce años en calidad de oficial entretenido, parte de la de Nueva España. El 10 de noviembre de 1696 fue promovido a oficial 3.º de la secretaría del Consejo de Estado de la negociación del norte, con el grado de 2.º en la de Nueva España.
Al año siguiente obtuvo el título de secretario del Rey. El 27 de septiembre de 1703 pasó como oficial a la Secretaría de Guerra del cargo del marqués de Canales.
En la 1.ª división de la Secretaría del Despacho Universal se le designó para secretario de Guerra y Hacienda (11 de julio de 1705); y en 1713 fue nombrado consejero de Indias. Cuando, por Real Decreto de 30 de noviembre de 1714, el político francés Juan Orry emprendió la segunda gran reforma de la Administración Central, puso en sus manos la recién creada Secretaría del Despacho de Estado, también llamada Primera Secretaría del Despacho.
Sobre la base de la ya desaparecida Secretaría del Despacho de Guerra y Hacienda, Grimaldo estableció la que sería la primera planta del nuevo departamento, que quedó formado por seis oficiales —Pedro Gómez, Francisco Díaz Román, Francisco Gracián, Francisco de Morales, Sebastián de la Cuadra y Juan Bautista de Azpuru— y dos porteros —Jacinto Abanades y Luis Fernández de Arango—. En realidad lo que hizo fue reestructurar su antigua Secretaría de Guerra y Hacienda, transformándola en la nueva de Estado, según las disposiciones de la “Regla General y Fija para las Secretarías del Despacho”, que acompañaba al citado Decreto de 30 de noviembre.
Desde el principio supo Grimaldo mantenerse en la Administración. Su carácter flexible, su capacidad de trabajo y, sobre todo, su sinceridad habían llamado la atención de Felipe V a quien, según Coxe, “halagaba mucho cierta aparente deferencia con que el marqués escuchaba su opinión y la adhesión sin límites que profesaba éste á la persona augusta del rey”. Durante el reinado de María Luisa, tuvo que soportar la privanza de la princesa de los Ursinos y su protegido Orry, pero siempre conservó el favor real. Tras la caída de ambos, afianzó su poder añadiendo a sus cargos el de secretario de la Reina (1715), además de ser confirmado en su plaza de consejero de Indias. Sin embargo, esta situación había de durar poco tiempo, porque un nuevo personaje vino a perturbar su breve supremacía política, el abad Julio Alberoni, enviado de Parma a España y principal artífice del matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio, hija del fallecido duque de Parma.
Muy pronto Alberoni se ganó la confianza de la nueva Reina, y, a través de ella, la del Rey, convirtiéndose en el hombre más influyente de la Corte. Aunque carecía de título oficial alguno, de hecho, ejercía un control exclusivo y absoluto en el gabinete del Rey.
Ese poder adquirió visos legales cuando, el 26 de octubre de 1717, Felipe V le otorgó un poder para tratar y firmar cualquier paz con las potencias europeas, y para tomar decisiones en materia de hacienda, marina y guerra. Se puede afirmar que dicho poder confirió a Alberoni las facultades inherentes a un primer ministro, y como tal actuó. Por lo que se refiere a las relaciones exteriores, acompañaba a los Reyes en las jornadas a los sitios reales, función que más tarde desempeñaría el secretario del Despacho de Estado, y tomaba las decisiones.
Mientras tanto, Grimaldo permanecía en su despacho o “covachuela” reducido a la tarea burocrática, es decir, tramitando las resoluciones del favorito.
Con lo cual, aunque el ministro mantuvo la titularidad de la Secretaría del Despacho de Estado, confirmada en la nueva planta de 2 de abril de 1717 que redujo a tres el número de departamentos, en realidad actuó como una especie de secretario particular de Alberoni, sin carácter público y sin poder reconocido.
Pero el despotismo de Alberoni no duró mucho tiempo. Su provocativa política exterior, sobre todo en Italia, y su codicia desmedida le granjearon numerosos enemigos que solicitaron su destitución.
El 5 de diciembre de 1719 Felipe V firmó un decreto, donde le comunicaba que había sido apartado de los negocios y que debía abandonar Madrid en ocho días y España en tres semanas.
Tras la salida de Alberoni, los tres secretarios del Despacho —Grimaldo, en Estado, José Rodrigo, en Gracia y Justicia, y Miguel Fernández Durán en Guerra y Marina— recuperaron su ámbito de gestión, especialmente Grimaldo, cuya autoridad no sólo se restableció sino que aumentó hasta tal punto que se vio convertido en el principal titular del gabinete. Felipe V adoptó la costumbre de hacerse acompañar, en sus frecuentes desplazamientos a los sitios reales, por un ministro con quien despachar todos los asuntos que necesitaban resolución. El primero en desempeñar esa tarea había sido Alberoni, pero desde 1720 el cometido recayó en el titular de Estado, con lo cual Grimaldo comenzó a conocer, además de los negocios extranjeros, todos aquellos que precisaban una orden del Monarca, con lo que fue elevado a la categoría de secretario del Despacho Universal en las jornadas reales.
La influencia de Grimaldo iba en aumento. El 22 de junio de 1721 fue nombrado consejero de Estado, aunque por entonces este título era meramente honorífico y lucrativo, y confirmado en el departamento de Estado. Como además gozaba de la confianza de los Reyes, dice Coxe que era considerado como un primer ministro, aunque no tenía título de tal.
Sin embargo, la situación en la Corte cada vez era más difícil. Felipe V siempre había mostrado flaqueza de espíritu y grave tendencia a la melancolía. En el verano de 1722 la enfermedad se acentuó tanto que le llevó a apartarse casi por completo de los asuntos mundanos, con la intención de preparar su alma para la salvación eterna. Se retiró al palacio de La Granja, haciéndose acompañar por Grimaldo, que fue el único ministro desplazado al real sitio. Al permanecer el resto en Madrid, Grimaldo tuvo que resolver todo tipo de negocios. No obstante, su poder era limitado.
En realidad actuaba más como un secretario particular de Felipe V que como un primer ministro de la Corona. Sus contemporáneos afirman que nunca aspiró a imponer sus decisiones, sino que se limitó a ejecutar la voluntad real, haciendo todo lo que quería el Rey o, más bien, la Reina.
Lo cierto es que, con un Monarca prácticamente desinteresado por la marcha de los negocios y un único ministro al frente de los mismos, a finales de 1723, el gobierno de la Monarquía se hacía insostenible.
Por fin, el 10 de enero de 1724, Felipe V abdicó en su hijo Luis I. Ese mismo día Grimaldo, en calidad de notario del reino, se trasladó al Escorial, para entregar al príncipe de Asturias la escritura de cesión de la Corona. Cinco días más tarde Luis I firmó la escritura de aceptación.
Felipe V, acompañado por su esposa, se retiró al palacio de San Ildefonso, reservándose únicamente para su asistencia a los marqueses de Grimaldo, como secretario personal, y de Valouse, antiguo mayordomo de semana que ahora asumía las funciones de mayordomo caballerizo. En consecuencia, Grimaldo fue jubilado en su empleo de secretario del Despacho de Estado (10 de enero de 1724). Le sustituyó un guipuzcoano, Juan Bautista de Orendain, antiguo paje suyo junto al que había desarrollado su carrera administrativa desde la secretaría del Consejo de Indias.
Sin embargo, parece que Felipe V y, sobre todo, Isabel de Farnesio no quisieron apartarse completamente del gobierno. Por eso, antes de retirarse tomaron ciertas medidas. La primera fue conservar como secretario particular al marqués de Grimaldo, que de hecho continuó trabajando en los asuntos de Estado. La segunda, nombrar para los principales cargos políticos a personas que juzgaron incondicionalmente adictas.
Y, la tercera, confiar el poder a una especie de Junta de Gabinete constituida por ellos, que actuaría como consejo asesor de Luis I.
Así pues, por lo que se refiere a los asuntos de Estado, la resistencia de los Monarcas a perder su influencia en los principales negocios de la Monarquía terminó en una dualidad de Secretarías del Despacho.
La de Madrid, formada por Orendain y siete oficiales, y la de San Ildefonso, compuesta por Grimaldo y tres oficiales. Esta dualidad confundía a la opinión pública, especialmente a los representantes y ministros de otras potencias, que no sabían dónde presentar sus credenciales; aunque todo parecía indicar que era Grimaldo quien mantenía el control del gobierno.
En cualquier caso, la situación duró poco tiempo porque, a mediados de agosto, Luis I comenzó a mostrar los primeros signos de viruela, fatal enfermedad que acabó con su vida el último día de ese mes.
La muerte del joven Monarca planteó el problema de la sucesión. Felipe V, en su renuncia, había dispuesto que, en caso de muerte de Luis I sin descendientes o siendo éstos menores de edad, se formaría una regencia compuesta por los presidentes de los Consejos. Pero llegado el momento, el marqués de Miraval, presidente del de Castilla, en lugar de poner esto en práctica, solicitó la vuelta del Rey al trono.
Ante las exhortaciones de la ambiciosa Reina y con el apoyo de un grupo de opinión encabezado por Grimaldo y el embajador francés, el mariscal de Tessé, Felipe V decidió recuperar la Corona. Pero la hostilidad de un sector de la Corte y sus propias contradicciones internas le llevaron a someter la cuestión al doble dictamen del Consejo de Castilla y de una junta de teólogos formada ad hoc. Fue Grimaldo el intermediario en todas estas negociaciones, pues, desde que dejó de ser secretario del Despacho para marchar con el Rey a San Ildefonso, había acentuado su papel de secretario personal de Felipe V. El dictamen del Consejo fue ambiguo y el de los teólogos desfavorable.
Pero entonces reaccionaron sus partidarios. La Reina solicitó del nuncio de Su Santidad un razonamiento que justificara la ruptura del juramento; y Grimaldo pidió al consejo que aclarara algunos puntos. El resultado fue una segunda consulta declarando inválida la abdicación por ser Fernando menor de edad. A la vista de la misma, el Rey decidió volver a ocupar el trono. Por lo que se refiere a los asuntos de Estado, el domingo 3 de septiembre, comunicó al mariscal de Tessé su intención de reintegrar a Grimaldo al frente de la Primera Secretaría del Despacho. Conocía Felipe V la mala opinión que tenía el embajador sobre este ministro, e incluso coincidía con él en algunos aspectos, por ello quiso justificar su decisión. Alegó que, pese a todo, Grimaldo llevaba veinte años a su servicio, que conocía sus defectos y que tendría mucho cuidado en el futuro, pero que no podía ni quería deshacerse de él. En efecto, al día siguiente, Grimaldo fue nombrado de nuevo secretario del Despacho de Estado. Orendain, por su parte, fue cesado, pero conservó cierta preeminencia en la Administración porque, a cambio, recibió la Secretaría del Despacho de Hacienda y la futura de Estado, sustituyendo mientras tanto a Grimaldo durante sus ausencias o enfermedades.
La nueva etapa de Grimaldo al frente del Ministerio de Estado fue especialmente conflictiva. El que, a los ojos de la mayoría, aparecía como un poderoso ministro, tenía fuertes enemigos. Uno de los más tenaces era el mariscal de Tessé, que le acusaba de parcialidad hacia Inglaterra. Por ello el embajador francés buscó siempre su caída, y veía con agrado la paulatina elevación de Orendain. También éste, con el apoyo de la Reina, se reveló contra su antiguo benefactor intentando suplantarse. Sin embargo, el golpe definitivo contra su ya inestable poder vino de la mano de un aventurero holandés, el barón de Riperdá.
Johann Wilhelm, octavo barón de Riperdá, había nacido en Groninga el 7 de marzo de 1680. Después de ejercer varios empleos, en mayo de 1715, consiguió ser nombrado enviado extraordinario en España y, en noviembre de ese mismo año, fue promovido a la calidad de embajador. Poco a poco fue creciendo su crédito, logrando la estimación y confianza de ministros tan importantes como Giudice o Alberoni. En noviembre de 1717 fue llamado por los Estados Generales.
Decidió, entonces, marchar a Holanda, arreglar sus negocios y regresar a España, naturalizándose en un país que, en opinión de Coxe “podía llamarse paraíso de los aventureros”.
En 1724 llegó su gran oportunidad. La devolución a España de la infanta española Ana María Victoria que estaba en París para desposarse, llegado el momento, con Luis XV, rompió la unión entre Francia y España. La Corte de Madrid dio un viraje en su política, orientándola ahora hacia Austria. Decidió entonces enviar a Viena un representante extraordinario para terminar con las diferencias entre Felipe V y el emperador Carlos VI, además de concluir el enlace del infante don Carlos con la mayor de las archiduquesas.
El problema era encontrar a la persona idónea para esta negociación, pues el éxito de la misma dependía en gran medida del sigilo con que se llevase a cabo. El elegido fue Riperdá, pues los Reyes creyeron reconocer en él a ese tipo de agente secreto que podía ser enviado y retirado sin llamar la atención. El 19 de noviembre, en audiencia personal, los propios Reyes le comunicaron que había sido designado embajador extraordinario cerca del Emperador. Con gran sigilo partió Riperdá hacia Viena. En España sólo los Reyes y Orendain, a quien para mayor secreto Felipe V había encomendado el despacho del negociado de Viena, conocían su misión. Incluso el propio titular de Estado, el marqués de Grimaldo, ignoraba el verdadero objetivo de este viaje. Sin duda, esto supuso un duro golpe para el ministro, pues se vio apartado del conocimiento de la principal negociación de Estado, por lo que muchos dedujeron que había perdido el favor real.
La misión fue un éxito. Ante la perplejidad de las Cortes europeas, el 30 de abril de 1725 se firmó el Tratado de Viena, que se completó con otros tres: uno de alianza defensiva, que no se publicó hasta 1727, otro de comercio (1 de mayo de 1725), y el último de oficialización de la paz (7 de junio de 1725). Como recompensa a sus servicios, Orendain obtuvo el título de marqués de la Paz, y Riperdá fue hecho duque y Grande de España de 3.ª clase. Nadie entendía cómo un personaje de tan poca solvencia había negociado una paz tan complicada, y todos sospechaban que guardaba algún secreto. Uno de los más sorprendidos fue Grimaldo, quien conoció por terceras personas la firma de la paz. Mientras, Riperdá, en la cima del éxito, comenzaba su gobierno absoluto enviando instrucciones desde Viena y desplazando a Grimaldo de la gestión de los principales asuntos de Estado.
El 11 de diciembre llegó Riperdá a Madrid, donde fue recibido por los Reyes con grandes honores. Al día siguiente recibió el título de secretario de Estado y el empleo de secretario del Despacho, sin especificación concreta de negocios, lo cual rompía la práctica anterior de asignar a cada secretario del Despacho un ramo concreto de la Administración. Como observa Escudero, en el plano del derecho, Riperdá se convirtió en un secretario del Despacho sin negociación señalada, con lo que los demás secretarios del Despacho continuaron siendo titulares de sus respectivos departamentos; sin embargo, en el plano de hecho, asumió numerosas competencias, entre otras las de Estado, desplazando a Grimaldo. Así, se ocupó de todo lo perteneciente a los Tratados de Viena y a la Liga de Hannover.
Pero la política austríaca de Riperdá resultó enormemente gravosa para España, pues en el Tratado de Viena se había comprometido a pagar grandes sumas de dinero a Carlos VI. El Emperador reclamaba esos subsidios y su embajador en Madrid, el conde de Konigseg, ponía al descubierto ante los Reyes los impremeditados compromisos que Riperdá había contraído en Viena. Puesta en tela de juicio la alianza con Austria, base fundamental de su rápida elevación, el prestigio de Riperdá comenzó a debilitarse, tanto ante la opinión pública, como ante los Reyes. El primer paso de Felipe V fue quitarle la presidencia de Hacienda, pero al conocer la noticia, contrariado y dolorido, presentó la renuncia a todos sus empleos, que le fue admitida al día siguiente, 14 de mayo de 1726.
Grimaldo volvió a recuperar el control de la Primera Secretaría del Despacho, excepto lo relativo a las dependencias de la Paz de Viena, que se encargaron al marqués de la Paz. La situación del ya anciano ministro no era la merecida por quien llevaba más de veinte años al servicio de la Administración. En efecto, apartado de la negociación con Viena, punto central de los asuntos de Estado, Grimaldo sólo se ocupaba de anunciar fastidiosas noticias. Pero lo más duro era ver a su antiguo paje y protegido, ahora marqués de la Paz, intrigando para ocupar su puesto, aunque no veía en él una amenaza. Por el contrario, pensaba que del mismo modo que había sobrevivido a la princesa de los Ursinos, a Alberoni y a Riperdá, permanecería, una vez más, en segundo plano hasta que los Reyes perdieran las ilusiones sobre el Tratado de Viena y revisaran su política. Esta vez se equivocaba.
Orendain supo moverse con habilidad y, aliado con el embajador de Austria Konigseg, acusó al ministro de manifiesta afición a Inglaterra. Por su parte, la Reina, que veía en Grimaldo un estorbo para el mantenimiento de su política proimperial, utilizó el mismo argumento y presionó al Rey para que le destituyera.
Finamente, Felipe V resolvió cesarle en su empleo, entregando los negocios de la Primera Secretaría al marqués de la Paz, para que los uniera a los que ya tenía. El 29 de septiembre de 1726 recibía un despacho firmado por su sucesor, donde le comunicaba que había sido cesado en sus funciones de secretario del Despacho de Estado, aunque conservaba el sueldo y título de Excelencia. Dos días después se publicó el decreto de jubilación.
Falleció en Madrid, el 3 de julio de 1733. Se había casado con Francia Hermosa y Espejo, con quien tuvo dos hijos: Bernardo María, II marqués de Grimaldo, y Pedro de Alcántara, caballero de Malta.
Bibl.: W. Coxe, España bajo el reinado de la Casa de Borbón. Desde 1700 en que subió al trono Felipe V hasta la muerte de Carlos III acaecida en 1788, trad. y notas de J. de Salas Quiroga, Madrid, 1846-1847; A. Baudrillart, Philippe V et la Cour de France, Paris, 1890-1904; Marqués de San Felipe, Comentarios de la Guerra de España e historia de su rey Felipe V el Animoso, ed. de C. Seco Serrano, Madrid, Atlas, 1957 (col. Biblioteca de Autores Cristianos, vol. XCIC); C. Fernández Espeso y J. Martínez Cardos, Primera Secretaría de Estado. Ministerio de Estado. Disposiciones orgánicas (1705-1936), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1972; J. A. Escudero, Los Secretarios de Estado y del Despacho (11474-1724), Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1976; Los orígenes del Consejo de Ministros, Madrid, Editora Nacional, 1979; F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española, 1521- 1812, Madrid, Consejo de Estado, 1984; J. Lynch, El siglo xviii, Barcelona, Editorial Crítica, 1991; P. Voltes, Felipe V fundador de la España contemporánea, Madrid, Espasa Calpe, 1991; B. Badorrey, Los orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1999; C. de Castro, A la sombra de Felipe V. José Grimaldo, ministro responsable (1703-1726), Madrid, Marcial Pons, Ediciones de Historia, 2004.
Beatriz Badorrey Martín