Ripperdá y Diest, Juan Guillermo de. Duque de Ripperdá (I), barón de Ripperdá (VIII). Groninga (Holanda), 7.III.1680 – Tetuán (Marruecos), 5.XI.1737. Diplomático y ministro.
Nació en el seno de una antigua y noble familia católica de los Países Bajos que reivindicaba un origen castellano. Eran sus padres Ludolfo Leodegardo, VII barón de Ripperdá, oficial en el Ejército holandés, y María Isabel van Diest y de Yensema. Hasta los dieciocho años cursó estudios primero en Emmerich (ducado de Cleves), luego en el Colegio de jesuitas de Colonia. Con vistas a facilitar su carrera, se pasó al protestantismo, enlazando en 1704 con una calvinista, Alina (o Alida) Schellinguov, baronesa de Poelgest, una de las más ricas herederas de Holanda.
Ingresado en el Ejército, alcanzó el grado de coronel antes de ser juez hereditario de Humsterlandt y diputado en los Estados Generales por la provincia de Groninga. Nombrado por su gobierno enviado extraordinario en España, llegó a Madrid el 16 de julio de 1715, siendo ascendido a embajador el 30 de octubre siguiente. Allí frecuentó al cardenal Giudice y a Alberoni, tuvo trato con la Familia Real, especialmente la Reina, y se creó una buena red de relaciones. Se despidió el 15 de febrero de 1718 y abandonó Madrid el 3 de marzo para volver a Holanda donde su esposa había fallecido el año anterior.
Después de unas semanas de estancia en La Haya (14 de abril-1o de julio de 1718), regresó a España, acompañado por sus hijos, Luis (1706) y María Nicolasa.
Llegado allí el 12 de julio, se apresuró a proclamarse otra vez católico, pretextando que su adhesión al protestantismo había sido puro fingimiento, con el objeto de concluir un ventajoso matrimonio y de poder aspirar a los empleos de la República (julio de 1718). Al mismo tiempo, con el apoyo de Alberoni, obtuvo el cargo de superintendente de las manufacturas del Reino, con la dirección de las Reales fábricas de paños de Guadalajara. Aunque tenía fama de ser entendido en asuntos industriales, sus frecuentes ausencias hicieron que la dirección efectiva de la fábrica recayera en varios sustitutos. Tras la caída de Alberoni, su favor decreció notablemente y, aunque confirmado en su cargo (18 de junio de 1720), perdió toda influencia dentro de la fábrica; quedó totalmente fuera de juego en el transcurso del año de 1722, aunque siguió redactando varias memorias para el adelanto de la riqueza fabril del Reino. Durante esos años, contrajo segundas nupcias en Madrid (19 de julio de 1721) con Francisca Eusebia Jarava del Castillo, con la que tuvo dos hijos, Ubaldo (1722) y Juan María (1725).
Después de algunos meses de vida oscura bajo el efímero reinado de Luis I, el barón iba a conocer una nueva fortuna con la vuelta al poder de Felipe V y de Isabel Farnesio. Obsesionados por el anhelo de establecer a su hijo Carlos en Italia, los Reyes ya no confiaban ni en las gestiones del congreso de Cambrai, ni en la mediación de Francia e Inglaterra para vencer la obstinada resistencia del Emperador. Por eso decidieron tantear secretamente a ese soberano y buscando a este fin un agente discreto, echaron el ojo a Ripperdá, a pesar de los malos informes que de él les había enviado la Embajada española en La Haya, pintándole como “un hombre sin principios, de espíritu desarreglado y ligero, tenido en poco en su proprio país, menos por algunas personas de su misma calaña”.
Prevalecieron las supuestas antiguas relaciones que el barón presumía tener con el príncipe Eugenio.
Al cabo de varias audiencias confidenciales, los Reyes le entregaron una instrucción secreta, cuyos principales puntos eran: la negociación de un doble enlace de los infantes Carlos y Felipe con las dos hijas mayores de Carlos VI; el apoyo de España a la compañía de Ostende y el del Emperador a la recuperación de Gibraltar y Menorca por España, y por fin la conclusión de una alianza defensiva entre las dos monarquías contra todas las potencias menos Francia (22 de noviembre de 1724). Tomando el seudónimo de barón de Paffenberg y pretextando una gira por Alemania y Holanda para contratar trabajadores destinados a la fábrica de Guadalajara, Ripperdá llegó a Viena el 24 de enero de 1725. El 9 de marzo siguiente, ya podía mandar a Madrid unos proyectos de tratados con el Emperador, que dejaban en suspenso la cuestión del doble matrimonio. Quizás se hubiera estancado aquí la negociación, que ya empezaba a traslucirse, si en ese preciso momento no hubiera sobrevenido la devolución de la infanta, notificada el 9 de marzo a los Reyes. Este acontecimiento empujó definitivamente a España hacia Austria. Felipe V ordenó a Ripperdá que, sin hacer de los matrimonios una condición sine qua non, firmase los tratados preparados. Fueron tres, que el embajador rubricó entre el 30 de abril y el 7 de junio de 1725. Uno, llamado de paz y de amistad, restablecía las relaciones austro-hispánicas y reglamentaba las eventuales sucesiones (confirmando la pragmática sanción); otro, de alianza defensiva, estipulaba los socorros debidos por los respectivos contratantes en caso de conflicto; el tercero, de comercio y navegación, otorgaba sustanciosas ventajas por parte de España a la Compañía de Ostende. Aunque el Rey Católico había cedido en muchos puntos de entidad, estas concesiones sólo tendían a conseguir los tan anhelados enlaces austriacos. Por tanto, la conclusión de los tratados se celebró como un gran éxito: Ripperdá, que hacía alarde de sus buenas relaciones con el Emperador, fue nombrado embajador de España en Viena (25 de mayo) y duque y Grande de España (18 de julio): presentó sus credenciales el 11 de agosto. El astuto aventurero había comprendido perfectamente que su fortuna estaba ligada a la satisfacción de las ambiciones maternales de Isabel Farnesio y por esta razón no dejaba de insistir para que se realizaran los proyectos matrimoniales vagamente esbozados en la primavera y siempre aplazados por el Emperador.
Aprovechándose de la contraofensiva diplomática franco-inglesa (Tratado de Herrenhausen y Liga de Hannóver), apremió a Carlos VI para que hiciera algunas concesiones a los Reyes Católicos. Tal fue el motivo del tratado secreto firmado el 5 de noviembre de 1725 entre las dos potencias. El Emperador prometía dar a don Carlos y a don Felipe la mano de sus dos hijas mayores, cuando fueran núbiles; además los dos soberanos se comprometían a apoyarse mutuamente en todos los campos, bastando una sencilla amenaza de guerra para que intervinieran los socorros estipulados en el anterior tratado; se preveían también la recuperación de Gibraltar y Mahón y, dado el caso, la de algunas provincias alemanas y españolas cedidas en otros tiempos a Francia, lo que da la medida del rencor despertado en Madrid por la devolución de la infanta. Sea lo que fuere, los compromisos consentidos por España eran mucho más onerosos que los que tocaban a Austria. Sin embargo, para Isabel Farnesio, tamaños sacrificios abrían la vía al negocio más importante, el de los matrimonios: la dinámica de una posible guerra, al hacer depender el Emperador más estrechamente de España, le obligaría a realizarlos.
Ya hacía tiempo que Ripperdá se había hecho cargo de la situación, maniobrando hábilmente para persuadir a los Reyes que, en opinión de Carlos VI, él era el fiador de la nueva alianza y que, por esta misma razón, miraría con buenos ojos que llegase a tener en Madrid las más altas responsabilidades.
Llamado en efecto por sus amos, el duque abandonó Viena el 8 de noviembre de 1725, dejando la embajada a su hijo mayor Luis, se detuvo algunos días en Barcelona y se presentó en Madrid ante los Reyes, en traje de camino, el 11 de diciembre. Al día siguiente un Real Decreto le nombró secretario de Estado y del Despacho, pero sin negociación señalada, primera etapa de su favor creciente. El 27 de diciembre, una circular informó a los diplomáticos acreditados en la capital que el duque ya se encargaba “de la entera administración del gobierno y principalmente de lo que tocaba a los negocios extranjeros”: así quedaba postergado, aunque no destituido, el marqués de Grimaldo. También se hizo Ripperdá con las secretarías de Estado de Guerra (5 de enero de 1726) y de Marina e Indias (2 de febrero), desplazando al marqués de Castelar y a Sopeña; tan sólo la de Hacienda permaneció en manos de Orendain.
Con la denominación de ministro de Estado concentró así todos los poderes de la monarquía, llegando a ser un primer ministro de hecho, aunque sin título de tal. Embriagado por su rápida fortuna, la cabeza llena de proyectos de reforma, Ripperdá quiso ir de prisa para modernizar y agilizar la administración, para fomentar la industria y el comercio, aplastando todas las resistencias y apartando a todos los posibles competidores u opositores, empezando por los Patiño.
Ante todo se dedicó a la conducta de la política exterior, a la que debía su encumbramiento: convenció a los Reyes que pronto estaría en condiciones de conseguir los matrimonios austriacos y una declaración de guerra del Emperador contra Francia. Si bien semejantes aseveraciones consolidaban su poder, la inminente llegada de un embajador imperial podía hacer patente que la coyuntura era muy distinta a la que pintaba. Por tanto, se afanó por dividir a los adversarios de España. Sin dejar de entretener a los embajadores de Inglaterra y de Holanda con la esperanza de resolver pacíficamente los problemas comerciales en litigio o el asunto de Gibraltar, el duque se esforzaba por separar a Francia de sus aliados de Hannóver. La llegada a Madrid del embajador imperial, conde de Königsegg, el 8 de enero de 1726, marcó la reanudación, entre las dos Cortes, de relaciones interrumpidas por espacio de un cuarto de siglo.
Muy bien recibido por los Reyes, el diplomático halagó hábilmente sus sueños matrimoniales y sus proyectos de guerra, al mismo tiempo que apremiaba a Ripperdá por el pago de los subsidios estipulados en los tratados de Viena. Así acorralado, el ministro intentó llenar las arcas por una serie de medidas desordenadas: alza del precio del dinero, suspensión de pagos, supresión de empleos, etc., “que sólo sirvieron para arruinar a gran número de particulares sin ser de utilidad ninguna al público”. Por otra parte los embajadores inglés y holandés le presionaban para iniciar la negociación prometida sobre la Compañía de Ostende, a lo que se oponía Königsegg. Después de infructuosas tentativas por dividir a sus adversarios, los quiso asustar, desvelándoles la sustancia del tratado secreto del 5 de noviembre y amenazándoles con la perspectiva de un desembarco jacobita en Inglaterra, combinado con una reconciliación hispano- francesa. Pero la posición del ministro estaba ya irremediablemente comprometida. El Emperador no escondía su enojo y, el 4 de abril, Königsegg reclamó directamente ante Felipe V el pago de los subsidios prometidos a su amo. El 16 del mismo mes, el embajador inglés reiteraba en Madrid la solidaridad de Francia y Gran Bretaña, al mismo tiempo que esa Corte armaba tres escuadras destinadas al Mediterráneo, al Báltico y a América. Aunque los Reyes ya iban tomando conciencia de los peligros que hacía correr al Estado aquel aventurero irresponsable, aun le consideraban como fiador de los soñados matrimonios austriacos y no se atrevían a despedirle por miedo a ofender a Carlos VI, el cual por su parte veía en Ripperdá el apoyo más sólido de la alianza entre Viena y Madrid. Este enredo se disipó en el curso de una audiencia que los soberanos españoles concedieron a Königsegg a finales de abril: en ella salieron a luz las baladronadas y desvergonzadas mentiras que Ripperdá había prodigado por un lado y por otro para hacerse creer indispensable. Su caída fue estrepitosa.
En una entrevista con Felipe V, hizo dimisión de todos sus empleos (14 de mayo de 1726). Al día siguiente se refugió en casa del embajador británico, en la que fue detenido el 24 del mismo mes, lo que dio origen a un incidente diplomático. Su breve gestión puso en evidencia sus defectos: vanidad, presunción, imprudencia, ligereza. Embriagado por su poder, no se preocupó de las consecuencias que podía acarrear ni de los enemigos que le atraía. Así y todo sería injusto no reconocer el empuje que quiso infundir a la administración y al fomento de la riqueza nacional y la atención que prestó al desarrollo de la Indias “La desmesura de sus restantes ideas, su grandilocuencia política y su petulante charlatanería estropearon el éxito que sus cualidades promotoras merecían” (P. Voltes).
Recluido en el Alcázar de Segovia desde su arresto Ripperdá no tardó en seducir a una hermosa e inteligente mujer, sirvienta de la alcaldesa, Josefa Ramos, a quien hizo su confidente y su amante. Ella fue la que organizó la evasión del preso, fugándose con él el 30 de agosto de 1728. Pasaron primero a Portugal; luego, siempre acosados por incesantes peticiones de extradición por parte de España, se fueron a Cork (Irlanda), a Londres y finalmente, en noviembre de 1730, a Holanda, donde el duque retornó al calvinismo. Desechado un proyecto de establecerse en Rusia, denegado el permiso de entrar en Francia, tampoco podía quedarse en Holanda, estando Josefa mal admitida en la sociedad bátava y amenazada de la próxima llegada de la mujer legítima de su amante.
Por tanto éste dio oídos a la propuesta que le hizo un enviado del sultán de Marruecos Muley Abd Allah de pasarse a su servicio. Garantizada su libertad de movimientos y de regreso, Ripperdá, dejando al cuidado de unos amigos sus bienes y la custodia de dos niños habidos con Josefa, se embarcó con ella el 21 de septiembre de 1731. Llegado a Tánger el 8 de noviembre, se trasladó a Mequinez donde el sultán le acogió calurosamente. No tuvo recelo, según parece, en abrazar la fe musulmana, y adoptando el nombre de Osmán Bajá se dedicó a fortalecer el poder del sultán y a alentar sus proyectos de conquista de los presidios españoles: hasta mandó un ataque frustrado contra Ceuta. Sospechado de ser un agente del Rey Católico, se retiró algún tiempo a Tánger, donde falleció Josefa Ramos. No tardó mucho en volver a Mequinez, llamado por la sultana madre que quería emplearle en sus designios de crearse un Reino propio, con el apoyo de la regencia de Túnez. Con este motivo Ripperdá marchó allí, pero su misión tuvo poco éxito, ya que el bey, al parecer escasamente interesado por los planes de la sultana madre, se inclinaba por utilizar el dinero marroquí para someter la Kabilia. El holandés volvió entonces su mirada hacia Europa y acarició la idea de aprovecharse de la confusa situación política de Córcega para encontrar allí un trono. Empezó sus preparativos, pero el bey, aleccionado por la sultana madre, no le dejó salir sino para regresar a Tetuán donde quedó confinado y estrechamente vigilado hasta su fallecimiento. Murió fuera de la Iglesia aunque había solicitado, en vano, los auxilios de un sacerdote de la misión franciscana y en su testamento se había declarado católico. Así acabó la vida de uno de los aventureros más típicos del siglo XVIII. De él su principal biógrafo ha podido escribir: “Este hombre sin escrúpulos, lleno de vanidad y maniático de grandezas, que incluso enajenó sus sentimientos religiosos por medrar política y socialmente, fue sin embargo un tipo de extraordinario afán creador. Pudo lograrlo todo, y su espíritu aventurero y contradictorio lo hundió en la desesperación y la miseria” (G. Syveton).
Bibl.: S. J. Mañer, Vida del duque de Ripperdá, Madrid, Imprenta del Reyno, 1740, 2 vol.; G. Syveton, Une cour et un aventurier au xviiie siècle. Le baron de Ripperdá, Paris, Leroux, 1896; A. Rodríguez Villa, “La embajada del barón de Ripperdá en Viena (1725)” en Boletín de la Real Academia de la Historia, 30 (1897), págs. 5-78; A. Baudrillart, Philippe V et la cour de France, t. 2, Paris, F. Didot, s. f.; L. Taxonera, El duque de Ripperdá, Madrid, 1945; J. B. Vilar, El barón de Ripperdá, Madrid, 1972; J. A. Escudero, Los orígenes del Consejo de ministros en España, t. 1, Madrid, Editora Nacional, 1979; J. B. Vilar, “Un viajero holandés del siglo XVIII. El duque de Ripperdá en Marruecos y Túnez”, en Historia 16 (1985) n.º 115, págs. 125-131.
Didier Ozanam