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Antonio Caballero y Góngora

Biografía

Caballero y Góngora, Antonio. Priego (Córdoba), 24.V.1723 – Córdoba, 24.III.1796. Arzobispo de Santa Fe de Bogotá y virrey del Nuevo Reino de Granada.

Nació en Priego (Córdoba) en el seno de una familia hidalga formada por Juan Caballero y Espinar, que había sido escribano, regidor y alcalde del cabildo, y por la cordobesa Ana Antonia de Góngora. Estudió en Granada y a los quince años ganó beca de teólogo en el colegio de San Bartolomé y Santiago el Mayor. Siguió la carrera eclesiástica en el Colegio Imperial de Santa Catalina de la Universidad de Granada, donde se licenció en teología el 3 de julio de 1744. Opositó luego a la Canonjía Lectoral de Cádiz en 1745 y se ordenó presbítero después de morir su padre, el 19 de septiembre de 1750. El 19 de noviembre del mismo año fue nombrado capellán de la capilla de los Reyes Católicos de la catedral granadina. Posteriormente hizo oposiciones a la Lectoral de Toledo y a la de Córdoba, que obtuvo en 1753. Sirvió esta última dignidad durante veintidós años, dejando en ella fama de gran orador y de enorme celo en el ejercicio de la censura eclesiástica. En Córdoba escribió una biografía del poeta granadino Porcel y Salablanca. Fue examinador sinodal y visitador del obispado.

A principios de 1775 fue elegido obispo de Chiapas y se le expidieron las bulas el 29 de mayo de dicho año, pero casi al mismo tiempo quedó vacante el obispado de Mérida, en Yucatán, al que se presentó igualmente, siendo aceptado para el último el 11 de septiembre. Fue consagrado obispo de Mérida en la catedral de La Habana el 30 de junio de 1776 por el obispo de Santiago de Cuba, Santiago José de Echeverría, y tomó posesión de su sede por medio de su procurador desde la ciudad de Campeche el 24 de julio de 1776.

Su llegada a Campeche fue memorable, pues jamás se había visto un equipaje semejante al suyo: sesenta y ocho cajones, veintiún baúles, cuatro fresqueras, dos canastillas, un tonel y un largo rollo de lienzos. Al año siguiente, cuando inventarió sus bienes, se supo que llevaba consigo treinta y ocho cajas de libros, un enorme monetario de plata (quinientos cuatro monedas romanas de plata hasta César y cuatrocientas cuarenta y siete imperiales), además de infinidad de monedas españolas, ornamentos pontificales, ropa de todas clases y una pinacoteca personal con obras de catorce pintores españoles (Murillo, Alonso Cano, Juan Carreño, etc.), nueve italianos, tres flamencos, etc. Caballero era uno de los grandes ilustrados de la época carolina que quiso llegar a América como el gran señor que siempre había sido.

Fue recibido en Mérida con gran regocijo y curiosidad. Nombró su secretario al criollo José Nicolás de Lara, e inició su labor pastoral, realizando la visita a la diócesis, pero delegando en su secretario Lara la de la isla del Carmen y de la provincia de Tabasco. Caballero suprimió de raíz todo signo de corrupción existente, comenzando por prohibir que los curas contribuyeran al cabildo eclesiástico para proveer el palacio episcopal, como se acostumbraba. Estableció el convento de los jesuitas de San Pedro para que sirviera de auxiliar al seminario de San Ildefonso y realizó una gran labor evangélica, favoreciendo el ordenamiento de religiosos criollos. El 19 de septiembre de 1777 fue nombrado arzobispo de Santafé de Bogotá. Las bulas se le despacharon el 14 de diciembre de 1778 y las ejecutoriales se firmaron en el Pardo el 16 de febrero de 1779.

Partió de México con su enorme equipaje y llegó a Cartagena el 1 de julio de 1778. Allí decidió descansar varios meses antes de emprender el viaje al altiplano. Se trasladó a Turbaco, una población costera cercana que tenía mejor clima que la calurosa Cartagena y se quedó allí hasta finales de ese año. Continuó viaje por el río Magdalena a principios de 1779 y luego tomó el camino real hasta Guaduas, el 23 de febrero, desde donde anunció su arribo a la capital. Los canónigos le prepararon un recibimiento muy ceremonioso, acorde con sus gustos, el 5 de marzo de 1779. Tomó posesión de la sede el 23 de mayo, presentando las bulas, las ejecutoriales y haciendo los juramentos de rigor. El deán Moya le impuso el palio y Caballero dio la bendición a su pueblo. Su primera actuación fue leer la cédula real para implorar el auxilio de Dios y de los santos patronos a favor de las armas españolas en la guerra con Inglaterra. Inició luego sus labores, entre las que destacaron esclarecer algunas cuestiones protocolarias del clero. A mediados de año abrió la visita pastoral; apenas la había iniciado cuando supo la conmoción producida por el levantamiento de los comuneros, que le decidió a regresar a la capital.

El movimiento comunero fue uno de los grandes acontecimientos históricos que conmovieron al Nuevo Reino de Granada durante el período colonial y fue fundamental en la biografía de Caballero y Góngora. Surgió en 1780 como una reacción popular (casi coetánea a la de Túpac Amaru en Perú) contra el nuevo régimen de impuestos ordenado por Carlos III y realizado en 1777 por el visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres. El visitador estableció el estanco del tabaco, prohibiendo su cultivo en determinadas regiones, como el Socorro y Chiriquí; erigió las rentas estancadas para los naipes y el aguardiente; organizó la Dirección General de Rentas; creó las aduanas en Cartagena y Santafé, y finalmente, el 12 de octubre de 1780, publicó la instrucción de nuevos gravámenes, subiendo dos reales la libra de tabaco y otros dos la azumbre del aguardiente. A los diez días surgió el movimiento comunero en Simacota, que se extendió luego al Socorro, San Gil, Charalá, Girón, etc. La mayor rebelión surgió en el Socorro, donde la cigarrera Manuela Beltrán arrancó el edicto de los impuestos y lo tiró al suelo, coreada por los gritos de “¡Viva el Rey y abajo el mal gobierno!”. Se convocó al cabildo, se asaltó el estanco, se pisó el escudo real y se congregaron vecinos de los pueblos cercanos. El 18 de abril de 1781 se organizó el movimiento revolucionario constituyéndose el Común, mandado por cuatro jefes, que fueron Berbeo, general, y Estévez, Monsalve y Plata como capitanes comuneros. Se reunieron unos quince mil campesinos —mestizos y criollos—, a los que se unieron unos cinco mil indios mandados por el cacique Funza, llamado Ambrosio Pisco, que decía descender de los Zipas o reyes Chibchas. Las naturales exigían la devolución de sus tierras y de las salinas. Los veinte mil comuneros decidieron dirigirse a Santafé para tomarla y exigir la derogación de los impuestos. En Santafé había un vacío de poder, pues el virrey Manuel Antonio Flórez se había ido a Cartagena para defenderla de un supuesto ataque inglés y el visitador Gutiérrez huyó hacia Honda, ante la agresividad que existía contra su persona. Su única autoridad era la Real Audiencia y el arzobispo, que llegó allí rápidamente, interrumpiendo su visita. Los oidores y Caballero se reunieron de urgencia el 12 de mayo para estudiar la situación. Lo más importante era evitar que los rebeldes entraran en la capital, pues tal como informó el arzobispo al monarca, “[e]sta les quitaba de las manos el tesoro del Rey y de particulares, que podía sostenerlos y dar mayor vigor a sus intentos; extinguía la llama que iba a extenderse en regiones casi inconquistables; debía hacerlos retirar a sus domicilios, los contenía bajo el yugo de la subordinación y reconocimiento al Soberano y en fin daba lugar a fortificarnos y a tomar para en adelante las medidas que la experiencia de nuestros días haga conocer que nos son necesarias”. Se transcriben sus palabras porque indican su punto de vista ante el primer gran delito de que le ha acusado la historiografía colombiana: oponerse al movimiento popular que reivindicaba la rebaja de impuestos. Caballero obró con sus parámetros de hombre ilustrado y obligado por su sumisión al Regio Patronato.

Se decidió enviar una comisión para que se encontrara con los comuneros antes de que llegaran a Bogotá. Estuvo formada por el oidor Joaquín Vasco y el alcalde Eustaquio Galavis, a la que se unió el arzobispo para “persuadir” a los rebeldes. Los comisionados llegaron a Zipaquirá (una población distante unos sesenta kilómetros de Bogotá), donde esperaron al ejército comunero, que llegó al poco tiempo. Los comisionados y los capitanes comuneros iniciaron sus conversaciones en una casa de Zipaquirá, mientras los sublevados acampaban impacientes en los territorios aledaños. El general del común, Juan Francisco Berbeo, presentó sus reivindicaciones en forma de treinta y cinco capitulaciones, que en síntesis exigían la derogación de los nuevos impuestos y la disminución de los antiguos. Empezaron a discutirse una por una, lo que alargó el proceso. Los rebeldes sospecharon que era una fórmula para demorar la solución y volvieron a amenazar con dirigirse a Bogotá y el arzobispo aconsejó a los oidores aceptar todas las capitulaciones sin más discusiones. Así se hizo, procediéndose a jurar el acuerdo ante los evangelios, en una misa solemne oficiada por el propio Caballero. Lo juraron naturalmente los comisionados Vasco y Galavís. Algunos historiadores han especulado gratuitamente con un supuesto juramento del arzobispo y hasta de los comuneros, que tampoco tenían nada que jurar. Lo cierto es que los comuneros quedaron convencidos de que habían logrado su objetivo, pues el arzobispo respondería del mismo, y empezaron a regresar a sus pueblos, desarticulándose el movimiento. No fue así, sin embargo, pues las autoridades españolas declararon nulo el acuerdo por haber sido hecho mediante coacción.

Caballero consideró conveniente continuar la visita pastoral suspendida y realizarla precisamente por los territorios donde se había producido el movimiento comunero, con ánimo de sosegarlos. Tras la celebración del Corpus en la capital, volvió a Zipaquirá, donde le esperaban Berbeo y algunos capitanes comuneros, iniciando su recorrido acompañado de dos misioneros, uno capuchino y otro franciscano observante, que predicaban el Evangelio y la obediencia al Rey. De Zipaquirá pasó al Socorro y a la actual región de Santander y no regresó a Bogotá hasta 1782. Durante este tiempo se produjo la traición a los comuneros. El 6 de julio, el virrey Flórez declaró nulas las capitulaciones en Cartagena y el regente Gutiérrez de Piñeres hizo lo propio, respaldando al virrey. Los comuneros se vieron burlados y volvieron a alzarse, esta vez dirigidos por el gran caudillo José Antonio Galán, que reivindicó medidas aún más radicales, como la libertad de los esclavos. La Audiencia le declaró fuera de la ley, pero la rebelión se extendió incluso a otras regiones, como Mérida y Antioquia. Se trajeron tropas regulares de Cartagena y se persiguió a los comuneros a sangre y fuego, hasta que se logró apresar a todos sus dirigentes. Galán fue ejecutado y descuartizado el 1 de febrero de 1782, colocándose sus miembros en diversos pueblos notables por haber protagonizado la resistencia. La historiografía colombiana no ha perdonado a Caballero y Góngora que acatara esta traición y esta represión popular, y estima que el arzobispo obró con felonía. Indudablemente es la página más delicada de su biografía, difícil de entender incluso con los atenuantes tradicionales del cambio de mentalidad —la suya era la ilustrada del siglo— o del juramento de fidelidad al rey. En descargo del arzobispo hay que señalar que en su carta al monarca de 20 de junio de 1781 había solicitado que no se tomara venganza contra los cabecillas de la revolución, sino que se les perdonaran sus delitos, aunque realmente pudo haber hecho mucho más comprometiendo su misma dignidad, especialmente en lo relativo a la ejecución de Galán. Uno de los juicios más duros sobre su actuación lo hizo el historiador Germán de Arciniegas: “El arzobispo es doble por fatalidad histórica y su figura maquiavélica algún día pasará a los anales como el primer caso ejemplar en la Nueva Granada de un hombre que supo, como los ambidextros, gobernar alternativamente con la derecha y con la izquierda, con la reacción y con el liberalismo, engañando a unos y a otros, para imponer en último término los arcanos de su voluntad”. Arciniegas, varias veces presidente de la Academia de la Historia de Colombia, le atribuye también el delito de haber escondido el indulto real a los rebeldes desde el 21 de enero, fecha en que lo recibió, hasta el 6 de agosto de 1782.

Entre tanto, se había producido un relevo en la autoridad virreinal. El 26 de noviembre de 1781 cesó Manuel Antonio Flórez por su enfermedad y emprendió su viaje a España. Se nombró virrey a Juan de Torrezar Díaz Pimienta, antiguo gobernador de Cartagena, que se dirigió hacia Bogotá y tomó posesión del cargo, pero falleció a los pocos días de haber llegado, el 11 de junio de 1782. Se abrió entonces el llamado “pliego de mortaja” para el caso de fallecimiento y se supo que su sucesor era el propio arzobispo Caballero y Góngora. Caballero aceptó el cargo civil el mismo 15 de junio e hizo su entrada solemne como virrey interino neogranadino el 4 de agosto de 1782. Dos días después hizo público el indulto otorgado por el Rey a los comprometidos con la revolución. El indulto fue un arma política. En realidad lo había concedido el mismo virrey el 20 de octubre de 1781 cuando vio apaciguados los ánimos. El del monarca fue posterior y lo utilizó Caballero para dar una buena impresión cuando comenzaba su gobierno virreinal, pero tuvo un cumplimiento relativo, ya que el ministro Gálvez escribió a Caballero el 3 de agosto de 1784 ordenándole castigar “a los delincuentes en las pasadas alteraciones de ese Reyno” y añadiendo consulta al papado para acallar la conciencia del prelado. Esto parece demostrar que el arzobispo sufrió en su conciencia el peso de la traición a los comuneros. Tampoco hizo nada en favor del cacique Ambrosio Pisco, que estaba preso en Cartagena, y de quien escribió a Gálvez que “aunque este hombre fuera inocentísimo, siempre lo considero muy perjudicial entre aquellos indios que le guardan una suma obediencia”.

Carlos III ratificó el nombramiento de Caballero y Góngora como virrey el 7 de abril de 1783 y desde entonces tuvo que simultanear el gobierno religioso con el político, dos actividades muy diferentes. El primero se resintió en detrimento del segundo, aunque se cuidó con cierto esmero. Afortunadamente Caballero tuvo el acierto de solicitar y obtener el nombramiento de un obispo auxiliar para Bogotá, que fue José Manuel de Carrión y Marfil (1783), sobre quien descargó gran parte del peso del gobierno religioso, que Carrión llevó a cabo con habilidad. Así le comisionó para realizar la visita del seminario capitalino, mientras él realizaba la del Colegio de San Bartolomé, que afrontaba muchos problemas tras la expulsión de los jesuitas. Caballero bendijo el 1 de mayo de 1783 la primera piedra del templo de los padres capuchinos, que se empezó a construirse en las afueras de la capital; arregló la renta de los diezmos y reajustó la arquidiócesis mediante la creación de los obispados en Mérida (Venezuela) y en Cuenca (Ecuador). Fracasó, sin embargo, en otros proyectos, como el de fundar un nuevo obispado en Antioquía, colocar la diócesis de Panamá bajo la jurisdicción santafereña, sacándola de la limeña, y organizar un concilio provincial neogranadino para restablecer la disciplina eclesiástica.

Su labor virreinal fue enorme, y le obligó a trasladarse a Cartagena el 20 de octubre de 1784. Se estableció nuevamente en Turbaco y no regresó más a Santafé. Caballero amplió y mejoró el ejército neogranadino, que prácticamente no existía anteriormente, salvo en la costa. Envió misioneros franciscanos a los territorios más convulsionados por los comuneros para que predicaran la paz y la obediencia al Rey, y pidió a la Corona que desistiese de realizar nuevas reformas fiscales, para evitar más levantamientos. Esto último fue muy importante, pues se le había ordenado estudiar la implantación de las intendencias en el virreinato. El arzobispo-virrey lo desaconsejó en un territorio que había sufrido tanta violencia, y la Corona comprendió lo prudente de sus razones. Fue por esto, que el Nuevo Reino de Granada quedó como el único reino americano —incluidas las Filipinas— donde no se implantaron las intendencias.

Otra medida de gran importancia fue hacer el censo general del reino, recogiendo los datos obtenidos en períodos anteriores. Dio una población de 1.279.440 habitantes para el año 1778. Nombró además juez visitador de Antioquia a Juan Antonio de Mon y Velarde con amplias facultades para arreglar los distintos ramos de la administración, cosa que cumplió admirablemente. Incluso luchó contra dos grandes lacras que azotaron el virreinato, como fueron la epidemia de viruela de 1782 y 1783 y la lepra (endémica). Para la viruela permitió que el médico Mutis aplicase la inoculación, que se sumó al método tradicional de aislamiento de los afectados. Para combatir la lepra logró que el Rey autorizara la creación de un hospital en el sitio del Caño del Oro, cerca de Cartagena.

Caballero trató de mejorar la producción minera y pidió al Rey el envío de mineros alemanes. La Corona mandó en 1788 ocho de ellos, como Wiesner, Gorttlieb Dietrich y Frederich Klem, entre otros. No contento con esto, solicitó también el envío de un buen mineralogista. En 1783 arribó al Nuevo Reino Juan José d’Élhuyar, acompañado de Ángel Díaz, que empezó la construcción de hornos de fundición para la plata en Mariquita. Lamentablemente sirvieron de poco, pues la Corte ordenó imprevistamente introducir en dichas minas el sistema de hornos de Born. Menos fortuna tuvo la petición de ampliar la trata a Cartagena para incrementar las labores auríferas.

Pero su obra más sobresaliente fue la cultural, en la que destacó la fundación de la Expedición Botánica, que realizó siguiendo los consejos de José Celestino Mutis, radicado en el Nuevo Reino como médico y sacerdote. El virrey tuvo buena amistad con este sabio y le apoyó incondicionalmente. De aquí que fundara el 1 de abril de 1783 la Real Expedición Botánica, con carácter provisional y en espera de la resolución real. Se ocuparía, como dijo en su Relación de mando, de “sustituir las ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas”. Fundamentalmente fomentaría el estudio de la botánica, la mineralogía, la química, la zoología, las matemáticas y la astronomía. Como Caballero era consciente de los gastos que ocasionaría, señaló de sus propias rentas tres mil pesos para la expedición; dos mil para Mutis, y quinientos para cada uno de sus ayudantes. La expedición fue reconocida por cédula de Carlos III de 1 de noviembre de 1783 y la Corona corrió ya con los gastos posteriores. La expedición fue un semillero para la formación de científicos criollos, como es sabido, dejando una obra inmensa que se conserva en el Jardín Botánico de Madrid. Otro aspecto científico de gran interés fue la copia de vocabularios, catecismos y confesonarios de las lenguas indígenas neogranadinas. Para remitir a Catalina de Rusia en su proyecto (en realidad de Pallas) de hacer un vocabulario de todas las lenguas de mundo, Carlos III pidió en 1787 a todas las autoridades americanas que remitieran vocabularios de las lenguas de los naturales de su región. Caballero encargó este delicado cometido al sabio Mutis, que logró recopilar veintiún manuscritos de lenguas indígenas del virreinato. Antes de entregárselos al virrey, tuvo el acierto de mandarlos copiar, por lo que se quedaron en la Biblioteca Regia de Bogotá, de donde pasaron luego a la Biblioteca Nacional de Colombia, en la que se encuentran. Caballero y Góngora llevó luego en persona este tesoro lingüístico a España y se lo entregó al marqués de Bajamar. Hoy se conserva en el Archivo del Palacio Real de Madrid y muchos de estos materiales son trabajos sobre lenguas totalmente desaparecidas.

Otra faceta cultural que surgió durante este gobierno fue el periodismo, coincidiendo con el gran terremoto ocurrido en Bogotá el 12 julio de 1785, que destruyó varios templos, entre ellos el de Santo Domingo, así como la ermita de Guadalupe. Se publicó entonces el Aviso del terremoto en la imprenta de Espinosa de los Monteros, que constaba de cuatro páginas, y tuvo tres números, los dos primeros con noticias exclusivas del seísmo. El mismo año apareció La Gaceta de Santafé de Bogotá, considerada el primer periódico del reino. En materia educativa empezó a funcionar el Colegio de la Enseñanza para la formación femenina, pero más trascendencia pudo tener el proyecto de enseñanza superior ideado por el propio Caballero y Góngora. Lo hizo de su puño y letra en Turbaco (1787) y lo remitió al monarca bajo el título de Plan de Universidad y Estudios generales que se propone al Rey Nuestro Señor, si es de su soberano real agrado, en la ciudad de Santafé. Suponía la separación del Seminario y el Colegio de San Bartolomé y la eliminación de los privilegios de la universidad tomista respecto a grados, creando la universidad pública que ya había sido defendida y proyectada anteriormente por Moreno y Escandón. Según se señala, Caballero no logró su objetivo, pero no fue poca compensación la creación de cátedras de ciencias naturales y físico-químicas así como el restablecimiento de la de Matemáticas, que había sido suprimida en 1778, y que tuvo a Mutis como titular y a Fernando Vergara como sustituto. Otro hito cultural notable fue la fundación de la Sociedad Económica de Amigos del País de Mompós, que empezó a funcionar el 12 de septiembre de 1784 bajo la dirección del teniente coronel Gonzalo Joseph de Hoyos. Un duro golpe para la cultura neogranadina fue el incendio de las casas de los virreyes en la plaza mayor de Santafé, ocurrido el 26 de mayo de 1786 en el que se quemó una gran cantidad de documentos históricos de los primeros siglos de la colonia.

Caballero ejerció su gobierno desde la costa atlántica por razones del cargo virreinal desde 1784, ya que Cartagena era la clave neurálgica para la defensa neogranadina en caso de un conflicto armado con Inglaterra, pero es que además tuvo el proyecto de colonizar desde allí la región del Darién, donde prácticamente no se ejercía ninguna presencia española y habían intentado establecerse los ingleses (fundaron Nueva Caledonia, que tuvieron que evacuar) para activar el contrabando por el río Atrato. El arzobispovirrey ordenó al mariscal Antonio Arévalo que asentase el dominio español en 1785. El militar recorrió la costa y tomó los pueblos de Caimán, Mandinga, la Concepción y luego Caledonia, cuyo nombre cambió por el de Carolina del Darién. Los jefes locales aceptaron la presencia española e incluso firmaron una Convención de Paz y Vasallaje con Caballero en Turbaco el 21 de julio de 1787, que el mandatario incluyó satisfecho en su Relación de mando. El armisticio fue traicionado y los indios volvieron a rebelarse, pero Caballero logró atraérselos gracias a los buenos oficios de Antonio Narváez. El arzobispo autorizó un mayor comercio en la región y hasta pensó en la posible apertura de un canal interoceánico por los ríos Atrato y San Juan. Hay que decir que la residencia del virrey en Turbaco no era obstáculo para que estuviera enterado de todo cuanto ocurría en la capital del virreinato. Así cuando sobrevino el terremoto de 1785 ordenó la reconstrucción de los templos e incluso donó treinta y cinco mil pesos de su peculio para socorrer a los afectados por el mismo. Tampoco descuidaba las misiones de otras regiones lejanas, como hizo con las de los llanos de Casanare y San Martín, completadas con las del Caquetá y Putumayo.

En 1785 ocurrió otro incidente que enturbia la actuación del prelado, como fue cumplir la orden enviada por el ministro Gálvez de prender al jesuita Godoy, a quien la Corte acusaba de posibles planes subversivos contra las colonias españolas. El arzobispo logró atraerse al jesuita con engaños desde Charlestón hasta Cartagena, donde le apresó y entregó a la inquisición. El delito de Godoy no ha sido bien establecido por la historiografía. Por entonces, estaba en Bogotá el quiteño Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, acusado de sedición por el presidente de la Audiencia de Quito, sin que el virrey actuara en su contra. Cumplió su condena de estar fuera de su tierra tres años y volvió a ella.

Caballero solicitó la renuncia de sus dos cargos, lo que fue aceptado por el Rey el 5 de abril de 1788. El 15 de septiembre de 1788 fue nombrado obispo de Córdoba. El arzobispo-virrey regaló su valiosa biblioteca al arzobispado santafereño y embarcó en abril de 1789 en la nave Santa Leocadia, surta en el puerto de Cartagena, en la que viajó a España. Llegó a La Coruña el 19 de junio de 1789 y en octubre se posesionó de su sede por medio de procurador. En diciembre estaba ya al frente de la diócesis andaluza, donde realizó la visita pastoral de precepto y ejerció su apostolado hasta que murió el 24 de marzo de 1796. Tenía setenta y dos años. Unos días antes, el 16 de marzo del mismo año, había sido propuesto para el capelo cardenalicio.

 

Obras de ~: Relación de mando (Turbaco, 20 de febrero de 1789), en E. Posada y P. M.ª Ibáñez, Relaciones de mando. Memorias presentadas por los gobernantes del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Imprenta Nacional, 1910, págs. 197-275.

 

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Manuel Lucena Salmoral