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Francisco Casimiro Marcó del Pont

Biografía

Marcó del Pont, Francisco Casimiro. Vigo (Pontevedra), 4.X.1765 – Renca, San Luis (Argentina), 11.V.1821. Mariscal de campo, gobernador, presidente de Audiencia.

Era hijo de Buenaventura Marcó del Pont y de Juana Ángela Méndez. Se inició como cadete en el arma de Infantería en 1784. Estudió Matemáticas en la Real Academia de Barcelona, en 1786, hasta fines de noviembre del año siguiente. Intervino en la guerra con Francia, y luego sirvió en el ejército del Rosellón, donde fue herido y hecho prisionero en 1794. Promovido a sargento mayor en 1798, con ese grado hizo la campaña de Portugal, asistiendo en 1801 al sitio y rendición de la plaza de Campo Mayor. Al año siguiente recibió el grado de teniente coronel. Durante la invasión de los franceses se encontró en muchas acciones de guerra. Palafox le encomendó la tarea de organizar el Regimiento de Granaderos Aragoneses, del que fue nombrado coronel.

En enero de 1809 fue ascendido a brigadier, por su intervención en el segundo sitio de Zaragoza.

Se halló presente en el ataque del 25 de octubre de 1811, contra el ejército que sitiaba Sagunto y el sitio de Valencia. Cuando esta última plaza capituló, en contra de su tenaz oposición, fue hecho prisionero y conducido a la cárcel de La Rochela en Francia.

Juzgado por una comisión militar fue condenado a muerte. Se le propuso conmutarle la sentencia si abjuraba pasar al servicio de Napoleón, a lo que se negó. A pesar de hallarse en una situación muy delicada, el emperador francés, admirado de su integridad, le conmutó la pena por la de destierro perpetuo como reo del Estado, con un calabozo en el castillo de Pinchatel. Más de dos años permaneció en prisión, hasta que por la paz general de 1814 fue puesto en libertad y regresó a España. El 28 de julio de ese año fue nombrado gobernador militar y político de la plaza de Tortosa.

Indudablemente en la España de finales del siglo xviii y principios del xix el hecho fundamental que condicionaba toda la escena histórica era la Revolución Francesa, convertida a esas alturas en un fenómeno universal. En la Península Ibérica, el llamado afrancesamiento comenzó a infiltrarse en la literatura y en la política, creando un agudo cisma entre los dos bandos antagónicos, el liberal y el monárquico. El primero buscaba la renovación; el segundo representaba un empecinado conservadurismo. Los liberales contaron con el elemento americano; lejos de sentir mayor apego a la tierra que los vio nacer, la nostalgia que produce estar lejos de la Patria se unía en aquellos criollos al contagio con las ideas de libertad. Así se convirtieron en los abanderados del ideal americano de independencia económica, primero, y luego también política.

Francisco Marcó del Pont y José de San Martín representan dos caras de una misma realidad. El primero se mantuvo fiel a una sola idea, a una sola nación, España, su España monárquica y tradicional, y luchó contra todo lo que pudiera poner en peligro la estabilidad del Rey y el andamiaje que lo sostenía en América.

El 15 de septiembre de 1815 fue designado capitán general del reino de Chile y presidente de su Real Audiencia. Trasladado a América, arribó a Valparaíso en el bergantín Potrillo con cien hombres desde Callao.

Al embarcarse para hacerse cargo de la jefatura del gobierno de Chile, se disponía a castigar paternalmente a los pueblos americanos, como si fueran niños desobedientes, que jugaban peligrosamente con las nuevas ideas de Francia e Inglaterra. Napoleón ya había sido derrotado; las clases privilegiadas se sentían afianzadas en el poder, se unían y trataban de expirar los focos de rebelión en América. En suelo hispanoamericano esa oposición se llamó monarquía-república, privilegio-libertad, monopolio-libre comercio, inquisición-masonería, español peninsular-español americano; y se iba a reflejar en dos hombres, en dos ideales diametralmente opuestos: José de San Martín y Francisco Marcó del Pont.

Chile, como Argentina y otros territorios del continente americano, habían sacudido el antiguo yugo, pero la nación trasandina había vuelto a caer bajo el poder realista, más que por la fuerza del enemigo, por las disidencias internas. A principios de 1814 los españoles desembarcaron en el sur de Chile. Se firmó el tratado de Lircay, nombre del río a cuyas orillas se celebró el encuentro entre criollos y realistas. Se dispuso que sólo quedaran tropas realistas en Chiloé, obligando al resto del ejército a evacuar territorio chileno.

A su vez, Chile reconocería a Fernando VII y la autoridad de la regencia, manteniéndose el mismo gobierno interno. De este modo cesaron las hostilidades.

Tras los primeros años de gobierno de Bernardo de O’Higgins, se sucedió en el manejo de la administración local Osorio, que fue finalmente relevado por Francisco Marcó del Pont.

Comenzó su gobierno el 26 de diciembre de ese mismo año. El problema militar era el más importante del país. Macó del Pont no era un hombre dúctil, ni siquiera diplomático; con tal intransigencia no pensaba en otra cosa que reducir al pueblo chileno al estado de vasallo del Rey. A pocos días de hallarse en posesión del gobierno, el flamante capitán general expidió un bando con fecha 12 de enero de 1816, con el que demostraba su severidad. Prohibía a los vecinos alejarse de sus domicilios sin permiso; obligaba a entregar las armas en poder de los civiles; imponía la pena de muerte y la confiscación de bienes ante el delito de pasarse al bando independentista.

Sus primeras medidas de gobierno estaban dirigidas a diezmar las fuerzas opositoras. Tomó importantes medidas de defensa contra la escuadra del brigadier Guillermo Brown que resultaron totalmente ineficaces en caso que éste se hubiera acercado a las costas chilenas. Prohibió a los habitantes de Chile, estantes o transeúntes, salir de la capital sin licencia, bajo pena de prisión y confiscación de bienes si se trataba de nobles, o cincuenta azotes y diez años de presidio si eran plebeyos. Todos los vecinos que fuesen sorprendidos o simplemente acusados de mantener correspondencia con el enemigo o fomentando la deserción, sufriría la pena de muerte en la horca o el fusilamiento; castigo que también sería aplicado a quienes se negasen a entregar las armas. Creó un tribunal de vigilancia y seguridad pública para proceder en juicios sumarísimos y verbales contra cualquier persona acusada de traición a la causa realista. También se nombró una comisión encargada de hacer efectivo el secuestro y embargo de los bienes de los individuos residentes en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Mandó fortificar el cerro de Santa Lucía en el corazón de la ciudad, con el aparente propósito de defenderla del ataque enemigo, pero con el verdadero de someter la capital a la represión de sus cañones. Aumentó los impuestos públicos y suprimió las fiestas populares, aun en el interior de las viviendas. Volvió a reprimir el libre comercio que había sido autorizado por la Revolución.

Reorganizó las fuerzas militares, aumentando sus plazas, orden y subordinación, hasta el grado de poderse comparar con las mejores de Europa.

Pero, muy a pesar de todos sus esfuerzos, el flamante gobernador vio cómo la revolución se hallaba afianzada en el Río de la Plata y momentáneamente sofocada en el Alto Perú y Chile. Mientras se hallaba en Chile, el general José de San Martín organizaba un ejército en la provincia limítrofe de Mendoza con el objeto de atravesar la cordillera de los Andes y liberar al reino de Chile del dominio español, para desde allí preparar el ataque a las fuerzas realistas de Lima por mar y tierra. El mariscal Marcó del Pont jamás puso en práctica la idea de cruzar primero la cordillera y batir al enemigo en su propio reducto. Nunca pensó que San Martín la realizaría.

A finales de 1816 los realistas proyectaron el cruce de los Andes. El virrey del Perú, marqués de Pezuela, en contacto con el capitán general de Chile, discurrieron reproducir el viejo proyecto de amagar por el Alto Perú para que San Martín distrajera tropas hacia ese frente, y entonces aprovechar las circunstancias para atacar. Por su parte, San Martín depositó toda su confianza en Güemes y sus gauchos, poniéndolo al frente de la defensa norte del territorio, y desobedeció al gobierno central del Río de la Plata, cuando le ordenó remitir tropas de Mendoza a Buenos Aires. San Martín necesitaba tener informes exactos sobre los pasos de la cordillera; era preciso un informe profesional. El hombre indicado era José Antonio Álvarez Condarco, hábil ingeniero y extraordinario memorista, que regresa meses más tarde con la información solicitada por el general.

Entre tanto, además de acelerar la provisión de armas y el reclutamiento de tropas, el comandante en jefe de las fuerzas realistas resolvió agrupar su ejército en tres secciones, dado lo extenso de la frontera a vigilar. Un emisario de San Martín llegó trayendo una copia del acta de la declaración de la Independencia del Tucumán; esto creó mayores inquietudes en el bando realista, la gesta sanmartiniana debía realizarse de un momento a otro. Marcó del Pont ordenó en enero de 1817 a sus destacamentos cordilleranos que hicieran reconocimientos de todos los pasos por donde el enemigo podría cruzar. Finalmente quien se atrevió a acometer la gigantesca empresa de cruzar una de las cordilleras más altas del mundo no fue el jefe realista, sino el patriota. El 18 de enero de 1817 el coronel Juan Gregorio Las Heras inició la marcha desde el Plumerillo. Se detuvo en Uspallata a la espera de la columna de Soler, para con el grueso del ejército atravesar la cordillera por el paso Los Patos, el más largo y accidentado. El 2 de febrero todo el ejército, comandado por San Martín, y secundado por Soler y O’Higgins, cruzó las altas cumbres. El primer encuentro serio entre los bandos rivales se produjo en Las Achupallas, venciendo los patriotas. Luego de un repliegue momentáneo, volvieron los realistas al mando del coronel Antero y de Quintanilla y se enfrentaron a los patriotas en Las Coimas, donde fueron nuevamente derrotados, retirándose a Chacabuco.

Marcó del Pont tuvo la impresión de que el ataque enemigo era formidable, el 10 de febrero ordenó el repliegue de las tropas más cercanas a la capital y nombró a Maroto jefe de las fuerzas encargadas de detener y hacer frente al ejército que marchaba directamente desde Mendoza. Las divisiones patriotas se unieron en San Felipe, cerca de la cuesta de Chacabuco.

Con notable habilidad, San Martín logró vencer a las fuerzas de Marcó del Pont en la cuesta de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, significativa victoria para el Ejército Libertador. Dispersas las fuerzas derrotadas, unas tomaron el camino de Valparaíso, embarcándose con su jefe Maroto a Lima. Otras buscaron diversos escondites, preferentemente hacia el sur; mientras tanto, Marcó se fugó a Valparaíso. Había sido derrotado por los hijos del pueblo, ahora él era el poder extraño. El mariscal se enteró que muchos nobles que fueron sus contertulios y halagadores, agasajaban ahora a los vencedores y hasta los hospedaban en sus mansiones. Los patriotas se sentían halagados de que gente tan encumbrada les rindiera pleitesía, y éstos continuaron su juego de equilibrio, deseosos de ganarse la voluntad de los nuevos mandatarios. Cuatro días después, Marcó del Pont cayó prisionero; se sabe que el mariscal y San Martín tuvieron un encuentro secreto, pero ninguno de ellos ha dejado testimonio escrito de ello. Después de su entrevista con el Libertador, Marcó del Pont dirigió una carta con fecha 28 de febrero al director supremo del Río de la Plata, pidiéndole su libertad a cambio de la promesa, bajo palabra de honor, de no volver a tomar las armas contra América. Pero esta carta se cruzó con la enviada por Pueyrredón donde se ordenaba el traslado del prisionero a San Luis, junto a otros españoles. Los prisioneros de Chacabuco llegaron a San Luis el 7 de mayo de 1817. Entre tanto, contrariamente a lo que esperaban los patriotas, la campaña al sur de Chile aún no se había decidido, y los realistas se hacían cada vez más fuertes en Talcahuano. Corría la noticia de que habían desembarcado en ese puerto nuevas tropas venidas del Perú, como refuerzo a las que comandaba el brigadier Ordóñez. Entre los patriotas crecían los disgustos. Primero O’Higgins se enemistó con Las Heras porque no terminaba la campaña del sur, pero al ponerse al frente de las tropas, pudo comprobar lo compleja que era la situación. O’Higgins fue reemplazado por Hilarión de la Quintana en la presidencia de Chile, lo que despertó la protesta del pueblo chileno que no quería verse gobernado por un general porteño. En medio de estos rumores de descontento, crecían las expectativas de los realistas agazapados y de los carreristas disimulados que esperaban el momento oportuno para contraatacar. El recelo y la rivalidad crecían entre porteños y chilenos. Las fuerzas realistas de Osorio y Ordóñez se hicieron más fuertes después del momentáneo triunfo de Cancha Rayada, pero pronto volvieron a ser derrotados en Maipú. Chile se acababa de perder para las armas realistas. Ahora quedaba el camino libre para concretar el sueño de San Martín: la invasión de Perú. A los prisioneros de Chacabuco se unieron los de Maipú. Aunque San Martín, en Chile, había accedido al pedido de indulto de los reos, éstos ya habían sido fusilados.

Marcó había puesto precio a la cabeza de San Martín, quemado sus comunicaciones y ahorcando a sus agentes en Chile. A pesar de encontrarse en San Luis, no intervino en el alzamiento de los prisioneros españoles del 8 de febrero de 1819. Quien acaudilló al grupo de generales y brigadieres fue el capitán Gregorio Carretero. El gobernador de San Luis, Dupuy, se erigió en juez y los mandó ejecutar. El mariscal quedó absuelto tras prestar declaraciones; negó terminantemente los cargos de haber tenido conferencia con los culpables del alzamiento, ni intervención alguna en el suceso. Al parecer estaba muy enfermo y aunque ser trasladado a otro lugar, el gobierno lo desterró a la estancia de don Pedro Ignacio de Mujica. Enfermo y abandonado, murió en “La Estanzuela”, cerca de Renca, dos años después, con tan sólo cincuenta y seis años de edad. Seguramente el mariscal vio resentirse su salud en esa situación de permanente disgusto y contrariedad, de forzosa inactividad, aislamiento y temores. Había empeñado su palabra de honor de no combatir la causa americana, y consecuente con su promesa, no intervino en la asonada de sus compañeros, ni se dejó llevar por las posteriores incitaciones de los hombres en lucha, para abandonar su cautiverio y seguir las huellas de Carrera u otro caudillo, aunque más no sea por tener la oportunidad de llegar a Buenos Aires y embarcarse para su patria.

Marcó del Pont fue un déspota para los chilenos patriotas; lo fue Carrera para los partidarios de O’Higgins, y viceversa, este último para los carreristas.

Pero también fue un valiente caballero para los ideales peninsulares, principios que sostuvo hasta sus últimos días.

 

Bibl.: J. J. Biedma, “Don Francisco Marcó del Pont, mariscal de campo de los reales ejércitos y gobernador y capitán general de Chile”, en Archivo General de la Nación Argentina, t. II, Buenos Aires, 1920, págs. 75-79; M. de Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, t. V, Lima, Librería e Imprenta Gil, 1931-1934, pág. 198; J. Yaben, Biografías argentinas y sudamericanas, t. III, Buenos Aires, Metrópolis, 1938, págs. 614-616; E. Udaondo, Diccionario Biográfico Colonial Argentino, Buenos Aires, Huarpes, 1945, págs. 549-550; R. Marcó del Pont, El Mariscal Francisco Casimiro Marcó del Pont (Último Capitán General de Chile), Mendoza, Argentina, 1952; L. de Amesti, “La supuesta camarilla de Marcó del Pont”, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, n.º 63, Santiago de Chile, 1960, págs. 165-203; V. O. Cutolo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, t. IV, Buenos Aires, Elche, 1975, págs. 391-392.

 

Sandra Fabina Olivera