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Recaredo I

Biografía

Recaredo I. Flavius Recaredus Rex. ?, s. m. s. VI – Toledo, XII.601. Rey de España (586-601), fundador del Reino godo católico de Toledo.

El rey que promovería la fundamental conversión de la Monarquía goda al credo niceno católico, abandonando el tradicional y étnico arrianismo gótico, era hijo de su antecesor en el Trono, el rey Leovigildo (568-586), y sobrino del hermano de éste, el también rey Liuva I (567-573). El linaje paterno contaba con fuertes apoyos en la nobleza goda de Septimania o Narbonense, por su carácter fronterizo un lugar de asentamiento preferente de antiguos linajes nobles visigodos, así como de nuevos grupos nobiliarios y militares de origen ostrogodo vinculados a Teodorico el Amalo. La familia paterna de Recaredo sería de origen ostrogodo, y tal vez emparentada con el mismo Teodorico el Amalo si, como parece plausible, su abuelo paterno fuera Liuvirit, que cerca de 523-526 desempeñaba las funciones de general en jefe de las fuerzas de Teodorico el Amalo de guarnición en la Península Ibérica. También existen indicios de que este noble linaje contara con parientes visigodos que mantenían todavía posiciones de poder en la Aquitania merovingia en la segunda mitad del siglo VI.

Más difícil resulta fijar la ascendencia materna de Recaredo, incluso a título hipotético. Lo único seguro es que Recaredo, como su hermano mayor Hermenegildo, eran el fruto de un matrimonio de Leovigildo anterior a su ascenso al Trono, y que su madre había fallecido antes de ese momento. Se puede inferir que la familia materna gozaba de poder e influencia en la nobleza goda por la política desarrollada para con ambos príncipes por su padre Leovigildo tras su entronque con el nobilísimo linaje de los Baltos, al contraer un segundo matrimonio con Gosvinta, viuda del rey Atanagildo (muerto en 567). También pudiera ser un indicio de que el linaje materno de Recaredo tuviera sus apoyos y raíces en el mediodía peninsular hispano, el que al ser asociado al Trono Leovigildo por su hermano Liuva se le atribuyera precisamente un tal ámbito territorial de gobierno. Una fijación hispana y meridional que se reforzaría si se relacionara el linaje materno de Recaredo con el del posterior rey Recesvinto (649-672). Una hipótesis que, desgraciadamente, se sustentaría fundamentalmente en una débil base onomástica.

Recaredo debió de nacer a principios de la década de los sesenta, de manera que en el año 578 no debía superar en mucho la edad considerada apropiada para contraer y consumar matrimonio. Sin embargo, ya antes, en el año 573, al morir su hermano Liuva I, Leovigildo asoció al Trono a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo. Cinco años después, en 578, el joven príncipe pudo comenzar ya a ejercer algunas tareas delegadas de gobierno. El que Leovigildo fundara entonces la ciudad de Recópolis (Zorita de los Canes, Guadalajara) con una clara finalidad de segunda residencia real y ésta llevara la raíz onomástica de su hijo menor indican el claro deseo del Monarca de preservar la posición de igualdad de Recaredo frente a su hermano mayor, que ya en 579 entroncaba con el linaje Balto con su matrimonio con Ingunda y, con el apoyo de la influyente reina Gosvinta, recibía un territorio concreto de gobierno con residencia en Sevilla.

La inmediata rebelión de Hermenegildo y la subsiguiente guerra civil afianzaron los lazos y la unidad de acción entre Leovigildo y su hijo menor Recaredo.

Las fuentes hispanogodas —Juan de Bíclaro e Isidoro de Sevilla— silencian por completo el papel activo de Recaredo en la guerra contra Hermenegildo y en el trágico final de éste. Silencio obligado por prudencia política a causa de la posterior conversión al catolicismo de Recaredo y su alianza con aquellos sectores eclesiásticos hispanos que habían colaborado con el rebelde, con Leandro de Sevilla a la cabeza. Pero lo cierto es que el principal beneficiario de la derrota y muerte de Hermenegildo no era otro que su hermano menor Recaredo, que así veía abierto el camino en solitario para la sucesión en el Trono paterno. Sin embargo, el más neutral Gregorio de Tours señala nítidamente el protagonismo de Recaredo en la rendición de Hermenegildo, y en la promesa de respetarle la vida, en la ciudad de Córdoba en febrero-marzo de 585. Y también es un hecho cierto que el derrotado sería al poco tiempo puesto bajo la custodia de Recaredo en Valencia, al mando de un fuerte contingente militar godo. Unos pocos meses después, el prisionero era obligado a seguir al Ejército godo, bajo el mando de Recaredo, que se dirigía a Septimania a hacer frente al ataque del rey merovingio Guntram (561-592). En el camino, en Tarragona, Hermenegildo fue asesinado a manos de un tal Sisberto. Aunque las fuentes nada dicen, parece difícil que la ejecución pudiera hacerse sin el consentimiento, por no decir la orden, de Recaredo. Al menos esto es lo que creyeron los parientes del asesinado; de modo tal que al suceder a su padre, Recaredo se vio obligado a dos actos muy significativos. Por un lado, a exigencias de la reina Brunequilda de Austrasia, suegra de Hermenegildo, siguiendo el Derecho godo, Recaredo hizo un juramento expurgatorio mediante legados de su no participación en el triste final de Hermenegildo y su esposa Ingunda, y le entregaba como compensación (wergeld) los lugares de Juvignac y Corneilham (departamento de Hérault) en Septimania. Con ello se finiquitaba la faida que, según ese mismo Derecho godo, estaban obligados a realizar los parientes de los finados contra los culpables de sus muertes. Y por otro lado, Recaredo realizaba un versippung en el linaje Balto de Brunequilda, adoptando como madre a Gosvinta, madre de aquélla y viuda de Leovigildo, comprometiéndose así a preservar la posición y seguridad de ésta. Sin duda que el conformismo de ambas mujeres también se explica por la gran victoria conseguida en 585 por Recaredo sobre los ejércitos de Guntram, desbaratando así las apetencias de éste de apoderarse de la Septimania goda bajo pretexto también de vengar a Hermenengildo e Ingunda. Y aunque el año anterior (584) se debería haber efectuado el matrimonio entre el príncipe godo y Rigunta, hija de Chilperico de Neustria (561-584) y de Fredegunda, ahora pudo brindarse Recaredo a casarse con Clodosinda, hija de Sigiberto de Austrasia y Brunequilda, la mortal enemiga de aquéllos.

De esta manera, Recaredo habría podido, sin mayores contratiempos, suceder en solitario a su padre Leovigildo, a la muerte de éste a principios de la primavera del año 586. De éste, heredaba un Reino godo consolidado como poder hegemónico en la Península Ibérica como nunca antes lo había sido. Además, Leovigildo había consolidado el poder monárquico aumentado grandemente sus disponibilidades monetarias mediante una restauración de la administración fiscal heredada de los tiempos de Roma, el botín obtenido en sus victoriosas campañas, y las mismas confiscaciones realizadas sobre la nobleza laica y eclesiástica que había apoyado a Hermenegildo. Todo ello, sin duda, había permitido construir un grupo nobiliario especialmente vinculado a su persona, que ahora heredaba su hijo. Resuelto de la manera antes dicha el problema que representaba la posible oposición de los Baltos, en el interior del Reino godo y en las Cortes de Austrasia y Borgoña, tan sólo quedaba un conflicto heredado del anterior reinado: la cuestión religiosa.

Una tradición posterior recogida por Gregorio Magno afirma que en su lecho de muerte Leovigildo quiso recibir la comunión de un clérigo católico. La ausencia de confirmación en las fuentes hispanas hace más que dudoso aceptar su veracidad. Sin embargo, sí que podemos afirmar que a esa altura los pragmáticos Leovigildo y Recaredo debían de tener pocas dudas del fracaso de su intento de 580 de establecer una Iglesia estatal unificada sobre la base de la goda arriana. El regreso del exilio de algunos obispos y clérigos católicos, algunos muy vinculados a la rebelión de Hermenegildo (Leandro de Sevilla, Masona de Mérida), así como la política religiosa seguida en el recién conquistado Reino suevo indican claramente el parcial abandono de aquella política. Para el nuevo Rey, quedaban abiertas dos posibilidades: o regresar a la tradicional política de la Monarquía goda de dos Iglesias separadas y ambas bajo la protección regia, o intentar de nuevo una unificación “católica”, pero necesariamente distinta de la fracasada de 580. Lo primero, además de anacrónico, dificultaba la plena integración de los grupos dirigentes de la sociedad tardorromana, con la jerarquía eclesiástica en primer plano, en la Monarquía goda. Y no cabía descartar que tanto los bizantinos, en el sur y en levante, como los merovingios en Septimania trataran de llegar a acuerdos con esos grupos para extender sus dominios territorios respectivos. Y la experiencia de Hermenegildo había probado que también podía ser aprovechada por un sector de la nobleza goda para romper el presente predominio de la casa de Leovigildo y Recaredo, posibilitando el estallido de una guerra civil “goda” peligrosísima para la misma existencia del Reino. La segunda opción suponía entrar en un terreno nuevo no carente de riesgos; desde debilitar la legitimidad ideológica, así como la misma singularidad y cohesión étnica “goda” de la monarquía frente al Imperio, a fracturar la nobleza goda incluso en el ámbito más próximo a la dinastía.

La Historia debe reconocer a Recaredo el mérito de haber optado por la segunda opción, valiente e innovadora.

El pragmatismo y el sentido del equilibrio — aprendidos de Leovigildo— del Rey explican que la ruptura asumiera los menores riesgos y costes posibles para la estabilidad de la Monarquía goda. En ello sería preciosísima la colaboración de la jerarquía católica hispana liderada por el obispo Leandro de Sevilla.

Su protagonismo en la aventura de Hermenegildo y la misma historia de su familia le habían enseñado los peligros de confiar en las buenas intenciones del Gobierno bizantino, de cuya ortodoxia religiosa dudaba además buena parte de la Iglesia católica hispana.

La decisión política de realizar la unidad religiosa del Reino godo en la fe niceno-calcedoniana la debió tomar Recaredo muy pronto en su reinado. En diciembre de 586-enero de 587, el Rey dio a conocer su conversión personal en una reunión de los obispos arrianos con algunos católicos, proponiendo a los primeros que se sumaran a ella y a los segundos que aceptaran los términos de la posterior unión de la las iglesias en unos términos más conformes con lo adoptado en el sínodo arriano de Toledo de 580 que con lo obligado para esos casos por los cánones católicos.

De ese modo, los obispos arrianos que aceptaran la unión conservarían su rango, sus sedes y sus iglesias, sin tener ni siquiera que proceder a una nueva ordenación sacerdotal; comprometiéndose tan sólo a ciertas formalidades como abjurar públicamente de sus errores dogmáticos, guardar castidad o devolver aquellas basílicas católicas ocupadas en los últimos tiempos del reinado anterior. No cabe duda de que Recaredo debió obtener la aquiescencia de la mayoría de los obispos arrianos. Sin embargo, en el sector arriano se mantuvieron inquebrantables algunos opositores radicales tan significativos como Uldila, obispo de la misma sede regia, Sunna, obispo de Mérida, o Ataloco de la de Narbona. Es más, todos ellos contaban con el apoyo de un sector de la nobleza goda de sus regiones y con la de la poderosa e influyente Gosvinta.

Por parte católica, también había posiblemente reticencias a ceder tanto a sus colegas arrianos; aconsejaron al Rey y a sus principales valedores, como podía ser Leandro de Sevilla, a ir con pies de plomo y mantener un período de espera para culminar la negociación con unos y otros. Ello explica que todavía a principios de la primavera de 587 oficialmente se mantuviera la ortodoxia unificadora aprobada en 580; incluso en la misma capital toledana, donde la basílica de Santa María, probablemente la sede catedralicia, fue re-consagrada en ese dogma “católico”.

Pero el paso de los meses convertiría en imposibles las ambigüedades. La evidencia de que la decisión tomada por Recaredo no tenía vuelta atrás posible, obligó a pasar a la acción a sus irreductibles opositores.

Sin embargo, la dispersión territorial y cronológica de los intentos de rebelión arriana contra Recaredo muestra claramente lo apresurado y descoordinado de los mismos, incapaces de forzar grandes alianzas fuera de un estrecho círculo de conspiradores.

De todos esos intentos, el más peligroso fue el que tuvo lugar en Mérida en abril de 588, con el intento de asesinar al prestigioso obispo católico Masona, de ascendencia nobiliaria goda, y al duque Claudio, jefe de las tropas de guarnición en Lusitania y perteneciente a la nobleza municipal hispanorromana de Mérida.

Los rebeldes contaban con el apoyo del fanático obispo arriano de la ciudad, Sunna, y de varios miembros de la nobleza goda asentada en Lusitania.

Sin embargo, la traición de uno de los conspiradores, el futuro rey Witerico, hizo fracasar completamente la intentona. Pero, a pesar de ello y de la actitud clemente del soberano, todavía tendrían lugar dos nuevos intentos posteriores. El más grave, por lo que representaba de ruptura del pacto dinástico en que se apoyaba Recaredo, sería el protagonizado por la reina viuda Gosvinta y Uldila, seguramente el obispo arriano de la Corte, aunque la intentona posiblemente no llegaría a traspasar los muros del palacio real, y la oportuna muerte, aparentemente por causas naturales, de la reina disolvió el peligro como un azucarillo. Por último, entre finales del año 588 y principios del siguiente año, en Narbona se rebelaron algunos miembros muy significativos de la nobleza goda junto con el obispo arriano Ataloco, tal vez relacionados con la fallecida reina. El grave peligro que representó el apoyo armado del merovingio Guntram exigió el envío de un potente Ejército al mando del leal duque Claudio, que consiguió una completa victoria sobre los francos en Carcasona.

El fracasado apoyo de Guntram a los arrianos de Septimania posiblemente tuviera consecuencias en la vida familiar de Recaredo. Pues lo cierto es que su matrimonio con Clodosinda de Austrasia, pactado al poco de su subida al Trono, no habría llegado nunca a materializarse. Mientras que ya en mayo de 589 le vemos casado con Badón. La insólita presencia de ésta en el Concilio III de Toledo, y su mención especial en el documento de abjuración del arrianismo, serían indicios de una cierta autonomía política derivada de su pertenencia a un importante linaje godo.

Sería sólo entonces, vencidos sus enemigos internos y externos, cuando Recaredo se atrevió a oficializar plenamente su política religiosa, convocando para mayo de 589 una asamblea conciliar de todos los obispos del Reino, católicos y arrianos, así como de los miembros más destacados de la nobleza goda, en la que estos últimos y aquéllos publicasen su solemne conversión a la fe nicena.

El famoso Concilio III de Toledo no sólo declaró la conversión religiosa de la nobleza e iglesia goda, en los favorables términos pactados en 587, sino también una posición privilegiada tanto del Rey como de la nueva jerarquía católica del Reino godo. Convocada y presidida por el Rey, la magna asamblea conciliar refrendaba la posición de Recaredo a la manera de los emperadores de Bizancio. Junto al Rey apareció su esposa, la reina Badon, por primera y única vez aquí citada. Ahora, la institución monárquica goda se rodeaba de un hálito sagrado, que habría de defenderla frente a los ataques de una nobleza levantisca. Recaredo, saludado por los obispos como “orthodoxus rex”, asumía funciones apostólicas con especial cuidado por la fe y salud de su pueblo, quedando en cierto modo más por encima de la nueva Iglesia nacional goda, más que incardinado en ella. El concilio venía también a sancionar la unidad de todos los súbditos en una misma fe, sin distinción ya de origen étnico. Un sentido de unidad étnica de base religiosa que se refleja bien en las pocas leyes de Recaredo conservadas, desarrollo todas ellas de algunas disposiciones de carácter político adoptadas en el concilio.

Con la asistencia de sesenta y tres obispos, o representantes de sedes episcopales, y un número indeterminado de abades y clérigos ilustres, el Concilio III de Toledo tuvo dos partes muy bien definidas por sus objetivos y contenido. En él, jugaron un papel fundamental el obispo Leandro de Sevilla y Eutropio, entonces abad del prestigioso monasterio Servitano y posterior obispo de Valencia. La primera parte estuvo dedicada a manifestar y confirmar la conversión a la fe católica de Nicea y Calcedonia del Rey y la Reina, de un número importante de obispos y clero arriano, y de los miembros más conspicuos de la nobleza goda.

Significativamente Recaredo figuraba como promotor de la fórmula de abjuración, y se ocultaba por completo la penosa historia de la guerra civil y posterior muerte de Hermenegildo, en las que Recaredo y Leandro habían jugado papeles muy importantes.

La segunda parte del concilio se dedicó a la aprobación de una serie de cánones reglantes de la estructura y funcionamiento de la nueva Iglesia godo-católica, tratando de delimitar las funciones de gobierno de ésta no estrictamente eclesiásticas. Mediante la celebración de sínodos provinciales de carácter anual se otorgó a los obispos importantes atribuciones en materia de reparto y fijación de la carga fiscal, así como de tribunal de casación sobre las querellas planteadas contra los funcionarios provinciales de la administración civil; funciones a unir a las que la legislación civil de Recaredo otorgó a los obispos en lo tocante al nombramiento de los antiguos funcionarios municipales con atribuciones fiscales y judiciales. Además, la Iglesia quedó confirmada en su importante patrimonio fundiario, y se atribuyó a los clérigos y a los esclavos de la Iglesia una especial inmunidad ante las cargas fiscales más duras (munera sordida).

Desgraciadamente, muy poco es lo que sabemos de la vida y reinado de Recaredo después del Concilio III de Toledo. En el plano interno, el único acontecimiento posterior datado es el del fracasado intento de una nueva conjura nobiliaria liderada por el duque y cubiculario Argimundo para acabar con la vida y reinado de Recaredo. La contundencia entonces mostrada por el Rey en el castigo de los partícipes pudiera ser indicio de la fuerte posición en que se encontraba.

El final de la crónica de Juan de Bíclaro en el año 590 impide seguir la vida y reinado de Recaredo con algún detalle. Isidoro de Sevilla en su Historia de los godos, aunque sin precisar la cronología, menciona operaciones militares de Recaredo contra vascones y bizantinos. Los primeros debieron de continuar con su tradicional presión sobre las tierras llanas del valle del Ebro, a pesar de la barrera que para las mismas había supuesto la erección por Leovigildo de la fortaleza de Victoriaco (¿Vitoria?) en 581. Por su parte, los bizantinos pudieron conseguir entonces alguna ganancia territorial en España, tal vez en la estratégica área del Estrecho de Gibraltar. Una recuperación de los imperiales debida a una mayor fuerza militar desplegada bajo el mando del prestigioso general Comenciolo, y en relación a la gran reorganización administrativa y militar llevada a cabo por el emperador Mauricio (582-602) con la constitución de los exarcados de Italia y África, dependiendo de este último la provincia de Spania. Frente a esta renovada potencia, Recaredo se esforzó en mantener a toda costa el más favorable status quo alcanzado por su padre. A tal fin, trataría de reforzar la línea de defensa goda frente a la zona central del dominio bizantino, como sería la constitución de las nuevas sedes episcopales, con potentes obras de amurallamiento, de Elo (Elda), Bigastro (Cehegín), o el reforzamiento de la fortaleza de San Esteban en el cerro de la Alhambra de Granada. En todo caso, Recaredo a finales de los noventa trató de llegar a un arreglo pacífico de sus diferencias con el Imperio, que garantizase por escrito la situación fronteriza entonces existente. Intento que fracasaría ante el diplomático rechazo de la gestión por parte del papa Gregorio Magno (590-604), que defraudaría así las esperanzas puestas en él por su viejo amigo Leandro de Sevilla. Sin duda que Gregorio Magno estaba molesto por las injerencias cesaropapistas de los funcionarios imperiales en los asuntos eclesiásticos de su provincia hispana, pero no estaba dispuesto a una confrontación abierta con el Imperio, acosado como estaba por los longobardos, y lo cierto es que tanto Recaredo como Gregorio Magno habían dilatado mucho, hasta el año 596, en comunicarse tanto la nueva del abandono del arrianismo como la felicitación por ello.

Isidoro de Sevilla destacaría un tiempo después la política filonobiliaria de Recaredo frente a la de su padre Leovigildo. Una política concretada en la devolución de patrimonios fundiarios confiscados, así como en la concesión de otros nuevos y en la entrega a los nobles de los altos puestos de la administración del Reino. Y muy especialmente el obispo sevillano recuerda las concesiones de extensas posesiones hechas por Recaredo a la Iglesia, destacando la erección y dotación de nuevos monasterios. Según el Biclarense, esa generosa política ya se había iniciado en 587, pero sin duda que se aceleraría tras 589. Para ello, Recaredo pudo utilizar los importantes recursos, en dinero y en tierras, acumulados por Leovigildo en sus importantes guerras de conquista. Sin duda que el objetivo final de una tal política no sería otro que la constitución de una potente facción nobiliaria en torno a su linaje, y de la que formaban parte tantos elementos godos como hispanorromanos. Política filonobiliaria y filoeclesiástica que no impedía a Recaredo continuar con el proceso de imperialización de la Monarquía goda, de tradición tardorromana y bizantina, iniciado por Leovigildo. Las pocas leyes conservadas de Recaredo traducen su interés por resaltar la posición superior del Rey así como la eliminación de cualquier posición de privilegio deseada por la nobleza de origen godo. Es más, Recaredo trató también de controlar los matrimonios en el seno de la nobleza, tradicional instrumento de alianza entre los nobles, imponiendo las duras restricciones canónicas sobre matrimonios consanguíneos y de las vírgenes y viudas.

En fin, Recaredo tampoco se abstendría de hacer nombramientos discrecionales de obispos ni de inmiscuirse descaradamente en asuntos aparentemente propios de la disciplina eclesiástica. Incluso pudo promover una cierta política permisiva hacia las comunidades judías, aceptando a cambio de apoyo económico un cierto relajamiento de la legislación destinada al control de las mismas por el poder episcopal.

Los últimos acontecimientos fechados relativos al reinado de Recaredo de los que se tiene documentación abundante son una serie de concilios de naturaleza provincial —Narbona (589), Sevilla (590), Zaragoza (592), Huesca (598) y Barcelona (599)— y uno general en Toledo (597). En su conjunto tratan de reforzar y acomodar las medidas tomadas en el Concilio III de Toledo a las diversas particularidades provinciales en lo referente a la disciplina del pueblo cristiano, patrimonio eclesiástico, conversión del clero arriano y organización diocesana. Además, prueban la efectividad de las decisiones tomadas en mayo de 589 en cuanto a la colaboración episcopal en la administración del Reino, con especial atención a la fiscalidad.

Por todo ello, no extraña que Recaredo pudiera terminar sus días en paz, falleciendo de muerte natural en Toledo en diciembre del año 601. Y todo apunta a que no hubo problemas a la hora de transmitir la Corona a su hijo Liuva II (601-603).

 

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Luis Agustín García Moreno