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Antonio García Gutiérrez

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Biografía

García Gutiérrez, Antonio. Chiclana (Cádiz), 5.VII.1813 – Madrid, 26.VIII.1884. Dramaturgo.

Nació cuando tocaban a su fin, simultáneamente, la primera revolución burguesa española y la Guerra de la Independencia, concretamente entre las dos victorias decisivas (batalla de Vitoria, 21 de junio, y batalla de San Marcial, 31 de agosto) de la ofensiva final lanzada por las tropas angloespañolas contra las francesas.

Su infancia y adolescencia, pues, transcurrieron casi matemáticamente insertas en el período absolutista y opresivo del reinado de Fernando VII (1814-1833), hecho que, sin duda, condicionó su personalidad y el carácter de su obra literaria de forma radical.

Como bien observó Hartzenbusch, “el espíritu español de la época en que el autor se formó, aquel espíritu sediento de aire libre, enemigo de la opresión, defensor de los derechos del pueblo, asoma, transpira, centellea en sus obras por todas partes”. De esta época primera de su vida se conocen escasas noticias, aunque sí se sabe de su pronta afición literaria, que le llevaba a escribir sus ensayos poéticos o dramáticos en letra “microscópica e indecisa” a fin de que su padre, algo corto de vista, no los pudiera leer y pensara que eran apuntes de clase. Y es que su progenitor, modesto artesano, no aprobaba tales aficiones y deseaba que cursara estudios más positivos, por lo que, una vez acabado el bachillerato, le había matriculado en la Facultad de Medicina de Cádiz, sin conseguir, pese a ello, apartarle de sus anhelos artísticos. El joven estudiante sólo acabó dos cursos, porque, como no tenía vocación alguna de “médico”, al cerrarse las universidades en 1833 por mandato del “rey felón”, abandonó definitivamente la carrera y se marchó a Madrid en busca de la gloria literaria. A pie, en compañía de un amigo, y tras diecisiete días de penosa andadura, llegó a Pinto, y, después de una breve estancia, alcanzó la Corte de las Españas.

Llegaba, pues, a Madrid un García Gutiérrez de veinte abriles, “un joven de pálido semblante —dice Ferrer del Río—, de anteojos y poblada melena, desaliñadamente vestido y dotado de un alma accesible al enternecimiento y al entusiasmo”; con unos cuantos poemas y cuatro piezas dramáticas (dos comedias y dos tragedias), justo el mismo mes y año (septiembre de 1833) en que moría Fernando VII —uno llegaba el 2, el otro perecía el 29—; hecho éste que, si por un lado dejaba la secuela de la Primera Guerra Carlista, por otro, abría las puertas a la libertad, a la Monarquía constitucional, al regreso de los exiliados políticos y, con todo ello, al Romanticismo español.

La fecha, en verdad, no podía ser más propicia para las aspiraciones del escritor gaditano.

Los primeros pasos, no obstante, fueron difíciles, a pesar de la pronta amistad con Larra, Espronceda y Ventura de la Vega, cuya tertulia en el Parnasillo frecuentaba.

En ella conoció a Grimaldi, director por aquel entonces de los dos teatros más importantes de la capital de España, el del Príncipe y el de la Cruz, a quien ofreció la comedia Una noche de baile; éste la rechazó, pero en cambio le ayudó a obtener un puesto de redactor en la Revista Española; después entró en la redacción de La Abeja, e inició su colaboración en otras muchas publicaciones periódicas como El Cínife, El Artista, Floresta Española y El Entreacto.

Como el trabajo periodístico apenas le permitía subsistir, aprendió francés y comenzó a traducir obras dramáticas (“piececitas de costumbres, sin costumbres”, en certeras palabras de Larra) del entonces famoso Scribe. La primera que se representó fue El vampiro (1834); después siguieron Batilde (1835), El cuákero y la cómica (1836) y La pandilla (1837). Por estas fechas, en 1835 en concreto, escribió la que había de ser con el tiempo su obra original más conocida, El trovador, y en esta ocasión, aunque parece que Grimaldi solo le puso algún reparo, fueron los actores, sobre todo, quienes la rechazaron durante los ensayos.

Así las cosas, García Gutiérrez, desengañado de las letras, sentó plaza de soldado, acogiéndose a una recluta de cien mil hombres convocada por Mendizábal para luchar eficazmente contra el carlismo; y lo hizo así, porque el decreto de la convocatoria garantizaba el grado de oficial a todo voluntario que tuviera dos años de estudios superiores, después de seis meses de servicio. Destinado en Leganés, el joven y por el momento frustrado dramaturgo iniciaba su período de instrucción militar sin sospechar que su amigo Espronceda estaba interviniendo en su favor ante el actor Antonio de Guzmán, a fin de que éste escogiera El trovador como la obra que debía representarse en su beneficio. Así lo hizo, pese a que era sólo actor cómico y no tenía papel alguno a su medida en el drama del gaditano. Al conocer esta grata sorpresa, el soldado salió del cuartel sin pedir permiso a sus superiores, para poder asistir al estreno de su primera obra, que se efectuó, final y felizmente, el 1 de marzo de 1836 en el teatro del Príncipe. El triunfo, tanto de público como de crítica, fue clamoroso. Se iniciaba así una de las carreras más brillantes de la dramaturgia romántica española, al mismo tiempo que una nueva costumbre en nuestras tablas: la de reclamar entre aplausos la presencia del autor en escena al finalizar la representación. Así lo cuenta Larra: “Felicitamos, en fin, de nuevo al autor, y sólo nos resta hacer mención a una novedad introducida por el público en nuestros teatros: los espectadores pidieron a voces que saliese el autor; levantóse el telón y el modesto ingenio apareció para recoger numerosos bravos y nuevas señales de aprobación”.

Bastantes más datos y pormenores acerca de este y otros aspectos de la primera representación de El trovador ofrece Ferrer del Río, por lo que se transcriben, sin más, sus efusivas palabras: “Anochecía el 1 de marzo de 1836, y ninguna de las localidades del teatro del Príncipe se hallaba vacía; preguntábanse unos a otros quién era el autor del drama caballeresco anunciado, y nadie le conocía. Alzado el telón, se advertía un movimiento de curiosidad en todos los concurrentes, después una atención profunda, a las pocas escenas ya daban señales aprobatorias, al final del primer acto aplaudían todos. Crecía su interés en los actos sucesivos, se duplicaba su admiración al ver lo bien conducido del argumento, la novedad de sus giros, lo inesperado de sus situaciones, la lozanía de sus versos: ninguna escena se tuvo por prolija, no disonó una sola frase, no se perdió un solo concepto. Al caer el telón alcanzaba el drama los honores por otros conquistados; pero al frenético batir de palmas seguía un espectáculo nuevo, una distinción no otorgada hasta entonces en nuestra escena: el público pedía la salida del autor a las tablas, y con tanto afán, que no hubo quien se moviera de su asiento hasta conseguirlo. Don Carlos Latorre y doña Concepción Rodríguez sacaban de la mano a García Gutiérrez, notablemente afectado, viéndose objeto de tan distinguido homenaje.

Su situación era tan desvalida, que para salir delante del público con decencia, le prestó un amigo (D. Ventura de la Vega) su levita de miliciano, endosándosela deprisa, entre bastidores. Al día siguiente, no se hablaba en Madrid de otra cosa que del drama caballeresco: desde muy temprano asediaban el despacho de billetes ayudas de cámara y revendedores: los padres de familia más metódicos prometían a sus hijos llevarlos al teatro, como si se tratara de una comedia de magia: la primera edición del Trovador se vendía en dos semanas: se oían de boca en boca sus fáciles versos: se repetía su representación muchas noches: al autor se le concedía por la empresa un beneficio: caía a sus pies una corona; Mendizábal ponía en sus manos la licencia absoluta. Ebrio de ventura, García Gutiérrez corrió a Cádiz a hacer partícipes de ella a sus padres: allí pasó todo el verano”.

Inmenso éxito de público, pues, sin precedentes en la escena romántica española; coro unánime de alabanzas y vítores en los juicios de la crítica teatral más autorizada. Veinticinco representaciones a lo largo del año en Madrid, diez en Barcelona, cinco en Valencia, e incluso, según cuenta Mesonero Romanos, “se representó en pueblos donde no se conocían antes las representaciones escénicas, sirviendo de teatro un desván destinado a pajar, y vistiendo el protagonista el traje de miliciano nacional, a falta de otro más apropiado”.

Elogios, en fin, hasta del mismo Larra, siempre tan parco en concederlos. En septiembre de 1842, seis años más tarde, todavía el Eco del Comercio la calificaba como “la obra más popular de España”; y no le faltaba razón, pues, andando el tiempo, la ficción literaria de García Gutiérrez, puramente inventada, llegaría a adquirir carácter de realidad auténtica, y en 1860, cuando la reina Isabel II se encontraba en Zaragoza, al visitar la Aljafería, ofrecieron a su real contemplación nada menos que el cadalso donde había estado preso verdaderamente Manrique, el trovador.

Así pues, a partir del 1 de marzo de 1836, el de Chiclana no volvió a encontrar obstáculos serios que se interpusieran a la representación de sus dramas. Inmediatamente, se escenificaron El paje (1837), El rey monje (1837), Magdalena (1837), El bastardo (1838), Samuel (1839), Juan Dandolo (1839, escrita en colaboración con Zorrilla) y otros muchos; aunque, ciertamente, no logró un éxito equiparable hasta 1843, en que lo alcanzó una de sus más felices creaciones: Simón Bocanegra. No obstante, García Gutiérrez aún no se encontraba a gusto, ya porque sus ingresos siguieran siendo insuficientes, ya por ciertas pretericiones del Gobierno (a “injusticias”, sin más, se refiere Hartzenbusch); de modo que determinó probar fortuna en las Américas y se embarcó hacia La Habana.

Era el año 1844. Entre Cuba y México repartió su estancia hispanoamericana de casi seis años: escribió poesías y obras dramáticas —entre ellas, Los hijos del Tío Tronera, parodia de El trovador, que publicó en 1846—, e incluso, por vez primera y única, puso en práctica los escasos y añejos conocimientos de medicina que había adquirido en la Facultad de Cádiz, ejerciendo, ocasionalmente, como cirujano o enfermero durante su estancia en el país de los aztecas, a causa de la guerra que éstos tenían con sus vecinos del norte. Regresó a España en 1850, el mismo año en que Verdi estaba componiendo la partitura de II trovatore, inspirada directamente en su conocido drama, que se estrenaría en 1853. Prosiguió, de nuevo en Madrid, su carrera de dramaturgo, ya solo (Aspectos de odio y amor, 1850; Los millonarios, 1851), ya en colaboración con otros autores (El tesorero del Rey, con Eduardo Asquerino, 1850; La Baltasara, con Miguel Agustín Príncipe y Antonio Gil y Zárate, 1852), y se inició ahora como escritor de zarzuelas, merced a La espada de Bernardo (1853), a la que siguió en el mismo año El grumete, con música de Arrieta, la más popular de las que salieron de su pluma.

Liberal progresista convencido, participó en la Revolución de 1854, la última romántica, según Bécquer. En 1855 realizó un nuevo viaje, esta vez a Londres, como comisario interventor de la Deuda Española. Allí transcurrieron otros tres años de su vida, durante los cuales recibió la desagradable noticia de que se había quemado la casa de su hermano en Sevilla, en la que guardaba muchos manuscritos, entre los que destacaba el de Roger de Flor, que tendría que reescribir después de memoria como Venganza catalana. De regreso en el Madrid de 1858, continuó recibiendo honores gubernamentales y prebendas oficiales, iniciadas ya en 1856 con la concesión del título de comendador de la Orden de Carlos III, y aumentadas ocho años después mediante las condecoraciones de María Victoria, la Cruz de Isabel la Católica y otras. Además, tras la muerte de Antonio Gil y Zárate, había sido elegido miembro de la Real Academia Española, para ocupar su vacante, en 1862. Poco después se estrenaba el tercero de sus dramas de gran éxito, aún plenamente romántico, a pesar de lo tardío de su fecha, 1864: Venganza catalana. Al año siguiente se representaba, si bien con menor aplauso, el más ambicioso de sus escritos para el teatro, Juan Lorenzo, así como la última de sus zarzuelas, El capitán negrero; e inmediatamente conseguía la consagración definitiva como dramaturgo de relieve y renombre reconocidos, al ser publicado, a instancias de escritores, artistas, editores e intelectuales, y sufragado por el Gobierno, un volumen de Obras escogidas de Don Antonio García Gutiérrez, “edición hecha en obsequio de su autor”, prologada por Hartzenbusch, que contenía las diecinueve obras más destacadas de su creación dramática. Todo eran, pues, parabienes, felicitaciones y elogios.

Y no paró ahí la cosa, sino que, después de la Revolución de Septiembre de 1868, el escritor progresista, defensor de la libertad y de la soberanía nacional que había sido siempre García Gutiérrez, encontró todavía más apoyo oficial y alcanzó aún más popularidad (entre otras cosas, gracias a su himno ¡Abajo los Borbones!, al que puso música Arrieta). Participó activamente en política, y fue cónsul de España en Bayona en 1868, cónsul en Génova al año siguiente y director del Museo Arqueológico de Madrid desde 1872 hasta la fecha de su muerte. Sin embargo, su inspiración dramática decayó, sobre todo después de la Restauración borbónica de 1874. Con anterioridad a ésta, había escrito otras cuatro obras, entre ellas la destacable Doña Urraca de Castilla, concretamente en 1872. A partir de esa fecha no salió de su pluma nada digno de mención, y en los doce años que le restaban de vida, sólo vieron la luz dos desmelenadas creaciones, la última de las cuales, Un grano de arena, se representó en 1880. Cuatro años más tarde, el 26 de agosto de 1884, moría en Madrid el celebrado autor de El trovador.

El trovador une dos acciones: la venganza de una gitana y el amor de Nuño y Manrique por la misma mujer, Leonor; dos intrigas que caminan por separado hasta el acto tercero, se unen en el cuarto y confluyen con todo su dramatismo en el quinto, cuando Leonor se envenena para salvar a Manrique, el trovador se deja morir de amor en presidio, y entonces, cuando ya no hay remedio, Azucena, la gitana, que pasa por ser madre del héroe, le dice a Nuño que Manrique es en realidad su hermano, que ha causado, por tanto, la muerte de su propio hermano, y así ella se siente vengada, por haber tirado, muchos años atrás, a su propio hijo a la hoguera. Se trata de un drama típicamente romántico en el que el amor sólo es posible en la muerte, y donde triunfa la venganza de una gitana.

Sus temas son, en consecuencia, el amor y la venganza, aunque están dotados de tal fuerza dramática, que más que temas parecen pasiones desatadas, acompañadas, como es de rigor en la época, de una vivencia angustiosa y trágica del tiempo. Después de su célebre drama, hay que mencionar Simón Bocanegra (1843), obra que seguramente, como decía Hartzenbusch, si no hubiera escrito El trovador, hubiera bastado para darle fama inmortal en los escenarios.

En tercero y cuarto lugar, muchos años después, en 1864 y 1865, cuando ya el movimiento romántico español había pasado y solo él y Zorrilla lo mantenían anacrónicamente vivo, se estrenaron Venganza catalana y Juan Lorenzo, dos piezas muy diferentes; la primera, muy españolista y triunfalista, al hilo de la aventura histórica de los almogávares catalanes, es, quizá, el último drama romántico español que denuncia una Corte llena de corrupción y ensalza el valor de los soldados más humildes, en consonancia con las victorias africanas coetáneas del general Prim; la segunda, sin duda la pieza más ambiciosa de todas las que escribió, es una defensa de las libertades y los derechos individuales contra los abusos de los poderosos, que no llega a ser un drama social y fracasa como tal, por la interferencia del amor y la venganza de honor, y porque el héroe, “llegado el momento de actuar, se vuelve atrás horrorizado, al comprobar que ni el mundo ni el hombre son como él los había pensado”, en palabras de Ruiz Ramón.

Sus dramas, en fin, desarrollan siempre una intriga vertiginosa llena de pasiones desatadas que se desbordan, arrollándose unas a otras. El amor-pasión no se detiene nunca ante las barreras sociomorales que se le oponen, lo que produce deshonra, que acarrea a su vez venganza de sangre, a menudo no menos arrolladora que el amor, en una espiral de pasiones irrefrenables que necesita, finalmente, del perdón o de la piedad, como le gustaba decir al dramaturgo, para que sea posible un final que mantenga algún rayo de esperanza, aunque sea en la lejanía, alguna posibilidad futura de solución entrevista desde la tragedia que siempre culmina sus dramas y todos los de sus contemporáneos románticos. Son piezas que apenas conceden importancia al destino, móvil que, sin embargo, persigue incansable a algunos de los más destacados personajes del Romanticismo, como sucede en el Don Álvaro del duque de Rivas, porque el recuerdo obsesivo del tiempo pasado y la violencia del amor o de la venganza funcionan en la obra del gaditano con una fuerza dramática equiparable y se constituyen en verdaderos sustitutos del sino adverso.

 

Obras de ~: Un baile en casa de Abrantes, Madrid, Repullés, 1834; El trovador, Madrid, Repullés, 1836 (se conserva un único ms. en la biblioteca del Museo Municipal de Madrid, versión en prosa y verso, 1846, sign. T-70; l. 35 n. 46; durante el siglo xix se realizaron veinte ediciones de El trovador, diez en Madrid, cinco en Zaragoza y una en Salamanca, Campeche (México), México, Montevideo y Leipzig. Las dos más importantes, tras la príncipe, son Madrid, Ocaña, 1851, 1.ª ed. de la versión en verso, y Madrid, Rivadeneyra, 1866, Obras escogidas, de Hartzenbusch; en el siglo XX destacan las siguientes eds.: A. Bonilla y Sanmartín, Madrid, Clásicos de la Literatura Española, 1916; H. Davis y F. Tamayo, Colorado, Apex, 1916; P. Rogers, Boston, Ginn, 1925; H. Vaughan y M. de Vitis, Boston, Heath, 1930; J. Hesse, Madrid, Aguilar, 1964; A. R. Fernández González, Salamanca, Anaya, 1965; J. Alcina Franch, en Teatro romántico, Barcelona, Bruguera, 1968; A. Blecua, con pról. y notas de J. Casalduero, Barcelona, Labor, 1972; A. Rodríguez, Zaragoza, Ebro, 1972; J. L. Picoche, Madrid, Alhambra, 1972; A. Rey Hazas, Barcelona, Plaza y Janés, 1984, y C. Ruiz Silva, Madrid, Cátedra, 1985); El paje, Madrid, Sancha, 1837; El sitio de Bilbao, Madrid, 1837; Magdalena, Madrid, Repullés, 1837; El bastardo, Madrid, Piñuela, 1838; El rey monje, Madrid, Yenes, 1839; Samuel, Madrid, Repullés, 1839; con J. Zorrilla, Juan Dandolo, Madrid, 1840; Los desposorios de Inés, Madrid, 1840; El encubierto de Valencia, Madrid, Rivadeneyra, 1840; Los desposorios de Inés, Madrid, Albert, 1840; Poesías, Madrid, Boix, 1840; El caballero de industria, Madrid, Lalama, 1841; El caballero leal, Madrid, Repullés, 1841 (reestrenada en 1874 como El buen caballero); Zaida, Madrid, Repullés, 1841; El premio del vencedor, Madrid, Yenes, 1842; Luz y tinieblas. Poesías sagradas y profanas, Madrid, Boix, 1842 (Poesías, ed. de J. de Entrambasaguas, Madrid, Aldus, 1947); Simón Bocanegra, Madrid, Yenes, 1843; Las bodas de doña Sancha, Madrid, Yenes, 1843; De un apuro otro mayor, Madrid, Repullés, 1843; El cazador, y El memorialista, dos artículos de costumbres publicados en Los españoles pintados por sí mismos, Madrid, 1843-1844; Gabriel, Madrid, Repullés, 1844; Empeños de una venganza, Madrid, Repullés, 1844; Los alcaldes de Valladolid, Mérida de Yucatán, Castillo, 1844; La mujer valerosa, Mérida de Yucatán, Castillo, 1844; El secreto del ahorcado, Mérida de Yucatán, Castillo, 1846; El duende de Valladolid. Tradición yucateca, Mérida de Yucatán, Castillo y Cía., 1846; Los hijos del tío Tronera, La Habana, 1846; con E. y E. Asquerino, El tejedor de Játiva y El tesorero del rey, Madrid, 1850; Afectos de odio y amor, Madrid, Domínguez, 1850; Los millonarios, Madrid, González, 1851; con M. Agustín Príncipe y A. Gil de Zárate, La Baltasara, Madrid, 1852; El grumete, zarzuela, Madrid, 1853; La espada de Bernardo, zarzuela, Madrid, 1853; La cacería real, zarzuela, Madrid, 1854; La bondad sin la experiencia, Madrid, Rodríguez, 1855; Azón Visconti, zarzuela, Madrid, 1858; Cegar por ver, zarzuela, Madrid, 1859; El robo de las Sabinas, zarzuela, Madrid 1859; Un duelo a muerte, Madrid, Rodríguez, 1860; Llamada y tropa, zarzuela, Madrid, 1861; Dos coronas, zarzuela, Madrid, 1861; Galán de noche, zarzuela, Madrid, 1862; La tabernera de Londres, zarzuela, Madrid, 1862; La poesía vulgar castellana, discurso de ingreso en la Real Academia Española, Discursos leídos[...] Real Academia Española, Madrid, 1862; La vuelta del corsario, zarzuela, Madrid, 1863; Eclipse parcial, Madrid, Rodríguez, 1863; Venganza catalana, Madrid, Rodríguez, 1864 (ed. y est. de J. R. Lomba Pedraja, Madrid, Espasa Calpe, 1925); Las cañas se vuelven lanzas, Madrid, Rodríguez, 1864; Juan Lorenzo, Madrid, Rodríguez, 1865 (ed. y est. de J. R. Lomba Pedraja, Madrid, Espasa Calpe, 1925); El capitán negrero, zarzuela, Madrid, 1865; Obras escogidas (diecinueve piezas dramáticas), pról. de J. E. Hartzenbusch, Madrid, Rivadaneyra, 1866 (con la colaboración del propio autor y el patrocinio de la Real Academia Española); Sendas opuestas, Madrid, Rodríguez, 1871; Nobleza obliga, Madrid, López Vizcaíno, 1872; Doña Urraca de Castilla, Madrid, López Vizcaíno, 1872; Crisálida y mariposa, Madrid, López Vizcaíno, 1872; Noticia histórico-descriptiva del Museo Arqueológico Nacional, Madrid, Fortanet, 1876; Un cuento de niños, Madrid, Rodríguez, 1877; Un grano de arena, Madrid, Rodríguez, 1880.

 

Bibl.: M. J. de Larra, “Crítica al estreno de El trovador” [1836] (en Artículos, ed. de C. Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1964, págs. 924-929); A. Ferrer del Río, Galería de la Literatura Española, Madrid, Mellado, 1846; J. E. Hartzenbusch, “Prólogo”, en A. García Gutiérrez, Obras escogidas, op. cit.; E. López Funes, Don Antonio García Gutiérrez, Madrid, Suárez, 1900, y Cádiz, Álvarez, 1900; J. Nombela, “Retratos a la pluma”, en Obras completas, vol. III, Madrid, 1904; E. Piñeyro, El Romanticismo en España, París, 1904; F. Blanco García, La Literatura Española en el siglo XIX, Madrid, Sáenz de Jubera, 1909 (3.ª ed.); C. A. Regensburger, Uber den “Trovador” des García Gutiérrez; die Quelle von Verdis Oper “Il Trovatore”, Berlin, Ebering, 1911; N. Adams, The Romantic Dramas of García Gutiérrez, Nueva York, Instituto de las Españas, 1922; Z. Sacks, “Verdi and Spanish Romantic Drama”, en Hispania, XXVII (1944), págs. 451-465; J. Entrambasaguas, “Prólogo”, en A. García Gutiérrez, Poesías, op. cit.; J. Entrambasaguas, “La realidad de El trovador”, Miscelánea erudita, Madrid, Editorial Jura, 1957, págs. 79-80; A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1967, 2 vols.; R. Navas Ruiz, El Romanticismo español. Historia y crítica, Salamanca, Anaya, 1970; S. García, Las ideas literarias en España entre 1840 y 1850, Los Ángeles, University of California, 1971; E. A. Siciliano, “La verdadera Azucena de El trovador”, en Nueva Revista de Filología Española, XX (1971), págs. 107-114; A. Ruiz Díaz, “Motivos románticos europeos en El trovador de García Gutiérrez”, en Revista di Letterature Moderne, XIII (1973), págs. 151-190; E. Caldera, Il drama romantico in Spagna, Pisa, Universidad, 1974; V. Llorens, El Romanticismo español, Madrid, Castalia, 1979; C. Iranzo, Antonio García Gutiérrez, Boston, Twayne Publishers, 1980; D. Gies, “The plurality of Spanish Romanticism”, en Hispanic Review, XLIX (1981); E. Godoy Gallardo, “El amor como destino en el teatro romántico español”, en Revista chilena de Literatura, 16-17 (1980-1981); P. Menarini, El teatro romántico español (1830-1850), Bologna, Atesa, 1982; R. Sebold, Trayectoria del Romanticismo español, Barcelona, Crítica, 1983; A. Rey Hazas, “Introducción”, en A. García Gutiérrez, El trovador, op. cit., 1984; M. L. Guardiola Tey, La temática de García Gutiérrez: índice y estudio (la mujer), Barcelona, PPU, 1993; L. Romero Tovar, Panorama crítico del Romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994.

 

Antonio Rey Hazas